María nunca tiene suficiente.
Cuando una mujer casada invita a dos hombres a casa, algo trama.
Este relato es la continuación de: “Las mejores tetas de toda la oficina”
― Veo que al final os habéis entendido ―dijo Don Jaime.
Estupefacta, María se quedó mirando a su jefe, aunque un par de segundos después se incorporó y recompuso su vestido lo mejor que pudo. No perdió tiempo en volver a ponerse el sujetador, sino que se limitó a guardarlo en un cajón para quitarlo de la vista. Luego, sin decir nada, señaló el papel de cocina que había sobre la encimera, justo al lado de Don Jaime.
El gerente cogió el rollo de papel absorbente, pero entonces volvió a contemplar el lujurioso semblante de su subordinada sin decidirse a entregárselo.
— Estás realmente linda, María —arguyó el gerente, impasible.
— Por favor… —rezongó ella tendiendo la mano para que le diera el dichoso rollo de papel.
María y Don Jaime se miraron durante unos densos segundos sin decir nada. El gesto ceñudo de mi compañera no hacía presagiar nada bueno, pero afortunadamente el corpulento gerente tuvo a bien entregarle a mi compañera el papel absorbente y la cosa no fue a más.
— Hay una pregunta que me gustaría hacerte —continuó Don Jaime, dirigiéndose a mi compañera— ¿A ti te gustaría ocupar mi puesto algún día? ¿Ser la gerente del laboratorio?
Yo me quedé pasmado al oír a mi jefe formular aquella trascendental insinuación. No le ocurrió lo mismo a mi compañera, que no tardó ni un segundo en responder que sí, por supuesto que sí. Lo dijo con serenidad, sin arrogancia ni desdén, como si dicho objetivo fuese algo completamente lógico.
— Pues andar por ahí comiéndole la polla a los compañeros no es el mejor modo de lograrlo, querida —sentenció el gerente— Podrás hacerlo cuando dirijas la empresa, pero no antes.
El veterano ejecutivo se palpó la entrepierna sin dejar de mirar a su ambiciosa subordinada. La tensión entre aquellos dos no decrecía ni un ápice. Tuve la certeza de que, a la mínima objeción, Don Jaime se sacaría la polla y le demostraría a mi compañera que no fanfarroneaba.
— Tienes suerte de que Alberto es todo un caballero y no contará ni una palabra sobre lo que acaba de ocurrir, ¿verdad?
— La duda ofende, Don Jaime —respondí de inmediato. Una sola palabra y el gerente azuzaría a sus abogados para que me despedazaran.
Cuando el propio Don Jaime nos conmino a regresar al salón, primero ella y después yo, pasamos frente a él cabizbajos como dos niños que han sido descubiertos mientras hacían una travesura.
Como buena anfitriona, María nos sirvió lo que quisimos tomar, yo un gin-tónic y don Jaime un Whisky con hielo. Curiosamente, en lugar de prepararse una de esas bebidas suaves típicas de mujeres, María se sirvió un Vodka con naranja bien cargado.
— Siéntate con nosotros, mujer —sugirió el gerente haciéndole hueco, al ver que pretendía sentarse en uno de los sillones.
Fuera, la nevada descargaba con fuerza, convirtiendo el crepúsculo en un escenario fantasmagórico. Un torbellino de grandes copos se arremolinaba en el exterior como una cortina de lino, impidiendo ver un metro más allá de la cristalera. El viento rugía de manera sobrecogedora a través de la chimenea. El soplido reverberaba en el tubo metálico multiplicando el gélido tremor.
Una vez en el salón, al calor del fuego, empezamos a charlar del viaje hasta allí, de la nieve que ya había cuajado en la terraza y comenzaba a acumularse. María no sólo no parecía incómoda entre nosotros, sino que se mostraba tan altiva como de costumbre, dichosa de acaparar toda nuestra atención.
Debía haber pocas cosas capaces de quebrar el aplomo de mi compañera y, desde luego, las miradas lascivas de los hombres no se contaban entre ellas. Por contra, a mí me entraba un calor sofocante cada vez que la miraba a los ojos, cuanto ni más si éstos se me iban a su desbordante escote.
Don Jaime, en cambio, parecía inmune a los opulentos encantos de su subordinada. No paraba de reír y contar anécdotas con esa atronadora voz suya. Aunque cuando se dirigía a María el gerente lo hacía siempre con educación y deferencia, había algo que revelaba que, a poco que mi compañera se mostrara libidinosa, descubriría que ese hombre no tenía nada de tímido ni de retraído. Don Jaime era de la vieja escuela, de los que pensaban que era la mujer la que decidía cuando entrar en la cama de un hombre, o cuando salir.
— Sólo por curiosidad —intervino el gerente— ¿De quién ha sido la idea del acuerdo al que habéis llegado?
María me lanzó una mirada asesina, de modo que hube de confesar.
— No me he podido aguantar —me disculpé— Está preciosa con este vestido.
— Entonces… ¿María te gustaba de antes? —siguió interrogándome el gerente.
— Yo… Bueno.. No sé… —balbucí como un imbécil.
— Alberto… —intervino María desconcertada.
— ¡Oh, dejarme en paz! —protesté.
Mi compañera me miró sin poder creer lo que acababa de descubrir, y luego se echó a reír. Poco a poco, entre el alcohol, el fuego y las bromas sobre los primeros amores, el ambiente se fue caldeando. Ya sólo faltaba que uno de los tres diera el primer paso.
Contra todo pronóstico, fue Don Jaime el primero en animarse a mover ficha, posando una mano en la rodilla de la pelirroja. Como enseguida resultó evidente el consentimiento de su subordinada, el ejecutivo pasó sin más a acariciarle el muslo. Un silencio sólo roto por el chisporreteo de las llamas se apoderó del salón. Despacio, muy lentamente, el gerente subió su mano por el interior de las piernas de María.
Yo permanecí atento a la reacción de ésta. La pelirroja se dejaba hacer, pero una incipiente inquietud la hacía respirar de forma cada vez más agitada. A pesar de la íntima caricia del veterano ejecutivo, mi compañera mantuvo la compostura hasta que, de pronto, soltó una risotada escandalosa. Entonces María se agachó como para susurrarle algo al oído, pero lo que realmente hizo fue morder con fuerza la oreja de Don Jaime.
— Mañana no te sostendrán las rodillas —sentenció éste en tono solemne tras comprobar que la pelirroja le había hecho sangrar.
Cauteloso, me retiré todo lo que pude sin llegar a caer del sofá. Al ver como ardían de pasión, también yo empecé a excitarme y, en consecuencia, mi miembro creció y abultó rabiosamente la entrepierna de mis jeans. En cambio, nuestro jefe permanecía sereno, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Quizá fuera realmente así, pues la pelirroja entreabrió las piernas para él mientras lo besaba metódicamente.
Mi compañera estaba cada vez más alborotada, pero sólo parecía tener ojos, manos y boca para su jefe. Yo tenía claro que era el momento de pasar a la acción si quería participar y gozar con ellos. Sin embargo, a diferencia de María y Don Jaime, estaba bastante cohibido. Jamás había participado en un trío y, puede que parezca una bobada, pero tener sexo en presencia de mi jefe me resultaba embarazoso.
Con todo, llevé una de mis manos a los pechos de mi compañera y empecé a amasarlos por encima del vestido. Bajo la tela, los pezones de María se marcaban como dos caramelos, impacientes de un hombre que los lamiera y chupara con avidez. Sin más dilación, busqué la cremallera de su vestido. Allí, en la espalda de mi compañera, fue donde mis manos se encontraron con las de Don Jaime.
— Esperad un momento —rio María— Me lo vais a romper.
Mi compañera se puso en pie y se sacó el vestido por los pies, quedando solamente con la braguita roja y unos lustrosos zapatos de tacón a juego. Sabedora de que estaba imponente, María aprovechó para alzar los brazos frente a nosotros y alardear descaradamente de sus grandes senos. Las sonrosadas areolas se erguían amenazantes, revelando cuan desbocada era la excitación de la casada.
Mi jefe y yo nos levantamos al unísono del sofá y acudimos a la llamada de aquel suculento par de tetas. Comenzamos a mordisquear sus pezones a la vez, aunque de modo distinto. Yo lo hacía suavemente y Don Jaime, en cambio, estirando el suyo con rudeza.
¡AGH!
La mirada de María indicó quien de los dos lo estaba haciendo mejor, de modo que rápidamente imité a mi superior y estiré aquel pezón como si fuera un chicle de fresa.
¡OOOGH!
El segundo gemido de María fue tan arrebatador como la firmeza de sus senos en nuestras manos. Nuestra coqueta casada estaba excitadísima. Sus pechos, grandes y pesados, lucían con orgullo sendos pezones enrojecidos y enhiestos de placer y lujuria.
— ¿Alguna vez te has follado a dos hombres a la vez? —inquirió Don Jaime.
— No.
— Pero el culo sí te lo han follado, ¿eh? —afirmó éste entonces.
Una risita femenina y traviesa fue la única respuesta de la pelirroja.
Nos la estábamos comiendo, literalmente. Mientras uno chupaba como loco las deliciosas areolas de la pelirroja, el otro saboreaba su vientre, suave y ligeramente prominente. Cuando uno lamía el empeine de los pies, el otro hacía diabluras detrás de sus orejas. Cuando uno le enroscaba la lengua alrededor del cuello, el otro husmeaba entre sus nalgas.…
— ¿Qué me vais a hacer? ¿Me vais a follar los dos...? ¿A la vez? —preguntó María de tal forma que fue imposible saber si quería o no que lo hiciéramos.
— O uno primero y otro después. Lo que tú prefieras, preciosa —le respondió Don Jaime— No sé Alberto, pero yo pienso hacerte todo lo que me apetezca.
La casada se deshizo en un gemido al oír semejante profecía. Ni que decir tiene que en seguida comprendí que iba a ir a la zaga del veterano. Aquel hombre era un auténtico maestro de la seducción y el sexo.
— De momento, me apetece comerte eso tan rico que tienes entre las piernas —la informó Don Jaime.
En el exterior la nieve seguía cayendo con intensidad, formando ya un espeso manto más allá de la cristalera que nos cobijaba. La cosa se estaba poniendo seria, tanto en el exterior como en el interior de la casa.
La pelirroja respondió con vehemencia a los besos de su atractivo jefe, metiéndole la lengua hasta la garganta. La mano de Don Jaime bajó de su vientre hacia el pubis, acariciando el alborotado vello pajizo de la casada antes de dirigirse hacia su epicentro del placer y, rápidamente, ella separó las piernas para darle la bienvenida.
El gerente comenzó entonces a acariciar el clítoris muy despacio, y a ella le temblaron las rodillas. Después el veterano debió hundir dos dedos en su empapado sexo, a juzgar por el agónico jadeo que emitió la pobre.
Para mantener la necesaria armonía, decidí imitar a Don Jaime, actuando como un espejo de lo que él hiciese. Así, sin dejar de besarla en la base del cuello, deslicé una mano por su espalda. Mis dedos araron la piel de María con ahínco hasta alcanzar su voluptuoso trasero.
A ella pareció sorprenderle mi audacia al insinuar un dedo en el mismísimo orificio de entrada de su trasero, y todavía abrió más los ojos al notarlo entrar en el estrecho conducto anal.
— Hace tiempo que no te follan el culo, verdad.
María se hallaba tan ofuscada que no atinó a contestar. Tanto daba, la íbamos a encular igualmente.
Don Jaime se me adelantó cuando comenzó a comerle el coño con ferocidad. Sobrecogida, María hubo de sujetarse a la cabeza del veterano ejecutivo para no tambalearse. En un acto reflejo, la pelirroja elevaba la pelvis hacia arriba para ofrecer su sexo a la lengua de su amante.
Por mi parte, no dudé en escupir en su ano ni en utilizar uno de mis calcetines para enjuagarlo aunque solamente fuera un poco. Después, separando las nalgas de María con determinación, me puse a comerle el culo. De ese modo tan depravado, horadando con la punta de mi lengua el esfínter de mi lozana compañera de trabajo, logré arrancarle unos desquiciados sollozos de placer que la hicieron desvariar.
— ¿Te gusta mi culo, eh? —dijo poniéndome una mano en el cogote y aplastando mi cara entre sus nalgas— ¡Te mueres de ganas de follármelo, verdad, cabrón! ¡Pues más te vale dejarme reventada, porque si no te escupiré a la cara! ¡Lo oyes!
¡¡¡OOOGH!!!
La hice callar con un solo dedo. Pero metido todo entero en su ano, eso sí. Besé su trasero al tiempo que hurgaba entre sus nalgas para hacerle anticipar lo que vendría a continuación. Aunque, a quién pretendía engañar… A ella no, desde luego. La pelirroja sabía bien que ese dedo era un juguete en comparación con lo que le metería después. Sí la sorprendió, en cambio, el fuerte mordisco que le di en una de sus nalgas.
¡¡¡PLASH!!!
— ¡Relaja el culo! —exigí, tras dejar marcada la silueta de mi mano sobre la cremosa piel de su trasero.
¡¡¡OOOOOOGH!!!
Don Jaime no sacó la cara de entre los muslos de su empleada favorita hasta conseguir que ésta experimentara un glorioso orgasmo, cosa que María hizo más pronto que tarde. Yo también había colaborado con uno de mis dedos entrando y saliendo de su para entonces dócil culito.
Por indicación de mi jefe, dejamos que la pelirroja fuera cayendo hasta que quedó tirada sobre la tarima y, a continuación, nos sentamos en el sofá a esperar.
Cuando María alzó la cabeza, sus exhaustos ojos vieron como Don Jaime y yo preparábamos nuestras vergas para ella. Yo sabía que si a las mujeres les fascinaba mi miembro por algo sería, pero el veterano ejecutivo no tenía nada que envidiarme. Como era de suponer, nuestro coordinador poseía un miembro viril a la altura de los rumores que circulaban sobre él.
La pelirroja estaba tan excitada, sus manos fueron directamente a nuestras pollas, asiéndolas con firmeza antes de empezar a menearlas. No dudó ni un segundo antes de reclinarse para chupar el pollón de Don Jaime. Primero solo se metió el glande en la boca, chupándolo con glotonería como si fuera una gordísima chuchería, pero rápidamente observé cómo se metía más y más en su boca.
María alternó febrilmente entre nuestros pollones, loca de contenta con que ambos estuviéramos tan bien dotados. Viéndola cabecear ruidosamente con mi polla en la boca, no pude evitar pensar taimadamente.
— ¡Eso es, preciosa! ¡Pónmela bien dura, que te lo voy a agradecer ahora mismo!
— ¡Ves, muchacho! —comentó también Don Jaime— ¡Las casadas son las mejores! ¡Y espera a que tenga diez años más…!
Aquel gozo con que la pelirroja chupaba nuestras vergas, hundiendo sus rosadas mejillas al succionar y haciéndolas resplandecer con su saliva, aquel deleite, pronto se vería recompensado con creces en cuanto esas mismas pollas estuvieran entrando y saliendo a dúo de su ardientes y afligidos agujeritos.
En un momento dado, Don Jaime asió con ambas manos la cabeza de su subordinada e inició un severo mete-saca en su boca. Con ello, el gerente evidenció que pertenecía a otra generación de hombres, una estirpe para quienes una mujer dejaba de ser respetable en cuanto separaba las piernas.
Si antes María había salivado en cantidad, a partir de aquel instante la boca de mi compañera se convirtió en un auténtico tarro de babas. Aunque Don Jaime le follaba la boquita sin remilgos, ponía cuidado de no provocarle una arcada que pudiera hacerla vomitar.
— ¿Más? —preguntó nada más extraer su verga, chorreante de la saliva.
— Sí —jadeó ésta.
— Toma nota, muchacho —me aleccionó Don Jaime, retomando el vaivén.
— ¿Más? —repitió, al cabo.
— Sí.
A petición propia, María recibió una tercera follada bucal, ésta bastante más ruda que las anteriores. Era inaudito ver a mi arrogante compañera de trabajo fruncir los labios en torno al miembro viril que entraba y salía de su boca.
Esa vez Don Jaime sí que la sometió a un castigo ejemplar por su gula. Empuñó con saña la ondulada melena rojiza y comenzó a golpear las amígdalas de María. Obviamente, ella se empezó a sofocar en seguida, pero el severo gerente mantuvo su penitencia durante unos segundos que a la pobre debieron de hacérsele interminables.
Los tres alucinamos cuando extrajo todo aquello de entre los labios de María. ¡Fue espectacular! Debieron ser entorno a quince centímetros de verga los que el veterano gerente había obligado a tragar a su empleada.
— ¡Ya no más, verdad!
María negó con la cabeza sin dejar de toser.
Don Jaime, que todavía la agarraba del pelo, la forzó a ponerse en cuatro. Tampoco entonces fue nada considerado. En ese momento, María era una hembra a la que tenía el deber de saciar, nada más.
Cuando propuse que subiéramos al dormitorio, alegando que estaríamos mejor allí, el gerente replicó que la cama de un hombre era sagrada, que a las golfas como ella había que follarlas en otro lugar. Dicho esto, restregó la punta de su miembro entre los pringosos pliegues del sexo de María y se lo ensartó con un seco arreón. A mi compañera casi se le salen los ojos de las órbitas.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
La pobre intentó aguantar sin protestar las embestidas de aquel energúmeno. Sin embargo, después de un par de minutos de monta, María comenzó a gimotear como una chiquilla. Pensé en meterle mi miembro en la boca para hacerla callar, pero la verdad era que me encantaba verla tan jodida.
Sus pechos, colgando como grandes campanas, se bamboleaban de un lado para otro con estrépito. Ella misma se los habría sujetado de buena gana. Sin embargo, el gerente la embestía de forma tan contundente que necesitaba ambos brazos para no salir catapultada hacia delante.
En la ancestral postura de cópula, el clítoris de María debía estar recibiendo los aldabonazos de los huevos de su jefe. De aquel modo, el tremendo pollón de Don Jaime no tardaría en colmarla con un nuevo orgasmo.
¡AAAAAAH!
Desesperada, mi compañera se puso a gritar en cuanto el bruto de su jefe la empezó a ensartar como si la quisiera asesinar. Se la sacaba entera y luego se la volvía a clavar de golpe hasta el alma.
No sé por qué me apiadé finalmente de ella, pero el caso es que me aproximé y le ofrecí mi miembro para que se lo metiera en la boca. Mamar mi miembro le hizo bien, pareció consolarla igual que un chupete de las salvajes penetraciones del gerente.
— Córrete —la aconsejé.
Dicho y hecho, la siguiente vez que Don Jaime se la clavó, la pelirroja abrió desmesuradamente los ojos y se echo a temblar entre sollozos. De pronto vi a la pelirroja mirar hacia atrás con espanto. No necesité más para comprender que Don Jaime la estaba inseminando como un verraco.
Con aquel gran falo metido hasta la raíz, el gerente la debía estar inyectando como un bollito de crema. Con el gesto crispado, el hombre la mantenía firmemente mientras eyaculaba. A juzgar por los atributos masculinos de Don Jaime, a mi compañera le iba a salir esperma por las orejas.
Hasta el momento, cada nuevo orgasmo de María había resultado más devastador que el anterior, y si no me fallaban las cuentas, María ya iba por el cuarto orgasmo en aquella reunión de sexo y trabajo.
Mientras tanto, la nevada no tenía visos de remitir. Más bien todo lo contrario, cada vez era mayor el espesor del manto blanco que alfombraba la terraza. En el salón de María, en cambio, casi hacía calor. Me situé junto a ella y le acaricié cariñosamente la espalda. La pobre se había quedado tirada en el suelo completamente derrengada. Yacía como suspendida en un limbo, entre el éxtasis y la pérdida de la conciencia.
Yo ignoraba cuánto duraría el efecto relajante de aquel último clímax, por lo que no sería buena idea demorar más el epílogo con que concluiría aquel polvazo. Aunque ya me había corrido, de sólo pensar en el lechoso culo de mi compañera se me puso la polla como el acero. Además, volvía a sentir una nueva corrida bullendo en mis testículos. Aunque yo sabía que nunca tardaba mucho en correrme al sodomizar a una mujer, esa eyaculación previa me infundía esperanzas.
La dejé en el suelo, tal y como estaba. Aquello iba a ser jodidamente parecido a esa película de Marlon Brando, “Último tango en París”. Fui un momento a la cocina en busca de algo que me sirviera como lubricante, y no tardé ni medio minuto en regresar con un pequeño envase de mantequilla.
Para ahorrar tiempo, comencé a restregarme el improvisado lubricante en el camino de vuelta. Con todo, cuando volví al salón, Don Jaime ya se había acomodado en uno de los sillones. No todos los días le dan por el culo a una de tus empleadas y, obviamente, el gerente deseaba disfrutar del espectáculo en primera fila. Por su parte, María seguía tendida en el suelo, inerte, completamente desnuda a excepción de los zapatos.
La mantequilla se fundía con el calor que irradiaba mi verga. Menos mal que María no lo vio, porque la visión que ofrecía mi miembro era aterradora. De hecho, me sentía como un verdugo que fuera a ejecutar la sentencia que se había dictado contra mi mezquina compañera de trabajo. María había intentado aprovecharse de mí e iba recibir un severo correctivo.
Lubricar el agujerito de su culo fue sencillamente cautivador. Aunque María se sobresaltó en un primer momento, al ver que era yo y no Don Jaime suspiró de alivio. Lo embadurné bien, muy bien, y metí un primer dedo. Cuando dilató un poquito metí otro más, dos. Llegué a pensar en un tercero, pero lo juzgué innecesario. María estaba tan narcotizada que su esfínter parecía de goma. De hecho, apenas había gimoteado como una gatita durante la preparación. Yo ignoraba si había sollozado de dolor o de placer, o de ambos tal vez, pero aquellos lánguidos gemidos me convencieron de que había llegado el momento.
Me situé con cuidado sobre mi compañera y encajé la punta de mi miembro en su ano. María no se movió ni protestó, tan sólo contuvo la respiración cuando yo comencé a ejercer presión. Poco a poco, la mantequilla hizo su trabajo y la forma de mi glande también. Lentamente, el órgano masculino hizo que el femenino fuera cediendo a la entrada de aquel hasta que, con un estremecimiento, la pelirroja reveló que la penetración anal se había consumado.
— Despacio, por favor —sollozó la casada.
Actué sin prisas, igual que si hubiese sido virgen. Empujoncito a empujoncito, fui hincando el palo de mi bandera en su bonito y redondo culazo. A pesar de mi delicadeza, María me pidió que parara cuando apenas había metido la mitad. Se la notaba bastante molesta, de modo que le concedí unos segundos de receso. Segundos que aproveché para echar un vistazo a la prospección.
Siempre me pasaba lo mismo, me encantaba el contraste entre el color pardo de mi miembro y la palidez de las nalgas de las mujeres. Siempre hay algo de conquista y dominación durante una sodomía, pero la diferencia racial en aquel caso era más que patente. Parecía un despiadado guerrero árabe complaciendo a la viuda de un germano, muerto en el campo de batalla.
Por suerte, la pelirroja sabía bien de qué iba aquello. De modo que cuando continué bogando, ésta no dudó en morderse los nudillos para acallar sus propios chillidos. Fue así, con decisión y paciencia, como logré meter mis dieciocho centímetros de verga entre las nalgas de mi compañera.
¡PLASH!
— ¡Ya está, preciosa! —bramé, tras asestarle una fuerte cachetada— ¡No ha sido tan difícil!
A partir de ese instante dejó de importarme que gritara. Deseaba vengarme de la mujer que había intentado joderme, y por eso ya no sentí remordimientos al oírla gimotear. Al contrario, disfruté con frenesí de cada uno de sus sollozos.
¡Aaaaah! ¡Aaaaah! ¡Aaaaah!
La lánguida y quejumbrosa voz de María continuó acompasando el ir y venir de mi miembro todo el tiempo. A pesar de aquella aflicción suya tras cada penetración, yo percibía en los huevos la creciente humedad de su sexo. Y es que el insaciable coño de mi compañera contemplaba ahora con envidia al orificio vecino.
Yo tenía la certeza de que, antes o después, María acabaría requiriendo que ambos la folláramos a la vez. Esa era, de hecho, la fantasía más recurrente entre las mujeres. Casadas o no, en algún momento de su vida todas deliraban con ser folladas por dos o más hombres al mismo tiempo, causándoles placer y estragos, y colmándolas con sus miembros todas las oquedades del cuerpo.
La mera idea me resultó tan turbadora que hube de hacer una pause para no eyacular en ese preciso momento. Lamentablemente, esa sería una celebración que todos habríamos de esperar. Aún así, la pelirroja ciñó con tanta fuerza el tronco de mi miembro que debió percibir mi corazón palpitar dentro de su trasero.
Le junté entonces las piernas y comencé a encularla en condiciones. Sus sollozos me empujaron a besar la constelación de pecas de su espalda para aliviar el tormento. Aquello le gustó tanto a María que echó la cabeza hacia atrás con un gemido. Cuando terminé de besar todas sus pecas, subí al hombro, y luego al cuello, sin dejar de ir y venir dentro de ella en ningún momento.
Deslicé entonces una mano bajo su pelvis, en pos de su sexo. No me faltaba mucho para correrme y deseaba que la pelirroja me acompañara. Empujé con todas mis fuerzas al tiempo que frotaba su sexo, lo que hizo que los gemidos de María se tornaran fastuosos.
— Ojalá estuviera aquí tu esposo —le susurré al oído.
¡¡¡OOOOOOGH!!!
Súbitamente, María exhaló un hondo gemido y empujó las caderas hacia arriba, buscando mi miembro con desesperación. Su orgasmo fue instantáneo, se quedó rígida un instante, pero luego empezó a tener contracciones por todo el cuerpo. Mi compañera convulsionó de una forma violenta y rápida. Crispada, sollozaba a la vez que me clavaba las uñas en el trasero, apretándome contra ella. Acababa de sentir, probablemente, uno de los mayores orgasmos de su vida.
Yo también me corrí como un animal, gritando mi placer y clavando la verga hasta los huevos y, al fin, descargando mi ardiente esperma en el núcleo de su soberbio trasero.
Luego caí rendido sobre ella, pero María se revolvió y comenzó a comerme la boca con una lágrima resbalando por su mejilla.
— ¡Un buen acuerdo laboral! ¡Sí, Señor! —exclamó de repente Don Jaime, echándose a reír.
A la mañana siguiente me despertó el fulgor de la luz que penetraba por la ventana. Me asomé para descubrir un panorama dantesco. El patio, los árboles, el cielo y todo en el horizonte era de color blanco, tan sólo los altos postes de la luz se delineaban en otro color. Fue un momento de incomparable belleza, en el que tuve la certeza de estar contemplando una obra de arte.
La noche anterior ya descartamos marcharnos a causa del mal tiempo, y la situación no había mejorado, precisamente. Debía haber más de medio metro de nieve.
Al salir al pasillo me llegó el sonido del noticiario y el olor a café recién hecho.
“Buenos días. La borrasca Filomena deja un colapso total en el centro y norte peninsular…”
REFERENCIAS:
— Juego para tres y Mi amiga Paula, de alcalordelasletras.
— Barro de Medellín, de Alfredo Gómez Cerdá.