María, la secretaria
Tal como se la había imaginado, como la había vislumbrado bajo la apariencia de seria eficiencia. Una mujer entregada y demandante al mismo tiempo.
María, la Secretaria
Promediaba la mañana del viernes cuando Giulio , posiblemente el más eficiente, voluntarioso y lacónico de los empleados de APLE, traspuso la puerta de cristal y entró en la recepción del sector de los ejecutivos de la empresa, el coto de caza privado de María, la secretaria.
María... Si alguien le hubiera preguntado a Giulio cuál era su ideal de mujer, hubiera respondido sin vacilar: "María".
María, con el enigma de su edad -y ese aire a la vez juvenil y señorial-, con sus trajes de corte, sus blusas blancas, y su gesto ceñudo. María, la eficiencia personificada, la otra cara de la seriedad, con un carácter poco propicio para las familiaridades y nada permisivo para las insinuaciones y las bromas de oficina. María y su misteriosa vida privada. Nadie podía decir que conocía su estado civil, si tenía pareja o si le gustaban las mujeres. Pero todos coincidían en que si en esa oficina había una mujer a la que todos deseaban pero con quien no convenía tener un encontronazo, era con María.
María, la secretaria perfecta, que en ese momento redactaba un correo electrónico, conseguía una comunicación ur-gen-te para uno de los mandamases, y contestaba una llamada por el teléfono celular, todo al mismo tiempo.
-Me dijo que quería hablar conmigo -dijo, dando por sentado que ella sabía que hablaba de su jefe. Era sabido que en la empresa nadie podía traspasar el virtual muro del escritorio de María quien, como un soldado en su puesto de guardia, decidía quién podía pasar y quién no, lo que la hacía acreedora a la antipatía de casi todos, menos la de Giulio. A él nada de eso le importaba.
El podía mirar un poco más allá y ver a la María de las manos esbeltas, con sus largas piernas exquisitamente torneadas como columnas griegas, su cabello rubio recogido con estudiado descuido, los senos generosos que sólo se adivinaban debajo de la seda cuando se inclinaba sobre el teclado de la computadora, o la forma en que se tensaba la falda en las caderas perfectas, como si hubieran sido moldeadas por un artista del Renacimiento. Él veía a una María de singular elegancia, de una belleza casi mítica, dueña de una sensualidad felina delatada en el grosor apenas más pronunciado del labio inferior. Una María que disimulaba hábilmente esas pecas que le salpicaban el escote y que olía a perfume francés.
María... ¿Cuántas noches se había dormido pensando en María, fantaseando con esa deliciosa mujer totalmente inaccesible para él? Estaba seguro que ella ni siquiera recordaba su nombre.
Pero esa soleada mañana de viernes, y para su sorpresa, María dejó de aporrear el teclado, lo miró y le sonrió como nunca antes le había sonreído a nadie que él conociera.
-Adelante, Giulio -le contestó, mientras vaciaba el contenido de un sobrecito de edulcorante en el pocillo de café que tenía sobre su escritorio.
Lo había llamado por su nombre.
Cuando salió del despacho, tras media hora de reunión, ya sabía que ese fin de semana, tenía que llevarse trabajo extra a su casa. Un trabajo "que tiene que estar el lu-nes-sin-fal-ta , Giulio, sé que tú puedes hacerlo", había dicho el mandamás.
Cerró tras de sí la puerta del despacho y no pudo evitar mirar a María que en ese momento estaba terminando de tomarse el café. Ella volvió a sonreírle.
¡Dos sonrisas en un mismo día! Las mejillas le ardían, como si alguien se las hubiera encendido con un lanzallamas.
-Gracias... hasta luego... -dijo, mirándola de soslayo y enfilando hacia la salida.
Giulio no era precisamente el Rodolfo Valentino de la empresa, aunque tampoco era un timorato con las mujeres. De hecho, había salido con algunas compañeras -ese juego que se conoce como aventuras de oficina -, aunque no se había comprometido en ninguna relación. Por lo general, y aunque no se consideraba un galán ni un seductor profesional, no tenía problemas en el trato con las chicas, pero con María...
Con María era distinto.
Cuando se la cruzaba en el ascensor, a la entrada o a la hora de salir, no podía evitar comportarse como un adolescente vergonzoso, que se ruboriza cuando se encuentra frente a frente con la chica de sus sueños. En todo el tiempo que trabajaba en la oficina, y desde la primera vez que la viera, no habían cruzado más que un par de palabras y algún que otro gesto a manera de saludo.
Casi llegaba a la doble puerta de cristal cuando escuchó la voz a sus espaldas: -Giulio -otra vez su nombre en boca de ella.
-¿Eh? -se detuvo a mitad de camino y cuando se dio vuelta, allí estaba la sonrisa otra vez, envolviéndolo. ¿Lo estaba seduciendo? -Me dijeron que te las apañas con las computadoras -dijo ella.
-Emm... sí, algo... -contestó Giulio, con modestia y aturdido por las sensaciones.
-Yo... quería pedirte un favor -aventuró ella-. Bueno, en realidad quiero pedirte un favor.
-¿Un favor? -preguntó Giulio-. ¿A mí? -Sí. Precisamente a ti -contestó ella con la sonrisa que se empecinaba en su boca, dejando al descubierto sus dientes parejos, con los dos centrales apenas separados, que le regalaba un aire juvenil y los ojos verdes rebosantes de chispitas doradas, -Bueno, yo... e-este... -vaciló Giulio. Sentía que en el pecho, en vez de corazón, parecía tener un martillo neumático-. ¿Qué favor? -Podría decirse que es un intercambio -dijo ella.
-¿Intercambio? -Yo te invito a cenar y tu me revisas el ordenador, que no sé qué problema tiene -le contestó como si hubiera conocido de antemano que él no se iba a negar bajo ninguna circunstancia.
Eran apenas pasadas las ocho de la noche de ese día, cuando Giulio tocó el llamador del portero eléctrico del edificio. Las piernas se le habían hecho de goma. Una brisa fresca hacía ondular la copa de los árboles de la calle donde ella vivía. Le había dado la dirección de su casa esa misma mañana, en la oficina, explicándole que no podía usar ni el correo electrónico ni el buscador y él le prometió llevar los CD para reinstalar los programas, porque debía tratarse de eso, sin duda. En ese momento, cuando ella le entregó una tarjeta en la que garabateó su dirección, el corazón de Giulio empezó a latir demasiado rápido, ahora sentía que en cualquier momento se le iba a escapar del pecho.
Por supuesto, se había olvidado por completo del trabajo que tenía que estar el lu-nes-sin-fal-ta -¿Giulio? -la voz de ella en el intercomunicador, anticipándose a su respuesta.
-Sí, soy yo... Giulio -contestó él.
-Adelante, entra -dijo la voz de ella y un segundo después, el zumbido de la puerta que se abría.
Cuando María abrió la puerta y le franqueó la entrada, se puso en puntas de pie para saludarlo con un beso en la mejilla. Giulio sintió ganas de pellizcarse para comprobar que no estaba soñando, que era la realidad.
Ella estaba envuelta en una bata blanca de toalla, con el cabello todavía mojado y descalza. Como no podía ser de otra manera, tenía unos pies deliciosos. Llevaba las uñas pintadas de rojo y en el tobillo izquierdo una fina pulsera de oro.
Entró al ambiente sosegado, apenas iluminado por la luz difusa de una lámpara de mesa y de otras, estratégicamente ubicadas en el cielorraso. De algún lugar del interior le llegaban los acordes del Adaggio , de Albinoni.
-Discúlpame por el atuendo... pero llegué molida y necesitaba una ducha antes de preparar la cena.
"¿Discúlpame el atuendo? ¿Qué tiene de malo el atuendo?", pensó Giulio, "¡Está fantástica!" -No tendrías que haberte molestado -dijo, en cambio, sin moverse del lugar donde se había quedado como petrificado, junto a la puerta.
María estiró las manos.
-¿Te vas a quedar ahí parado con la chaqueta puesta? -había algo de picardía en la pregunta-. Ven, hombre, ponte cómodo.
Lo ayudó a quitarse la americana y con total naturalidad y torpe femeneidad le aflojó el nudo de la corbata.
-¿Vemos la máquina ahora? -ofreció Giulio, dejándose hacer.
-Después -contestó María y, con aire divertido agregó-: Ahora, señor , si quiere acompañarme vamos a terminar de preparar una rica comida y a tomarnos una copa de buen vino. Dime que te gusta el vino, por favor.
-Sí... me gusta el tinto -Giulio, de pronto, se sintió excepcionalmente cómodo.
-Anda, ven y descorcha la botella -lo alentó ella, y en ese momento de alguna manera él supo con toda certeza que esa noche iba a terminar como no había imaginado ni en sus más alocadas fantasías.
Cuando advirtieron que ya era casi medianoche. Habían hablado de todo, menos de la oficina. De ellos, de sus vidas, de algunos fragmentos de sus historias personales. Para entonces, se conocían bastante más y la botella de vino estaba vacía.
-Ay, mira que hora es -exclamó ella-. El tiempo se nos ha pasado tan rápido...
-La computadora -dijo él.
-¿No es muy tarde para que te pongas a trabajar? -preguntó ella, dejando los platos en la pileta de la cocina.
-Es un minuto -No pensaba irse de allí, y menos en ese momento-. ¿Adonde tienes el equipo? En ese instante María se volteó y quedó enfrentada a Giulio a menos de medio palmo. El escote de la bata blanca que olía a acondicionador de ropa, a sol y a mujer, se había abierto y él pudo ver el canalillo de los senos, salpicado de pecas.
-En el dormitorio -dijo María, mirándolo a los ojos. Le tomó la mano. -Vamos -resolvió.
La última imagen que recordaba Giulio es que el dormitorio estaba en un entrepiso, una suerte de planta superior, y era un reflejo de la personalidad de María. Cuando subieron por la escalera caracol, ella lo precedió y él no pudo dejar de admirar sus pantorrillas, que remataban en la fina curva de los tobillos, la fina cadenita de oro en el izquierdo. Los rosados talones perfectos, que levantaba ligeramente cuando subía los escalones de madera en puntas de pie. También vio que la computadora estaba en un mueble empotrado en una biblioteca bien provista de libros que cubría toda una pared, junto a la ventana.
-Ahí está -señaló María con un gesto, invitándolo a sentarse en el cómodo sillón de trabajo.
-Es un minuto -dijo Giulio, por decir algo, porque en realidad quería que el tiempo no pasara.
-¿Un poco más de vino? -ofreció ella.
-Sólo si tú me acompañas -aceptó él.
Después, la magia convirtió la fantasía en realidad.
El delicioso perfume de María a sus espaldas. Él dándose la vuelta, para ver cómo ella soltaba el nudo del cinto del albornoz, que se deslizó hasta el suelo, donde quedó hecho un bollo. El cuerpo rotundo de una bella mujer madura. Los senos más que generosos, con los pezones erectos y las areolas pequeñas y rosadas, y la forma en que se le erizó la piel cuando la rozó con los dedos.
Las manos de Giulio no podían dejar de tocar esa piel que se le antojó de seda; de sopesar los senos, acunándolos para rozar con sus labios los pezones. En algún lugar de su memoria recordaba que mientras la besaba -la adoraba, para ser justos-, le decía cosas y que María le sonreía y entrelazaba sus dedos en el pelo y también le decía algo que lo excitaba.
Hasta que fue el turno de ella, que también le susurraba al oído que lo había deseado tanto , mientras le desabrochaba uno a uno los botones de la camisa, se dedicaba a la hebilla del cinturón y bajaba el cierre del pantalón, dejando que él la explorara y la reconociera.
Y en el momento siguiente ambos estaban en la cama, los cuerpos entremezclados, besándose en la boca, jugando con sus lenguas, mirándose a los ojos, disfrutando el haber llegado a lo que ambos buscaban: el final del camino.
Giulio gozaba por sí mismo y por tener a María así de excitada, retorciéndose de gusto, pidiéndole que no dejara de acariciarla y que no dejara de tocarla, que siguiera acariciando y besándole los senos, que la reconociera.
María... Tal como se la había imaginado, como la había vislumbrado bajo la apariencia de seria eficiencia. Una mujer entregada y demandante al mismo tiempo, que en cierto momento le prohibió moverse y fue deslizando su lengua por el torso y el vientre, hasta llegar a su sexo, donde se dedicó de pleno a darle placer. Activa, vehemente, posesiva y experta, lo llevó hasta la explosión final y bebió de ése manantial el néctar ligeramente dulzón que brotaba del cuerpo de Giulio.
Después se abrió a él, y pidió reciprocidad, ofreció su propio pozo de delicias para que él saciara la misma sed que la había cautivado. Y cuando él se hubo y la hubo saciado, lo apremió para que se deslizara adentro y lo aceptó, lo capturó y ambos se permitieron llegar a las más altas cumbres del placer, y se entregaron al vértigo del orgasmo y después, sudorosos y agitados, se abrazaron pero por un breve instante, porque sin darse cuenta casi, habían comenzado de nuevo. Y otra vez. Y otra...
El domingo, cuando el sol como un disco de fuego se escondía entre los edificios de la gran ciudad, ya habían pasado dos días con sus noches encerrados, dedicados por completo y exclusivamente al amor.
Habían cocinado juntos. Se habían sumergido juntos en la gran bañera para tomar dejarse relajar entre aceites y sales, para volver una y otra vez a explorar nuevas formas de placer, el regocijante ejercicio del amor. En ningún momento se vistieron. Disfrutaron del andar desnudos por el departamento, con esa naturalidad que da la intimidad conseguida a pura pasión descubierta y desatada.
Sólo una inquietud vino a perturbar ese fin de semana idílico.
Fue cuando tomaban un último bocado en la cama -casi no se habían podido despegar de ese terreno sagrado del amor que era el sommier -, mientras miraban una película romántica en vídeo.
-¡Uh! -exclamó de pronto Giulio, chasqueándose la frente.
-¿Qué? ¿Qué ocurre, querido? -preguntó María, tomada por sorpresa.
-El trabajo... el maldito trabajo.
-¿De qué trabajo me estás hablando? -El que me encargó tu jefe, cuando tuve la reunión con él... el viernes.
-¿Qué pasa con el trabajo? -se interesó ella, dejando la copa de vino en la mesa de luz.
-Que no lo hice -dijo él.
María retiró la bandeja que estaba entre ellos.
-¿Qué? ¿No te das cuenta que mañana no sé qué voy a decirle? -insistió él.
Pero la mano de María se había apoderado de su hombría, que rápidamente volvió a despertar.
María no le contestó. En sus ojos brillaban esas chispitas doradas de picardía que él había descubierto en sus ojos, se mordió ligeramente el labio inferior y asomó su hermosa lengua entre los dientes.
Un instante después de montarse a horcajadas y hacer que él se deslizara en su carne, con sus generosos senos salpicados de pecas rozándole las mejillas, y cuando ya volvía a entregarse a la mujer, escuchó que ella decía: -Déjalo por mi cuenta, yo lo soluciono. Olvídate de ese trabajo y dedícate a éste...
Cuando, exhaustos, por fin se durmieron el uno en los brazos del otro, empezaba a clarear un nuevo día.