Margarita y yo

Margarita es una conocida...

  1. Llamadme Pablo.
  2. Margarita es una conocida que tiene un cuerpo fantásti­co. La deseo y ella a mí también. La cito en mi casa. Viene muy hermosa: falda negra algo ajustada y corta, medias, zapatos de tacón, blusa blanca (no parece que lleve sujetador: pensar en sus tetas me vuelve loco) y una chaqueta conjuntada con la falda.
  3. La hago pasar al salón. Mientras camina delante de mí observo sus piernas y muslos perfectos saliendo de su falda, el contoneo de sus caderas y de sus nalgas, y comienzo a empalmarme sólo con pensar lo que hay debajo de esa ropa; tiene un cuerpo estupendo y dentro de poco yo voy a disfrutar de él.
  4. Estamos en el salón. Es como si ahora nos viéramos por primera vez: besos de saludo en las mejillas, pero eso no basta para mí: comienzo a besar sus párpados, su frente, su nariz, sus labios, la barbilla, el cuello... Allí me entretengo más: como un vampiro, pero en lugar de clavar los colmillos, con mis labios voy recorriendo toda la superficie de su garganta: ella está entregada a mí. Mis manos, que se han limitado por el momento a sujetarla por los brazos, moviéndola hacia derecha o izquierda, según el lado del cuello que quiera chupar y besar, le levantan la falda por la parte de atrás y acarician sus nalgas, y la piel de sus muslos, regodeándome mientras recorren la suave piel de sus piernas perfectas. Estoy muy excitado, y ella también, a juzgar por los suspiros que emite entrecortada­mente; Margarita suda ligera­men­te. Aprovecho que sus labios están entreabiertos para colar entre ellos mi lengua: lentamente, como tanteando el terreno. Acaricio primero sus labios, hinchados por la excita­ción, luego el borde de sus dientes, y finalmente su lengua, receptora y amiga, acogedora y agradable: un regalo para un hombre.
  5. Mientras nuestras lenguas están mezcladas descubriéndo­se una a la otra, aprieto el bulto que hay bajo mi pantalón contra ella; yo estoy a tope, y noto que ella también. El roce me excita más todavía y mis manos, que hasta ahora sujetaban sus brazos, se lanzan a buscar el tesoro que se intuye bajo su blusa: dos preciados trofeos para un guerrero; sin más, apoyo una mano en su vientre, como para no caer, pero sólo es una etapa en la búsqueda del trofeo; la mano sigue subiendo, lentamente, sin prisa pero sin detenerse: se adivinan ya las primeras prominen­cias (efectivamente, no lleva sujetador): el inicio de un seno perfecto, redondeado, duro; una masa que mi mano va asiendo poco a poco, desde abajo, levantando la palma que luego se cierne sobre el conjunto de ese pecho, que en el centro tiene un pezón duro, erguido, erecto por el placer que Margarita siente. La presión de mi mano sobre el pecho hace que Margarita se comporte como si se resistiera, como si retroce­diera, pero sólo es el calambre de placer que siente al contacto de mi mano sobre ella. Yo jugueteo con la palma sobre el pecho: el centro geométrico de mi mano coincide con el pezón, más erguido si cabe; la carne se nota caliente, incluso a través de la tela de la blusa. Es una buena idea que haya venido sin sujetador.
  6. El roce continúa, también el del bulto de mi pantalón contra su falda. La otra mano se suma al juego y nota el mismo cálido roce que la otra: son dos esferas de puro goce, dos cuencos rebosantes de deseo, en parte provocado por mí, pero también por ella, motivado por los tocamientos. Tras unos minutos en los que mis manos acarician por completo toda la superficie de esos dos magníficos ejemplares de tetas, mi lengua abandona su boca y se dirige al mismo objetivo que mis manos: a través de la blusa, muerdo sus pezones, primero atrapándolos con los labios, pero después presiono también con los dientes: ella lanza un gritito de dolor, leve, ligero, que puede confundirse con placer y gozo.
  7. Apoyo mis manos en sus hombros, y hago que Margarita se ponga de rodillas, quedando su boca a la altura del bulto que, ostensiblemente, brota del pantalón: no puedo aguantar más y aprieto su cara contra el bulto. Ella se muestra reacia, no quiere, pero acabo convenciéndola de que acepte.
  8. Esto no es suficiente, claro, así que me desabrocho el pantalón y me bajo el calzoncillo: el miembro erecto no busca otra cosa que la ansiada libertad, y al verse liberado de la opresión de la ropa, emerge en toda su grandeza, duro, tieso, feroz, en busca del manjar que sabe que le espera. El glande está rojo de excitación, húmedo de deseo refrenado. Pero la cercanía de colmar ese deseo impide toda tentativa de sujetarlo: es como si tuviera vida propia, y se lanza buscando a Margarita, que abre la boca, aceptando este elixir que guardo para ella.
  9. El solo roce de sus labios con el capullo me pone como si me hubieran descargado una corriente eléctrica: es un placer absoluto, como no hay otro, el tener sujeta con las manos la cabeza de una mujer, orientándola para que trague la lanza de un guerrero ansioso. Yo sé que a ella esto no le gusta demasiado, pero lo curioso es que acaba disfrutando tanto como yo. Y además sabe cómo realizar el trabajo: su lengua parece experta en estos menesteres.
  10. Tras unos instantes en esta posición: yo de pie, ella de rodillas con el falo en la boca, hago que se tumbe en el suelo; ahora ella está boca arriba y yo sobre ella, con el miembro metido en su boca, aunque por lo que puedo ver, también en su garganta. Le levanto la cabeza un poco y con las manos le imprimo un movimiento de vaivén, logrando un mete-saca con su boca que no es sino un coito bucal: la digo que me mire, y esta posición, ella con el enorme tronco que es mi pene en la boca, mirándome y sumisa, hace que mi deseo crezca más, si es que eso es posible. Sus dientes rozan a veces el pene, pero es más importante la lengua que acaricia el glande, el capullo, rozando su campanilla lo que hace que a cada sacudida se acerque un poco más el Gran Momento: es una sensación divina que hace que un hombre se sienta satisfecho de tener una mujer.
  11. Ante lo inevitable, la prevengo, y ella intenta coger mis manos para compartir ese momento, pero yo las necesito para dirigir los movimientos de su cabeza en el tramo final de esta primera parte. Me parece que no puedo aguantar mucho más. Sujetando más fuerte su cabeza, yo también me preparo para el Gran Momento. Cerca ya del final, no puedo sino lamentar que llegue, que no pueda prolongarse más esta situación, aunque ya he logrado retenerlo más de una vez, y noto como la corriente de esperma hace su recorrido a través del cilindro hacia la salida, en busca de su objetivo: sacudo la cabeza de Margarita co­mo un poseído porque quiero aprovechar hasta el último movimien­to que me dé placer, que colme mis expectativas, tantas noches soñadas. Cuántas veces habré imaginado este momento en el que yo estoy dentro de su boca y mi torrente fluye hacia ella, hacia su garganta, llenándola con mi jugo. Ella, atragan­tada con el río que la desborda, intenta retirarse, y parte del río se derrama sobre su cara, sobre su pelo. El río que todo lo llena, que todo lo invade, el licor mágico que una vez probado no se olvida; cuando se ha probado este licor no se quiere beber otra cosa...
  12. Todo eso sentía yo mientras el Gran Momento tenía lugar, mientras se vaciaba el caldo espeso y cálido, mientras yo había dejado de agitar su cabeza para agitar mi pelvis contra su cara, mientras los enmarañados pelos de mi pubis arañan, una y otra vez, su cara, en busca de la perfección que ese momento nos da. Agotados. Margarita también ha tenido un orgasmo. Nos quedamos unos segundos paralizados. Yo todavía tengo el miembro dentro de su boca, aunque ya fláccido y chorreante. Le pido que me lo lama bien, para limpiarlo, y que luego se lave la cara y la boca antes de continuar. Así lo hace.
  13. Puestos de pie otra vez, la cojo por la cintura y me confiesa haber quedado muy satisfecha, y que lamenta que aquel encuentro no haya tenido lugar antes. La estrecho contra mí y paso la mano por debajo de la falda acariciando la cara interior de los muslos y la entrepierna; la beso en la mejilla, y luego en la boca, sus pechos tocan mi pecho y eso me vuelve a excitar. Vuelvo a acariciar los frutos que todo hombre sueña con poseer; acaricio de nuevo los turgentes promontorios que sobresalen de su blusa, pellizcan­do con el pulgar y el índice aquellas dos nuevas maravillas del mundo que son sus pezones: están erectos de nuevo, síntoma de que ella también sigue queriendo más. Así estamos unos minutos, yo besándola y acariciándole los pechos, ella con sus manos en mis hombros, dejándose hacer.
  14. De vez en cuando una de mis manos abandona tan grato soporte y se mete por debajo de la tela de la falda, corta y algo ajustada, como ya he dicho, apretando el suave tejido y la suave carne: puedo notar la braguita que lleva puesta. Cuando con la mano le toco el culo, instintiva­mente aprieta su pelvis contra la mía, en un remedo de la danza sexual; estos empujones tienen la virtud de excitarme más aún de lo que lo hacían sus pechos. Con el miembro puedo sentir su sexo, puedo imaginar la cueva de amor que me tiene reservada, aquel tesoro que me espera, tan ardiente y lujurioso como yo quisiera que estuviera. Luego la mano vuelve al pecho, a acariciar aquella suavidad que la naturaleza puso al alcance de los hombres. Noto su respiración entrecortada: noto que no puede ser ajena a aquellas manos, aquel miembro frotándose contra ella, que le causan placer...
  15. En otro momento dejo uno de los pechos, pero en lugar de acariciar una de sus nalgas, pongo la mano en una de sus piernas, a un lado, y pasando la mano bajo la falda, comienzo a levantarla, con la palma de la mano abierta, acariciando su muslo, primero por la parte exterior, luego por la interior; y subiendo, subiendo, poso la mano sobre su sexo, a través de la braguita, notando que está abultado, caliente y húmedo. Aquello me pone loco de excitación. ­le pido que subamos a la habitación y ella se muestra encantada.
  16. Mientras subimos las escaleras del dúplex (ella va delante de mí) yo le acaricio la cara interior de sus redondea­dos y perfectos muslos, desde la rodilla hasta la entrepierna: es una hembra hermosa y fantástica. Entramos en la habitación: ella se da la vuelta para quedar frente a mí, y yo le acaricio los pechos a través de la blusa, mientras la miro a los ojos que ella entrecierra mientras se pasa la lengua por los labios y mueve la cabeza de un lado a otro, sintiendo un gusto y un placer que no pueden ser fingidos. Estamos así un rato, yo con sus tetas en la mano, tratando de recuperar la erección perdida en su boca minutos antes. Al principio magreo sus tetas con suavidad, con mimo; luego, poco a poco, voy excitándome y aprieto fuerte aquellas dos maravillas que tanto me obsesionaban.
  17. Le digo que se quite las medias, la falda y las braguitas, con lo que se queda sólo con la blusa blanca, que sólo tiene un par de botones desabrochados. Desabrocho el resto, y colando mis manos entre los faldones de la blusa las voy subiendo en busca de ese preciado bien que son sus dos senos bien formados. Al tiempo, yo me he acercado lo suficiente para que nuestros dos cuerpos estén pegados. Paso mi mano sobre su sexo, introduciendo muy, muy poco los dedos en él. La reacción es instantánea: el movimiento de calambre se reproduce y la mano que acaricia el pecho percibe un endureci­miento aún mayor de éste, y un erizamiento de la piel: Margarita está tan ansiosa como yo, y yo sé que va a estarlo más.
  18. La beso en la boca, con fuerza, con pasión, y ella responde de igual forma. Aprieto más su pecho, y ella responde entregándose más a mí, ofreciéndome su cuerpo. La llamo puta, y ella lo acepta. Meto más adentro los dedos en su sexo, y ella en lugar de retraerse, se me vuelve a ofrecer, haciendo que los dedos se hundan más en su interior. Vuelvo a llamarla fulana, hija de tal y de cual, yo qué sé cuántas cosas: estoy loco de deseo y pasión. Sigo sin estar erecto a pesar de todo, así que la hago ponerse de rodillas, me desnudo, y le meto el aparato en la boca, para que me reanime: sé que no le gusta que la humillen de esa forma, pero lo logro otra vez. Esta vez sin mete-saca, sólo chupar y lamer: Margarita sabe lo que hace, y al poco rato mi lanza está de nuevo dispuesta para el combate, un combate que yo voy a manipular para que dé el resultado que me apetezca. El miembro ha cobrado vida como antes, está tieso como un palo, erguido como un mástil, anhelante y lleno de vida, cargado y en disposición de dar servicio de nuevo. No dejo que Margarita se lo saque de la boca. Noto en sus ojos que teme que vaya a pasar lo de antes, abajo, cuando descargué mi furia en su boca y la dejé sin sentir dentro de ella el poderío de aquella potente máquina. La tengo así unos minutos, sin que sepa qué va a pasar: si volveré a correrme en su boca, privándola de un placer como aquél, o si aquello no son más que preparativos para una batalla posterior. Yo ya sé lo que va a pasar.
  19. Me retiro de su boca, con el pene húmedo por su saliva, ya que, pese a su temor, ha trabajado de firme, disfrutando de aquel sabor, de aquel manjar en su boca, y hago que se tumbe en la cama: lo hace. Está boca arriba, con las piernas abiertas, mostrándome aquel tesoro incandescente, palpitante, anhelante y húmedo. Voy hacia ella, le acaricio los muslos, luego me inclino y beso el tesoro, pasando la lengua por el exterior, haciéndome con parte de su zumo, pero la pongo boca abajo y luego de rodillas; ella se teme lo peor y se resiste, pero en parte se siente atraída por el morbo de la situación y acepta cuando la hago adoptar la posición adecuada a mis fines: ella como si fuera a andar a gatas, y yo detrás, de rodillas ante su culo, sonrien­do, viendo sus temores confirmados y disponiéndome a hacerlos realidad.
  20. Le acaricio las caderas y las nalgas, separándolas un poco. La ensarto lentamente, con cuidado. Mientras el miembro avanza a través del orificio, ella comienza a suplicar que pare, que no continúe, que lo deje. Es inútil: yo avanzo inexorable, sujetán­dola por las caderas, sin piedad, sin compasión; se nota que no es la primera vez que un falo pasa por allí: ella sabe cómo moverse para evitar todo riesgo y todo daño. Desde mi posición alcanzo sus senos, así que comienzo a acari­ciarlos, a notar aquella suavidad, aquella tersura magnífica, los pezones siguen erectos y duros, y yo comienzo el movimiento de vaivén: adelante-atrás, adelante-atrás, rítmico y eficaz: ella llora de vergüenza, de humillación: si el haberme chupado la polla había sido humillante para ella, el que la dé por el culo lo es más todavía. Pero de eso se trata. Es mi sueño. Sabía además que Margarita era un poco puta de verdad, que había tenido líos con <<>>, y que éste se la había tirado varias veces, haciendo incluso lo que yo estaba haciendo ahora.
  21. Yo estoy disfrutando de veras, sé que tardaré en correrme un rato, pero Margarita tiene un orgasmo, y de qué forma: aprieta tanto las nalgas que pienso que no voy a salir nunca de allí: grita, berrea, solloza, escupe, y yo venga a reír: sigue el adelante-atrás, adelante-atrás. Cuando se calma un poco, puedo alcan­zar su vagina con una mano: está chorreando jugo: Margarita la está gozando de verdad, por mucho que se queje, lo cual me gusta. Yo sigo: todavía tengo medio mango fuera, así que en uno de los empujones trato de meter algo más: lo logro, y ella lo nota, porque tiene otro orgasmo, y comienza de nuevo el espectá­culo: gritos, berridos, saliva, y nuevo chorro de zumo de sus partes: no se puede pedir más, si no es metiendo otro poco más mi lanza, porque aún queda otro buen trozo fuera de su culo: cada vez que meto un poco más, Margarita parece tener un orgasmo. Encantador.
  22. Yo sigo a lo mío: mientras el vaivén continúa, y confieso que es un culo que lo merece (tan carnoso, tan suave, tan dispuesto), sigo magreándole las tetas y besándole la espalda (¡qué espalda!); ella tiene orgasmos cada cierto tiempo, cada cual con su propia fanfarria, pero ninguno de los dos pierde de vista cuál es la situación: los orgasmos no son fingidos, pero la situación no es de su agrado: la humilla, la tiene en una posición débil, de indefen­sión, una situación baja. Sé que va a tardar un rato en llegar al Gran Momento, así que de momento no me preocupo más que de disfrutar el máximo de esta posición: me gusta ver cómo gira la cabeza para ver si yo acabo de una vez. De vez en cuando le acaricio el pubis, la parte interior de los muslos, las caderas..., entonces ella gime de gozo, esperando que yo desmonte de su grupa y me ponga en posición de ataque de verdad. Vana esperanza, pienso yo, mientras hinco más hondo mi lanza llameante. Para no tenerla del todo dejada, de vez en cuando paso los dedos por entre los labios de su sexo, o acaricio levemente su clítoris, un instante nada más, provocan­do así mayor ansiedad, mayor deseo, mayor humillación al ver que su posición no parece tener fin.
  23. Aunque Margarita está fascinada por la situación, me doy cuenta de que ella se muestra más arisca, más renuente, más insumisa, por lo que, al notar que el Gran Momento se acerca, le pido que se concentre y se muestre serena para disfrutar de la situación y del momento; en definitiva, que goce y no sufra.
  24. Llegó en Gran Momento. Una apoteosis como nunca he sentido: lo noté venir desde el estómago, recorrer todas mis vísceras y emerger finalmente a través del miembro, firme como una roca, expulsando aquel torrente de semen en el culo de Margarita. Ciertamente, parte del sueño se está cumpliendo: noto sus espasmos recorriéndola como una corriente eléctrica. No sabía que fuera a tener un orgasmo cuando yo lo tuviera, pero lo ha tenido, y su Gran Momento se ha unido al mío, y entre los dos formamos un espasmo único. Margarita levanta el cuerpo, quedando de rodillas con lo que aprieta más las nalgas y eso hace que me exprima a fondo. Al quedar su cuerpo de rodillas, erguido, me es más fácil alcanzar tanto sus senos como su sexo, así que una mano la dedico a acariciar sus pechos y la otra a acariciar su clítoris y su vagina, totalmente empapada: tiene otro orgasmo simultáneo, y no deja de gritar que quiere más y más: está realmente corriéndose de veras.
  25. Estamos agotados y caemos sobre la cama: Margarita boca abajo, yo encima de ella; estamos empapados. La rodeo con mis brazos, y comienzo a besarle la espalda. Con las manos agarro sus dos pechos, que no dejan de atraerme poderosamente, incluso ahora que estoy exhausto, y los acaricio suavemente, frotándolos con mimo, con cariño, mientras sigo besuqueando su espalda. Margarita no se explica cómo puedo seguir teniendo ganas de juerga.
  26. Le pido que se dé la vuelta, para quedar cara a cara: ella está sentada en la cama, con las piernas estiradas hacia adelante, yo estoy de rodillas, también en la cama, frente a ella. La miro a los ojos: quiere que la penetre, pero en la forma clásica: basta ya de lo que ella considera guarrerías: no quiere más boca ni más culo, quiere follar como todo el mundo. Extiendo la mano, y con los dedos acaricio su sexo, jugueteando: ella se estremece con un espasmo de placer.
  27. Le pido que se masturbe delante de mí: dice que no, que eso no es decente, pero en realidad creo se niega porque vuelve a presentir que se le escapa la ocasión de que la traspase con mi lanza, que es lo que ella quiere. Ante mi mucha insisten­cia acaba aceptando, aunque a regañadientes.
  28. Encoge un poco las piernas y las abre más: ante mí está la maravillosa visión de su sexo, palpitante, anhelante, ansioso de que lo colmen como es debido, hinchado, con los labios abiertos de par en par para dar entrada al dardo potente que ella desea. Paso el dorso de la mano sobre la zona, y un nuevo espasmo de gozo la recorre. Pero insisto que se masturbe pensando en mí. Eso la debe volver loca: tenerme al alcance de la mano para que se la meta y tener que conformarse con unos dedos debe ser frustrante. Finalmente accede, y comienza los frotamientos de su mano contra su sexo; cierra los ojos y levanta la cabeza hacia el techo de la habitación, al tiempo que comienza a gemir. Yo le acaricio las tetas con las manos. Luego me incorporo y se la meto de nuevo en la boca: Margarita sigue trabajando con sus manos sin abrir los ojos, y con la lengua comienza de nuevo a reanimarme, de tal manera que al poco rato estoy de nuevo en forma. Con el enorme falo voy recorriendo su cara, el cuello y luego, bajando poco a poco, le acaricio los senos con el miembro. Los tiene compactos, duros, proporcionados, y yo trato de hacerme una paja con ellos: cojo sus tetas y trato de acercarlas entre sí, aprisionando el descomunal artefacto en medio de ellas; luego comienzo a moverlas para que froten la punta del pene, logrando así tal excitación que creo que voy a volverme loco de placer.
  29. Margarita mientras tanto ha llegado al clímax y en el paroxismo del orgasmo me coge el pene con la otra mano y comienza a agitarlo, haciéndome una paja salvaje: yo la dejo hacer. El orgasmo de Margarita parece no tener fin, y no deja de masturbar­me mientras sigue con los dedos dentro de ella. Al rato parece calmarse y, relajada, suelta la picha y se deja caer hacia atrás en la cama. Yo sigo en alto, con un pie a cada lado de su fantástico cuerpo; por un momento pasa por mi cabeza el orinarme encima de ella, pero luego pienso que sería algo excesivo y que tengo que besar ese cuerpo: lo dejo. Ella ha cerrado los ojos y descansa, pero yo estoy empinado a tope y quiero seguir con sus tetas: a horcajadas me siento sobre su estómago y vuelvo a coger sus pechos para continuar la paja con ellos: vuelvo a juntarlos y los agito frotando mi lanza que está entre sus tetas: es una delicia, nunca me cansaré de sus dos hermosos pechos, de sus pezones, de su piel...
  30. Margarita se deja hacer, en parte porque está cansada pero en parte, aunque está agotada, porque también está disfru­tando de algo que nunca antes había hecho: hacerle una paja a un hombre con las tetas. Pero no es eso lo que ella quiere: quiere que la jodan como ella entiende que debe ser, y ahora estoy dispuesto a darle ese gusto.
  31. Después de un rato de frotar el miembro con sus hermosas tetas, cambio de postura y retrocedo un poco. La sujeto por las nalgas. Yo estoy de rodillas y ella, con la cabeza apoyada en la cama, tiene la espalda arqueada y pasa sus piernas por encima de mis hombros, dejando el sexo a la altura de mi cara.
  32. Con suavidad le paso la lengua por el sexo húmedo, lamiendo sus jugos con deleite, estirando la lengua para que llegue a lo más profundo. Margarita se convulsiona a cada lametón mío. Después de un rato disfrutando de aquel néctar, yo estoy que no puedo más, y con una mano me palpo el pene: está totalmente lubrificado y dispuesto a entrar en acción, así que no espero más: hago que quite las piernas de mis hombros y, sujetándola por las nalgas, sin dejar que éstas se apoyen en la cama, la pongo a la altura conveniente. Lentamente voy introdu­ciéndome dentro de Margarita, como si fuera con cuidado, pero es por retardar más el momento que ella ansía. Sin embargo, yo no estoy para muchas demoras porque el fuego me consume y, después de tontear un rato con la punta del capullo en su entrada mágica, de un empujón acabo de meter todo el miembro, tieso como una estaca, en la cueva misteriosa, donde una sensación de calidez lo acoge con mimo y con dulzura, cerrándose sobre el falo erecto, arropándolo con su calor. Con la embestida que acaba introduciendo el pene en su vagina, Margarita no puede evitar un grito de sorpresa, como si el aire se hubiera escapado de sus pulmones, expulsado por el potente miembro que acaba de tomar posesión de sus entrañas. Durante unos segundos me estoy quieto, sin hacer nada que no sea mirar su cuerpo a todo lo largo desde mi posición. Ella me mira, invitándome a que inicie la danza que nos ha de llevar a la gloria. La sonrío, y con fuertes movimien­tos voy machacando su resistencia, de tal manera que poco después Margarita tiene un orgasmo y llevada por el gozo, con sus manos apoyadas en las caderas, arqueada como está sobre la cama, comienza también a imprimir feroces movimientos a sus caderas, haciendo que la fuerza con la que yo empujo quede multiplicada por dos. Margarita sigue teniendo orgasmos, no sé cada cuánto, porque llevamos un buen rato dándole, pero no tengo compasión: sigo con mi rítmico vaivén, notando en cada empujón cómo Margarita va satisfaciendo sus más ardientes deseos, largamente retardados por mí. Yo por mi parte, he aplazado ya dos veces el Gran Momento, pero noto que no puedo más. Su sexo destila zumo, en un delirio que ninguno de los dos podía imaginar. Yo, ya digo, a punto de caramelo, sin posibilidad de un nuevo aplazamiento que prolongue más este placer que noto cada vez que el miembro hace el recorrido por las paredes de su vagina, totalmente suave a causa de los jugos que vierte. En los movimientos finales, más briosos si cabe, en busca del éxtasis final, noto cómo empuja el río de esperma, en busca de su salida natural, sin poder hacer nada por evitarlo, así que no trato ya de resistir: abro las compuertas y en una última embestida dejo que el chorro salga con fuerza hacia su objetivo, notando como el cosquilleo y el tembleque invaden todo mi cuerpo, debido al placer inconmen­surable que siento. Margarita ha debido intuir que mi Gran Momento se acercaba porque sus movimientos también se hacen más deliran­tes, más ansiosos, como deseando, igual que yo, que no acabe nunca.
  33. Tras una serie final de empujones para no dejar de sentir ni uno sólo de los aleteos de placer y gozo que me invaden, dejo de sujetarla por las nalgas y caigo sobre ella, agotados los dos, empapados yo de ella y ella de mí, todavía yo dentro de ella, y sin olvidar -eso nunca- agarrarme a sus dos hermosas tetas, nos quedamos así, yo encima de ella, extenuados, muy cansados, pero yo relajado y feliz. El sueño se ha cumplido.