Mariana y Carmen (3)

El morbo crece en la relación de la Señora con su criada.

Apenas dos semanas más tarde, Mariana estaba segura de que no quería perder a Carmen. No sólo le gustaba físicamente, sino que también había visto en ella la personalidad adecuada para lo que buscaba en una criada: la sumisión precisa, la que es desconocida hasta para la propia esclava hasta que se ve inmersa en ella, para compenetrar su estilo dominante.

Y precisamente por eso, anduvo con más cuidado que con otras sirvientas: de momento sólo se rozaba con ella casi lo indispensable, aunque sin hacer nada por evitarlo cuando surgía la oportunidad, y sus órdenes eran siempre tajantes, pero sin mandarle hacer nada que pudiera asustarla. Seguía ordenándole que la calzara y descalzara, porque eso, según vio desde el primer día, aunque la notaba muy incómoda y avergonzada (lo que le encantaba), no parecía que fuera a hacerla huir. Le resultaba tremendamente excitante ver a Carmen arrodillada delante de ella, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en los pies de la señora, cogiéndole con suavidad uno, quitándole la zapatilla, o el zapato, y poniéndole el zapato, o la zapatilla; y lo mismo con el otro. A veces, incluso se "arrepentía" del calzado elegido, y le hacía repetir la operación con otro par.

Y había adquirido una costumbre nueva: seguía acostándose una vez que su marido se había ido a trabajar, pero ya no se dormía y esperaba ansiosa la llegada de Carmen. Aguardaba unos minutos, los precisos para que ella se pusiera el uniforme, y poco después la llamaba.

-¡Carmen!

Ella se acercaba a la puerta del dormitorio y llamaba suavemente:

-¿Señora?

-Pasa, Carmen.

Y en cuanto había abierto la puerta, Mariana seguía con sus órdenes:

-Sube la persiana, y acércame la batita.

Ella la llamaba la batita, pero siempre era un salto de cama o una negligee extremadamente suave y sensual, a juego con el camisón que llevara puesto. Mariana se levantaba y se ponía de pie sobre la alfombrilla, dándole la espalda a la criada, que le ponía la negligee. Mariana seguía sin moverse y Carmen se movía hasta estar frente a ella para atarle el lazo, o el botón, o el cinto, siempre con los ojos muy bajos, sin atreverse a mirarla a la cara. Luego, la señora se sentaba en la cama.

-Tráeme las zapatillas azules con borlas -decía, por ejemplo.

Y Carmen iba al armario, cogía las zapatillas que le hubiera ordenado y volvía para arrodillarse delante de la señora con las zapatillas elegidas. Mariana no se movía, y la criada cogía uno de sus pies y lo calzaba, dejándolo luego en el suelo, para repetir lo mismo con el otro.

Mariana nunca le daba las gracias, y vestida así se iba al salón, donde pasaba gran parte de la mañana, hasta que llegara la hora de salir para cualquier cosa.

Y así pasaban los días, con la señora debatiéndose entre las ganas de ponerle la mano encima a su criada, y el deseo de no asustarla demasiado pronto, demasiado bruscamente. Le encantaba saber lo difícil de la situación económica de Carmen, porque era consciente de que influiría poderosamente para que fuera todo lo sumisa que ella deseaba. Pero sabía que para todo había un límite, y no quería traspasarlo.

Soñaba con ordenarle a su criada que se levantara la falda, se bajara las bragas y se tumbara sobre su regazo para darle una buena azotaina, pero de momento eran eso, sueños, aunque estaba segura de que no tardaría en hacerlo realidad.

Y había otro factor que hacía a Carmen más deseable aún: tenía un hijo, un hijo pequeño, y era sólo suyo, no había padre, lo que significaba que cuando Carmen fuera suya, y lo sería, también tendría a mano al niño.

En realidad, sólo sentía no haber tenido algún hijo porque así no había tenido la oportunidad de educarlo como debía hacerse. Los niños de hoy día, pensaba, y eran los años setenta, están demasiado libres, y eso no puede ser. A los niños hay que educarlos con firmeza, pensaba Mariana, para que aprendan desde pequeñitos lo dura que es la vida. Y el niño de Carmen estaba ahí, esperando, con su culito preparado para recibir las azotainas que sin duda merecía.

Estaba segura de que Carmen lo malcriaba, por eso de ser hijo único y encima sin padre. Ardía en deseos de conocerlo también, pero ahí sí que tenía claro que no podría ser de momento, porque el día que el niño conociera a la señora de su madre debía ser para recibir su primera azotaina, su bautismo de zapatilla. De hecho, Mariana no tenía ningún interés en ver al niño de Carmen, excepto para azotarle el culo, una y otra vez, así que debía esperar. También quería que el niño supiera que cada vez que viera a la señora, sería para recibir un castigo. Primero había que ir preparando a la madre, y luego vendría el hijo.

Lo que no podía evitar, sin embargo, era que la madre cada vez le gustara más, y no sólo para someterla, humillarla, ordenarle cosas o incluso para azotarla, no. Mariana había comprobado que le gustaba simplemente mirarla, sin fantasías de sometimiento, sólo mirarla. Y rozarla, y tocarla, lo que tanto le gustaba hacer con todas sus criadas, pero sólo para demostrar quién era la señora, para acosarlas, en el caso de Carmen era distinto: Le gustaba demasiado tocarla, sin más, rozarla, sin mayor intención, sólo porque era Carmen. Y las contadas ocasiones en las que se cruzaban sus miradas eran momentos que provocaban un inexplicable placer, o más que inexplicable, simplemente inesperado. A Mariana le gustaba demasiado su criada, para someterla y hacerla suya, sí, pero también, como estaba descubriendo aquel mismo día, dos semanas después de haberla conocido, cuando la había llamado para que le pusiera la negligee y al verla en la habitación, recortada contra la difusa luz que entraba al subir la ventana, sintió un deseo casi irrefrenable de ordenarle que se desnudara y hacerle un hueco en la cama, le gustaba para todo lo demás.

Llegó incluso a asustarse. ¿Se estaría enamorando de aquella infeliz criada?

Mariana se levantó y se quedó de pie sobre la alfombra, como siempre. Llevaba un camisón cortito, de seda azul. Carmen, con el pelo recogido en una pequeña coleta, los ojos bajos como siempre, y el recatado andar que había adoptado, incluso sin que Mariana se lo indicara, sólo impuesto por su presencia, se acercó con una batita de gasa también muy corta, y se la puso. La bata quedó algo recogida por atrás, y antes de ponerle el cinturón, Carmen tiró ligeramente del bajo, para que quedara bien puesta.

-¡Carmen, qué haces!

-Señora... le colocaba la batita...

-¿Y hacía falta tocarme el trasero, para eso? ¡Que no se vuelva a repetir!

-Señora, yo no...

-¡No me contradigas! Odio que una criada me contradiga. ¿Y a qué esperas para terminar de atarme la bata?

Con la cabeza agachada, como siempre, Carmen se puso delante de su señora y le cerró la bata con mucho cuidado de no rozarle siquiera la piel, y luego le ató el cinturón con tanto cuidado, que casi se caía.

-¡Por Dios! ¿Qué te pasa esta mañana? ¡Primero me tocas el culo y ahora no sabes atar un cinturón! Anda, trae que yo lo ato. Tráeme las zapatillas negras, las abiertas por detrás sin adornos y  con la suela amarilla.

Cuando venía con ellas, Mariana le preguntó:

-¿Te gustan?

-Sí, señora.

-Fíjate en qué suela tienen. ¿Sabes para qué son excelentes estas zapatillas?

-No, señora.

-Para dar una zurra a alguien, cuando se lo merece. Por ejemplo, cuando una criada descuidada me toca el trasero, o no me pone bien la bata...

-Señora, yo no...

-¡O cuando me interrumpe! ¡O cuando me contradice! Anda, ponme las zapatillas, que no te voy a dar un azote. Supongo que al final serías como todas...

-No sé, señora.

-Sí, como todas, que prefieren perder el trabajo antes de dejarse educar.

-No entiendo, señora.

-Claro que no entiendes. Veamos, esto es un suponer, Carmen: si rompieras por descuido uno de los jarrones de la vitrina, ¿qué preferirías, pagarlo, con lo carísimos que son, que te costaría dos o tres meses de paga, que te despidiéramos con viento fresco, o que te educara para que no volviera a pasar?

-Yo creo que... que me educara, señora. Y yo pondría todo el cuidado para que no volviera a pasar.

-Y hoy, por ejemplo, esto que ha pasado tan desagradable. No vamos a hacer nada porque es la primera vez, pero qué crees que debería hacer la próxima vez que me tocaras donde no debes: ¿echarte, o intentar enseñarte? ¿Qué preferirías tú que hiciera?

-Que me enseñara, Señora.

-¿Que te enseñara, Carmen, de verdad? ¿Estarías dispuesta a que te enseñara? Haría de ti una sirvienta inmejorable. A lo mejor hasta tenía que subirte el sueldo, porque una buena criada no es fácil de conseguir.

Carmen ya se había arrodillado delante de la señora, y tenía uno de sus pies en sus manos, para calzarlo, mientras ella seguía:

-Seguro que entonces te irías. Todas las criadas sois unas desagradecidas. Yo me tomaría todas las molestias para enseñarte, y al final tú te irías a servir a otra casa por dos pesetas más.

-No, señora. Le agradezco que trate de enseñarme.

-Muy bien, Carmen, veremos si es verdad. Por cierto, ¿ves esa bolsa que hay encima de la mesa?

-Sí, señora.

-Es un uniforme nuevo que te he comprado, para que veas que me preocupo por ti. Así no tendrás que andar siempre con esos viejos. Cámbiate, a ver qué tal te sienta.

-¿Aquí, Señora?

Mariana sonrió, satisfecha.

-¿Ves? Esa es una de las cosas que debemos corregir. No me gusta repetir las órdenes.

Mariana no dijo nada más, y Carmen se quedó indecisa.

-Y una buena sirvienta nunca hace esperar en balde a su señora.

-No, señora, perdone.

Inmediatamente se desató el delantal. Luego se dio la vuelta para desabrocharse la parte superior del uniforme.

-¿Qué pasa, Carmen? ¿Crees tener algo que yo no pueda ver? Esto merece un castigo, ya lo sabes.

Carmen volvió a girarse para quedar frente a su señora, que seguía sentada mirándola. La criada se quitó la bata del uniforme, quedándose con los pantis blancos, las braguitas y el sujetador. Mariana se sentía feliz mirándola y saboreando lo que iba a ser suyo. Y quería verla más guapa aún.

-Espera, Carmen -dijo, mientras se levantaba y se dirigía a la cómoda, de donde sacó uno de sus camisones, uno cortito, de raso negro, y se lo tendió a Carmen.

-Vamos a probártelo. Si te queda bien, te lo regalo.

-Gracias, señora.

Mariana se acercó a Carmen, frente a frente, y la rodeó con sus brazos hasta alcanzar el cierre del sujetador, que soltó, pero muy despacio, como si le costara, porque sentir el cuerpo de Carmen junto al suyo fue como un latigazo de placer. La criada, azorada, no se atrevía a moverse. Y la señora no quería moverse, y casi involuntariamente, se apretó contra los pechos de Carmen.

Fueron unos segundos, pocos, pero suficientes para probar el tacto del cuerpo de su criada, y le encantó. Soltó el sujetador, y se lo quitó, dejando unos pechos casi perfectos, casi adolescentes, pequeños, hermosos, deseables, a la vista. Carmen sintió un deseo imperioso de cubrirse con los brazos, pero sabía que a la señora no iba a gustarle, así que mantuvo los brazos abajo, mientras Mariana se apartaba un paso y la miraba sin ningún recato.

-Tienes una bonita figura. Este camisón te va a sentar de maravilla. Ya verás, ya, cuando tengas un novio..., por cierto, ¿tienes novio?

-No, señora.

-Mejor, porque los novios entretienen demasiado. Pero cuando tengas uno, le encantará verte con este camisón.

Mariana colocó la prenda para que Carmen metiera los brazos por los tirantes, y luego se la metió por la cabeza, bajándosela con sus manos, en vez de dejarla caer. Según bajaban, sus manos no dejaron de acariciar el cuerpo de Carmen. Y hasta tal punto le gustaba, que ella misma, Mariana, se obligó a retirarse, porque temía que la otra se diera cuenta de lo que provocaba en ella, y para el dominio que ella quería no podía dar ninguna muestra de flaqueza, ni de deseo.

-Perfecto. Y ahora cámbiate de uniforme. Vamos, que ya hemos perdido mucho tiempo.

Carmen se quitó el camisón, se volvió a poner el sujetador y abrió la bolsa.

El nuevo uniforme era azul marino, con topitos blancos, y venía con un delantal y una cofia blancos. La batita era ahora un vestido con un escote amplio y redondo, rematado con una puntilla blanca, que se abrochaba atrás con una fila de muchos botones pequeñitos, desde un poco por debajo de la cintura hasta el cuello, mangas muy cortas, abombadas y también con puntilla blanca, y la falda del vestido, muy corta y suave, que caía con algo de vuelo. Se lo puso por arriba, y cuando intentó irse abrochando los botones, se dio cuenta de que le iba a costar mucho.

Mariana se levantó.

-Veo que voy a tener que ayudarte. Vamos a ver.

La señora fue abrochando uno a uno, mientras acariciaba con sus dedos, como sin querer, la espalda de su criada. Y al terminar, alisó la falda, que apenas llegaba a la mitad de los muslos, y al alisarla, sobó el culo y los muslos de su criada, segura de que ella no iba a decir nada, aunque la sentía estremecerse, y no de placer, sino de vergüenza y pudor. Luego le puso el delantal, blanco y redondeado, y la cofia.

-Date una vuelta, Carmen. Estás muy elegante, y muy guapa. ¿Te gusta, verdad?

No le gustaba, le parecía muy corto y algo incómodo, aunque por suerte no era muy estrecho. Si hubiera sido más ajustado y un pelín más corto le habría parecido el uniforme de una puta disfrazada.

-Sí, señora, me gusta mucho. Gracias.

-Muy bien. Ahora vamos a empezar tu educación, a ver si te la mereces. Antes me hiciste repetir una orden. Eso no puede ser -Mariana dio una patadita hacia delante con su pierna derecha para que saliera su zapatilla y después agacharse y cogerla. Carmen vio lo que estaba haciendo y sintió un miedo antiguo, de cuando era niña y su madre le daba palizas con la zapatilla, pero ahora era adulta, y eso no entraba en sus planes, no quería creer que la zapatilla que la señora se estaba quitando fuera para darle a ella azotes, como si fuera otra vez una niña que no había sido buena-.

Inclínate sobre la cama y apoya las manos en el colchón, quiero ese culo bien arriba.

Mariana estaba casi más nerviosa que Carmen, porque se moría de ganas de azotarla, y además sabía que ese era un momento muy importante. Esperaba, y casi rogaba, para que la criada no ofreciera la más mínima resistencia.

Carmen se volvió hacia la cama y se inclinó hacia ella sin acabarse de creer lo que estaba pasando: la señora iba a azotarla como si fuese una niña, y ella no podía negarse, porque necesitaba el trabajo. Todavía tenía esperanzas de que todo fuera sólo una representación, que ahora le diría que todo era broma, que a las adultas no se les pega con una zapatilla.

Mariana se acercó por su izquierda, y con la zapatilla en la mano levantó la falda hasta la cintura.

-Sólo serán seis azotes, tres en cada nalga, y ni siquiera te bajaré los pantis. Espero que esta sea la única vez que tenga que hacer esto, porque te esmerarás para servir a tus señores como merecen. Mientras hablaba se acariciaba la mano izquierda con la suela de su zapatilla derecha,  y al final de su pequeño e impostado discurso tenía la boca seca más de la excitación que de los nervios.

Casi sin terminar de hablar, soltó el primer azote, no muy fuerte, sólo lo suficiente para que sonara, para que pareciera un azote de verdad, e inmediatamente  otro. Carmen se asustó tanto al recibir los golpes que casi no sintió el dolor, sólo vergüenza, incredulidad, humillación. ¿Cómo era posible estar allí, siendo castigada como una niña por su señora? Sin más preámbulos cayeron los otros 4 azotes estos más duros, y haciendo que la pobre Carmen saltara sobre sus propios pies en una mezcla de sorpresa y dolor.

-Ya está. Cuando recibas un castigo, y espero que no vuelva a suceder, no se te olvide dar las gracias a tu señora por las molestias que me tomo por ti.

-Gracias, Señora -dijo Carmen mecánicamente y con lágrimas en los ojos obedeciendo sin pensar, que al fin y al cabo era lo único que se le pedía.

Los azotes al fin y al cabo no habían sido para tanto. Fue más la vergüenza y la humillación que otra cosa, pero mientras quedasen entre ellas dos... el trabajo seguía mereciendo la pena. Era un consuelo pensar que nadie más se enteraría.

-Y mira, te voy a regalar también estas zapatillas, no me gustan nada esas tan ligeras que sueles ponerte.

Mariana  de otra ligera patadita se quitó la otra zapatilla y la dejó en el suelo, junto a la que acababa de usar para azotar a Carmen. Ésta se descalzó a su vez y se puso las zapatillas negras que la señora le ofrecía.

-Esas otras casi sin suela que traías puedes tirarlas. Ve al armario y me traes unas zapatillas granate con un adorno blanco con forma de pájaro, me las calzas, y te vas a la cocina a trabajar. Ah, por cierto, cuando hayas terminado y antes de fregarla, me avisas, que tengo que darte unas indicaciones.

Carmen se fue a la cocina con su nuevo uniforme, sus nuevas zapatillas y la cabeza hecha un lío: ¡la señora le acababa de dar unos azotes con la zapatilla, y ella no salía corriendo! Azotes como los que ella le daba de vez en cuando al niño, cuando se lo merecía. Y de pronto se sentía niña y pequeñita, en manos de Mariana.

Mariana se fue al salón, se sentó en el sofá con las piernas recogidas debajo de ella, y cerró los ojos para disfrutar del momento. La había azotado y ella le había dado las gracias sin protestar, sin amenazar con irse. La estaba haciendo suya, a Carmen, la criada que más le había gustado desde que se acordaba. Ya soñaba con obligarla a hacer las tareas desnuda, o sólo con el delantal, bajo su atenta mirada, o a postrarse de rodillas cada vez que estuviera frente a ella, o a inclinarse aplastando sus pechos sobre la mesa del salón con los brazos en cruz y las piernas bien abiertas para recibir los zapatillazos de la Señora. Los planes iban cobrando fuerza en su mente. Cosas que nunca había podido hacer con otras criadas, porque se habían ido demasiado pronto. Y por supuesto, se imaginaba a ella misma sentada en el sofá, con las piernas abiertas y la cabeza de Carmen entre ellas, con su lengua acariciando su sexo, mientras la señora la azotaba con su zapatilla, con más fuerza cada vez que ella aflojara una pizca sus caricias. O que cada mañana, la criada la despertara metiéndose con ella en la cama, en silencio, como una perrita, acariciándole todo el cuerpo hasta que ella la echara de la cama... No quería seguir con esos pensamientos, porque sabía que acabaría precipitándose, y no quería perderla, sino adueñarse de ella.

Cogió un libro cualquiera e intentó leer, hasta que Carmen se presentó en el salón para decirle que ya fregado los platos y había barrido la cocina. Se levantó y se fue con la criada hasta la cocina.

-Mira, Carmen, con la fregona no siempre se puede fregar todo bien. De vez en cuando hay que fregar más a fondo, y eso es lo que vas a hacer hoy. Vas a coger una bayeta y un cubo, y fregarás todo el suelo de la cocina, hasta el último rincón, de rodillas.

-Sí, señora.

Después de lo que había pasado antes, a Carmen no se le ocurrió ni siquiera dudar.

Cogió un cubo de la terraza y empezó a llenarlo de agua. Le echó detergente y cogió una bayeta, lo puso todo en el suelo, en el rincón más alejado de la puerta, y se dispuso a agacharse. No le molestaba tanto esto como sentir la mirada de Mariana en ella.

-Espera -le dijo esta, que se le acercó y le subió el bajo del vestido-. Hay que quitarse los pantis, no se te vayan a romper.

Mariana, agachada detrás de ella, agarró la cinturilla de los pantis y empezó a bajarlos, y cuando iba por el pubis, llevó de nuevo las manos hacia arriba, para ponerlas sobre las braguitas y el culo de Carmen.

-¡Qué envidia me das, mujer, tener este culo tan bonito sin ir al gimnasio ni nada! ¡Con lo que nos cuesta a otras!

Carmen no sabía qué decir, así que no dijo nada, y Mariana siguió bajando los pantis, hasta llegar a los pies, que le sacó, uno a uno, de las zapatillas para quitarle las medias.

-¡No te quejarás, eh! Con tu señora ayudándote. Esto no lo hacen todas por ahí, eh.

-No, señora. Muchas gracias.

-Y hay que levantar también el uniforme -añadió Mariana, mientras levantaba la falda y se la recogía con el cinto del delantal, dejando a Carmen únicamente con las braguitas de cintura para abajo-, porque si no, lo arrastrarías. ¡Y ahora, a fregar hasta que brille el suelo!

Mariana se retiró hacia la puerta, pero sin llegar a salir, y se sentó en una silla para observar a la criada, que de rodillas metía la bayeta en el cubo y la escurría. Después tenía que inclinarse hacia adelante, poner una mano en el suelo y fregar con la otra, siempre de espaldas a Mariana, que extasiada no perdía de vista el culo de su criada, que se movía a los lados, y adelante y atrás, pidiendo a gritos ser azotado. Así estuvo un rato, hasta que, segura de no poder aguantar más sin coger la zapatilla y poner colorado como un tomate aquel culito, prefirió irse a su cuarto, donde se vistió ella sola a toda prisa, y se fue a la calle a intentar tranquilizarse, y a seguir soñando con lo que podría llegar a hacer con Carmen, no sin antes pasar por la cocina a ver a su fregona.

-Me voy, Carmen, y cuando vuelva no quiero tener que castigarte, así que ya sabes. Y no tardaré.

Al decirle lo de castigarla, llegó a mojar las bragas, le excitaba sobremanera abusar de su criadita, y amenazarla.

Carmen sintió cerrarse la puerta de la calle, se sentó sobre sus tobillos, se llevó las manos a la cara y empezó a llorar. Se veía atrapada en aquella casa, y lo que hasta hacía un rato sólo era incómodo, esos aires de superioridad de la señora, completamente opuesta a otras mujeres para las que había trabajado, que le daban más confianza y con las que podía hablar normalmente, y a algunas hasta tutearlas, esa dominación que tanto le gustaba a esta, ahora se estaba convirtiendo en una pesada carga. La había manoseado como si ella fuera una putilla, la había mirado casi desnuda, le había observado el culo mientras ella fregaba de rodillas la cocina, y le había azotado con una zapatilla, como a una niña ¿qué sería lo siguiente?

Hacía unas semanas, precisamente, ella, Carmen, le había dado una buena tunda a su hijo, pero era un crío, y se había portado muy mal. La habían llamado del colegio para decirle que el niño llevaba varios días sin hacer los deberes, y que en clase su comportamiento había empeorado.

Carmen se había sentido humillada delante de la profesora, y en cuanto salió, agarró al niño del brazo y se lo llevó casi a rastras hasta casa. El niño protestaba y decía que todo era mentira, pero ella había visto los cuadernos donde estaban los deberes sin hacer.

¡Encima quería tomarle el pelo! Otras veces le había dado algunos azotes, pero esta vez era demasiado, tenía que acordarse.

Lo llevó hasta su cuarto por el brazo, mientras él gimoteaba, y allí Carmen se sentó en la cama y le bajó los pantalones del chándal de un tirón, con calzoncillos y todo, él quiso taparse, pero al ver que ella se agachaba para coger la zapatilla, de un golpe se soltó e intentó irse corriendo, sin darse cuenta de que tenía los pantalones en los tobillos, por lo que se fue al suelo, y allí, a gatas, quiso seguir corriendo. Carmen fue detrás de él, y tal como estaba, a gatas, empezó a darle azotes con todas sus fuerzas en el culo, la zapatilla restallaba en el blanco trasero del muchacho, él se dio la vuelta y pataleando consiguió quitarse los pantalones mientras seguían lloviendo azotes. Cuando quiso levantarse para escapar, Carmen lo agarró por el brazo y volvió con él hacia la cama, donde ella se sentó, tirando a su hijo boca abajo sobre su regazo. Con la mano izquierda le sujetó la espalda contra ella, y con la otra mano, armada con la zapatilla, siguió dándole azotes con todas sus fuerzas.

Casi inmediatamente, él dejó de patalear, pero no de llorar a gritos. Cada golpe iba dejando el culo más y más rojo, pero Carmen no pensaba más que en lo mal que lo había pasado, y seguía azotando con más fuerza, hasta que su brazo, agotado, le indicó que debía parar. El chaval lloraba a lágrima viva, y su culo parecía a punto de romperse y sangrar de los golpes.

La paliza, el palizón más bien surtió el efecto deseado. En los siguientes días, lo vio mucho más ocupado en sus deberes, y cuando ella le decía algo y él iba a protestar, sólo tenía que hacer el gesto de quitarse la zapatilla para que la obedeciera instantáneamente.

¿Era eso lo que quería su señora? ¿Esos seis azotes que le había dado, serían los únicos, o serían el principio?

Carmen sintió algo de frío en el culo y los muslos, y se acordó de que estaba medio desnuda fregando la cocina de rodillas. Y que tenía que hacerlo pronto y muy bien, porque la Señora llegaría y podía llegar a ser ella, Carmen, la arrastrada del brazo hasta el regazo de la Señora para ser castigada. Rápidamente, volvió a la bayeta, y a fregar con todo el interés.