Marga y Elena. Diálogos de dos niñatas - II
Diálogo bobo de dos niñatas pitongas con un desconocido que conocen en el tren
II
–
Yo, si les pido a mis padres 35 euros para ir a un concierto me mandan a la mierda.
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A mi tampoco me los iban a dar. Me preguntarían si me había dejado el seso en la sesera del baño. Pero yo este concierto no quiero perdérmelo. ¿No ves? Es un concierto que nadie en su sano juicio puede perderse.
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Pues ya me dirás de donde sacamos la pasta.
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Los obreros del recreo sí que nos pagaban las entradas si se lo propusiéramos. A cambio de volvernos a sacar las bragas, claro.
Los obreros del recreo siguen todas la mañanas instalando un colector. Ya han convertido en una costumbre lo de hacer una pausa en el trabajo hacia media mañana, justo cuando las dos niñatas salen de clase y se echan en el césped para charlar un rato. El viernes, incluso se saludaron dos veces, al llegar y al despedirse, como si fueran ya unos viejos conocidos.
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¡Adiós, morena!– dijo uno a cualquiera de las dos, pues las dos son morenas.
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¡Adiós, guapísima!– dijo otro en el mismo tono.
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Adiós, adiós... ¡hasta el lunes!– dijeron ellas, entre sonrisitas y miradas de reojo, y cogidas del brazo camino de la puerta de las aulas.
Pero ahora no están en el patio del Instituto. Es domingo, son las 9:03 de la mañana, y acaban de subirse al tren de Barcelona para asistir a la concentración de estudiantes de ballet clásico cuyos actos comienzan a las 10. No están en el patio del Instituto, pero deben llevar a sus amigos voyeurs muy metidos en la cabeza porque no paran de referirse a ellos en sus conversaciones.
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Seguro que ellos sí que soltaban la pasta –insistía Marga.
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¡Pero tú estás loca! ¡Tú sabes el lío en que nos íbamos a meter!
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Ningún lío. Ahora ya nos saludamos y todo. El lunes les explicamos nuestro problema para el dinero de las entradas y les decimos que si nos ayudan nos echamos como siempre, sobre la hierba, pero sin las bragas.
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Y cualquiera de ellos, seguramente aquel más mayor, el que es más serio, se va enseguida a la dirección y se lo cuenta. Ya te digo que tú estás loca. ¿No lo ves que es una burrada?
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Pues lo probamos con algún compañero de la clase. El Millán.
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Ese tiene menos pelas que nosotras.
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Pues el Lagartijo.
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Ese seguro que también se chiva a la dirección. O se chiva a su familia y sus padres vienen a hablar con la dirección.
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Pues buscamos a alguien que no nos conozca. Ven. Hay que ser más decidida, tía. Ven, ven... vamos a empezar por aquí en el tren. Venga, tía, vamos...
Elena se levanta de mala gana, porque piensa que las posibilidades de que esta idea pueda funcionar son absolutamente nulas. A estas horas de un domingo, el tren va prácticamente vacío. Dos filas por detrás de la suya hay un un tipo de unos treinta años o algo más, bien vestido, de esport, que está leyendo el periódico. Es justo lo que estaban bucando, y estaba justamente a pocos pasos de ellas, pero entre que no acaban de creérselo o por no se sabe qué extraña indecisión, siguen por el pasillo hasta el final del tren. En el primer vagón solo estaban ellas y el del periódico. En los otros hay algun matrimonio, una familia con tres críos, una mujer mayor con hiyab ...
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¿Y ahora qué?– pregunta Elena.
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Ahora volvemos a nuestros asientos de antes. No hay casi nadie. Y que podamos hablarle de lo nuestro solo el tío del primer vagón.
–
¿El del periódico?
–
Sí, claro. Vamos. Venga, vamos– insiste Marga, tirándole del brazo.
No deja muy claro si habla de ir a sus asientos de antes o a los del tipo del periódico. Quizá ella tampoco lo sabe. Pero cuando llegan a su altura acaba de decidirse y se sienta enfrente suyo. Elena, quizá más indecisa todavía, se sienta al lado de Elena. Él tiene de dejar de estar con las piernas cruzadas, para poder hacerles sitio. Dobla el periódico por la página siguiente y casi sin mirarlas les pregunta:
–
¿Qué queréis?
Es evidente que algo quieren, porque han venido a importunarle en su compartimento cuando todos los demás están vacios. Marga tarda un poquito en empezar a hablar, pero luego se lanza muy decidida.
–
Queremos coprar las entradas para un concierto pero no tenemos dinero–. Hace una pausa y luego sigue: –Mi amiga dice que le enseña las tetas si nos da el dinero para las entradas.
–
¡Oye, no! ¡Oiga, no es verdad que yo haya dicho esto!
–
Pues vaya, ¿en qué quedamos?– pregunta él.
–
Bueno. Pues ya se las enseño yo– suelta enseguida Marga, que al ver como se lo toma él empieza a vislumbrar posibilidades y se anima.
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Y ¿cuánto valen estas entradas?
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Cada entrada vale 35 euros.
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¡70 euros! ¿Tú sabes lo que estás diciendo? Por 70 euros en un pornoshop veo cientos de tetas de las de verdad, no las de unas niñas, y puedo hacer con ellas cosas mucho más interesantes que no solo mirarlas.
Ellas enseguida se dan cuenta de que han metido la pata y están a punto de retirarse compungidas, pero él mientras habla se ha plegado el periódico sobre las rodillas y se ha sacado el smartphon del bolsillo.
–
A ver. ¿Qué concierto es éste?
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El sábado que viene, en el Palau Sant Jordi –dicen las dos casi al mismo tiempo, pero sin decir el nombre del cantante porque ya piensan que a él no le gustará, que lo considerará como el típico ídolo de las adolescentes tontas.
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Sí, aquí lo tengo... sábado, 26... Palau Sant Jordi... entradas... mmmh... Sí. Las entradas generales cuestan 35. Bueno, pues...
–
¿Pues qué?
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Pues que yo compro dos generales on-line y luego os las paso a vuestros móviles.
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No sé si se puede –dice Elena–. He visto por la tele que hay gente haciendo cola para comprar entradas. Es mejor que nos dé el dinero y nosotras iremos a hacer la cola, que es larguísima. Además, tengo muy claro que nada de lo que hagamos aquí ha de quedar grabado en internet.
–
Pues yo no doy 70 euros a unas niñatas que no conozco de nada. A saber que hacéis luego con 70 euros. Pero tranquila, que sí que se puede comprar por internet y que no nos van a pedir que les enseñes las tetas por el móvil. Mira, aquí está la tecla del “compra”... ¿Qué hago? ¿Pulso?
–
Sí... vale... pulse...
Esto último lo ha dicho Marga muy flojito, como si no estuviera del todo convencida. Y después él ha estado un buen rato tecleando, pidiéndoles los móviles, volviendo a teclear, hasta que ellas han visto en sus pantallas los códigos de las entradas al concierto.
–
¡Uau, tía! ¡Qué chachi! ¿Tú ves? ¡La rehostia, tía! ¡Mira, mira!– exclaman las dos a la vez, al tiempo que se levantan y dan saltitos, y se enseñan las pantallas de los móviles una a otra, y se abrazan y se besuquen las mejillas.
De pronto, dando otro saltito, Marga se sienta en las rodillas de su benefactor, le echa los brazos al cuello y le estampa un sonoro beso en la mejilla.
–
Bueno, bueno... Tampoco es para tanto –dice él.
–
¿Cómo que no? Eres un sol, tío. Te quiero una barbaridad. Te enseño todo lo que quieras ahora mismo.
–
No hace falta.
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Que sí, que sí. Lo prometido es deuda. Además ahora no hay nadie en todo el vagón. Te podemos hacer un estripitís entero.
–
Y en pleno striptease viene el revisor.
–
No viene el revisor. Y además, mientras una te hace el estripitís la otra se queda vigilando.
Y dicho y hecho, tener ya las entradas les ha cambiado el humor. Ahora están lanzadas. Elena se pone a vigilar en medio del pasillo y Marga se saca toda la ropa en un momento y se planta frente a él como dios la trajo al mundo.
–
Espera, que así no me puedes ver bien.
Y se sube a los asientos de enfrente. Con los las piernas ligeramente abiertas y los brazos un poco levantados para poder controlar el traqueteo del tren.
–
Cuenta un minuto– le dice a él, dirigiendo la mirada a su reloj de muñeca.
Él levanta el antebrazo para ver bien su reloj y empieza la cuenta atrás.
–
Si tengo de estar mirando como pasan los segundos no puedo mirarte. No puedo mirar a dos sitios al mismo tiempo.
–
Sí que puedes, mentiroso.
–
Ya lo cuento yo el minuto –interviene Elena.
–
Vale, cuenta tú. Pero ya han pasado diez segundos, no me hagáis trampa.
–
¡Vaya quien habla! Con lo que a ti te gusta ir en pelotas y que te vean. Seguro que te gustaría que este minuto durara una etenidad.
–
¿Ah, si? Lo hacéis a menudo este numerito para sacar dinero.
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Oh, no. ¿Qué te piensas? ¿Que esto lo hemos hecho ya otras veces? Es la primera vez que lo hacemos. Se nos acaba de ocurrir ahora para tener el dinero para el concierto.
–
Y habéis pensado... –empieza a decir él, que parece encantado contemplando el dulce cuerpecito de aquella ninfa, como en un cuento de hadas pero en real, y al natural, y a un metro y medio de distancia desde la punta de la naríz, y con el pubis sin censurar...–. Habéis pensado que le podríais sacar los cuartos al gilipollas éste que está leyendo el periódico.
–
¡Minuto!
Y cuando Elena da el minuto por acabado, Marga se vuelve a vestir con la misma velocidad con la que se había desvestido.
–
Ahora te toca a ti.
–
No, esperemos que pase la próxima estación por si sube alguien.
Y para esperar se vuelven a sentar como estaban antes. Marga en las rodillas de su nuevo amigo y Elena en el banco de enfrente.
–
Mejor lo dejamos así. No hace falta continuar. Primero solo se habló de enseñar las tetas y ahora ya me habéis dado un programa de un minuto de cuerpo entero.Además, tú al principio dijiste que no ibas a participar.
–
Yo no dije que no iba a participar, dije que yo no había dicho lo que ella decia que yo había dicho.
–
¿Qué había dicho que no habías dicho?
–
No me líes. Yo ya me entiendo. Vamos, deprisa, que no ha subido nadie y la próxima estación viene muy seguida. Y tú vigilas y cuentas el minuto.
Y mientras acaba de decir esto ya casi ha terminado de desnudarse y de encaramarse en la misma posición que antes ocupaba Marga.
–
¡Quince segundos!– dice ésta poco después, al tiempo que comprueba que no se ve a nadie viniendo por el pasillo.
Luego mira hacia él, mira a su compañera, y como nadie dice nada hace su propio comentario.
–
Está mucho más buena que yo ¿no? Seguro que tú estás pensando lo mismo en este momento.
–
Pues no. No hacía comparaciones de si tiene un cuerpo más bonito o menos bonito que el tuyo. Tiene un cuerpo diferente, naturalmente. Más pletórico.
–
¿Más qué?– pregunta Marga, que acostumbra a sacar notas muy ajustadas en Lengua Española.
–
Quiere decir que estoy más gorda – dice Elena.
–
En absoluto quiero decir esto. Tienes más carne, pero muy recia, sin punta de grasa.
–
Tampoco entiendo qué quieres decir con eso de “recia” –insiste Marga.
–“
Recia” quiere decir dura, compacta.
–
Ah, ya... – Pasan unos largos segundos en silencio, y luego sigue: –Pues no sé porque dices que está recia si no la has tocado.
–
No hace falta tocar, eso ya se ve.
–
¿Le dejas tocar, Marga?
–
No. Habíamos quedado que solo seria mirar.
–
Pero siempre se puede cambiar de opinión.
Ella no dice nada
–
Como no dices nada, se supone que sí que te puede tocar ¿no?
–
No.
–
¿Y te puedo tocar yo... y luego se lo explico?
En este momento el tren empieza a frenar al llegar a una nueva estación. Elena baja al suelo antes de caer, al mismo tiempo que se viste a toda prisa.
–
Lo siento, pero es que seguro que alguien sube en esta estación. De todos modos, casi debo haber hecho el minuto completo.
–
Te hemos tenido exactamente un minuto con cincuenta y dos segundos. Estaba esperando terminar el segundo minuto para avisar que se había acabado el tiempo.
–
Eres una cabrona. Esa me la pagas. ¿Por qué dos minutos? Habíamos quedado en un minuto.
–
Lo estabas disfrutando tanto como nosotros, socabrona tú. Esto es la prueba de que tú también sientes el gustirrinín del que hablábamos el otro día a la hora del recreo.
En este momento entran en tromba seis o siete personas. Ninguna toma asiento junto a ellos, ni en el compartimento vecino, pero Marga se sienta junto a Elena, muy modositas, y bajan un poco la voz para seguir hablando.
–
O sea que sí que habéis hecho exhibicionismo otras veces, y luego comentáis en el recreo si os ha dado más o menos gusto.
–
No, hombre, no es así –le responde Marga–. En el patio de la escuela hay unos obreros trabajando en una zanja y a veces nos miran por debajo de las faldas cuando estamos echadas en la hierba, a la hora del recreo.
–
A veces no, siempre –puntualiza la otra.
–
Bueno, pues siempre. Pero nunca les hemos pedido nada, y solo nos pueden ver un poco las braguitas desde lejos.
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Pero ella una vez se había sacado las bragas –vuelve a puntualizar Marga.
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Tú te callas. Sí, un día me las saqué porque ella decía que no me atreviría.
–
Y te atreviste –supone él.
–
Claro que me atreví. Y hoy también me he atrevido ¿no?
–
Sí, te has atrevido. Soy las dos muy atrevidas. Quizá un poco demasiado, porque con un hombre al que no conocéis de nada es peligroso ponerse a jugar como hacéis vosotras. De todos modos me ha encantado conoceros. Seguro que tanto yo como vosotras recordaremos este viaje por mucho tiempo.
Él dice esto casi como una despedida, porque el tren está llegando ya a la estación de Sants.
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Oh, qué pena –dice Marga preparándose para bajar–. ¿Ya no nos volveremos a ver? ¿Porqué no vienes al concierto tú también?
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No creo que lo pasara demasiado bien. Pero seguro que ya nos veremos algún otro día, por la calle, por casualidad.
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No, por casualidad no puede ser, –es Elena ahora la que habla–. Nos hemos de volver a ver en este mismo tren el próximo domingo para que te podamos explicar cómo fue el concierto.
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No, lo siento. El próximo domingo por la mañana no tengo ninguna intención de venir a Barcelona.
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Oh, porfa... venga... así te explicamos el concierto –lloriquea Marga.
–
Pues mejor quedamos en el parque de la Cadernera –propone Elena sin lloriquear.
Él no dice nada, de momento, pero después de darse unos efusivos besos de despedida en el andén, inesperadamente suelta:
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De acuerdo. El próximo domingo, a las 9, en el parque de la Cadernera. Junto al estanque.