María, mi querida perra VIII

Así empezó todo... NOTA - Siento el problema del cambio de tamaño de letra, pero no he podido hacer nada al respecto. Se modifica al subir el texto a la web...

Capítulo séptimo

FLASHBACK

“¡Dios mío!... ¿Cómo he llegado a verme así?”, pensaba María mientras, sentada en la cama de la habitación, esperaba a su primer cliente de lo que prometía ser una larga, larguísima, noche.

Su mente divagó a sólo una semana atrás, cuando aún era María, la esposa de Luis, el portero, una mujer decente, pudorosa, que usaba ropas sueltas y amplias para disimular su gordura, madre de dos hijas ya mayores, que ayudaba a su marido en las tareas de la portería de la finca, consiguiendo ganar algún dinero extra limpiando algunas de las casas del inmueble…

“¡Súbete encima de esa mesa!”, le ordenó, perentoriamente, el Sr. Fernández, señalándola una robusta mesa baja situada frente a uno de los sofás, con unas gruesas patas y una tapa de mármol.

María se sorprendió tanto ante lo inesperado de la petición del hombre que, por un efímero instante, no supo cómo reaccionar, y antes de que su mente pudiera asimilarlo, él volvió a repetir la orden, pero esta vez en un tono mucho más perentorio.

“¡¿ESTÁS SORDA O ERES ESTÚPIDA?! ¡¿NO ME HAS OÍDO?! ¡¡SÚBETE EN LA MESA AHORA!!”.

Aterrada por la violencia contenida en su tono de voz, María se apresuró a cumplir la orden, subiéndose sobre la mesa a pesar de la dificultad que suponía su exceso de peso. ¡Gracias a Dios que se trataba de una mesa baja!”

Una vez estuvo subida encima de la mesa, él la miró y volvió a hablar: “¡Ahora, desnúdate!”.

La cara de María debió reflejar el desconcierto que sentía, porque, casi enseguida, aquel hombre le espetó: “¿Es que siempre tengo que decirte las cosas dos veces? No estoy dispuesto a ello. Bájate de ahí y vete”.

Esta vez, la sorpresa de María fue mayúscula. ¡La estaba echando! ¿Y su acuerdo? ¡Esto no podía estarle pasando a ella! ¡Después de que su marido y ella llevaran tanto tiempo trabajando en la finca, no podía echarles sin más!...

Y es que, como una hora antes, mientras limpiaba la casa del Sr. Fernández, el vecino del ático, María había dejado caer una valiosa escultura que se había roto en mil pedazos y, cuando él, tremendamente enfadado, la amenazó con hacer que los despidieran por no saber realizar su trabajo, la pobre mujer no había sabido cómo reaccionar… ¡Aquel hombre siempre la impresionado…, casi le temía!... Y, en aquel momento, María había sellado su destino al prometerle hacer cualquier cosa que él le ordenase si no tomaba represalias sobre ella y su marido… ¡Vivían allí y no tenían a dónde ir y, con la edad de su marido, le sería muy difícil encontrar otro trabajo!... ¡Seguramente aquel tipo sólo querría experimentar el morbo de follarse a una gorda y allí se acabaría todo!

Los pensamientos cruzaban la mente de la atribulada María como una exhalación mientras él ni tan siquiera la miraba, abstraído en sus propios pensamientos. ¡Tenía que hacer algo! ¿Pero qué? La respuesta era obvia, tenía que demostrarle que estaba dispuesta a seguir adelante hasta las últimas consecuencias y convencerle de que no tomara represalias contra ellos y, en aquel momento, ella únicamente tenía una forma de hacerlo: desnudarse. ¡Tenía que hacerlo por más que la acomplejara mostrar su cuerpo!

Lentamente, casi como si tuvieran vida propia y su mente no las controlara, sus manos empezaron a desabrochar los botones de su blusa, de uno en uno, mientras su mirada se clavaba en un punto de la pared detrás del Sr. Fernández. ¡No podía mirarle a la cara mientras se exhibía desnudándose delante de él! De repente, fue plenamente consciente de lo que estaba haciendo. ¡Estaba subida en una mesa como en un estrado, desnudándose delante de un hombre como una prostituta! La idea hizo que un intenso rubor coloreara sus mejillas, y la turbación provocó que perdiera la concentración en lo que estaba haciendo, e hizo que sus manos tuvieran que luchar para desabrochar el último botón.

Sin embargo, por fin todos los botones estuvieron desabrochados, y María se abrió la blusa, dejándola resbalar por sus brazos hasta quitársela, mostrando sus turgentes pechos, ocultos apenas bajo el sujetador y con las aureolas de sus pezones perfectamente visibles bajo la tela. Para aumentar su turbación, María pudo comprobar que sus pezones, ostensiblemente erectos, se marcaban claramente a través de la tela de la prenda, lo cual no hizo sino aumentar su sonrojo.

Con el rostro enrojecido por la vergüenza y la mirada baja, María dudó nuevamente, durante un mínimo instante, antes de llevar sus manos al costado de la falda para bajar la cremallera. La dejó deslizarse por sus piernas, ayudando con un leve contoneo de caderas que, aunque él no dejó que trasluciera, excitó soberanamente al Sr. Fernández, el cual, procurando que ella no se percatara, no se perdía detalle de su “actuación”, casi adivinando sus pensamientos y plenamente consciente de su turbación.

Finalmente, María se deshizo de la falda con un puntapié. “Si quiere verme actuar como una puta, actuaré como una puta. Haré lo que sea para que no me diga otra vez que me vaya”, pensaba. Entonces, por fin, levantó la mirada hacia él, levantó los brazos, y giró sobre sí misma para que pudiera apreciar el conjunto de su cuerpo, dando gracias mentalmente ahora por haber elegido un conjunto de ropa interior con tanga, por más desnuda que se sintiera, incluso con la prenda aún puesta, y por más incómoda que fuera la dichosa tira de tela introduciéndose entre sus nalgas, en vez de las feas pero cómodas bragas de abuela que solía llevar en otra ocasiones.

Sin embargo, la reacción del hombre sentado frente a ella de nuevo la sorprendió desagradablemente. “¡Te he ordenado que te desnudes! ¡Simplemente eso, que te desnudes, y no que me hagas un striptease como cualquier puta de tres al cuarto! ¡¿Tan difíciles de entender son mis instrucciones?!”, bramó, “¡QUIERO VERTE COMPLETAMENTE DESNUDA AHORA!”.

Inmediatamente, María llevó sus manos a su espalda, tanteando hasta encontrar el cierre del sujetador. Sólo una furtiva lágrima que resbaló por su mejilla y el par de nerviosos intentos que necesitó para poder desabrochar el cierre revelaron cuánto la habían herido sus palabras. ¡Ella se estaba comportando así por él! ¡Porque creía que aquello era lo que él quería! ¡Porque creía que él quería verla rebajada a comportarse como una vulgar prostituta para humillarla de tal manera que aprendiera una lección! Si no era así, ¿qué demonios quería de ella? ¿Cómo esperaba que actuara? ¡Oh, Dios mío! La mente de María bullía con aquellos pensamientos mientras se quitaba el sujetador, lo tiraba al suelo, se descalzaba, y procedía a quitarse los panties deslizándolos por sus gordas piernas.

Finalmente, introduciendo los pulgares en los costados del tanga, lo hizo deslizarse igualmente a lo largo de sus piernas y se lo quitó. La mujer dudó un breve instante antes de incorporarse nuevamente. ¿Qué querría que hiciera entonces? Después de su exabrupto, el Sr. Fernández parecía haber dejado de dedicarle la menor atención, a pesar de que se estaba desnudando para él, así que esperaría sus instrucciones. Sin embargo, mientras tanto, ¿debía esperar completamente desnuda o debía volver a vestirse? Obviamente, desechó esta última idea tan pronto como le vino a la cabeza. ¿Debía volver a ponerse los zapatos?, pensó, porque el mármol de la mesa estaba muy frío bajo sus pies descalzos, pero supo que ese sería el menor de sus problemas.

Su dilema se resolvió bien pronto. Sin mirarla, el Sr. Fernández se dirigió nuevamente a ella para darle sus nuevas instrucciones. “Baja de la mesa, coge una silla y ponla en el centro de la habitación. Colócate detrás de la silla y agarra el respaldo con ambas manos”, le dijo.

Mientras la mujer así lo hacía, él continuó: “Ahora, sin soltarte del respaldo, retrocede e inclínate hacia delante todo lo que puedas”.

María obedeció sus órdenes al pie de la letra, ofreciendo, en esa posición, una visión completa de su expuesto y voluminoso trasero. Entonces el Sr. Fernández se levantó del sillón y se acercó a ella por detrás. María, al sentir su presencia a su espalda, volvió la cabeza para mirarle. “¡No me mires! ¡Mantén la cabeza agachada!”, le ordenó. “Ahora, separa las piernas”. María obedeció sin titubear. “Más, más, todavía más, todo lo que puedas”.

Ahora no era únicamente su trasero lo que quedaba expuesto. En aquella posición, inclinada y con las piernas muy abiertas, todas sus partes más íntimas quedaban completamente a la vista del hombre. “¿Qué va a hacerme ahora?”, pensó María. Pronto salió de dudas cuando una rápida sucesión de azotes con l mano abierta cayeron sobre sus desnudas nalgas, haciéndola gemir de sorpresa y dar un respingo, para luego sentir la mano de aquel hombre introduciéndose entre sus piernas, cogiendo su coño, y tirando de su cuerpo hacia arriba. “¡De puntillas! ¡Y no se te ocurra plantar el pie sin mi permiso!”. María volvió a obedecer sin rechistar, pero un escalofrío recorrió su cuerpo. “¿Cómo es posible que siempre consiga sorprenderme?”, pensó, mientras sentía cómo la mano del hombre se retiraba de entre sus piernas. Se notaba el ligeramente dolorido culo arder por los azotes, pero su coño se estaba empapando por cómo la trataba aquel hombre, haciéndola sentir muy guarra y muy puta…, y lo que era peor, deseando que no dejara de manosearla… ¡Dios, cómo era posible que una mujer casada como ella se encontrara en aquella situación y estuviera chorreando por sentir cómo su polla se clavaba profundamente en su coño!

“Ahora vamos a hablar claro, María”, le dijo entonces, interrumpiendo sus pensamientos. “Voy a exponerte la situación y sus consecuencias para que tú tomes tus propias decisiones sabiendo a qué te expones. ¿Me he explicado bien o también esto me veré obligado a repetírtelo dos veces? Te advierto que, si eliges seguir adelante con esto, será la última cosa que te diga dos veces. Así que, repito, voy a exponerte mis condiciones, - ¡Y NO SE ME TE OCURRA INTERRUMPIRME MIENTRAS LO HAGO! -, y tú vas a tener que decidir entre aceptarlas y continuar hasta el final, sea cual sea, o rechazarlas, vestirte y salir de esta casa, eso sí, sin que nunca sepa nadie la que se ha hecho o dicho entre estas paredes o tu marido y tú sufriréis las consecuencias. ¿Está suficientemente claro? ¿Me has entendido bien?”.

María cabeceó afirmativamente. “No, gorda de mierda, no me basta. Quiero oírtelo decir. ¿Me has entendido?”.

“Sí”, respondió la humillada mujer.

El Sr. Fernández siguió hablando entonces. “Bien, de acuerdo entonces. Vamos a ver, primero, lo que tú pretendes de mí, ¿vale? Bien, recapitulemos, has roto un bien de mi propiedad, un bien que no sólo tenía un alto valor económico sino también un gran valor sentimental para mí... ¡No, no me interrumpas!”, dijo él cuando pareció que la mujer iba a responderle, reiterándole cuánto sentía su descuido.

“Así que tú quieres que yo perdone tu intolerable torpeza y no tome medidas contra tu marido y tú, y estás dispuesta a hacer cualquier cosa por convencerme para conseguirlo, ¿me equivoco? No, estoy seguro de ello. Si no, no te encontrarías ahora en esta situación, completamente desnuda y expuesta ante mí, ¿verdad? Sin embargo, todavía no estás muy segura de qué voy a querer a cambio y eso te saca de quicio, ¿a que sí? Pues bien, vas a saberlo ahora mismo, vaca estúpida”.

María había sentido cómo el Sr. Fernández paseaba arriba y abajo mientras le hablaba, casi como si disertara ante un auditorio repleto o en una sala de audiencias, pero ahora le sintió detenerse junto a ella y percibió la importancia de sus siguientes palabras.

Entonces él siguió hablando. “Bien, María, tú me has hecho perder una valiosa propiedad, así que yo quiero sustituir una propiedad con otra propiedad…, así que mi precio por librarte de tu castigo por tu torpeza es tu libertad… Ese es mi precio, y la consecuencia práctica de ello es que serás mi esclava, sin condiciones, y, obviamente, no ofenderé tu escasa inteligencia diciéndote que estoy refiriéndome a una esclavitud sexual… Podrás recuperar tu libertad en cualquier momento si así lo decides, pero habrás de exponerte a las consecuencias para ti y tu familia”.

El Sr. Fernández hizo una pausa para que María pudiera tomar conciencia plena del significado de sus palabras, y luego prosiguió, diciendo: “Ser mi esclava significa mucho más de lo que parece a simple vista, no te estoy diciendo que vayas a tener que traerme las zapatillas, hacerme la cena o cosas así, aunque también tendrás que hacerlo si así te lo ordeno. Ser una esclava significa obedecer sin rechistar, sea cual sea la orden recibida, aceptar ser humillada si tu Amo desea humillarte, soportar los castigos sin plantearte si son o no justos, - ¡o sí, querida, ten por seguro que serías castigada! -, estar siempre dispuesta a cumplir hasta el menor capricho de tu Amo, sin importarte que ello te suponga humillación o dolor, aceptar gustosa ser atada, humillada, azotada, sexualmente forzada, incluso, si ese es el deseo de tu Amo. Eso, en términos muy generales, es lo que significa ser una esclava. Y a eso es a lo que tú debes comprometerte ahora, María, si decides aceptar mi propuesta, y debes saber que yo no soy un Amo amable e indulgente, sino todo lo contrario, soy muy exigente y puedo ser cruel. Piénsalo detenidamente. Y, si tu contestación es afirmativa, entonces te daré instrucciones más precisas y te detallaré tus primeras obligaciones”, terminó diciendo.

”Bien, ¿me has comprendido? ¿Entiendes qué significa todo lo que te he dicho? Si tienes cualquier duda al respecto, es tu última ocasión de resolverla, porque si respondes afirmativamente, el único interrogante que pretendo oír de tus labios será cuál es mi deseo. Voy a salir de esta habitación, María, y regresaré exactamente en cinco minutos. Cuando regrese, o bien te encontraré en esta misma posición, y eso significará que aceptas mis condiciones, o bien te habrás vestido y marchado sin hacer ruido, con lo cual sabré que no las aceptas, ¿de acuerdo? Asiente con la cabeza si me has comprendido”.

María, a pesar de sentirse totalmente anonadada ante la propuesta que acababa de escuchar de los labios de aquel hombre, fue capaz de cabecear afirmativamente, mientras su mente aún era incapaz de asimilar las condiciones que le imponía para evitar las consecuencias de su descuido.

El Sr. Fernández prosiguió: “Bien, entonces te dejo sola para que puedas tomar tu decisión. Sin embargo, para que tengas un ligero conocimiento práctico de a qué me he estado refiriendo todo este tiempo, aquí tienes un mínimo ejemplo. ¡Disfrútalo!”, y mientras hablaba, volvió a meter su mano entre las piernas de la mujer, le agarró uno de sus expuestos labios vaginales con sus dedos, y se lo pellizcó y retorció brutalmente, haciendo que María saltara literalmente de dolor, incorporándose rápidamente y encarándose con él, aunque algo en su mente y en la mirada del hombre le aconsejaron inmediatamente que ahogara en su garganta el grito de dolor que estuvo a punto de exhalar y retomara su posición.

“Tú decides, María. Tu familia o tu libertad. Piénsalo bien, tienes cinco minutos”. Y sin añadir más ni volverse a mirarla, abandonó la habitación, dejándola sola y confundida.

La mente de María bullía con multitud de pensamientos contradictorios. “¡Maldito hijo de puta! ¡¿No podía follársela y se acabó?! ¡No, él tenía que salirle con esa descabellada proposición! ¡Dios mío, si hasta estaba dispuesta a chuparle la polla! ¡Maldito cabrón!”.

Entonces, decidida a no doblegarse y a buscar otras alternativas para librar a su familia de aquel embrollo, empezó a recoger sus prendas, esparcidas por toda la habitación, dispuesta a vestirse y salir de aquella casa, pero no como él le había pedido, - ¡no, “ordenado”! -, o sea, sin ruido, sino que estaba decidida a marcharse dando un buen portazo. “¡Que se joda el muy…!”.

De repente, se detuvo. Si se iba a “despedir” con un portazo, ¿por qué estaba vistiéndose sin hacer el menor ruido? ¿Por qué no iba a buscarle y le decía en la cara lo que pensaba de él? En definitiva, ¿por qué estaba “obedeciéndole”?. Este pensamiento hizo que se sentara, aún a medio vestir, en el mismo sillón en el que él había estado sentado antes, reflexionando.

“¡Dios mío, no puede ser verdad! ¡No puedo estar planteándome esto en serio! ¡Soy una mujer casada!”. Sin embargo, no pudo dejar de reconocerse a sí misma que había disfrutado de la sensación de indefensión que había experimentado mientras acataba sus órdenes, incluso siendo obligada a vencer su complejo por su gordura. “¡Santo cielo, si casi me meo de gusto cuando me hizo inclinarme y creí que iba a meterme mano! ¿Cómo puedo ser tan depravada? ¿Cómo puede excitarme ser humillada de esa manera? ¡No puede ser, es imposible!”.

Sin embargo, aunque su mente le aconsejaba lo contrario, su cuerpo, las sensaciones nuevas que había experimentado momentos antes, ganaron la partida y empezó a incorporarse, dispuesta a quedarse y a someterse a sus caprichos, cuando, de repente, una idea cruzó su mente. ¡Él había dicho que sólo tenía cinco minutos! ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo le quedaba para volver a desnudarse y colocarse en la misma humillante posición? ¡No tenía idea, pero no sería mucho!

Inmediatamente, terminó de levantarse del sillón de un salto y se quitó rápidamente las pocas prendas que había llegado a ponerse, quedándose nuevamente desnuda, y reasumió su posición, agarrada al respaldo de la silla e inclinada, con las piernas bien abiertas, - ¡justo a tiempo! -, segundos antes de que él volviera a entrar en la habitación.

“Bien, perra, has tomado tu decisión, y la has tomado libre y voluntariamente, sin ningún tipo de coacción. Ahora ya no hay vuelta atrás, ya no tendrás ocasión de arrepentirte, así que no me vengas llorando y suplicándome que lo dejemos, ¿de acuerdo? Además, no te serviría de nada. Has aceptado ser mi esclava a cambio de que no tome medidas por tu torpeza, y eso es lo que yo voy a obtener a cambio de lo que tú vas a conseguir. Ni más, ni menos”.

“Ahora quiero que me respondas a una única pregunta, María, y quiero que medites muy bien tu respuesta… Eres una gorda cincuentona, se supone que felizmente casada, y supuestamente decente, pero que ahora está en el salón de la casa de un extraño, completamente desnuda, dispuesta a entregase a él como esclava sexual… Dime, ¿qué te consideras realmente, una mujer entregada a su familia, una mujer liberal…, o una vulgar puta?”…

“Soy una vulgar puta”, respondió María sin necesitar siquiera pensarse la respuesta, porque así es cómo se sentía en aquellos momentos…

“Bien, pues entonces te trataré como tal”, prosiguió, “Voy a explicarte algunas de las reglas, pero, - ¡te lo advierto! -, no son TODAS las reglas. Es más, podré cambiarlas en cualquier momento, y te aseguro que lo haré si me place, y cualquier infracción de las reglas será duramente castigada, así que, por tu propio bien, espero que lo hayas comprendido”.

“Bien”, continuó diciendo, “éstas son las reglas que vas a tener que cumplir, esclava… Quiero que las repitas adecuadamente después de mí… ¿Has entendido?”

“S-sí”, acertó a tartamudear la pobre María

“Bien, Regla primera, desde ahora mismo, asimila que eres una cosa para ser usada, y como tal has perdido tu nombre, el único nombre por el que me dirigiré a ti y al único por el que responderás será el de “esclava”, aunque también te llamaré perra, cerda, puta o cualquier apelativo similar, y los únicos nombres por los que te dirigirás a mí serán “Amo”, “Maestro” o “Señor”, dijo el Sr. Fernández, quien se quedó mirando fijamente a María al concluir…

María, comprendiendo lo que esperaba de ella, agachó la cabeza, sintiéndose aún más humillada, si eso era aún posible, al verse obligada a verbalizar su completa degradación…

“S-soy…, soy…, soy una cosa… M-me llamará esclava, c-cerda o puta… Yo debo llamarle Amo, Maestro o Señor…”

“Bien. Regla segunda. La esclava permanecerá callada, a menos que le sea dirigida la palabra, respondiendo entonces a su Amo con respeto y educación.

“P-permaneceré callada a menos que me dirija la palabra…, y responderé con respeto…”

“Bien… Regla tercera. La esclava cumplirá estrictamente todas las órdenes de su Amo, y nunca, repito, nunca, hará preguntas, expresará dudas, o cuestionará las instrucciones que reciba de su Amo”.

“N-nunca desobedeceré sus instrucciones…”

“Regla cuarta… Mientras permanezcas en esta casa, y aunque tu Amo no esté, permanecerás siempre completamente desnuda”.

María tragó saliva antes de contestar, tratando de asimilar que tendría que estar desnuda casi todo el tiempo…

“Y-yo…, estaré desnuda todo el tiempo…”

“Regla quinta… Todos los agujeros de la esclava estarán permanentemente a disposición de ser usados por su Amo”.

Al oír aquello, María estuvo a punto de echarse a llorar… ¿Todos sus agujeros?... ¿Aquello significaría que pensaba metérsela por el culo?... ¡Ni siquiera se lo había permitido a su marido!...

“T-todos los agujeros de la esclava estarán a su disposición…”

“Regla sexta… La esclava tiene terminantemente prohibido experimentar un orgasmo sin consentimiento del Amo o será severamente castigada”.

“N-no podré tener orgasmos sin su permiso”

“Bien, regla séptima, y última por ahora… Salvo con su Amo, la esclava no mantendrá relaciones sexuales absolutamente con nadie, ni con su marido, a menos que así le sea ordenado por su Amo”.

¡Dios, cómo iba a justificarse con Antonio!, pensó María, acordándose por primera vez en aquella tarde de su marido.

“N-no podré mantener relaciones sexuales con nadie sin su permiso…”

“Bien, de momento, estas son las reglas que deberás conocer y cumplir siendo mi esclava, o vivirás tu esclavitud siendo severamente castigada como parte del trato”, continuó. “¿De acuerdo? Asiente si me has comprendido”.

María cabeceó afirmativamente, sintiéndose cada vez más desconcertada. ¿Cómo iba a poder acordarse de tantas reglas? ¿En qué consistirían los “castigos” que le impondría si no las cumplía?... ¡Dios mío, nunca se la habían metido por el culo!... Y la forma que él tenía de referirse a ello como “parte del trato”... ¿Es qué no podía decirlo claramente? Su forma de decirlo lo hacía parecer como una transacción comercial, y eso la hacía sentirse aún más degradada, como una vulgar prostituta negociando el pago de un servicio. “Aunque, al fin y al cabo”, pensó, “eso es lo que soy ahora, una puta que vende su cuerpo a cambio de algo, aunque no sea dinero, ¿no? Quizás soy peor que ellas, porque yo no necesito hacer esto por dinero, pero, en cambio, lo estoy haciendo, me estoy degradando a mí misma voluntariamente. ¡Quizás hasta sea peor que ellas!”.

Su, a partir de entonces, Amo pareció ser capaz de leer hasta sus más íntimos pensamientos, al proseguir diciendo: “Podré prostituirte, tanto a clientes directos como negociar con proxenetas para que sean ellos quienes te prostituyan a cambio de una comisión, esto incluye burdeles, agencias de escort o como moneda de cambio para cerrar acuerdos comerciales cuando y como yo desee.

Cuando estés en mi compañía, incluyendo los desplazamientos al ir y volver de donde sea, te vestirás con la ropa más provocativa que puedas llevar sin ser detenida por escándalo público, prendas ajustadas, faldas lo más cortas posibles y blusas finas o transparentes, tendrás prohibido el uso de ropa interior así como pantalones, mallas, pantys o cualquier otra prenda que no deje tu coño accesible, por supuesto siempre con zapato de tacón de aguja y bien maquillada.

Al llegar al destino te desnudarás inmediatamente, a excepción de los zapatos, y permanecerás así hasta que abandonemos el lugar, incluso si alguien llamase tendrás que abrir la puerta desnuda y sin ocultarte.

Podré decidir si eres tatuada, anillada o incluso marcada a fuego como una res, también tendré el derecho a modificar tu aspecto físico con cortes de pelo o cirugía plástica si lo deseo.

Podré exhibirte, prestarte, alquilarte y compartirte con quien a mí me parezca, la exhibición podrá ser en privado, en público y también actuando en locales de striptease, peep-shows y de espectáculos porno, incluyendo la grabación de vídeos y fotografías de contenido sexual para su distribución comercial.

La duración de este acuerdo será indefinida en principio, aunque tú o yo le podremos rescindir de manera unilateral en cualquier momento, obviamente con sus consecuencias para ti y tu familia, pero siempre respetando los compromisos que ya tenga adquiridos para ti para los siguientes quince días a partir de esa rescisión y asumiendo que todo el material pornográfico protagonizado contigo de protagonista será distribuido sin límite alguno en tiempo ni lugar por quienes tengan los derechos de comercialización, percibiendo yo los beneficios.

Como ves, no es algo para tomarse a la ligera, pero a mí no me importa lo más mínimo tu opinión. Has aceptado mis condiciones y para mi María ya es un simple objeto sexual…”

Después de una breve pausa, continuó…

“¿Tienes buena memoria, puta?”

Sorprendida, María no entendió el sentido de la pregunta, pero se atrevió a contestar… “S-sí…”

“Pues yo creo que no…, aunque no importa, porque yo sí la tengo, esclava… Y eso quiere decir que no se me va a olvidar que te has merecido, hasta ahora, dos castigos…”

María, incapaz de asimilar lo que acababa de escuchar, levantó la vista y le miró, balbuceando… “¿D-dos c-castigos?... ¿Por qué?... No he hecho nada malo y he aceptado ser su… e-esclava”

“Ya son tres castigos, perra. Uno, te dije que repitieras las reglas, no que las interpretaras como te diera la gana… Dos, no te has dirigido a mí como debes… Y, tres, no te he dado permiso para hablar, ¿vas entendiendo la situación, perra?”

María agachó la cabeza y sólo atinó a responder… “S-sí…, A-amo”.

Y así comenzó el sometimiento de la pobre María a su… Amo y Señor