Margarita
Marga es una compañera de trabajo.
Margarita es una compañera de trabajo que está muy buena.
Era verano, y un viernes al salir de la oficina y caminar hacia casa la vi. Al alzar la vista la vi venir hacia mí por la misma acera. Nos saludamos y me contó que venía de la estación, de despedir a su marido y sus hijos que se iban a un pueblo cercano a pasar el fin de semana en casa de la abuela. Ella se quedaba porque tenía asuntos que arreglar. En ese momento no sé qué me pasó, pero la invité a una cerveza. Ella aceptó. Entramos en un bar y nos sentamos en una mesa. Comenzamos a charlar sobre cosas banales. Pero poco a poco la conversación iba tendiendo a lo personal: su marido y sus hijos se iban un par de días, ella tenía cosas que hacer, pero al mismo tiempo se sentía liberada y quería aprovechar el tiempo yendo al cine, estando en un bar tomando una copa, oyendo música en la radio... Cosas pequeñas pero que son importantes. Yo escuchaba, un poco sin saber qué decir o qué hacer, pues Margarita me gustaba tanto que estaba paralizado por el hecho de estar a su lado.
Mientras ella hablaba, yo, furtivamente, me dedicaba a observar su cuerpo. Su blusa holgada, su falda estampada, sus brazos desnudos, morenos por el sol de junio, sus labios que se movían sin cesar, la lengua, que de tanto en tanto asomaba para humedecer sus labios, los dedos de sus manos que se movían intentando aclarar o precisar algún comentario que ella hacía, sus ojos, sus pómulos... En otro arrebato de decisión, la invité a comer.
Ella rehusó porque tenía que ir a casa. Me quedé cabizbajo comprendiendo mi torpeza por aquel impulso. Pero Margarita dijo que no debía sentirme así, que quería comer conmigo, y que lo haríamos en su casa. Me invitaba a comer en su casa y hacia allí fuimos.
Hacía mucho calor y cuando llegamos estábamos sudando los dos. Ella dijo que se iba a cambiar y que si yo quería podía ponerme alguna prenda más ligera que ella tenía de su marido. Dije que no, pero ella insistió. Acepté y lo agradecí, pues estaba totalmente sudado. Me ofreció una holgada camiseta... y nada más. Es verdad que me llegaba a las rodillas, y que era muy cómoda, pero el estar sin pantalones me hacía sentir inseguro. Luego pasamos al salón, y me ofreció té helado. Dijo que ella no tenía ganas de comer, pero que si yo quería tenía carne fría y otras cosas que ofrecerme. Le dije que no, que no tenía hambre. Ella fue a cambiarse.
Cuando volvió vestía una mini-blusa que no le tapaba el ombligo, y una mini-faldita que apenas llegaba a la parte superior de sus muslos. Era un espectáculo ver a aquella mujer. Sus piernas, torneadas y morenas, destacaban sobre el color blanco de su ropa; la parte del torso que la blusa permitía ver también estaba dorada por el sol. Pero, además, la blusa era ajustada, y permitía que sus pechos descollaran en la tela. Era evidente que no llevaba sujetador, y los pezones destacaban en aquella superficie blanca, rematando unos senos gráciles y libres de toda sujeción. Cuando entró en el salón fue a bajar las persianas, para que el sol no nos molestara, y luego se inclinó sobre el teléfono para poner el contestador automático. Cuando hizo esto su cuerpo se echó hacia adelante, alzando la minúscula faldita que llevaba, permitiendo ver que no llevaba nada debajo: salvo la faldita y la blusa, no llevaba nada absolutamente. Esto hizo que comenzara a excitarme.
Luego se sentó a mi lado, y bebimos el té. Charlábamos de cosas intrascendentes, pero yo no podía dejar de dirigir mi mirada bien a sus pechos, bien a sus muslos, casi totalmente descubiertos al sentarse ella en el sofá. El miembro había comenzado a endurecerse peligrosamente, y con la ropa que yo llevaba puesta no tardaría en ser notoria la erección. Ella no podía dejar de notar que yo no tenía ojos más que para su cuerpo, y que el miembro comenzaba a destacar bajo la camiseta.
Dejé el vaso de té sobre la mesa. Le dije que lo mejor era que me fuera. Me preguntó que por qué. Le dije que tenía que irme. Ella insistió, argumentando que su marido y sus hijos no llegarían hasta el domingo por la tarde, y que no había prisa. Dejándome llevar por mis impulsos masculinos, acepté seguir allí. Pero, en tono de guasa, la advertí que no respondía de lo que podía pasar. Ella repuso un “tranquilo”, que me dejó aún más nervioso de lo que ya estaba.
La erección del miembro era a todas luces evidente, y yo sabía que ella la veía. Pero fingía no notarla. Al rato me preguntó si me sentía bien, y yo respondí que sí, que muy bien. Pero sabía que ella era consciente de mi estado.
Seguíamos sentados en el sofá. De vez en cuando ella se inclinaba para coger el vaso de la mesita, curvando su cuerpo y dejándome ver su espalda. En una de estas ocasiones, me atreví y pasé mi mano por su dorso, acariciando su piel. Su reacción no fue de espanto, susto o rabia. Dejó el vaso sobre la mesa y se volvió hacia mí. Me cogió por el cuello y puso sus labios sobre los míos. Estaba totalmente sorprendido.
Me preguntó que por qué había tardado tanto en manifestar mi deseo. Por qué aquella demora en manifestar mis deseos. No sabía qué responder y volví a poner mis labios sobre los suyos. Margarita se echó sobre mi cuerpo, extendiendo las piernas que quedaron abiertas sobre el miembro. “¿Por qué has tardado tanto, cariño?”, me dijo. Yo no podía estar más asombrado. Con una mano hurgaba bajo mi camiseta, tanteando en busca del falo, tieso como una vela. Decidí que yo también iba a atacar. Cogí sus pechos a través de la blusa y los apreté suavemente, notando su calor a través de la tela. Eran unos pechos firmes y compactos, perfectos en tamaño y dureza. Tenía que dar gusto lamer aquellos trofeos. Mientras nuestras bocas seguían unidas en un profundo beso, comencé a desabrochar su blusa, buscando el contacto directo con la piel de sus senos, con todo su cuerpo. Le quité la blusa y mis labios se dirigieron inmediatamente a aquellos pezones rosados, erectos por el placer. ¡Qué gozada! Eran sus pechos cántaros de miel , puro sabor. Mi lengua recorrió su superficie, deleitándome con su sabor.
Mientras, Margarita había rehecho su postura, de modo y manera que la raja de su sexo quedaba abierta encima de la punta del mío. Así que sólo tuvo que ir descendiendo para que el falo enhiesto que era mi polla fuera introduciéndose en su cueva secreta. Lentamente el miembro fue desapareciendo en su vagina, al tiempo que yo me veía invadido por sucesivas oleadas de intenso placer. Mis manos seguían aferradas a sus tetas...