María (II: Alberto)
Su jefe no paraba de ordenarla, y ella era su pequeña esclava sexual.
En pocas semanas había descubierto sensaciones tan placenteras que no creo que pudiera dar marcha atrás. Nada me importaba demasiado si con ello podía hacer felices a mis jefes.
Alberto era madrugador, era uno de los primeros en llegar a la oficina por lo que yo tenía que levantarme mucho más temprano que de costumbre para estar allí cuando él apareciera. Él entraba saludando a todo el personal educadamente menos a mí, se limitaba a mirarme de arriba abajo para asegurarse de que cumplía sus normas sobre el tipo de ropa que debía llevar. Diez minutos más tarde me llamaba a su despacho. Yo le llevaba el desayuno, café y tostadas con mermelada. El ritual era siempre el mismo: dejaba la bandeja sobre su mesa, me desnudaba totalmente, giraba sobre mis talones, dando un par de vueltas sobre mi misma exhibiéndome ante él, ponía azúcar en su taza, untaba las tostadas y me arrodillaba ante él para liberar su pene del pantalón y chupárselo. Él desayunaba despacio sintiendo mi lengua en su sexo y gozando del momento, sabía que me tenía totalmente en su poder. Su corrida no tardaba en llegar y apretando mi cabeza contra él me hundía su sexo hasta la garganta y yo tragaba todo su semen, lamía su sexo hasta dejarlo limpio y esperaba sus ordenes de rodillas con las piernas entreabiertas.
Algunos días me sentaba encima de su mesa frente a él, cogía mermelada con un dedo, refregaba mi sexo que automáticamente empezaba a segregar jugos y me lamía lentamente: sorbiendo, lamiendo, mordiendo hasta que el mundo desaparecía de mi vista, mi cuerpo temblaba y se arqueaba sacudido por un tremendo orgasmo.
-Muy bien María, me encanta ver la cara de zorra que pones cuando te corres.
Y sus dedos empezaban a penetrarme sin piedad incrementando el placer y haciendo que mi orgasmo se encadenara con otro.
Otras veces me hacía tumbar en el suelo con las piernas muy abiertas y se sentaba en una silla detrás de mi cabeza de manera que lo único que veía cuando miraba hacía arriba era su sexo erecto. Me pedía que me masturbara para él. Yo acariciaba mis pechos, pellizcaba mis pezones y frotaba mi sexo totalmente expuesto.
-Pellízcate el clítoris.
Yo obedecía sus indicaciones sintiendo su mirada sobre mí, escrutando todos mis gestos.
-Chupate un dedo y penétrate con él despacio.
Su voz era ronca y autoritaria. Me daba miedo y él se aprovechaba de eso. Nunca sabía cual iba a ser su siguiente orden y eso me mantenía en tensión.
-Venga zorrita, mueve más rápido ese dedo, quiero oírte gemir.
El se frotaba fuertemente su pene, respirando aceleradamente y solía correrse al mismo tiempo que yo, llenándome la cara y los pechos de semen espeso.
-No te limpies y siéntate en esa silla delante de mí. No se te ocurra cerrar las piernas.
Yo obedecía callada y avergonzada, sabía que en cualquier momento podía entrar alguien y encontrarme así y eso me violentaba pero eso jamás sucedió. Alberto atendía sus llamadas, firmaba documentos y de vez en cuando me ordenaba que me lamiera los dedos, que pusiera las piernas sobre su mesa abiertas, que me penetrara con dos dedos.
Finalmente me obligaba a tumbarme boca abajo sobre su mesa y su pene atravesaba mi culo de un golpe acompañado de un grito de placer. Me envestía salvajemente golpeando con sus manos mis nalgas hasta dejarlas totalmente enrojecidas y acababa corriéndose sobre ellas y extendiendo con sus manos su semen por todo el culo.
-Te gusta que te llene de semen ¿eh puta? Para que cuando salgas de aquí todos sepan que tu jefe te ha estado follando. Te gusta provocar y eso te va a causar más de un problema. Eres la mejor puta que he tenido. ¡Mira que mojada estas! ¿Te vas a correr otra vez, verdad?
Alberto no dejaba de decirme obscenidades mientras con una mano seguía llenándome de semen la espalda y el culo y con la otra me masturbaba acariciando mi clítoris. El orgasmo no tardaba en llegar y Alberto con una sonrisa cínica en los labios me pedía que me fuera del despacho.
-Tendrías que estarme agradecida zorrita. ¿Cuántos hombres hacen que te corras tres veces en un par de horas? Anda vístete y no vuelvas hasta mañana y antes de ir a lavarte quiero que le vayas a pedir los informes de ventas a Antonio y me los traigas. Y recuerda, camina lentamente. Quiero que todos te vean así sucia y despeinada, oliendo a sexo, que sepan la clase de mujer que eres.
Los veinte metros que tenia que recorrer se me hacían eternos. Apestaba a semen y las manchas en mi cara eran inconfundibles. Las mujeres se giraban a mi paso y los hombres me miraban descaradamente, sonriendo y comentando obscenidades entre ellos. Recogía los informes roja como un tomate y deshacía el camino hasta el despacho de Alberto. Este en la puerta, sonreía complacido al ver mi azoramiento.
-Algún día puta, te haré ir a comprarme tabaco al bar de abajo. Así todo el edificio sabrá lo que eres.
No, eso no pensaba yo, intentando contener las lagrimas mientras esperaba la siguiente orden.
-Vete, ya puedes ir a lavarte, Juan estará a punto de llegar y estas hecha una pena. ¡Das asco! Aunque, ¿qué se puede esperar de una mujer de tu clase?
Tal y como temía mi vida en la oficina se hizo un poco más complicada. Las mujeres me miraban con desprecio cuando salía despeinada y a veces con la ropa manchada de los despachos de Alberto y Juan. Con los hombres aún era peor. Sus ojos se posaban siempre en mi escote y culo desnudos taladrándome a través de la ropa. Tenía que soportar comentarios soeces en mi presencia, roces e incluso alguna mano que otra colándose por debajo de mi falda disimuladamente en la cola del comedor.
Creí que ya no podría caer más bajo pero aún a mi pesar, continué en mi puesto de trabajo. Ya no podía prescindir de mis sesiones de sexo diarias. Me sentía usada y sucia pero mi dependencia hacía mis jefes crecía cada día más y ya no sabía si realmente quería dejarlos. Por las noches recordando lo que me pasaba en la oficina me masturbaba furiosamente deseando que pasaran las horas para volver a sentir su poder sobre mí.