Mariana y Carmen

Relato donde se cuentan las vicisitudes entre Señora y criada.

-Y a ver si esta te dura un poco más.

-Como si fuera culpa mía -intentó contestar Mariana a su marido, pero este ya había cerrado la puerta para irse a trabajar.

Mariana suspiró y se dirigió tranquilamente al salón. Sólo llevaba el camisón y un salto de cama, ambos negros, de seda, a juego. Normalmente, tras despedir a su marido, se fumaría tranquilamente el primer cigarrillo del día, y se volvería a la cama, para levantarse dos o tres horas después. Sin embargo, ese día tendría que vestirse para esperar a la nueva sirvienta, que iba a llegar a las nueve. Le incomodaba mucho tener que volver a explicarlo todo a una nueva, pero eso le sucedía más veces que a todas sus amigas. Claro que ella sabía por qué, pero no era nada de lo que fuera a hablar con nadie.

Mariana tenía cuarenta y tres elegantes años. El pelo rubio, teñido casi cada semana en su rutinaria visita a la peluquería, con media melena con las puntas hacia dentro y la raya a un lado, los ojos castaños, la nariz quizá algo grande, y unos labios demasiado finos para su gusto, lo que siempre trataba de disimular al pintarlos y perfilarlos, y un cutis suave muy trabajado, tan en buena forma como todo su cuerpo, con los pechos nada caídos, y el culo en su sitio, que para eso acudía al gimnasio cada día.

Había conseguido no tener hijos, pese a los esfuerzos de su marido, que ya se había rendido. Hubo una época, años atrás, en la que él se empeñó en tener descendencia, y ella no habría tenido mayor problema, si no fuera porque el descendiente tendría que invadirla durante nueve meses, y luego salir rasgando su cuerpo. A eso no estaba dispuesta, y sin que el marido lo supiera, tomaba píldoras anticonceptivas.

Ahora no era necesario, porque él había perdido interés por los niños, y hasta por su mujer, lo que ella le agradecía. Nunca le habían apasionado los tíos, tan peludos, sudorosos y pesados, pero el estatus era el estatus, y pensando en ello, hizo una buena boda, una boda que le garantizaba la vida relajada que deseaba. Las necesidades sexuales del marido, si es que las tenía a esas alturas, las satisfaría por ahí, suponía ella, en algún puticlub de lujo. Y las de ella... bueno, las de ella solía satisfacerlas en casa, o lo intentaba. Alguna vez pensó incluso en incluir al marido, pero en cuanto empezaba a fantasear con ello se aburría. Nada que ver con la excitación que podía llegar a sentir con las mujeres que pasaban por casa.

Se sentó en el sillón y cruzó las piernas. El salto de cama, cerrado por delante únicamente con un lazo a la altura del pecho, se abrió y pudo ver la hermosa figura que en el camisón de seda hacía su pierna, y cubriendo el pie, una zapatilla tan delicada por dentro, con terciopelo, y por arriba, de felpa negra y amarilla semejando una piel de tigre, como poderosa por abajo, con una suela de fuerte goma negra, con el piso amarillo y rugoso.

Se inclinó hacia adelante y se la quitó, llevándosela a la cara para oler la goma. Le encantaban sus zapatillas, todas las que tenía, y esas en concreto.

Después de olerla, pasó sus dedos suavemente por la suela, para sentir su rugosidad. No era fácil encontrar las zapatillas que a Mariana le gustaban, y por eso pasear por las zapaterías era su principal entretenimiento cuando salía. Si el marido le hubiera prestado más atención, le habría llamado la atención la parte de abajo del armario, llena de zapatillas de todo tipo, materiales y colores, desde las más elegantes hasta las clásicas zapatillas de vieja, pero todas con la suela de goma fuerte y flexible, con el piso amarillo en muchas de ellas, aunque también las había de otros colores.

Mariana volvió a ponerse la zapatilla, apagó el cigarrillo y se levantó para prepararse para recibir a la nueva criada. Pasó por el servicio para ducharse y darse cremas y colorete, pintarse los ojos, arreglarse las pestañas y examinar sus uñas, que estaban perfectas. Siempre dejaba los labios para el final, cuando ya estuviera vestida.

Fue a su cuarto, distinto al del marido desde hacía años, y abrió el armario. Sabía perfectamente lo que iba a ponerse, porque le parecía muy importante la primera impresión que la criada debía tener de ella.

Encima de un conjunto negro de encaje, se puso una blusa rosa de seda de la que dejó desabrochados los botones precisos para que se viera la forma de sus pechos y algo del encaje del sujetador, unas medias negras y una falda gris, corta y estrecha. Cogió la chaquetilla que conjuntaba con la falda y la llevó al salón, dejándola sobre una silla como con descuido, para volver después al servicio para pintarse los labios de un rojo bastante fuerte, pero no llamativo.

Esa era la idea que quería transmitir: era una mujer, de 43 años, sí, pero con una figura espectacular, muy femenina, pero seria. Una figura que impusiera respeto a la nueva criada, pero que dejara claro también que era una mujer sexualmente deseable, y una mujer también muy ocupada, que esperaba a la criada, pero que estaba vestida para salir a hacer cosas importantes.

El único detalle de Mariana que indicaba que estaba en su casa eran las zapatillas, las mismas que se había puesto al levantarse. En el suelo, al lado de donde tenía la chaquetilla, dejó unos zapatos rojos con un enorme tacón.

A las nueve en punto, sonó el timbre de la puerta. Mariana abrió la puerta y se encontró con Carmen, la nueva criada.