Mariana, las tentaciones

Una chica univrsitaria empieza a tener impulsos muy fuertes que la hacen dudar de sus enseñanzas morales. Se entrecurzan en su camino un maestro, un vigilante, un pretendiente y no serán los únicos. Esta primera entrega será en la categoría General, pero sus decisiones la llevarán por varias otras.

Suena el despertador. 5:30 de la mañana como todos los días desde hace dos años. Mariana se levanta y sale a prender el calentador. Sujeta su cabello en una coleta, larga hasta media espalda, se pone una sudadera, short, tenis, y hace un breve calentamiento antes de salir a correr. Su rutina diaria cada mañana. Corre media hora, vuelve a casa de sus padres, se prepara un jugo, come fruta, cereal, se toma un café más pequeño que un americano. Se mete a la regadera. Deja que el agua caliente la reconforte. Hoy no tiene que hacer ritual de belleza como depilación o arreglo de uñas. Casi siempre lo hace los fines de semana para tener todo el tiempo disponible. Su cuerpo esbelto es minuciosamente secado con una toalla muy grande, así las prefiere. Pasa rápidamente a la crema corporal. Su joven piel no requiere muchos esfuerzos para lucir perfecta. Morena y turgente, calificativos que alguna vez un novio que dejó por insistente en el tema del sexo le había dicho. Palabras que se quedaron más allá del recuerdo de los besos o de la memoria de su rostro. Busca sin mucha complicación su ropa del día: unos jeans deslavados que se ajustan a su figura tentadora, una playera lo justa para no sentirse desnuda sabiendo que no puede ocultar demasiado los grandes senos que ha heredado de su madre, una chaqueta de cuero tipo torera, unos botines de piel con tacón. Se vuelve a hacer la coleta de caballo en el cabello. Aplica un suave y discreto labial, se arregla las pestañas y queda lista. Se sabe bella a sus 21 años. Alta, ligera, con curvas, caderas pronunciadas y senos altivos. Cuello largo, facciones muy finas. El cabello ahora suelto le cobija la espalda, algo pelirroja, ligeros rizos caen sobre su cara, cara de niña bien, ojos grandes color miel, rubor natural, naricilla respingada, labios gruesos que ocultan una sonrisa matadora, piel de durazno, pecosa llamativa; se le mira y se adivina hormonal, sexual, hembra floreciente.

Faltando veinte minutos para las siete sale de casa, primero se despide de su madre, casi su retrato, todavía una mujer de bandera a sus 39 años; luego de su padre, un señor ya maduro que casi está llegando a los 50 y por quien ella tiene una especial devoción. Familia conservadora, de buen nivel económico y practicante religiosa. La han mandado a la mejor universidad de paga para que estudie arquitectura, el complemento ideal para su padre ingeniero, y en un ambiente más seguro y amigable para una bella mujercita. Siempre ha tenido el respaldo y protección de su casa, y siendo hija única es el tesoro más cuidado.

Sube a su coche. Un beetle, nada ostentoso para los tiempos que corren. Pone su música y enfila el camino hacia la universidad. Mientras conduce se deja llevar por la música y canta un poco. No es la más entonada y le apena mucho hacerlo en público, sólo ese momento de inalterable privacidad le da la libertad de acompañar sus canciones.

Puntual como siempre acude a sus primeras clases del día. Sólo ha intercambiado saludos con el señor vigilante de la escuela, un hombre serio y maduro, algo maltratado por la economía y la vida pero de trato muy amable todos; y con sus dos amigas del grupo, quienes siempre la flanquean una de cada lado.

¿Cómo es ella?, difícil pregunta para quienes no la conocen. Si un hombre le pone el ojo, cosa nada rara dada su belleza, lo primero que aparenta es que es una chica inalcanzable, orgullosa. Pero en realidad es bastante tímida. Cuesta trabajo entender cómo una criatura tan deseable se ha conservado virgen hasta la edad que tiene. Y ha tenido sus novios, algunos de la misma congregación religiosa que frecuenta, otros de las escuelas donde ha estado, ninguno todavía de esta universidad. Su requisito fundamental es el que su familia le ha inculcado desde que su cuerpo se desarrolló tan frondosamente, como la más llamativa de las flores de primavera: pura hasta el matrimonio. Ha dejado grandes amores en el camino por ese precepto. Algunas veces ha dudado, pero siempre triunfó su convicción. Su única debilidad es que ante ciertas necesidades urgentes recurre con naturalidad a la autocomplacencia. Sus dedos han sido sus grandes amantes. Se sabe fogosa, vital, vibrante, pero sólo cede sus bajos instintos a sus sabias manos para estimularse y satisfacerse en las soledades de su habitación o de su propio baño. Sus amigas le enseñaron estas artes y prefiere abandonarse a ellas antes que caer en la tentación del sexo con un hombre de quien no tiene la seguridad de un compromiso. Su temperamento es algo explosivo, de niña mimada, aunque resulta encantador verla en un arranque de ira sin remedio, no pocas veces ocasionado por cosas nimias.

Le frustran los chicos de su edad. Sabe de sus parrandas y sus amoríos, sus aventuras con otras chicas y la ligereza de éstas para entregarse rápidamente. Le queda siempre en la cabeza la comparación con un tío del que estuvo platónicamente enamorada cuando tenía ella 17 años y él cuarenta y tantos. Sólo anhelaba encontrar un hombre así, como él, en su vida. Lo más cercano a su tío habían sido dos maestros, uno de preparatoria, y otro con quien actualmente tomaba la última clase los lunes y miércoles, un chileno de unos 30 años, de muy buena presentación y además culto hasta la presunción, no de él, porque era muy sencillo, sino más bien de sus alumnos que apreciaban la suerte de estar en su cátedra. Con él no ha interactuado fuera del salón de clase, y a ella le resultaría bastante improbable que se fijara en ella, teniendo él una bellísima esposa mexicana en un reciente matrimonio de apenas unos cuantos meses. Por esta situación se sentía a veces frustrada, empezaba a creer que moriría joven, virgen y amargada.

Descargaba su ocio en el estudio, siendo casi siempre el mejor promedio de su generación. Y no es que fuera un ratón de biblioteca, sino que tenía mucho tiempo libre que ocupaba aprendiendo idiomas y estudiando la carrera. Casi siempre vuelve de la universidad a la hora de la comida, tiempo sagrado para estar con sus padres, luego a los cursos de francés, empezaba a estudiar al mismo tiempo el alemán, y si tenía tareas o proyectos pendientes, regresa a la biblioteca escolar para terminarlos. Siempre la última en irse, con la paciente espera del vigilante. - ¿Mucho trabajo, señorita?, - Sí, señor, pero ya terminé, - Que tenga una bella noche. A pesar de la amabilidad natural del empleado, ella siente de reojo cómo la acompaña su mirada mientras abandona el edificio. Lejos de sentirse incómoda, algo tiene que la hace sentir hermosa y deseada desde la obvia imposibilidad social entre los dos. Está acostumbrada a sentir ojos a sus espaldas que la recorren, sobre todo en esas zonas turgentes que provocan el deseo masculino. Una vez incluso tuvo el valor de voltear y encontrar al hombre mirándola. Ambos en silencio concluyen la escena con una sonrisa a distancia.

Sus amigas le han presentado un chico que acaba de terminar con su novia. Un joven serio pero con una fama de mujeriego entre sus conocidos. Empieza a salir con él. Van al cine y siente bien cuando él le toma la mano durante una escena erótica que no le pasa desapercibida. Al despedirse en el estacionamiento, junto a su auto, deja que la bese. Sus hormonas están a mil. Se abrazan y siente su ímpetu varonil pegándose a ella con disimulo. Los besos son deliciosos. Los necesita. Su mente le recuerda que es tarde y debe llegar a casa. Lo despide a regañadientes. Le gusta la idea de dejarlo con ganas de más. Quedan para salir al día siguiente.

Desde la mañana se siente con ganas de llamar la atención. Se acerca la primavera y el calorcito la pone de buen humor y con alguna inquieta disposición ‘al amor’. Elige para su vestimenta del día una faldita a medio muslo, unas zapatillas de piso, una blusita algo ajustada. Para cubrir un poco su llamativa figura agrega al atuendo un suéter ligero; aretes largos que evidencian su cuello de cisne. Un labial algo más intenso cubre sus carnosos labios. Se mira al espejo y se da cuenta que las miradas la acompañarán con más insistencia. En su pensamiento se cuela el rostro del portero. Sacude su cabeza intentando hacerlo con sus ideas locas. Sale rumbo a la escuela. Cuando llega a su lugar encuentra un tremendo ramo de rosas, no menos de 40 piezas perfectas, rojas. Una tarjeta cargada de emotividad le confirma su remitente. El chico esperará ansioso las horas que faltan para verla de nuevo. Se siente ilusionada, aunque trata de conservar la tranquilidad; piensa que lo de la noche anterior tal vez fue demasiado pronto; esa clase de besos en la primera salida, la escena erótica del cine, la mano que aceptó en el justo momento. Su cuerpo le dice lo contrario, se da cuenta que un calorcito la recorre desde su vientre hacia abajo. Las mujeres la miran al salir con semejante volumen de flores. Y los hombres no miran las flores, ella se ha quitado el suéter mañanero por el calor y todas las cosas que viene cargando, su computadora, sus libros, su bolso; apenas puede mirar al frente mientras recorre los interminables pasillos hacia el estacionamiento. Los ojos que siente en sus piernas y sus nalgas la inquietan, pero se siente orgullosa. No quiere pensar más que en el chico y sus ilusiones.

Va bajando las escaleras y en un descuido sus libros van a dar al suelo. No puede agacharse por la faldita, tampoco porque sigue con las manos ocupadas. Unos pasos la sorprenden. Es el vigilante.

-         Yo le ayudo, señorita, no se preocupe.

-         Muchas gracias, señor…

-         Es un placer, hoy viene con muchas cosas. Veo que un admirador le trajo flores.

-         Sí, una sorpresa.

-         No es sorpresa que todas las flores no puedan compararse con su belleza. Usted me perdonará la confianza.

-         Gracias.

Ella se sonroja. No es la primera vez que un hombre le dice algo así, sin embargo algo le provoca sentirse abrumada.

Mientras levanta los libros frente a ella, en un movimiento muy lento el hombre maduro se incorpora recorriéndola desde los pies hasta sus ojos. Ella se inquieta, pero no tiene motivos para reclamar nada. Hasta entonces ha sido muy cortés con ella.

-         Le acompaño a su carro, señorita…

-         Mariana, me puede llamar Mariana. ¿Usted, cómo se llama?

-         Manuel, llámeme así, por favor. Tanto tiempo de verla en la universidad y hasta ahora sé su nombre.

Caminan por el estacionamiento cubierto, sólo ellos dos. Él percibe el fino aroma de la chica y se embriaga, hasta cierra un poco los ojos disfrutando el exquisito aroma que deja a su paso. Ella se da perfecta cuenta que él se ha quedado dos pasos atrás, posiblemente para irla observando. Empieza a hacerse a la idea que no pasa desapercibida para el maduro.

Llegan a su auto, él se ofrece a cargar sus bultos para que ella pueda abrir la cajuela. En el intercambio se rozan manos y brazos. Mariana se pone chinita. Mira sus grandes y anchas manos, los brazos llenan el uniforme. Le agradece la ayuda. El vigilante sostiene todos los bultos mientras ella acomoda todo en la cajuela, lo que la obliga a agacharse hacia el interior de la misma. Es una escena muy incitante. Verla estirando una pierna hacia atrás, esa pierna perfecta y carnosa, firme y suave, deliciosamente torneada. La flor de su juventud expuesta, y esa faldita que sube un poco mostrando un poco más. Los ojos no pierden detalle. La desea, pero se contiene.

-         Es una belleza -, dice involuntariamente el hombre, como pensando en voz alta.

-         ¿Perdón? -, pregunta ella con un aire de orgullo.

-         Sus rosas, juntas son un bello cuadro, nunca más merecidas por una mujer.

-         Muchas gracias, don Manuel, es usted muy atento.

-         Todas las atenciones son pocas para usted, Mariana, ha sido un placer.

-         Que tenga muy buena tarde, gracias otra vez.

-         Igualmente, Mariana, la veré mañana.

Sube a su auto y ve por la ventanilla del copiloto cómo pasa él junto a su auto, seguramente mirando hacia adentro, directamente a sus piernas, pero no le inquieta más el asunto. Si el hombre se da gusto con la mirada, eso no hace daño a nadie, lo mismo han de hacer muchos desconocidos por la calle sin que ella se de cuenta. Mientras piensa esas cosas arranca el vehículo y sale con una sonrisa rumbo a su cita. Irá a comer con su pretendiente, luego quién sabe a dónde, ya se pondrán de acuerdo.

Se encuentran en un lugar céntrico de la ciudad, tráfico, movimiento, calor, prisas. Se saludan con un inocente beso, él no desaprovecha para tomarla de la cintura y conducirla a través de un parquecito hacia un restaurante italiano pequeño y tradicional, eligen una mesita al fondo. Sus piernas se tocan bajo la mesita circular. Él se excita, su mesa es cómplice encubridora. Sus pantalones no lo contienen. Ella se siente extraña, los cosquilleos regresan, no puede apartar imágenes que su mente guardó del día anterior. Beben vino, luego un digestivo. Platican un rato tomados de la mano. Durante el café él se acerca con decisión para besarla. Receptiva disfruta cómo le come los labios, cómo en los de él se siente el sabor del tabaco que fuma, del brandy que degusta, de su saliva. Él le toma el rostro para guiar el beso. Beso que se alarga y se ejercita de distintas maneras, alterna el labio a morder, luego la boca completa. Rompen un poco el hechizo. Ella se siente mareada, gustosa, sus mejillas arden. Recobran ambos el aliento. El chico la abandona la mano, tiembla un poco. Se acerca en un nuevo embate, la besa de nuevo, una mano en su cuello, toma fuerza en el contacto con sus labios y cuando la siente entregada al beso lleva su mano ahora libre, por debajo de la mesa, a la rodilla desnuda. Mariana está consciente y alerta, pero el beso es exquisito, no quiere terminarlo sin motivo. Que le acaricien las piernas es algo natural para ella. Le viene a la memoria un evento desagradable de su preparatoria: un entrenador le atendía una torcedura de tobillo y tuvo el descaro de acariciarle la pierna hasta el muslo. No lo reportó por evitar un escándalo. Cómo es que lo había permitido, cómo llegó esa mano a un lugar prohibido. Lo detuvo y salió corriendo del gimnasio. Inexplicablemente, se excitó, fue la primera vez que la tocaban con lujuria. Nunca volvió. Después otros novios habían gozado la tersura de su piel, buscando algo más que nunca lograron. Mientras se comía a besos con este nuevo pretendiente, pensaba que ya estaba muy grande para comportarse como niña, lo iba a disfrutar hasta su límite moral. Se miran tras el largo beso, tan cerca que sienten sus respiraciones. Si ella no lo solicita, él tampoco retira su mano de tan privilegiado lugar. Terminan sus bebidas, se ha hecho tarde para el cine, la segunda visita a otra película en dos días resulta prometedora para los dos.

En el cine se comportan como típicos novios. La película es lo menos importante. Una vez que él le ha echado el brazo alrededor los dos saben lo que quieren. Pasan una hora a besos y caricias. La mano inquieta ha llegado al muslo más próximo. Es electrizante. Inconscientemente su faldita se ha subido hasta la impudicia. Si el cine se iluminara, seguramente ya se podría ver su ropa interior. Ella se muestra todavía pasiva. Ha dejado sin quejarse que la punta de la lengua de él le toque los labios. La incita y ella hace un primer contacto con la suya. Una vez que las lenguas inician su baile erótico ella no puede reprimir leves quejidos que él recibe como aprobación a lo que hace. Su mano ya aprieta el carnoso, generoso, suave y templado muslo. Va con pasos medidos, sabe que ella es difícil, y sin embargo es su segundo día y están jugando con fuego. El beso se extiende de los labios a las mejillas ardientes de Mariana, a su oreja, a su cuello. A ciegas él se intoxica con su aroma. Le dice al oído:

-         ¿Voy muy rápido para ti?

-         No sé, se siente muy bien-, le responde ella con aliento entrecortado.

-         ¿Quieres que vayamos a otra parte?-. Se juega una carta muy peligrosa, pero no quiere dejar pasar el momento.

-         No, entiéndeme, vamos a calmarnos un poco.

Sin insistir él se acomoda en su asiento. Sabe que no tiene argumentos para discutir en medio de una función de cine. Hasta le retira la mano. Ella se siente más segura, aunque sabe que ha dado una respuesta no satisfactoria. La película termina y ambos salen en silencio. Medio metro los separa en su camino. Cada uno pensando su propias conclusiones.

La acompaña hasta su carro. Un beso corto en los labios. – Mañana te llamo-, le dice a la desconcertada muchacha.

-         Lo pasé muy bien, ojalá no estés enojado conmigo-, le dice ella algo apenada y tímida.

La respuesta de él le deja petrificada. La toma en un rápido movimiento y la besa como si fuera la última vez. Le mete la lengua hasta el fondo de su boca y la devora en un beso furioso y apasionado. Con un brazo la tiene apresada de la cintura, con la otra mano la tiene sujeta de su cadera, debajo de la cintura, sin llegar más atrás. Le da la espalda mientras se aleja. Mariana sube descompuesta y excitada a su carro, siente la humedad involuntaria en su entrepierna. En un momento que recupera el control de sí misma, se da cuenta de que está sola en ese estacionamiento. Se acaricia las piernas con ambas manos, y lleva una de ellas a su mojado calzoncito. Aprieta sus muslos con la mano en medio. Siente el rico cosquilleo desde su centro. Maneja a casa y en su recámara termina lo que tiene pendiente. Llega a un tremendo orgasmo que la deja desmadejada a media cama. Ni siquiera se pone su ropa de dormir, cae rendida. Sin embargo, a pesar del cansancio, tiene un sueño inquietante: se mira como en una película, tendida en una cama, totalmente desnuda, abierta de piernas, con un hombre robusto empujando y saliendo de ella. No puede abarcarlo con sus brazos. La escena es violenta, el hombre la está penetrando con ritmo y fuerza desmedidos. Grita. Grita tan fuerte de placer y desenfreno que despierta del sueño repentinamente, sudorosa y agitada, sobresaltada, asustada. Le cuesta en un principio reconocer su propia recámara. Poco a poco recupera la tranquilidad, cierra los ojos y recrea en su cabeza la lujuriosa escena. El sueño la vence de nuevo y duerme hasta que el despertador le anuncia un nuevo día.

Amanece el nuevo día con un calor inusitado desde temprano. Su ejercicio culmina antes porque tiene pensado dedicar más tiempo a su arreglo. Está pensando en la tercera cita con el pretendiente. Y de una forma retorcida también está pensando en ir guapa a la universidad, no precisamente para que la vean sus compañeros, sino el vigilante y su maestro favorito. Mientras se da un baño piensa en su vida, sus 21 que siguen sumando tiempo, tiempo cruel y continuo, imparable. Su precepto se tambalea ante sus deseos y ante la idea de hacerse vieja muy pronto. Se da cuenta de la verdad que la acecha: o se casa pronto, o no llegará ‘pura’ al matrimonio. Ni siquiera tiene todavía un candidato ideal con quién imaginar su vida entera, ¿y cómo tenerlo?, si no ha comparado, no ha experimentado, no ha conocido, no ha vivido. Sabe que si toma el teléfono, el pretendiente querrá verla de nuevo, y que habrá besos y caricias, y ganas, y proposiciones. No se siente fuerte para resistir. Piensa que será mejor enfriar un poco la situación dejando de verse unos días, pensar, recapacitar, tomar el ritmo que a ella le conviene (le ‘conviene’… duda), o más bien, teme cometer una locura de la que luego pueda arrepentirse, como tantas veces la sermoneó su madre.

Se viste de acuerdo a su ánimo y al clima: una falda larga muy delgada de algodón blanco, de las que envuelven y se anudan en la cintura, con una larga abertura frontal, una blusa roja también ligera y ajustada, con botones a la altura de los senos, una mascada, peinado recogido, un perfume ligero y fresco, sandalias de piso. Se miró en el espejo desnuda, y se gustó; luego vestida, y confirmó su aprobación. Luego del breve desayuno familiar sale de casa, monta en su auto y se enfila a la escuela. Al llegar, el vigilante identifica su auto y sale de su casetita a fin de estar más cerca de donde ella pase. Le envía un saludo cortés mientras la sigue con la mirada al tiempo que la ve alejarse hacia el estacionamiento. Cuando se estaciona se descubre asombrada caminando hacia la entrada donde está el vigilante. Está consciente de que no hay motivo pero necesita que la mire completa. Busca en su mente un pretexto para hablarle.

  • Don Manuel, ¿me permite un momento, por favor?

Azorado, el vigilante se queda mudo ante la bella presencia y esa voz que le llamó a sus espaldas.

-         Señorita, buenos días, perdone, pero me ha tomado desprevenido.

-         Discúlpeme, don Manuel, sólo quería molestarlo con una pregunta: ¿usted es casado?

-         Este… bueno… sí, señorita…

-         Mariana, don Manuel, Mariana.

-         Mariana, sí, este… yo… sí estoy casado, pero no puedo contarle toda mi historia.

-         Ah, ¿entonces hay una historia?, bueno, me gustaría que me la contara un día. Le pregunto esto porque conviviendo con una mujer le puedo preguntar si lo que llevo puesto le parece correcto para hacer una presentación en público; es para una tarea.

-         Ah, ya veo, pues no sé cómo decirle…

-         ¿Acaso estoy mal vestida?

-         No, Mariana, sólo le diré que está usted perfecta, no sólo para su tarea…, pero no le digo más porque no quiero que me mal entienda.

-         No tendría por qué, usted es un hombre muy amable y educado, por eso tuve la confianza de venir a preguntarle.

-         Es usted la estudiante más bella que mis ojos hayan visto, y lo que se ha puesto hoy no hace sino resaltar esa belleza. Usted es un sol por el que vale la pena levantarse cada mañana.

-         Qué cosas dice… seguro su esposa está feliz con alguien tan amable como usted, don Manuel.

-         Pues qué le puedo decir, mi historia es muy diferente, ya casi no nos tratamos, Mariana, actualmente prefiero estar aquí que en casa con todos los problemas.

-         Perdóneme si me he entrometido, no fue mi intención. Además, debo irme ya para no perderme la clase. Le agradezco la ayuda. Y de su historia, tal vez me cuente otro día.

-         Seguro que sí, Mariana, que tenga muy buen día.

-         Igualmente, don Manuel.

Nuevamente al alejarse siente la mirada del hombre traspasar su ropa, y no le disgusta, no le molesta para nada, se contonea alegre hasta perderse de la vista de su admirador. La primera clase la tiene con su maestro favorito. Siempre de pie junto a la puerta para cerrarla al entrar el último en llegar y poder iniciar la cátedra. Ella le regala su mejor sonrisa y pasa cerca de él.

-         Buenos días, maestro.

-         Buenos días, Mariana, qué agradable perfume el suyo.

-         Gracias.

Ha hecho contacto, no sólo visual, es consciente de haber llamado la atención de alguien que le interesa realmente. No piensa en reprimirse bajo valores religiosos y morales. Se siente segura y alegre, viva. Se sienta cerca de las primeras filas, cruza las piernas dejando a la vista algo más arriba de la rodilla. Juega a ver qué tanta atención puede despertar en su maestro. Al terminar la clase, repite la estrategia de la mañana, se acerca al maestro con una pregunta, al menos no tonta, sobre el tema visto. Salen juntos del salón para dejar espacio a la siguiente cátedra.

-         ¿Entonces la vida hace dos siglos era muy diferente?, yo pensaba que eran conservadores, religiosos, monógamos.

-         No, Mariana, eso no sucede, lo que cambian son las apariencias.

-         ¿Por qué entonces insistimos en las relaciones con una sola pareja.

-         Bueno, Mariana, en todas partes y en todos los tiempos, las parejas tienen sus secretos.

-         ¿Por qué nadie nos enseña eso?

-         Porque son secretos… - su maestro remata la frase con una sonrisa encantadora para ella.

-         ¿Usted y su esposa tienen secretos?

-         ¿Por qué preguntas?, todas las parejas tienen secretos, todas.

-         Dígame, sin entrometerme, ¿es fiel, su esposa le es fiel?

-         Claro, pero eso no depende de una cama o del sexo.

-         Yo me refería a eso.

-         No puedo contestarte, son se-cre-tos.

-         Me deja en las mismas.

-         ¿Ya estás pensando en casarte?

-         No, para nada, maestro, pero quisiera saber más.

-         Tal vez algún día tengamos tiempo de platicar más. Eres inteligente.

-         Gracias, hasta luego maestro.

-         Hasta pronto, Mariana.

Nuevamente, la misma estrategia, se aleja de él esperando que la mire. Y siente ojos que la recorren, y se alegra, ríe. Se siente como niña cuya travesura resultó a la perfección.

Ese día ni se ve con el pretendiente, ni le apetece llamarle o conectarse por Internet. Se ocupa de sus clases de idiomas, y por la noche aplaca sus ansias con pensamientos que involucran primero a su maestro, e inexplicablemente al vigilante también.