Marián y Fortunata en la Vicaría

Fortunata se encuentra en la vicaría esperando que su marido, mayor que ella, rubrique el documento de matrimonio. Pero es una de esas bodas mediterráneas, caóticas. Los invitados han invadido la vicaría y tanto la novia como la casquivana dama de honor, Marián, son el foco de toda la atención.

Marián se inclina sobre mí y me mira. Lo sabía, demasiado escote para un vestido de novia. Se lo dije a Marián, pero no me hizo caso y no me hice caso. Y ahora en vez de una novia parezco un pastel de melones con nata, con toda la fruta en exposición. He oído cuchichear a Nicolina y con esa lengua de víbora le ha puesto un mote al bueno de Raimon, inclinado sobre el escritorio, firmando los papeles de la boda, como en su despacho de abogado tomándose su tiempo. El mote ha sido “Fortunato de silicona”. Será hija de puta, Nicolina, con esa mantilla, por Dios, que parece que en vez de una boda haya querido ir a los toros. Pero calladita no se va a estar, no. Me hubiera gustado replicarle en plan duelo de gatas, pero es el día en que me caso. ¡Total! Al fina y al cabo, la culpa es de Marián, que es mi amiga pero que debería haberse centrado en ser la dama de honor perfecta. Y aconsejarme bien. Y no haberme dejado ir a mi boda con este escote, que casi no puedo respirar y mis oprimidos pechos suben y bajan como si se hubieran independizado de mí. Si el mismo cura que le está explicando a Raimon las sutilidades legales del documento de matrimonio, sí, ese pobre párroco, casi no logró concentrarse durante la ceremonia y sólo tuvo miradas hacia un lado, a mis dos lados, para concretar más. Yo creo que por eso ahora no levanta los ojos de los legajes que tiene que firmar Raimón. Tanto han resbalado sus lúbricos ojos por mis perlados senos que la ceremonia de hoy le va a costar 20 avemarías cuando se confiese. Pues que le den. A él y a la bruja de Nicolina, que se equivoca, que encima son naturales.

Me abanico un poco. Hace calor en esta oscura vicaría de ciudad de provincias. Pensé que aquí sólo estaríamos los novios y los testigos, como Marián. Pero al final han entrado muchos invitados en ese caos tan improvisado de cualquier celebración mediterránea. Y luego están esos dos curas en una mesa más allá, con sus miradas y murmullos, censurándonos a Marián y a mí. A mí es obvio. Pero Marián es más sutil. Aunque todo su cuerpo canta una oda al golferío. Y más hoy, con ese vestido rosa tan ceñido, con ese corte sirena que se le arrapa todavía más. Se sigue inclinando sobre mí y me murmura lo feliz que está, lo importantes que para ella es este día, mi día… Pero la muy pilla se estira la larga falda del vestido con una mano de manera que la tela le queda tan, tan pegada a su culito ofrecido en pompa, tanto, que el marido de Cecilia, detrás nuestro, está apartando la vista, haciendo que habla con su mujer para disimular su primer impulso. No así, el mayor Meissonier, que se ha presentado de uniforme de gala, botas altas, con sable y todo. El militar francés sí que mira como le marca el trasero ese vestido rosa a la dulce Marián. Y por lo ceñido de sus pantalones y teniendo en cuenta que lleva el sable por fuera, resulta evidente que lo que va por dentro es de un calibre de largo alcance, que le gusta lo que ve igual que lo que me gusta lo que veo. ¡Dios, me esto y casando y ya le estoy mirando el paquete a otro tío! Es Marián, su mala influencia, con su “joie de vivre”, sus amigos franceses y sus escotes recomendados. Así me veo hoy: vista por todos, por estos invitados y por esos dos curas que desde esa mesa alejada no dejan de criticarnos. ¿Por los vestidos atrevidos? ¿Por la diferencia de edad entre los contrayentes? ¿Por qué les han llegado ya noticias del patrimonio del novio y del arribismo de la novia? La gente mira, la gente habla, ah, la gente si nos dejasen tranquilos… Pero nunca es así. A Marián siempre le ha dado igual. A mí me gustaría que me diese igual. Pero todo el mundo sabe que Fortunata soy yo pero los años y la fortuna las tiene mi flamante esposo. Todo eso cambiará a partir de hoy: el dinero lo disfrutaré yo y él me disfrutará a mí. Quid pro quo.

Marián se inclina más. Creo que lo está haciendo a posta. Calentar a todos los invitados sin que ninguno pueda ni rozarla. Si hasta el torero que está en ese banco alejado y que no forma parte de los invitados, y que está repatingado más sobre sus patillas que sobre sus piernas, no le quita ojo. ¡Cómo está disfrutando, la dulce golfilla! Pegada a mí para robarme una parte de mi protagonismo. Para chupar cámara, para hacer oscilar esas caderas un poco a la derecha, un poco a la izquierda… al ritmo de su parloteo. Como siga así el torero patillas se levantará y la dará una buena muestra de rabo de toro, sin importarle, los curas, los papeles de la boda y los invitados cargantes.

–Creo que voy a refrescarme –se excusa Marián.

La entiendo, el calor es agobiante. Y Raimon está disfrutando con cada párrafo, cada recoveco en una cláusula, preguntando, comentando, exhibiendo su erudición. Si además de ser rico no fuese tan pedante… Eso me preocupa mucho más que la diferencia de edad. Los años en la cama no se notan. Con Raimón, no, al menos. ¡Pero la pedantería…! Eso pesa como una losa.

Marián se ha ido y ahora todos me miran a mí, o más que a mí a mis dos amigas, Lola y Dolores, las lolas, siempre juntas, siempre pegadas, siempre llamando la atención. Respirando demasiado, asomándose en exceso. A la vista de todos y las críticas de todas. Focalizando toda la atención ahora que la coqueta dama de honor se ha retirado al tocador.

Son minutos pero hay tanta gente que parecen horas. Algunos de los invitados, la mayoría masculinos aprovechan las sutilezas legales en las que parecen enzarzados mi marido y el sacerdote que aprovechan para felicitarme. Todos me besan, todos me abrazan… Algunos demasiado: una mano en mi cintura, un apretón en el codo… Tanto calor, tantos hombres, encerrados como mihuras en un toril. Empieza a ser consciente de esa ropa interior que ellos no ven, pero que yo siento. El bustier, que me levanta los pechos mucho más de lo que hubiera debido desear y que ahora parecía tan mala idea, si bien seguro que al buenazo de Raimón le volvía loco. O la braguitas blancas, de trabajado encaje, demasiado pequeñas, demasiado apretadas, que se hundían en mis partes y que ahora sentía ya del todo mojadas, y no sólo por el calor agobiante. Si continuaba así, aquellos flujos empaparían los ligueros blancos que bajaban como tensores del deseo a aquellas medias blancas, transparentes… tan sexys, tan caras…

Y entonces pasó. Un dedo se hundió en una de mis tetas. Sin conmiseración, como si hubiera querido constatar por si mismo la tersura, la firmeza. Como Santo Tomás, evitando por la vía física que su fe flaquease. Pero no fue el costado, no. Sino bastante más arriba. Entonces levanté los ojos y miré a quién estaba besando de manera maquinal, para identificar al atrevido y hacerle pagar su osadía. Y era el torero, un tipo que ni siquiera estaba invitado a la boda, un cantamañanas al que no había viso nunca y que al parecer decidió aprovechar la ocasión para comprobar por su propia mano la consistencia de las dotes que aportaba la novia.

Sentí que me ponía roja como un tomate. Mire a Raimón, indignada… Pero no se había dado cuenta de nada, enfrascado en sus disquisiciones entre el derecho civil y el derecho canónico. Tan rodeada de gente y en cambio estaba tan sola que el primer desconocido que se lo había propuesto se había propasado conmigo el día de mi boda. En las narices de todos aquellos que se decían mis amigos o al menos los amigos de mi marido.

–Voy yo también a refrescarme.

Avancé por un pasillo demasiado oscuro. Y llegué a los baños.

Cuando abrí la puerta me quedé paralizada… Pero no por ver a Marián. De hecho, la pionera en la retirada había sido ella, ni tampoco por contemplarla con todo el rosado vestido remangado en su cintura, ni aquella ropa interior desvelada de auténtica pilingui, ni su coñito sin braga ninguna, expuesto y rezumante de flujos inconfesables. Lo que me produjo perplejidad de manera que mi boquita  se abrió pero no pudo articular palabra, fue contemplar a mi mejor amiga apoyada contra la marmórea pica de lavabo mientras el intrépido mayor  Meissonier le llegaba hasta el fondo con los pantalones tan bajados como alto estaba su pendón. No sólo es que el intrépido militar hubiese sorprendido a mi pobre amiga por la retaguardia, es que Marián no había entendido que nosotras antes los franceses tenemos la tradición de resistir las invasiones, mientras que ella parecía encantada, y daba la sensación de ponerse más en pompa todavía para que aquel desalmado siguiera hundiéndosela hasta las pelotas.

–Más, más, más –gemía mi indefensa dama de honor.

Iba a cerrar la puerta cuando de repente me empujaron hacia dentro, sin miramiento alguno. Y los que cerraron la puerta, fueron ellos, los dos curas que antes nos estaban criticando. No eran guapos, no eran jóvenes, no tenía pelo.

–¿Pero que es este escándalo?

–Escándalo –rezaba el segundo.

–Y en la casa de Dios.

–De Dios.

Al parecer y por alguna extraña razón el segundo cura sólo podía repetir el final de las frases del primero.

–Habrá que anular el matrimonio.

–Matrimonio.

–No, eso no –balbucí yo mientras que el militar francés y mi amiga seguían detrás de mío, como si me apuro no fuera con ellos, como si no fuesen ellos los que me estaban metiendo en este lío.

Flap, flap, flap. ¿Pero no podían parar aquellos dos viciosos? ¿Es que desconocían los mínimos requerimientos del más esencial recato? ¿Cómo por ejemplo que no se sigue follando ante dos sacerdotes como si nada cuando te han pillado in fraganti en una vicaría? Iba a recriminarles yo misma su insidioso metesaca cuando vi que los dos religiosos levantaron al unísono sus sotanas y desvelaron unas intenciones nada piadosas.

– Habrá que ver la caridad de tu limosna, pecadora.

–Limosna pecadora.

La voz de la voz era gruesa y la del eco, más gruesa. Gorda y más gorda. Eran dos clérigos de pocas palabras pero no hacía falta decir más. Por sus hechos los conoceréis, como decía San Pablo. En este caso, por sus hechos y por su rabos. Y estaba claro que Marián estaba demasiado entregada al invasor francés. Así que como ella no iba a echar una mano yo me tuve que poner las dos. Con gorda y con más gorda. Sacudiendo aquellos pollones al unísono a pesar de mis guantes sin dedos, aquellos mitones de encaje blanco que me habían parecido tan sutiles y que ahora estaban sirviendo para pajear a dos manos a sendos sátiros de la Santa Madre Iglesia.

Tal vez sí, que Marián ayudó, después de todo. Porque mi amiga se corrió en un orgasmo que hizo temblar los cimientos de la vicaría. Y los pobres padres no pudieron más, claro. Fue oír aullar a la dama de honor y correrse ellos a salvajes borbotones. La peor parada como siempre fui yo, que una vez más no pude hacer honor a mi nombre, sino todo lo contrario. Tuve que tragarme todo aquel semen por partida doble, no fuera a caer alguna desgraciada gota en mi carísimo vestido de novia. Lo conseguí, no sin problemas. Y eso que tengo la boquita de piñón. Pero no puede quien tiene sino quien quiere. Y ni una gota llegó a mancillar mi carísimo vestido de novia de Raimon Bundó.

Volví corriendo para reunirme con mi marido y el resto de los invitados, no fuera que el milico gabacho quisiera expandir sus territorios de conquistas. Seca por fuera pero empapada por dentro.

Cuando volví… Raimón, mi flamante marido me besó.

–¿Dónde estabas, querida?

–No sabes los sacrificios que ha de hacer una buena esposa para llevar a buen puerto un matrimonio.

El rió. Salimos y nos recibieron con una lluvia de arroz y gritos de ¡Vivan los novios!. Parecía que todos los invitados me estaban lanzando la base de un arrozal entero directo a mi escandaloso escote. Y buena parte de la cosecha se deslizaba por mi canalillo abajo. Paella de pechuga. Con todos aquellos granos iba a tener un cuerpo inquieto durante el banquete. Tres horas en los que sólo iba a estar pensando en desnudarme. Al final, mi maridito iba a ser un tipo con suerte: el afortunado de Fortunata, la esposa perfecta.