Mariana y Carmen (5)

El señor de la casa entra en acción.

El sábado por la mañana, a las nueve en punto, estaban Carmen y su hijo Gabriel en casa de Mariana. En seguida vio la criada que la rutina sería la de siempre, pues allí estaban los restos del desayuno del señor y la señora, y ésta se debía de haber vuelto a la cama. Instaló al niño en la mesa del salón, y ella fue a ponerse el uniforme que la señora le había ordenado: el azul cortito. Gabriel la había visto muchas veces con la bata de servir, pero nunca con uniforme y cofia, y menos con uno como aquel. Carmen se encerró a trabajar en la cocina, con la esperanza de que el niño no la viera así, aunque bien sabía que era una esperanza inútil.

A las diez, como de costumbre, entró en la habitación de la Señora, y subió un poco la persiana. Después cogió la batita que tenía preparada y se acercó a la cama.

-Buenos días, Señora

-buenos días, Carmen. ¿Has traído al niño?

-Sí, Señora, está en el salón haciendo deberes.

Mariana se había sentado en el borde de la cama. Llevaba un camisón malva muy corto de una tela finísima que dejaba ver todo. Carmen procuraba siempre mirar al suelo.

-Ve a buscarlo, que quiero conocerlo.

-¿No quiere que le ponga antes la batita, Señora?

-Dios mío, Carmen, ¿qué voy a hacer contigo? Voy a tener que darte una libretita para que vayas apuntando los castigos. ¿Tengo que repetirlo?

-No, Señora.

Carmen dejó la batita sobre la silla y fue a salir. Al verla tan sumisa, Mariana sintió una oleada de placer y la llamó:

-Espera, Carmen. Ven y quítame el camisón.

Carmen volvió sobre sus pasos y se acercó a la señora, que la esperaba con los brazos ligeramente levantados. Procurando no tocarla, Carmen fue subiendo el camisón hasta sacárselo por la cabeza. Debajo no llevaba nada.

-Puedes mirarme, Carmen, no me da vergüenza que una criada me vea desnuda.

-Perdone, Señora, pero yo...

-Anda, no me hagas enfadar, cállate y desnúdate. Quiero ver si te queda bien este camisón, y también te lo regalaré.

Le había costado, pero ya sabía abrocharse y desabrocharse con ligereza los botoncitos del uniforme, y se puso inmediatamente a ello. No le hacía ninguna gracia, pero no iba a ser la primera vez que se desnudara delante de la Señora, y así parecía haberse olvidado del niño.

En unos momentos, Carmen estaba en bragas y sujetador y cogió el camisón para ponérselo, pero Mariana la detuvo.

-¡Otra vez! ¿No te he dicho que te desnudes?

Inmediatamente, la criada quedó desnuda del todo, sin saber qué hacer ni cómo ponerse para cubrirse algo los pechos y el pubis, y entonces pudo ponerse el camisón, aunque era tan fino y transparente que le daba la impresión de seguir desnuda. Le quedaba un pelín ancho, y seguía siendo muy corto, apenas hasta medio muslo, pero valía perfectamente. Sintió el tacto delicado de la finísima tela, y le gustó, a pesar de la situación. Mariana, desnuda, se acercó y empezó a tocarla, con la excusa de irle dando la vuelta para ver si el camisón le quedaba bien. Las tetas, el culo, los muslos, todo lo fue saboreando con sus manos.

-Creo que te queda casi perfecto. ¿No te gusta este tacto tan fino?

Mientras lo preguntaba, situada a su lado, le pasaba una mano por delante y otra por detrás, de arriba a abajo.

-Además, con estos pechos que ni siquiera necesitan sujetador... perfecto.

-Sí, Señora, sí me gusta.

Mariana se acostó en la cama boca abajo tal y como estaba, es decir totalmente desnuda.

-Ese frasquito de la mesilla es aceite de masajear. Ponme unas gotas en la espalda y vas dándome un buen masaje, que la siento cargada.

Carmen cogió el frasquito y se inclinó sobre su señora, mientras le decía:

-No sé si sabré hacerlo bien, Señora, porque nunca lo he hecho.

-No te preocupes, yo te iré indicando.

Inclinada, Carmen dejó caer unas gotas sobre la piel de Mariana. Luego dejó el frasco y empezó a extenderlas con la mano, pero con tanta ligereza que Mariana casi no lo notaba.

-Lo primero, Carmen, es que estés cómoda, así que súbete en la cama y te sientas a horcajadas sobre mi culo, con una pierna a cada lado. ¡digo yo que a algún hombre le habrás acariciado así!

-No, Señora, será la primera vez que haga esto.

A Mariana le encantó la idea, pero no dijo nada. Y cuando sintió la piel de los muslos de su sumisa criada rodeando su culo y sus muslos no pudo evitar un estremecimiento.

-Ahora pones las manos en mi espalda, aprietas y las paseas arriba y abajo... espera, siéntate más abajo -Carmen bajó su culo hasta dejarlo sobre los muslos de Mariana-, mejor así, así podrás llegar desde el cuello y los hombros hasta los muslos. Tienes que apretar, y mover las manos despacio, por la espalda y por el culo, hasta los muslos, y vuelta para arriba.

Y Carmen fue masajeando la espalda y sobando el culo de su Señora, sintiendo perfectamente cómo se estremecía, y sin saber siquiera qué pensar de lo que estaba pasando. Y Mariana estaba en el cielo, con su sumisa acariciándole todo el cuerpo por orden suya. Cuando se inclinaba para llegar hasta los hombros, la señora sentía la tela del camisón sobre su piel, y también ligeramente los pezones de Carmen, a pesar del cuidado que ésta tenía para rozarla solo lo imprescindible.

-Más abajo, Carmen, por favor, siéntate más abajo, y relájate un poco, mujer, que hoy no me voy a enfadar si me rozas con tu cuerpo.

Carmen se sentó más abajo, y ya era inevitable que al intentar llegar a los hombros, quedara casi acostada sobre Mariana. Luego se iba levantando, poco a poco, ayudándose de las manos sobre la espalda de la Señora, manteniendo siempre el roce del pubis de Carmen con las piernas de Mariana. Luego sentía las manos en el culo, acercándose hasta el principio de los muslos, y Mariana disfrutaba incluso las ganas de que bajaran un poco más, entre sus muslos, que llegaran a su sexo, pero eso no tocaba ese día. Y luego volvían a subir, y el cuerpo  de Carmen se iba juntando con el de Mariana, primero su vientre sobre su culo, y luego los pechos sobre su espalda. Así una y otra vez, con Mariana a punto de correrse, y Carmen totalmente confundida sobre lo que estaba pasando, pero sin duda también excitada, pese a que no quería.

-Ponte la bata, Carmen, y vete a por tu hijo, que quiero conocerlo. Y cuando vuelvas, te quitas de nuevo la bata y sigues con el masaje mientras yo hablo con... ¿Gabriel, me dijiste, verdad?. Así verá que su madre no es una simple criada, sino una experta masajista -como Carmen se había detenido, Mariana siguió-:

  • Y, Carmen, no quiero repetirlo, ni esto, ni nada. Puede que esta mañana sea especial para ti, porque tienes aquí al niño, pero para mí es como otra cualquiera, y cuando tenga que azotarte, lo haré, con él delante o no. Así que si piensas desobedecerme en cualquier momento, más vale que te vistas ahora y te vayas, y ya sabes que no vas a encontrar otro trabajo, ni tan bien pagado como este, ni mal pagado, ni nada; bueno, si, los burdeles siempre tendrán un hueco para alguien con tus tetas, pero incluso eso, poco tiempo, Carmencita, que ya no eres una niña. Así que ya sabes, tráete al niño, y no te preocupes, mujer, que no tengo pensado azotarte delante de él. De momento, al menos, no.

Lo peor del discurso de Mariana era, según lo veía Carmen, que tenía razón: necesitaba ese trabajo mucho más que la vergüenza que pudiera darle que Gabriel la viera dando un masaje en camisón a su señora.

Carmen se levantó despacio, como si necesitara pensarlo, aunque en realidad lo que esperaba es que Mariana volviera a cambiar de opinión, como antes, pero esta vez no sucedió. Se puso la bata y las zapatillas y se fue al salón.

-¡Mamá! jajaja, pero si estás en camisón. Yo aquí trabajando y tú echando la siesta.

-Ven, Gabriel, que la Señora quiere conocerte. Le estoy dando un masaje porque tiene la espalda mal.

-Vale.

Gabriel se levantó de la silla y fue detrás de su madre hasta el dormitorio de Mariana, en el que entraron los dos. Gabriel se quedó parado en la puerta, al ver desnuda a Mariana sobre la cama. Carmen se acercó a la cama, se quitó la bata y las zapatillas y volvió a subirse sobre la Señora, como estaba antes, para seguir con el masaje. Mariana giró la cabeza para mirar hacia la puerta.

-Hola, Gabriel, ¿tú eres el hijo de Carmen, no?

-Sí.

-Se dice Sí, Señora -añadió Carmen.

-Sí, señora.

-Me alegro de conocerte. Dentro de un rato, cuando Carmen termine, me levantaré y charlamos, ¿vale?

-Sí, señora.

-Pero... si no te has quitado ni los zapatos. Carmen, dale al niño las zapatillas de cuadros rojo y malva, que estará más cómodo.

-¿las de usted, señora?

-Sí. Las del señor le quedarían muy grandes.

Carmen se bajó de la cama y se acercó al armario.

-Vete quitándote los zapatos, Gabriel.

Sacó unas zapatillas de paño, de cuadros malvas sobre un fondo rojo, y con un reborde como de peluche también malva. Estaban abiertas por detrás y tenían una cuña mediana.

-Pero esas zapatillas son de chica, mamá. Yo no me las pongo.

-Póntelas y vuelve al salón a trabajar.

-¡No!

-Gabriel, por favor -Carmen suplicaba temiéndose que aquello pudiera desembocar en algo que no quería.

-Que no, mamá, que son de chica.

-¡Gabriel! -la voz imperiosa de Mariana se impuso sobre las otras dos-, haz ahora mismo lo que te dice tu madre, o recibirás una buena azotaina.

El niño notó algo en la voz de la señora que le empujó a dejar de protestar y meter sus pies, ya descalzos, en las zapatillas que tenía delante.

-¡Y ahora coges tus cosas del salón y te vas a la mesa de la cocina a seguir trabajando!

-Sí, Señora -contestó Carmen.

-No te lo he dicho a ti, sino al niño desobediente ese.

Carmen, que seguía en camisón al lado de su hijo, lo miró fijamente, esperando la respuesta que inmediatamente llegó:

-Sí, Señora- dijo Gabriel, y sin esperar más, se fue deprisa haciendo sonar las zapatillas  por el pasillo, que aunque le estaban un poco grandes no impedía que hicieran el típico ruido de chancleteo.

-Entre los dos me habéis estropeado la mañana del sábado -dijo Mariana, levantándose de la cama-. Tráeme el camisón azul de seda y la bata a juego. Y las zapatillas rojas, creo que ya las conoces, y me parece  que las voy a tener que usar para algo más que andar.

Carmen hizo volando el encargo y a los pocos segundos le estaba poniendo el camisón a su señora.

-¿Me pongo ya el uniforme, Señora?

-¡¿Te he dicho yo algo?! No me aburras. Ve a la cocina a prepararme un café.

Carmen salió  tal como estaba, con el camisón que dejaba ver todo su cuerpo, y así fue a la cocina, humillada porque su hijo la vería trabajando prácticamente desnuda.

Mariana se quedó un momento en su cuarto, saboreando lo que iba a llegar. Le había dicho a su criada que le habían estropeado la mañana, pero en realidad se la estaban haciendo gloriosa, humillando a la criada delante de su hijo, y a éste delante de la madre. Sentía su poder sobre Carmen, y estaba segura de que podría avanzar mucho más sin miedo a perderla. Si había soportado hasta allí, era porque necesitaba mucho ese trabajo, y esa necesidad ella iba a explotarla al máximo. El roce de la piel de Carmen contra la suya la había excitado sobremanera, pero no quería correrse, quería mantener esa excitación y hacerla mayor aún.

Abrió el armario y sacó una camisola de raso verde brillante. A ella le llegaba hasta medio muslo, y se abrochaba de arriba a abajo, por delante, como una camisa. El cuello y los puños terminaban en una puntilla del mismo color verde. La extendió sobre la cama y la miró, imaginándose al chico vestido únicamente con ella y recibiendo los zapatillazos que evidentemente se merecía. Pero no estaba totalmente convencida de que fuera buena idea hacerlo ya.

La devolvió a su sitio en el armario y se dirigió a la cocina, dejando al azar de lo que sucediera esa posibilidad: vestir al niño como una niñita y ponerlo al lado de su madre, los dos apoyados en la cama, recibiendo las caricias de las zapatillas rojas que Mariana en ese momento llevaba puestas. Seguramente, pensaba, hoy no sería el mejor día, a ver si por culpa del niño, la madre se acababa marchando. Pero desde luego, alguien acabaría con el culo bien rojo.

-Carmen -la llamó desde el pasillo-, creo que el resto ya puedo hacerlo yo. Cuando termines de recoger mi café y la cocina, te vistes y te vas.

Carmen, que temía que aquella mañana fuera mucho más humillante, con su hijo allí, se alegró y le dijo muy sinceramente:

-Muchas Gracias, Señora.

-Bueno, bueno, pero el espectáculo de antes no puede quedar sin castigo. Igual que la impertinencia de ayer, claro, que nada se me olvida. Supongo que podrás dejar a tu niño solo una hora, o con algún amigo, esta tarde, ¿no?

Toda la alegría de un momento antes se convirtió en decepción, lo que no pasó desapercibido para Mariana, que disfrutaba del momento como si ya la estuviese azotando.

-Sí, Señora.

-Muy bien, pues a las cinco te pasas por aquí para recibir tu castigo. No te preocupes, que no tardaremos mucho. Y te voy a proponer un juego: voy a pensar cuantos azotes te mereces, y lo apuntaré en un papel. Tú harás lo mismo. Examina bien lo que ha pasado esta mañana y piensa en cuántos azotes mereces. Si aciertas, si coincide tu número con el mío, o la diferencia es de menos de tres azotes, sabré que vas aprendiendo la lección y te los perdonaré. Y si fallas por tres o más, recibirás el doble del número más alto de los dos, el tuyo o el mío. Así tendrás para ir pensando. Y ahora termina lo que te he dicho y marcharos. Recuerda, a las cinco.

Era éste un juego diabólico que Mariana había practicado más veces: la sumisa tendría miedo de quedarse corta y recibir el doble de azotes, y subiría bastante su número.

Mariana diría un número pequeño, por lo que habría mucha diferencia, y el castigo sería el doble de lo que la sumisa hubiera dicho, y además sería el número de la criada.

Un rato después, en cuanto Carmen y Gabriel se hubieron ido, Mariana cogió un folio y escribió en él: con quince azotes son suficientes, querida, no vayas a pensar que a mí me gusta pegarte con la zapatilla en el culito.

Y el mero hecho de escribirlo hizo que la señora se pusiera tan excitada que a punto estuvo de acariciarse y correrse, pero se contuvo, porque quería reservarse para la tarde, donde a Carmen le esperaba algo que no podía ni imaginar.

Hasta poco antes de salir hacia casa de su señora, Carmen estuvo dándole vueltas al número de azotes. No le parecía tan difícil que el número fuera parecido, sólo tenía que concentrarse como si fuera un test. Y pensó: me ha azotado dos veces, la primera fueron seis azotes, y la segunda fueron doce en cada nalga, veinticuatro en total.

O sea, que ahora por lo menos tendrían que ser esos, y si me va a castigar, seguía pensando, por dos cosas, serían. Solo pensarlo, a Carmen se le vino el mundo encima. ¡Cuarenta y ocho azotes! Lo pensó un poco más, y recordó que ninguna de las otras veces habían dolido tanto como para echarse atrás. Lo peor era la humillación: inclinarse mostrando el culo a su señora para que esta le diera zapatillazos. Y esa humillación era igual para seis que para veinte.

Serían más de cuarentayocho, fijo, porque no se iba a quedar simplemente en el doble, así que Carmen escribió en un folio: 50 azotes, pensó que como el castigo sería doble, por ella y por su hijo, serían en torno a 48 y algunos más por alguna razón que se inventara la Señora, pues 50 estarían bien.

Y a las cinco de la tarde se presentó en casa de su Señora. Esta, con un elegante vestido hasta las rodillas azul y blanco, ajustado, y con las mismas zapatillas rojas que por la mañana, salió al recibidor en cuanto la oyó entrar.

-Antes de cambiarte, vamos a mirar los papeles, porque a lo mejor te perdono el castigo. Toma el mío y dame el tuyo.

Intercambiaron los papeles, los desdoblaron, Carmen palideció mientras Mariana sonrió.

-¡Tan dura te crees que soy, Carmen? pero mujer...!

Carmen vio un rayo de esperanza. A lo mejor la señora no quería llegar tan lejos…

-Yo... Señora... es usted muy generosa.

-Ya, pero un trato es un trato, claro. A ver... el doble de ... buff, va a ser agotador... en fin. te he dejado el camisón encima de tu cama, bueno, en la cama que hay en el cuarto de la cocina. Ve a cambiarte y luego vas a mi habitación. 50..., qué bruta, habrá que pensar en algo.

Carmen fue a cambiarse, casi llorando de rabia por cómo la había engañado su Señora. ¿Le daría tantos azotes? No lo creía. De nuevo vestida únicamente con el camisón malva, y descalza, fue a la habitación de la Señora. Allí la esperaba Mariana, sentada en el borde de la cama.

-Esta mañana tuvimos que interrumpir algo que estabas haciendo muy bien. Quiero que sigas, y que me des un buen masaje por todo el cuerpo, por delante y por detrás. Si lo haces igual de bien, y yo termino contenta, te perdonaré algunos azotes. Empieza.

Carmen no era tonta, y se imaginaba lo que la Señora quería. No creía que aquello entrara en el sueldo, pero era mucho mejor que los azotes.

Empezó por desnudar a la Señora, despacio, con cuidado, pero acariciando ya cada centímetro de su cuerpo al que tenía acceso. El cuello y los brazos al quitarle el vestido, los pies, con mucho mimo, al descalzarla, las piernas al bajar las medias, la espalda y los pechos al quitarle el sujetador, y al llegar a las braguitas, le acarició el culo y como la señora cerró las piernas, ella tuvo que meter su mano entre ellas para bajar la última prenda.

La Señora seguía de pie, al lado de la cama, Carmen la abrazó desde atrás, dejando sus manos en los pechos, y bajándolas muy despacio hacia la tripa y el pubis. Cuando iban a volver hacia arriba, Mariana no pudo más y agarró una de aquellas manos y la metió entre sus piernas, indicándole como tenía que moverla. Pero como vio que se iba a correr después de todo el día excitada, se separó de Carmen, la miró con fuego en los ojos, y se acostó en la cama, boca arriba.

Carmen se sentó sobre ella como por la mañana, pero ahora sobre la parte delantera de los muslos, vertió una cantidad generosa de masaje sobre sus manos y se inclinó sobre su Señora hasta poner sus manos en los hombros. Luego las fue bajando, hasta los pechos, que masajeó durante un rato, para continuar después hacia el vientre y el pubis, completamente encharcado.

Y Carmen descubrió, sólo con ligera sorpresa, que ella también estaba muy húmeda.

No quería que lo notara la Señora, pero se temía que no iba a poder evitarlo, como sucedió.

Mariana bajó su mano hasta el sexo de Carmen, enseñándole después los dedos humedecidos:

-Carmen, ¿qué es esto? ¿En qué estás pensando? Anda, sigue, que lo estás haciendo bien.

Mariana movió una de sus piernas, dejándola entre las de Carmen, con lo que las dos quedaron con la pierna de la otra entre las suyas. Pero Mariana no movía su muslo, sólo presionaba contra el sexo de la criada, mientras que ésta, al seguir con el masaje, movía continuamente su pierna contra el sexo de Mariana, que de nuevo se vio a punto de explotar, por lo que se dio la vuelta, quedándose de espaldas para que Carmen le acariciara la espalda y el culo.

Un rato después, Mariana se incorporó.

-¡Ya basta! Lo has hecho muy bien. Vete al salón a esperarme, inclinada sobre la mesa, con los brazos, hasta el codo, sobre ella. Y las piernas bien abiertas. ¡Vamos!

Carmen se levantó, confundida, porque creía que había hecho lo que la Señora quería, y que no habría azotes. Por lo menos, pensaba mientras caminaba descalza hacia el salón, serán menos.

La sorpresa de la tarde se la llevó al entrar en el salón. Allí, sentado en un sillón, con el periódico en las manos, estaba el Señor. Carmen se quedó paralizada en la puerta, totalmente consciente de estar prácticamente desnuda. Dejó su boca abierta y llevó un brazo a los pechos y la otra mano al pubis.

-Hola, Carmen. No te preocupes, mujer, tú como si yo no estuviera. Haz lo que te haya dicho la Señora.

Lo que le había dicho la Señora... como si eso fuera, por ejemplo, retirar el servicio del café, o quitar el polvo... No, tenía que inclinarse sobre la mesa y eso era como ponerle el culo delante al señor, pues el sillón estaba justo enfrente de la parte de la mesa en la que podía inclinarse. Siguió inmóvil, temiendo que Mariana llegara y la viera allí parada, pero no podía moverse.

-Carmen, yo no soy tan estricto como la Señora, pero tampoco me gusta repetir las cosas. Imagino que Mariana te habrá dado algunas instrucciones sobre lo que tienes que hacer aquí.

-Sí, Señor.

-¡Pues vamos!

Carmen avanzó despacio hacia la mesa, y al llegar allí se inclinó sobre ella, sintiendo perfectamente como subía la parte de atrás del camisón, hasta apenas tapar el culo.

Apoyó los brazos, hasta el codo, en la madera, y vio como caía alguna lágrima, mientras abría las piernas. Y todo eso, delante del Señor, al que ella no veía y no sabía si le estaba prestando atención. En ese momento se sintió una putita ofreciéndose, porque sabía que el camisón, entre lo corto que era, y su transparencia, no le estaba cubriendo nada. Se preguntó qué hacía allí, delante del Señor, mostrándose así. Y se prometió que si notaba que él se levantara siquiera del sillón, saldría corriendo, aunque se muriera de hambre, aunque el niño... el niño, el niño no podía pasarlo mal... si al niño le faltara lo fundamental, se lo llevarían los abuelos al pueblo y ella lo perdería, y eso sería como morir...

Pero no tuvo que seguir pensando porque lo que oyó fue a Mariana entrar en el salón y ponerse a su lado.

-No te habrás asustado del Señor,¿ verdad? Ya ves que él ni te presta atención.

Mariana se descalzó de un golpecito el pie derecho, y apoyando su mano en el culo de Carmen, se agachó para coger la zapatilla. La acercó a la boca de Carmen:

-Mira, huele a goma nueva. ¿La hueles?

-Sí, Señora.

-Pues muy bien, como has estado muy atenta en mi habitación, te perdonaré algunos azotes. No van a ser 50, sino solo 23 ...en cada nalga. Y tendrán que ser un poco más fuertes que la última vez, porque está claro que no aprendes. ¿Te parece bien?

-Sí, Señora, lo que usted diga.

Le subió el camisón hasta el cuello y de inmediato empezaron los primeros diez azotes en una nalga, que Mariana dio con mucha más fuerza que los anteriores. Al sexto empezó a quejarse Carmen, y en los siguientes se mezclaron quejidos con pequeños gritos.

-¡Ahh! ¡Ahhhh! ¡¡Ahh, Señora, uuuuh!! AYYYY auuuuuuu

-Ahora diez en la otra, y, Carmen, se acabaron las quejas. Si te oigo un grito o un gemido, volvemos a empezar.

En la otra nalga pasó lo mismo: los primeros se aguantaban bien, pero los últimos casi arrancaron nuevos gritos, que Carmen pudo, a duras penas, contener.

-Ahora volvemos a la primera.

Al volver a la nalga ya azotada, Carmen supo desde el primer golpe, que no podría aguantar los gritos. El culo le ardía, y los golpes caían en el mismo sitio cada vez, en el tercer azote estaba llorando sin parar, pero en silencio, con los puños cerrados y la cabeza apoyada en los brazos, el cuarto le pareció que le rompía la piel y que dejaba toda la goma de la suela pegada en su culo, y en el quinto creyó que se desmayaba.

Mariana veía como sufría su criada y cada vez pegaba con más fuerza. Se iba a correr allí mismo, simplemente golpeando a Carmen, sin darle tiempo a descansar, golpeó con fiereza unas cuantas veces más la segunda nalga. La excitaba sobremanera ver estremecerse el cuerpo de la criada en cada golpe.

-Dios mío, qué cansada estoy. No sé si voy a poder terminar el castigo de esta inútil.

Carmen la oyó entre sus llantos y sintió un esperanzador alivio, que se cortó de raíz al oír al Señor decir:

-¿Quieres que te ayude, querida?

-Te lo agradecería mucho. Sólo faltan cinco en cada nalga.

Carmen sintió terror, pero no se atrevió a moverse, aunque sí a implorar:

-Por favor, Señora, por favor...

Mariana le pasó la zapatilla al Señor, y se inclinó sobre la mesa, poniendo su cabeza al lado de la de Carmen, anegada de lágrimas.

-Carmen -le dijo suavemente, como con cariño-, los castigos hay que cumplirlos, eso es fundamental, tú, que tienes un niño, deberías saberlo. Y esta interrupción tiene también que castigarse. Querido, que sean seis en cada nalga. Carmen, queremos terminar cuanto antes. Van a venir unos amigos y si no hemos terminado, terminaremos con ellos delante.

Entonces llegó el primer golpe del marido, que dejó a Carmen sin respiración. Todo lo anterior parecía una broma al lado de aquel rayo que le había destrozado el culo, y antes de darse cuenta, otro más. Abrió la boca para gritar, pero Mariana le puso un dedo en los labios.

-Carmen, chhhssss, no nos hagas aumentar el castigo. ¿Quieres que te ayude a no gritar?

La criada asintió como pudo con la cabeza, y desde allí vio moverse a Mariana, que sin dejar de mirar a Carmen, se quitó las bragas y se las metió en la boca a la criada.

Entonces llegaron, seguidos, los últimos cuatro azotes en la primera nalga, Carmen mordió con furia las bragas, y a pesar de tener la impresión de que nunca más dejaría de sentir aquel dolor, consiguió no gritar.

Intentó respirar deprisa, ahogada entre las lágrimas y las bragas, para afrontar los últimos azotes, que llegaron sin piedad, seguidos, implacables, brutales, con el cuerpo de Carmen arqueado de dolor y la señora mirándola desde escasos centímetros, con una mano inmovilizando la cabeza de Carmen, y con la otra acariciándose la entrepierna.

Con el primero de esos últimos azotes, Mariana llegó al orgasmo, un orgasmo infinito que crecía con cada azote y cada gesto de pánico y dolor de la criada a la que  no dejaba moverse. Cuando terminó el Señor, empezó a terminar la Señora, que dejó a Carmen llorando allí inclinada y fue a sentarse al sofá para relajarse., mientras el Señor volvía a su periódico y le decía a la criada:

-Carmen, vístete y vete, que ya hemos terminado por hoy. ¡Y espero no tener que volver a azotarte!