María, la alumna que me sedujo (V)
María vuelve en tanga a la piscina.
Llegó el día, algunas semanas después, en que María se sintió con fuerzas para volver en tanga a la piscina. Tenía miedo, claro, pues aquella experiencia en la fiesta había sido dura. A mí me habían puesto una navaja en las pelotas y a ella la habían humillado verbal y físicamente; pero el morbo que le producía pensar en volver a levantar pollas a su paso en la piscina municipal era muy fuerte, y poco a poco había ido ganando la batalla al miedo. “No quiero que termine el verano sin superar esto, sin volver a la piscina vestida como a mí me gusta”, me dijo una tarde en esa misma piscina, enfundada en un bañador Speedo de una pieza, que si bien realzaba inevitablemente su figura, distaba mucho de ser una prenda realmente sexy.
Con aquella frase María había querido decir “no quiero tener que esperar un año para volver a sentir ese poder” . Porque de eso se trataba, de poder. De obligar a padres con niños de cinco y seis años, sentados en una tumbona a apenas un metro de sus esposas, a seguir ese culo con la mirada parapetados bajo sus gafas de sol; de provocar que más de un sesentón salido se fuese directamente a los vestuarios, muy probablemente a meneársela, después de que María y su bikini tanga paseasen distraídamente ante él unos minutos. Todo eso era poder, y para María ese poder era adictivo. Para mí, por qué negarlo, aquello representaba también orgullo, vanidad y pura excitación.
Así estaban las cosas cuando, una calurosa tarde de finales de agosto en la que el sol y el cloro bañaban los broncíneos rostros de los usuarios de la piscina, llegamos María y yo como cada tarde, pero esta vez con el Speedo de una pieza enterrado para siempre en el fondo del armario. María estaba impresionante. Llevaba unas gafas de sol enormes, el pelo suelto, con la melena cayendo a lo largo del primer tercio de su espalda, y una parte de arriba de bikini, de tiras y sin estampado, que realzaba sus grandes y bien formadas tetas. Vaya cocos te hace, María, había dicho yo al verla por primera vez con él, en el probador de la tienda. Y así era, aquel bikini le sentaba como un guante ahí arriba, y yo estaba seguro de que de no ser porque María tenía un culo demencial, todas las miradas las acapararían sus tetas. Además, María bajó aquella tarde a la piscina con unas sandalias con cierto tacón, y un pareo ceñido que ya dejaba intuir sus espectaculares curvas.
María, como era habitual, atrajo todas las miradas en cuanto entramos en la zona de tumbonas; pero cuando tras colocar nuestras toallas y dejar su bolso de playa se quitó el pareo, pude sentir cómo el ambiente se cargaba de algo sexual a nuestro alrededor. Los hombres más próximos a nuestra posición se pusieron sus gafas de sol en cadena, casi se podía oír al unísono el clac de las fundas al abrirse y cerrarse; los menos afortunados, por estar más lejos, tomaban posiciones, reorientando sus tumbonas y toallas con disimulo, como si en su antigua ubicación no recibiesen una cantidad suficiente de rayos ultravioleta; y quienes directamente no podían ver el entangado culo de María desde donde estaban por estar frente a nosotros, y pese a tener una estupenda visión de sus tetazas, percibían que algo sucedía en el ambiente, con lo que algunos de ellos, sin duda los más osados, desafiaron la mirada amonestadora de sus mujeres para, con algún absurdo pretexto, darse una vuelta por la zona y así poder pasar tras nosotros.
Y todo aquello no era para menos, pues María, que siempre generosa con su público se quedó de pie haciendo tiempo un buen rato, agachándose a intervalos sobre el bolso, como buscando algo que se resistía a aparecer, para así regalar una mejor visión de su trasero a aquella horda de ojos desorbitados, pues María, digo, llevaba bajo aquel pareo que acababa de retirarse un tanga increíble. Aquella prenda, de color rojo y con dos tiras laterales que permitían ceñir la prenda a la altura de la cadera, dejaba su espectacular culo completamente al descubierto, con la salvedad de aquella enloquecedora raya de tela que partía su trasero en dos. Por momentos, cuando María se agachaba a bucear en su bolso dejando su culo completamente expuesto, parecía que su mismísimo ojete iba a quedar al descubierto, desbordando la exigua cantidad de tela que lo mantenía oculto.
Ni que decir tiene que, en mitad de ese panorama, yo me había empalmado al instante. Mi polla sufría constreñida bajo la tela del bañador, pero al fin y al cabo no más que la de todos aquellos hombres, con la salvedad de que yo podía llevarme a María a los vestuarios y desquitarme a gusto, lo cual, inevitablemente, acabaría por ocurrir. Pero antes había que disfrutar aquello al máximo. María se fue a las duchas exteriores, donde se mantuvo bajo el chorro de agua a presión durante casi dos minutos. Ese lugar otorgaba a su público un marco inigualable, no solo por el morbo de ver su cuerpo húmedo bajo la ducha, sino por la propia ubicación de las duchas, situadas casi a la altura de la piscina, en un lugar en que se la podía ver con independencia del sitio en que cada quien tuviese colocada su toalla. Después yo mismo fui junto a María, y nos metimos en la piscina. Allí nadó un par de largos, y después ascendió por las escaleras metálicas de una de las esquinas lo justo para dejar su trasero un palmo fuera del agua, y allí se quedó durante casi media hora hablando conmigo, sentado yo al lado de la escalera, en el bordillo.
Mientras charlábamos de cualquier cosa, intercambiábamos miradas cómplices cada vez que un hombre un poco más salido u osado que el resto se acercaba exageradamente a ella o se sentaba muy cerca en el bordillo, en un ángulo en que pudiese ver su culo de lleno. Incluso pescamos una buena erección, algo que no siempre ocurría. Es decir, era evidente que María, cuando iba en tanga a la piscina, empalmaba decenas de pollas a su paso; pero aquellos pobres diablos solían procurar que no se les notase, pues empalmarse con una cría de apenas veinte años ante sus mujeres, hijos e incluso nietos, no era plato de buen gusto para nadie. A tal efecto, lo más habitual era que muchos hombres se envolviesen en sus toallas a modo de pareo, anudándoselas a la cintura para después asegurarse un buen ángulo de visión; aunque los había que preferían pagar el doloroso peaje del disimulo tumbándose boca abajo, de un modo en que pudiesen disfrutar de María sin que nadie constatase su erección. Pero de vez en cuando algún incauto no solo se deleitaba con el ojete de María sin tomar estas precauciones, sino que lo hacía con el bañador mojado, nada más salir de la piscina. En esos casos daba igual que el hombre no estuviese excesivamente dotado, o que se apresurase a correr a su tumbona, pues media piscina podía ver cómo la mojada tela del bañador marcaba el deseo de aquel pobre hombre, que enrojecía humillado. Aquella tarde un hombre de unos cincuenta años, calvo y con la piel excesivamente tostada por tardes y tardes de tumbarse al sol, se sentó a poco más de un metro de María, casi detrás de ella, en el bordillo nada más salir de la piscina. De inmediato su polla embistió contra el bañador de flores que vestía, deformándolo a su antojo. María me miró con una sonrisa en los ojos, y se agachó a mirarse las rodillas para castigar un poco más a aquel individuo.
Cuando nos hubimos despachado a gusto con aquellos súbditos del culo de María, la mayoría de los cuales, no cabía duda, se la machacarían a la primera oportunidad, o incluso se follarían aquella misma noche a sus mujeres fantaseando con mi novia, cuando consideramos, digo, que era suficiente, y sobre todo cuando nuestra propia excitación pedía una tregua, si no un desahogo, nos fuimos un rato a nuestras tumbonas, donde di crema a María en la espalda y, por descontado, en los glúteos, para que después ella descansase boca abajo una hora. Ahora solo los más afortunados podían deleitarse con su culo, brillante por el aceite solar, aunque muchos seguían peregrinando hasta nuestra zona, dando enormes rodeos para luego dirigirse a los vestuarios o a la salida.
Y al fin llegó el momento cumbre. Nos dimos un último baño para empalmar de nuevo al personal masculino y poner de nuevo en alerta a las señoras, y cuando a mí ya me dolían los huevos y María tenía el coño empapado, y no solo de agua clorada, nos dirigimos nosotros también a los vestuarios. Allí entramos los dos juntos, en este caso en los vestuarios masculinos. Estábamos tan calientes que no nos importaba que las dos personas que allí terminaban de cambiarse nos viesen entrar juntos a una de las duchas. Cerramos la puerta sin pasar la llave, y empezamos a besarnos de manera desenfrenada. Al momento llevé mis dedos al coñito de María, el cual estaba empapado como nunca. Entre tanto, ella liberó sus tetas, las cuales empecé a comerme con fruición y pasando constantemente de la una a la otra, mientras María me sacaba la polla del bañador y empezaba a pelarla suavemente entre gemidos disimulados.
María, con sus uñas de manicura y sus manos delicadas de niña pija, bajaba la piel de mi miembro tanto como esta daba de sí, poniendo al límite mis sentidos. Me la pelaba, como digo, con suavidad, pero también con disciplina, en subidas y bajadas rítmicas, estas últimas siempre más contundentes y aceleradas que las primeras. Mi glande brillaba reluciente, coronado por el líquido preseminal que se me había acumulado tras dos horas de excitación en la piscina.
-¿Te gusta cómo te la estoy pelando? –Me susurró al oído.
-Me encanta, María, pero como sigas mucho rato no podré gozarte como me gustaría.
Ella sabía bien a qué me refería. Si estuviésemos en casa daría igual, ella me haría la paja, una mamada y, cuando me recuperase, habría tiempo para follármela por el coño y por el culo. En casa no había límites, ella se mostraba siempre servicial con mis deseos, pese a ser una chica de mucho carácter, pues le excitaba ser poco menos que mi puta; pero en aquellos vestuarios, y presa ambos de la excitación y el morbo de aquella tarde, era evidente que lo que tocaba era follarme su culo, y que no se podía desaprovechar la oportunidad.
-Deja al menos que te la chupe un poco –dijo entre gemidos, pues yo no había dejado de acariciar su entrepierna-, quiero que los de ahí fuera vean mis rodillas bajo el marco de la puerta –la mampara de la ducha era opaca, pero no llegaba al techo ni al suelo, como suelen ser las puertas de los servicios-, quiero que sepan que estoy arrodillada chupando una polla. Quiero que mientras se la casquen esta noche sepan que soy una auténtica guarra, una chupapollas, y que ellos únicamente pueden pajearse a mi costa.
-Está bien –dije, y entonces ella descendió hasta mi polla y, tras restregársela como una auténtica furcia por la cara, lo cual siempre me enloquecía, empezó a devorarla con sus carnosos labios de zorra.
-Sluuuuuurp, chuuuuuap, smuaaaaaaashhhh.
-Joder, María –musité-, no te voy a durar nada…
Me miró, mientras seguía mamando arrodillada, y bajó el ritmo. Seguía comiéndose mi polla como una diosa, llevándome a los cielos y estimulando cada nervio de mi glande, pero lo hacía más despacio, deleitándose en la maniobra. Al cabo de un minuto trabajándomela así, y viendo que yo estaba de nuevo a punto de estallar, la apartó con dos dedos por el capullo hacia mi ombligo y empezó a comerme los huevos. Yo tenía las pelotas a reventar, y ella se las comía mirándome a los ojos y pajeándome suavemente a determinados intervalos. Al fin, se levantó, se dio la vuelta y, mirando hacia la pared, me ofreció su culo.
Yo sabía que no iba a aguantar nada, por lo que no me anduve con muchos preliminares. Le aparté aquel enloquecedor tanga, le escupí dos veces en el ojete, apoyé mi glande con fuerza sobre él y empujé. Su culo se trago mi polla de inmediato, haciéndola desaparecer a través del ano. Entonces, con movimientos circulares hacia delante y hacia atrás, empezó a follarse mi polla con el culo. Literalmente. Su ojete devoraba mi polla por completo, para después escupirla hasta la mitad, de manera que nunca se saliese del todo de su orificio. Así estuvimos cerca de un minuto, tiempo en el cual no le di por culo a María, sino que fue ella quien con su culo me folló a mí.
Mis gemidos ahogados se sucedían cada vez en intervalos menores, hasta que ella, que conocía mi polla a la perfección, tras contraer especialmente las paredes del ano y darme un último y estremecedor meneo, expulsó mi polla y se arrodillo ante mí, con los ojos cerrados y la lengua fuera, dispuesta a recibir mi semen. Pocas veces me había corrido de ese modo; dejé su precioso rostro completamente marcado por mi lefada. El esperma caliente decoraba su frente, encanecía sus cabellos y resbalaba por sus mejillas, mientras ella apretaba mi glande con su mano para rescatar hasta la última gota de mi leche y que esta fuese a parar a su estómago.
-Ha sido increíble, María –dije, intentando mantenerme en pie, pues las piernas me temblaban de placer.
-Venga –me dijo, duchémonos, y ya en casa me follas otra vez.
Apoyad el relato si os ha gustado, y dejadme comentarios. Me gustaría seguir estas sagas, pero últimamente me falta el tiempo y vuestro feedback siempre es un estímulo.
Gracias por leerme.