Máquinas del Placer (7)

A Laureen no deja de inquietarle la presencia de los androides sexuales en su casa; Jack y su jefa, en tanto, le buscan solución al hecho de que el robot adquirido por Miss Karlsten no parece estar dispuesto a lo que ella pretende. Jack piensa en recurrir a un viejo conocido...; a dos, en realidad

Hacía ya un par de horas que Jack había partido hacia su trabajo y, sin embargo, Laureen seguía casi en la misma posición en que él la había dejado al marcharse.  Sentada sobre la cama y abrazada a sus piernas recogidas no dejaba de echar cada tanto inquietas miradas al androide que yacía a su lado.  Tal como ella le había pedido, Jack había dejado el robot en off pero, viéndolo ahora, dudaba acerca de si no era peor el remedio que la enfermedad.  El símil de Daniel Witt ya no respiraba; su formidable y hermoso pecho ya no le subía ni bajaba rítmicamente pero, paradójicamente, esa presencia inerte y carente de vitalidad resultaba aun más inquietante y hasta le producía algún que otro escalofrío.

El cuerpo, por supuesto, seguía siendo igual de bello pero adolecía de la ausencia de las miradas, tics, gestos y movimientos que le hacían sensual estando en funcionamiento.  Cada detalle de la experiencia sexual con el androide seguía aún presente en la mente de Laureen y había que decir, por cierto, que se había tratado de una experiencia sin parangón con nada: no se iba a mentir a sí misma tratando de negarlo.  Sin embargo, un poderoso deja vu hizo presa de ella con la llegada de la mañana, al experimentar otra vez una sensación de vacío muy semejante a la que le había seguido a su paso por el VR; juntamente con ello y tal como se lo expresara a Jack, la angustiante sensación de que su matrimonio se estaba cayendo a pedazos entre tanto placer de fantasía.

Clavó la vista en el portentoso miembro entre las piernas del androide; seguía siendo hermoso desde ya, pero lucía inerte y estático, lejos de esa “vida propia” que había percibido al tener sexo.  No pudo resistir, de todas maneras, la tentación de tocarlo y acariciarlo; estiró una mano para hacerlo, cómoda en la seguridad de ver al robot inactivo, lo cual, por otro lado, le libraba en algún punto de las culpas que tanto la atormentaban.  Deslizando  un dedo índice a lo largo del pene, ya no notó en el mismo ni calor, ni venas latiendo, ni sangre bullendo: ahora era sólo un mero apéndice; una extensión artificial y sin vida.  Aun así el roce con el miembro del androide tuvo el efecto de transportar su mente a las horas vividas durante la tarde y noche anteriores, haciéndole recordar con lujo de de talles cada momento y no pudiendo evitar volver a hervir por dentro ante la evocación: el solo recuerdo era suficiente para hacerle sentir al tacto el fabuloso miembro como si estuviese vivo...

Desvió luego la vista hacia el rostro del androide, bellamente dormido por haberlo así dispuesto ella, parecía aguardar la hora de ser activado nuevamente a los efectos de brindarle el máximo placer, aunque lo cierto era que Laureen no sabía a ciencia cierta si tal cosa volvería a ocurrir en algún momento.  De pronto ella dio tal respingo que casi la hizo caerse de la cama: le había parecido ver un extraño destello en las inexpresivas órbitas del robot casi al mismo tiempo que al tacto tuvo la fugaz impresión de que el miembro del robot se tensaba… Fue tal el shock que apartó su mano del sexo del Merobot como si hubiese recibido una descarga eléctrica para, luego, crispándola en un puño, ubicarla sobre su boca en clara muestra de terror.  El corazón le comenzó a latir con fuerza; bajó de la cama de un salto y, una vez de pie junto a la misma, mantuvo clavados en el robot sus estupefactos ojos buscando determinar cuánto de verdad había en lo que creía haber visto y sentido.  Temblando, miró al androide de arriba abajo y comprobó que permanecía sin cambio alguno: inerte, inmóvil, inactivo… ¿Habría sido su imaginación o alguna especie de reflejo mecánico por parte del Merobot?

Tratando de vencer el temblor incontrolable que dominaba sus piernas, buscó poner sus pensamientos en orden y le dio por pensar que quizás el enigma pudiera tener una respuesta de lo más simple, algo así como que Jack hubiera olvidado o simplemente ignorado su pedido de dejar el robot en off o bien que, no estando su marido aún ducho con el uso del control remoto, hubiera sólo apagado parcialmente el androide.  Rápidamente y sin dejar de mirar intermitentemente al robot sobre la cama, rebuscó con la vista por toda la habitación tratando de dar con el control remoto: ¿dónde estaba?  No se lo veía por ningún lado, por lo cual supuso que Jack podría haberlo dejado en la sala de estar.  Antes de encaminarse hacia allí, volvió a escudriñar hacia el robot: ninguna señal de reacción o movimiento alguno; ¿y qué esperaba después de todo?  ¿Se estaría volviendo loca entre tanta extravagancia tecnológica?  Fuera como fuese, sintió de pronto una incomprensible vergüenza por su desnudez acompañada de una incontenible necesidad de cubrir su anatomía con algo; tironeó de la sábana para dale tal fin pero no consiguió sacarla, aplastada como estaba la misma bajo el peso del androide.  Se vio obligada entonces a buscar  una a una sus prendas, las cuales se hallaban desparramadas por todo el cuarto; era tanto el súbito e incomprensible pánico que la embargaba que no podía dejar de mirar ni por un momento al androide mientras las iba juntando; una vez que lo hubo hecho y que consiguió más o menos vestirse, echó a andar presurosa y nerviosamente hacia la puerta de la habitación.

Al salir hacia la sala de estar comprobó que las réplicas de la conductora televisiva y de la top model “dormían” plácidamente sobre el alfombrado echadas una sobre la otra.  Se suponía que debían estar en off y quizás así fuera pero, sin embargo,  le daba la sensación de que una ligerísima y plácida sonrisa se dibujaba en los rostros de ambas.  La imagen resultó a Laureen terriblemente impactante y no podía serlo menos viendo a las dos bellas réplicas femeninas con las que su esposo había compartido tarde y noche “durmiendo” en su propia casa como si nada.  Laureen tenía de pronto la sensación de estar viviendo en un hogar invadido al cual habían ingresado demonios difíciles de exorcizar.

Halló sobre la cómoda sólo uno de los controles remotos y escudriñó por cada rincón de la estancia buscando hallar rastro de los otros dos pero sin suerte.   No tenía forma de identificar cada control remoto y, por lo tanto, no podía saber a cuál de los androides correspondía el hallado; no tenía ganas, por cierto, de ponerlo en on para comprobarlo.  Con el ceño fruncido se dedicó a estudiar el aparato y así advirtió que la parte inferior, junto al inconfundible logo de World Robots, aparecía el símbolo universal de la masculinidad tan utilizado en biología.  Sólo uno de los tres robots era “nene”, así que ya no cabía duda al respecto; en efecto y tal como ella lo requiriera, Jack lo había dejado en off.   La noticia, lejos de traerle alivio, aumentó su preocupación.  ¿Por qué entonces ese destello en los ojos y ese ligero endurecimiento en el miembro?  La única explicación era que ella estaba paranoica y atormentada por las culpas: no era muy improbable que estuviera entonces creyendo ver cosas que no existían y percibiendo sensaciones táctiles que no eran tales…  Fuera como fuese, sólo sabía que sentía un deseo incontenible de no estar en aquella casa…

Jack Reed seguía hojeando las distintas pantallitas que componían el manual de instrucciones del Merobot mientras Miss Karlsten permanecía sentada sobre el potro de tormento con expresión de aburrimiento y, tal vez también de abatimiento.  Ya él le había puesto ungüento sobre las marcas del látigo y el dolor iba empezando a quedar atrás.  El robot, en tanto, permanecía inactivo a un costado.

“¿Encontraste algo?” – preguntó ella, tamborileando con los dedos sobre su mejilla.

“Creo que sí – asintió Jack -.  Es por eso que resulta útil consultar el manual antes de poner en funcionamiento cualquier artefacto que uno compre aunque, a decir verdad, debo admitir que soy como tú, Carla… Jamás lo hago…”

“Bien, fuera tu arenga… ¿Qué es lo que dice?”

“Cuando el robot queda en off – comenzó a explicar él en tono pedagógico -, no está completamente inactivo sino que queda en stand by, lo cual significa que permanece condicional a recibir cualquier estímulo u orden que lo ponga en funcionamiento nuevamente.  Mientras está en tal situación, sus receptores sensoriales no están inactivos sino inhibidos, es decir que no perciben la gran mayoría de las sensaciones pero sí algunas, particularmente aquellas que exceden cierto rango de estímulo…”

“¿Traducido…?” – interpuso Miss Karlsten, con expresión aburrida.

“Hmm, yo lo interpreto de este modo: por lo que aquí dice el robot es capaz de darse cuenta en qué momentos nuestro organismo está sintiendo, por ejemplo, placer… o bien dolor…”

“Sakugawa me digo algo de neuro…”

“Neurotransmisores”. Claro: estando en on, el androide percibe la actividad en ellos, incluso la manifestación más ínfima; pero si está en off,  sólo capta los grados de actividad marcadamente altos…”

“Es decir… si el dolor es mucho…”

“Sí.  En ese caso, el robot reacciona y se reenciende: vuelve a posición on.  Y no sólo eso: cuando el robot está en off, también el resto de sus perceptores sensitivos funcionan a media máquina, incluso los auditivos…”

“O sea que si gritas mucho…”

“Digamos que lo despiertas…” – le cerró la frase Jack al ver que su jefa iba captando la idea.

Miss Karlsten resopló y entrecruzó ambas manos por encima de una rodilla.

“Entonces tenemos lo siguiente – concluyó la mujer -: se mantuvo inactivo mientras el dolor que me estabas infligiendo no era demasiado intenso, pero se reencendió de manera automática en cuanto mis gritos excedieron un cierto decibelaje o bien cuando detectó una elevada actividad en mis neuro…”

“Neurotransmisores… Sí, Carla; veo que lo has entendido”

Miss Karlsten giró la cabeza hacia el androide, el cual, puesto nuevamente en off tras el episodio de reencendido, volvía lucir inmóvil.

“Bien – dijo, en tono derrotista -; supongo que eso nos deja otra vez en donde estábamos al poner en práctica nuestro plan: no existe, al parecer, forma alguna de lograr que el robot brinde el tipo de placer que busco…”

“Sakugawa ya te lo había advertido, ¿ verdad? – le recordó él -.  Estabas perfectamente al tanto de que bien podía ocurrir lo que ocurrió…”

“Sí, Jack, pero… estaba pensando que quizás pueda haber otro camino…”

“No te das por vencida” – refunfuñó él con expresión de sorna.

“¡Eso nunca! – dijo enfáticamente ella blandiendo un enhiesto dedo índice -.  ¡Me conoces muy bien, Jack!  Pero… lo que pensé es lo siguiente: no podemos, al parecer lograr que el robot permanezca inactivo mientras soy golpeada, lo cual trae aparejado que entonces nunca podrá entender que yo gozo con ello.  Ahora, ¿qué pasaría si inmovilizásemos al robot privándole de actuar cuando quiera hacerlo?”

“Dios, Carla, qué terca eres – protestó Jack dejando a un lado el manual de instrucciones y llevándose ambas manos a la cabeza -.  No debería para esta altura sorprenderme tu obstinación pero lo sigue haciendo.   No sé cuántas veces me habrás acusado de obsesivo con las fantasías eróticas virtuales y ahora eres tú quien hace el papel de adolescente caprichosa que no va a parar hasta conseguir lo que quiere…”

“Sólo imagínate la escena – le interrumpió ella dando la impresión de ni siquiera estar oyéndole -: tú me azotas hasta llegar al punto en el cual mis neurotransmisores o como cuernos se llamen delaten mi dolor; en ese momento el robot entrará en funciones para tratar de detenerte pero nos habremos encargado previamente de que, llegado ese caso, no pueda hacerlo.  Al no poder moverse, tendrá que ver y oír de manera forzada el castigo a que me sometes… y así, tal vez detecte también fuerte actividad por parte de mis otros neurotransmisores: los del placer… De ese modo, por la fuerza, podrá entender que dolor y placer no son necesariamente conceptos contradictorios y que, por lo menos en mi caso, el segundo lleva al primero… ¿Cómo lo ves?”

“¿Cómo lo veo? – preguntó Jack con expresión somnolienta y apoyando un puño contra su mentón -.  Pues, lo veo como un plan inteligente, maquiavélico y… descabellado”

“Me quedo con lo de inteligente y maquiavélico – apuntó ella, sonriendo y guiñando un ojo -; lo tercero queda sujeto a comprobación empírica…”

“Okey, pero no cuentes conmigo esta vez… - se atajó Jack -.  Yo ya cumplí mi parte del trato y, además, no quiero pasar por eso nuevamente…”

Miss Karlsten le dirigió una mirada de hielo bien típica de su personalidad dominante y avasallante, en la cual, sin embargo, se advertía cierto deje de tristeza o decepción.

“¿Vas a decirme que no lo disfrutaste?” – preguntó, tomando a Jack con la guardia baja en virtud del prolongado silencio que éste hizo antes de contestar.

“Para decirte la verdad, lo disfruté endemoniadamente…” – dijo, por fin.

“Y se notó…” – apostilló ella, sonriendo con picardía.

“Pero… no sé, Carla… Cuando ahora lo pienso y trato de reconstruir el momento en mi cabeza, hmm, es como que siento que… ése no era yo…”

Apenas hubo dicho eso, Jack se reconoció a sí mismo pronunciando casi las mismas palabras que en la mañana oyera de labios de Laureen.

“Te equivocas, Jack… ÉSE eras tú… O tu parte oculta si lo prefieres”

Nuevo deja vu: ahora le tocaba oírse a sí mismo pero en boca de su jefa.

“Sea como sea, Carla…- dijo -, no… quiero volver a pasar por eso; es como que al recordar la situación tengo miedo de la bestia que me poseyó por un momento.  Además, tampoco tengo ganas de volver a estar bajo el escrutinio de un androide que no sé en qué momento pueda reaccionar ni de qué manera…”

“No te hizo daño, Jack, ni te lo va a hacer nunca… Está en su mandato posi…”

“Positrónico.  Carla…, no deseo prolongar esta discusión.  No digo que no lleves a cabo lo que te propones, pero no me cuentes a mí dentro de tu plan…. Busca a alguien…”

“¿Alguien? Ya te dije que eres la única persona en quien confío y, por otra parte, no es tan simple para una mujer de mi posición salir a la calle a buscar algún mozuelo que desee azotarme…”

“¿Recuerdas a Goran?” – preguntó él.

Revoleando los ojos como si intentara recordar, ella negó con la cabeza.

“El del Sade Circus” – especificó Jack.

“Hmm, es como que me suena ese nombre, pero…”

“El circo sadomasoquista, Carla… Hicimos un trabajo para ellos hace un par de años y logramos que cobraran una importante deuda de un productor que los había contratado…”

“¡Sí!  Ahora recuerdo… ¿Qué tiene que ver con todo esto?”

“Goran es un profesional en cuestiones de látigo, cuero y látex – apuntó Jack -, y siempre quedó muy agradecido por nuestros servicios.  Incluso nos dijo que contáramos con él para lo que fuese aunque, claro, no era fácil ni tampoco nos propusimos pensar en qué podríamos necesitarlo…”

“Creo que entiendo el punto… ¿Quieres recurrir a él para la demostración práctica ante el robot?”

“Pienso que sería una buena idea… Si estás de acuerdo, yo puedo contactarlo…, y no sólo eso…”

Jack hizo una deliberada pausa y Miss Karlsten se le quedó mirando.

“¿Y bien?  ¿Vas a decirme?”

“Me parece que además de recurrir a los servicios de Goran, podemos hacer algunas otras cosas: la idea se me ocurrió recién mientras leía el manual de instrucciones del Merobot.  No sólo podemos hacer que el androide perciba el placer que estás sintiendo al ser azotada sino además que no perciba tu dolor o que, al menos, lo perciba en menor grado…”

Miss Karlsten enarcó una ceja y levantó la vista.

“Sakugawa me advirtió que no debía tocar el cerebro del robot si a eso te refieres…”

“No hablo de tocar el cerebro en absoluto – explicó él -; conozco bien los riesgos.  Verás, no es que sea yo muy ducho en estas cuestiones de tecnología robótica, pero se me ocurrió que, si no podemos trastocar o distorsionar los mecanismos de procesamiento de la información en el cerebro del  robot, sí podemos quizás hacerlo con los canales a través de las cuales la información llega al cerebro…”

“Ajá… - asintió Miss Karlsten, frunciendo el entrecejo -, creo entender el punto, pero… ¿quién puede entender tanto sobre tecnología robótica como para lograr eso?  Si piensas en los técnicos informáticos que tengo trabajando aquí en el piso, olvídalo… Y, además, como te dije, no quiero involucrar a mis empleados en cuestiones que pudieran revelar secretos de mi privacidad…”

“No pensaba en ellos – repuso Jack, negando con la cabeza -, sino en un vecino mío…”

Con la mente dándole vueltas siempre sobre los mismos pensamientos, Laureen tardó más de la cuenta en salir a trotar ese día.  El ausentarse de la casa dejando dentro a esas tres criaturas mecánicas le producía sensaciones encontradas: por un lado, quería y necesitaba salir de allí, puesto que para ella la presencia de los Erobots lo imbuía todo con una cierta atmósfera indefiniblemente diabólica; por mucho que se esforzase en convencerse de que sólo eran máquinas, había algo en los androides que le producía un miedo difícil de explicar.  Pero por otra parte, y de modo algo paradójico, sentía que estaba dejando la casa en manos de “extraños” a los cuales sólo llevaba unas pocas horas de conocer.  Trató, no obstante, de vencer ese último temor y se dijo a sí misma que necesitaba llevar a sus pulmones un poco de naturaleza y aire libre entre tanto adefesio tecnológico que estaba invadiendo y poblando su vida conyugal.

Al trasponer el portón se encontró, como era no sólo previsible sino también al parecer inevitable, con su vecino Luke Nolan: él siempre estaba allí y Laureen no cesaba de preguntarse cómo se las arreglaba para coincidir siempre en el mismo sitio por mucho que alterase su rutina en cuanto a horarios; lo que ella no sabía, claro, era que Luke, gracias a sus juguetes, espiaba cada movimiento de ella y saltaba de su silla en dirección a la verja cada vez que los módulos espía llevaban a los monitores la imagen de Laureen Reed en musculosa y calzas yendo hacia la puerta con la más que evidente intención de hacer su corrida diaria.

“Hola, Laureen” – la saludó, tan estúpidamente como todos los días.

“Buen día, Luke… - le correspondió ella, tan esquiva como todos los días.

“¿Vas a trotar?”

La pregunta, claro, era idiota.

“Así es” – respondió ella lacónicamente e iniciando un ejercicio de precalentamiento.

“¿Han comprado Erobots?” – preguntó él, a bocajarro y descolocando por completo a Laureen, quien detuvo su elongación por un momento y se le quedó mirando.

“Así es, ¿cómo lo sabes?”

Sonriente, Luke señal hacia el contenedor de residuos de la calle, por sobre cuyo borde sobresalían unos cartones de cajas de embalaje en los que se apreciaba claramente el logo de World Robots.  El rostro de Laureen cambió de color súbitamente: por un lado era un alivio el descartar que su vecino los hubiese estado espiando pero por otra parte se sentía como una niña pillada en una travesura que ni siquiera había sido idea suya.

“Jack los compró… - respondió, asintiendo con la cabeza -.  Una de sus tantas y locas ideas…”

“Pero pensó en ti – repuso Luke -.  De las tres cajas, una corresponde a un Merobot”

Laureen retomó sus ejercicios de elongación mientras su rostro se teñía con una mezcla de vergüenza y rabia: no dejaba de fastidiarle el hecho de que su molesto vecino anduviera hurgándoles la basura.

“Sí… - aceptó -.  Compró uno para mí también…”

“¡Qué bueno! – exclamó Luke en un tono de celebración al que Laureen interpretó como fingido -.  ¡Se ve que es un marido que piensa en ti!  ¿Y cómo fue la primera experiencia?...”

Sin dejar de elongar, Laureen le miró sin entender o bien sin poder creer la pregunta por lo metiche.

“Los Erobots – especificó él -.  ¿Qué tal funcionan?”

Laureen contó hasta tres y se contuvo para no mandarlo a la mierda.  Finalmente, optó por contestar del modo menos explicativo posible:

“No están mal – dijo -, pero… no es lo mío: no me llena…”

“¡Ay! – se lamentó Luke -.  No me desalientes… He encargado uno y me lo entregan en pocos días…”

Ella le miró; por cierto, no le sorprendía el anuncio: Luke era, después de todo, un vicioso de la masturbación… y cada vez estaba más convencida de que su esposo no le iba en zaga.

“Ah, ¿sí? – dijo, sin demostrar demasiado interés -.  No, Luke, no tomes mis palabras tan objetivamente.  Es cuestión de gustos, creo… A mí no me convencen pero a Jack sí…, y creo que a ti también pueden gustarte…”

Había una feroz indirecta en las palabras de ella pero Luke no la captó, ya que sólo atinó a sonreír tan tontamente como siempre.  Laureen, despidiéndose, se giró e inició la corrida matinal; él permaneció viendo cómo se alejaba, subyugado por la gracilidad de movimientos que realzaba sus atributos físicos.  Estaba en eso cuando su “caller” sonó.

“Hey, Luke, ¿en qué andas? – resonó la voz de Jack al mismo tiempo que su imagen ocupaba la pequeña pantalla del aparato -.  ¿Masturbándote, espiando a mi esposa o ambas?  Je,je… Escúchame bien lo que tengo para decirte – hablaba sin solución de continuidad y sin dejar siquiera la mínima chance de que Luke respondiera o siquiera pudiera intercalara alguna palabra entre las suyas -: mi jefa desea verte y hablar contigo; tengo un trabajo para ofrecerte y hay buen dinero, bastante más, tenlo por seguro, que el  que te dan por esos diseños gráficos… ¿Mañana como a esta misma hora te parece bien?  ¿Sí?  Te esperamos”

El Sade Circus estaba en una zona periférica de la ciudad por la cual daba miedo transitar al caer las sombras del anochecer.  Aun así, Jack enfiló hacia allí con su auto al salir de su trabajo con el objetivo de dar con su propietario y principal estrella: Goran Korevic o, como todos le conocían en el mundillo del sado, simplemente Goran… Moría de ganas por llegar a su hogar y reencontrarse con sus dos bellas Ferobots e incluso se preguntaba si Laureen se habría habituado finalmente a las nuevas presencias, pero cuando se trabaja para Miss Karlsten bien se sabe que parte del trabajo consiste en satisfacer sus caprichos, así que allí estaba.

Ingresar al domo era, ya de por sí, una experiencia sobrecogedora: bastaba apenas con echar un vistazo a aquel ambiente lóbrego y oscuro para que la piel se erizase y le invadieran a uno unas incontenibles ganas de largarse de allí, pero Jack bien sabía que Goran era buena gente y que, en general, todos quienes allí trabajaban, estaban lejos de ser psicópatas o asesinos.  Viendo el recinto y la escenografía, el circo resultaba, a todas luces, un absoluto anacronismo, una reminiscencia del pasado: el tipo de espectáculo que ofrecía había sufrido en las últimas décadas los durísimos embates de la tecnología en la medida en que la gente fue dejando de buscar fantasías eróticas en sitios como ése y prefirió, por el contrario, los mundos virtuales.  Sin embargo, los episodios por todos conocidos en relación con el VirtualRoom ( de los cuales el propio Jack Reed había sido actor privilegiado) habían traído como impensada consecuencia una cierta moda retro que condujo a algunos a volver a lo mundano y terrenal.  Lejos estaba, por supuesto, de reeditar el circo sus glorias del pasado pero lo cierto era que Jack recordaba haber visto aquellas gradas prácticamente vacías por aquellos días en que gestionaba el cobro de la deuda que un productor mantenía con Goran Korevic por condiciones contractuales no cumplidas; ahora, en cambio, al entrar al domo, no podía decirse que el lugar estuviese atestado de gente ni mucho menos, pero las localidades parecían estar cubiertas en un cincuenta o sesenta por ciento, lo cual hablaba a las claras de que el circo de Goran se había visto beneficiado con el fracaso del VR y, de algún modo, había cobrado una cierta vida cuando ya se lo empezaba a dar por muerto.  En ese sentido, no podía Jack dejar de preguntarse cuál sería el futuro de allí en más el futuro de aquellos artistas con la novedad de los Erobots revolucionando el mercado de consumo.  De momento, sin embargo, los androides eran caros, por lo cual se descontaba que los visitantes habituales del circo seguirían siendo, por algún tiempo, personas de bajo y medio poder adquisitivo, como también románticos compulsivos que buscaban bucear en emociones del pasado.  Y por otra parte, habida cuenta de las problemas que tanto Miss Karlsten como él estaban teniendo para conseguir que un androide azotase a una persona, había que concluir que al circo le quedaban todavía algunos años de vida, por lo menos hasta que World Robots lograra satisfacer esa parte de la demanda.

Era tanta la oscuridad que poblaba las gradas que había que tener sumo cuidado de no sentarse sobre nadie.  Una vez que los ojos se iban acostumbrando, podían verse aquí y allá personas de ambos sexos y de las más variadas edades que miraban hacia la pista del domo con ojos ávidos de sensaciones.  A las mujeres, muy especialmente, era común verlas en grupos, ya que posiblemente así encontraban una mayor tranquilidad de conciencia para sus bajas pasiones y preferencias: algunas eran claramente estudiantes universitarias o bien colegialas de secundario a juzgar por la indumentaria; otras, más maduras, parecían ser parte de alguna despedida de soltera u otro festejo grupal femenino.  En cuanto a los hombres, lo habitual era verlos en soledad y cuando estaban en grupos eran invariablemente jóvenes, normalmente amigos o compañeros de estudios.

Un redoble de tambor comenzó a resonar en el recinto al tiempo que un reflector iluminaba con una potente luz roja el centro de la pista.  Al descorrerse el grueso telón de fondo, aparecieron dos hermosas y pulposas mujeres enfundadas en cuero y con largas botas casi hasta la entrepierna, una de las cuales llevaba de una doble cadena a dos muchachas que, mordiendo un barral que les servía de yugo, marchaban a cuatro patas por delante de ella.  En cuanto a la otra, la única diferencia era que, en lugar de chicas, llevaba a dos muchachos, ambos, por cierto, muy bien dotados físicamente.  Exhibiendo una expresión de dominante malicia que rayaba en exagerado histrionismo, las dos mujeres llegaron al centro de la pista y, una vez allí y siempre guiando a sus “perros”, se separaron y fueron, respectivamente hacia cada uno de los extremos laterales de la misma.  De forma sincronizada, las dos hicieron bailar sus negras capas en el aire y, al tiempo que lo hacían, dos enormes antorchas se encendieron en el extremo superior de respectivos y larguísimos postes bañando con su trémula luz el recinto.  En el circo de Goran no había lugar para ordenadores ni efectos virtuales; todo era hecho a la vieja usanza, a mano y pulmón: un mundo, por cierto, bastante diferente y alejado del que más satisfacciones daba a Jack quien, aun así, respetaba y admiraba profundamente el profesionalismo mostrado por aquella gente.

Dos hermosas jóvenes completamente desnudas hicieron a continuación su ingreso a la pista; una vez en el centro de la misma, sus pies se despegaron súbitamente del suelo y sus cuerpos salieron despedidos hacia lo alto, quedando suspendidas casi contra la bóveda del domo del cual pendían sendas cuerdas a cuyos extremos había dos largos clavos que parecían atravesar de lado a lado los hermosos senos de las muchachas, las cuales comenzaron a girar cual si fueran remolinos de sensualidad mientras de entre la gente se levantaban los primeros murmullos y aplausos.

La verdadera ovación llegó, sin embargo, al hacer su ingreso la estrella de la noche: macizo, panzón, barbado y con un cuerpo que hacía recordar más a un luchador de catch que a un atleta, Goran entró al centro de la pista ataviado con un pantaloncillo de cuero negro y botas hasta la rodilla, en tanto que una máscara le cubría el rostro hasta la mitad de la nariz y su capa flameaba en  la brisa viento que, con toda seguridad, provenía de algún ventilador oculto.  El circo de Goran era eso: había que tomarlo o dejarlo.  Era decadente o sublime según como se lo viese.

Llevando en mano un látigo de varias colas con bolas perladas en sus extremo, Goran lo hizo chasquear varias veces en el aire provocando que nuevas ovaciones se alzaran de entre la audiencia; de ese modo, él mismo construía el clima justo para su habitual presentación:

“Cuando esas dos bellas señorrritas que ven penderrr allá en lo alto, me prrreguntaron porrr qué les hago esto, mi respuesta fue… ¿y porrr qué no?”

Ciertos aspectos del montaje escénico habían cambiado, pero el parlamento de presentación de Goran seguía siendo el mismo que Jack había escuchado un par de años antes: el “¿y por qué no?” era, de hecho, su latiguillo de cabecera harto repetido e incluso podía leerse en grandes letras rojas a  la entrada del domo.  No por repetido hasta el hartazgo, sin embargo, su breve parlamento dejaba de ser efectivo ya que los presentes aplaudían a más no poder mientras las dos jóvenes seguían girando alocadamente en el techo.  El acento de Europa Oriental, por otra parte, contribuía a darle al hablar de Goran un toque de pintoresco encanto que lo hacía indudablemente atractivo para el público.

Haciendo gala de un bizarro histrionismo que manejaba a la perfección, Goran recorrió el perímetro de la arena haciendo chasquear su látigo muy cerca de quienes ocupaban las primeras filas y que, invariablemente, se hacían hacia atrás en un gesto reflejo.

“Lo que van prrresenciarrr esta noche, señorrras y señorrres, no es hipnosis; no es magia: es el poderrr en su misma esencia… - recitaba Goran entre dientes pero a la vez a viva voz -.  Todos ustedes, sí, todos ustedes tienen dentrrro suyo dos hemisferrrios, uno de los cuales es dominante y el otrrro sumiso.  Hoy y aquí, verrran rrrota esa dualidad…”

Hizo restallar el látigo contra el piso y las antorchas se reavivaron lanzando sendas llamaradas que subieron hacia la bóveda del domo: el show de Goran estaba en marcha…

Se retiró en ese momento de la pista y sus apariciones se irían, de allí en más, intercalando con otros números a cargo de los artistas de su compañía: así, fueron pasando las obvias chicas que se acariciaban, se besaban o se azotaban, así como también los muchachos de atlético físico que simulaban ser gladiadores llevando encadenados a desnudos jovencitos que hacían el papel de esclavos; no faltaban la dominatriz con un “hombre perro” tan deshumanizado que costaba reconocerle como hombre ni tampoco los clásicos números de “bondage” o suspensión.  Pero todo ello sólo constituía el ornamento: los momentos más esperados y celebrados por el público eran los que tenían a Goran como protagonista, tal como lo demostraba la ovación en cada una de sus entradas a la pista.  En buena medida, el hecho de que Goran concentrase a tal punto las expectativas tenía que ver con que sus números eran los únicos en los que participaban miembros del público asistente.

La primera elegida para pasar al centro de la arena fue una muchacha de entre veintiocho y treinta años, de tacones, falda tubo y aspecto de ejecutiva; muy atractiva, por cierto, pero muy pacata para vestirse.  La joven no pareció mostrar temor cuando dos de las bellas asistentes de Goran la escogieron de entre el público y la guiaron hacia el centro de la pista; por el contrario, sonreía todo el tiempo.  Goran, fiel a la rutina de sus shows, la hizo presentarse ante el público y le formuló un par de preguntas bastante anodinas pero siempre con algún toque de humor o picardía; una vez cumplidas las formalidades hizo una seña a sus dos asistentes, quienes acompañaron a la jovencita hacia un gran disco de madera maciza que, puesto en forma vertical y llevado sobre ruedas, una tercera muchacha se encargó de traer hacia la pista; fue inevitable que a la mente de Jack acudieran imágenes  del bunker secreto de Miss Karlsten en el cual había una estructura muy semejante.  Eficientes, serviciales e invariablemente sonrientes, dos asistentes se encargaron de ubicar a la chica del público de espaldas contra el gran disco de madera para, seguidamente, atarla de muñecas y tobillos, con los brazos estirados y las piernas abiertas.  La tercera asistente se acercó a Goran trayéndole un látigo; a la distancia, no le parecía a Jack que hubiera en el mismo nada diferente a cualquier otro látigo, pero al aguzar la vista notó, no sin sentir un escalofrío, que el látigo tenía a su extremo una pequeña pieza metálica en forma de estrella muy semejante a los shuriken utilizados por los antiguos guerreros orientales o practicantes de armas marciales…

Las dos asistentes que se habían encargado de atar a la chica desplegaron un gran lienzo blanco que colocaron enfrente a Goran.  Éste, con singular maestría, hizo bailar el látigo en el aire y luego lo dejó caer contra la tela, cortando la misma de arriba abajo sin necesidad de que hubiera un segundo latigazo.  Tal como Jack había supuesto, la estrella estaba dotada de filo.  El público, claro, aplaudió el número y también lo hizo Jack, aun cuando su semblante fuera ahora de preocupación… La chica del público, de hecho, dejó de lucir tan sonriente y su rostro cambió radicalmente de color hacia un profundo pálido como producto del creciente terror…

Goran Korevic se ubicó frente a ella y, lanzando una efectista carcajada que resonó de manera cavernosa en el domo, hizo chasquear el látigo en el aire; Jack no podía despegar la mirada de la escalofriante estrellita de metal que destellaba al extremo del mismo.  Cinco pequeños globos se inflaron súbitamente como si le hubieran crecido a la madera: los primeros en aparecer lo hicieron junto a las axilas de la joven, más precisamente en los respectivos ángulos cóncavos que se formaban al tener los brazos estirados. Otros dos emergieron en el hueco que se formaba a ambos lados de la cintura y el restante… bajo la entrepierna…

La joven se puso todavía más nerviosa: se removió en el lugar e, inútilmente, tironeó de las ligaduras.  Desde su lugar, Jack tragó saliva y comenzó a sudar: si, como se veía, el número de Goran consistiría en reventar los cinco globos con el extremo del látigo, la situación revestía un alto nivel de dramatismo considerando la excesiva cercanía entre los pequeños globos y la humanidad de la muchacha.

“¿Piensan ustedes, querrrido público – preguntó a viva voz Goran girando hacia la concurrencia – que Gorrran podrrrá rrreventar los globos sin tocarrr a esta herrrmosa joven?”

“¿Y por qué nooooo????” – respondieron a coro y al unísono la gran mayoría de los presentes recurriendo al latiguillo clásico que siempre utilizaba quien en ese momento era la estrella principal de tan singular espectáculo.

Goran volvió a girarse hacia la joven; por lo que se advertía en la parte inferior del rostro, no cubierta por la máscara, ya no sonreía sino que parecía buscar poner la mayor concentración posible en un acto que se avizoraba como extremadamente difícil y riesgoso...  El látigo describió un par de fintas en el aire, lo cual contribuyó a incrementar tanto el suspenso como el terror en los desorbitados ojos de la muchacha, quien permanecía muda pero parecía, a la vez, estar reprimiendo un grito de espanto que pugnaba por salir de su garganta.  Con prodigiosa destreza y asombrosa rapidez, Goran hizo caer el látigo cuatro veces sin dar siquiera tiempo a que la muchacha llegara a asimilar nada.  Cuatro de los globos, de manera ininterrumpida, reventaron al contacto con la estrellita metálica, quedando así sólo el de la entrepierna.  La chica bajó la vista con evidente nerviosismo y temblando de la cabeza a los pies mientras un silencio sobrecogedor se adueñaba del recinto; un último latigazo disparado con idéntica maestría que los anteriores dio cuenta del único globo que quedaba, dando así lugar a un cerrado aplauso que bajó desde las gradas.  La joven, por su parte, recorría con la vista cada parte de su cuerpo, no pudiendo creer seguir aún en una pieza.

Hasta allí, no obstante lo extremo del número bien, no había de todas formas nada que revistiera demasiada diferencia con un espectáculo circense tradicional, a no ser, claro, por el shuriken.  Pero lo que vendría a continuación iba a demostrar que se había tratado sólo de una aperitivo.  Acercándose a Goran por sus espaldas, una asistente le vendó los ojos.  La muchacha participante, inmovilizada contra la madera, abrió los ojos aun más grandes que antes.

“¡No! ¡Nooo!” – clamaba, al borde del sollozo.

“¿Y por qué nooooo????” – respondieron algunos a coro desde las gradas siendo acompañados por la risa generalizada.

Jack tosió y casi se ahogó; recordaba haber visto algunas funciones de Goran Korevic en el pasado pero nada medianamente similar a lo que, en apariencia, estaba por hacer.  Una vez que tuvo los ojos vendados, el maestro de ceremonias volvió a hacer chasquear el látigo en el aire; hasta allí no había forma de saber cuál sería exactamente el objetivo de los eventuales latigazos puesto que ya no había más globos para reventar: lo único que quedaba contra la madera era la bella humanidad de la jovencita con aspecto de empleada ejecutiva quien, una vez más, forcejeaba en vano para librarse de las ligaduras.  Con la vista vendada, Goran arrojó su primer latigazo, el cual hizo que el shuriken recorriera de arriba abajo el abdomen completo de la muchacha e, increíblemente, le abrió por completo la blusa sin dejar marca alguna sobre la piel.

Un “ooooh” contenido y prolongado bajó brotó de la concurrencia, lo cual, sin embargo, no logró tapar el grito de terror que lanzó la joven al momento de sentir la brisa del látigo sobre su piel.  Respirando tan trabajosamente que parecía estarse ahogando, vio con sus hermosos y estupefactos ojos cómo Goran arrojaba hacia ella un segundo latigazo, el cual, esta vez, pasó rozando su hombro izquierdo, aunque una vez más y casi milagrosamente, sin hacer daño en la humanidad de la muchacha, sino desgarrándole la tela de la blusa y cortando incluso uno de los breteles del sostén.  La chica, no cabiendo en su incredulidad, giró rápidamente la vista hacia su hombro en la seguridad de que vería un riacho de sangre bajando del mismo; no sólo no fue así sino que, mientras miraba, un nuevo latigazo le rozó el hombro derecho y el sostén cayó dejando sus generosas pero pálidas tetas de empleada ejecutiva al aire.  En las gradas, la multitud, obviamente, enloqueció…

El siguiente número revistió menos peligro para las ocasionales participantes pero mucho más morbo.  El propio Goran se encargó de elegir para participar en el mismo a un trío de hermosas mujeres que ocupaba la segunda fila de butacas a las que, por las edades, no costaba identificar como madre e hijas.  La madre tendría entre cuarenta y cuarenta y cinco años, pero era dueña de un físico privilegiado y admirable para su edad; las dos chicas, que no le iban atrás ni un ápice en belleza a su madre, tendrían respectivamente veinte y dieciocho años.  El hecho de que fueran madre e hijas era un detalle obviamente buscado de manera deliberada por Goran, conocedor del morbo que tal circunstancia solía despertar en el público; y, en efecto, su percepción no falló: bastó que el bello trío femenino ocupara el centro de la pista para que arreciaran los chiflidos de aprobación y  comentarios libidinosos a viva voz.  Como era rutina, Goran les preguntó sus nombres y luego, haciendo una vez más gala de su habilidad para despertar morbo en los asistentes al espectáculo, preguntó a la madre dónde se hallaba el padre de las niñas en ese momento; cuando la mujer contestó que estaba trabajando por cumplir horario nocturno, el coro de gritos y aullidos se incrementó aun más y Goran sonrió con la habitual malicia de que cuadraba al personaje que tanto le gustaba caracterizar.

Las tres damas pasaron a ocupar el centro de la pista y de inmediato fueron bañadas por la roja luz del reflector, lo que les provocó una súbita sensación de exposición mezclada con indefensión.  Sabedor del nerviosismo que las embargaba, Goran les caminó alrededor y, mientras lo hacía, una de las asistentes le alcanzó en mano un látigo de cola bastante más larga que el utilizado momentos antes pero que, para alivio de Jack y seguramente también del tembloroso trío, no tenía objeto filoso alguno en su extremo sino que más bien éste se abría en una especie de doble tentáculo terminado en lo que parecían ser dos ventosas.  Goran les dio a las mujeres un par de giros caminándoles en derredor; en las tres se apreciaba, facilitado por sus cortas faldas, un cierto temblor en las piernas.   Sin dejar de mirarlas por un instante, el maestro de ceremonias hizo restallar el látigo en el aire provocando en las tres un respingo que casi les hizo perder el equilibrio; una fuerte expresión de pánico se apoderó de los rostros de las tres damas, lo cual no era, desde ya, algo fuera de lo común en el Sade Circus ya que todos quienes asistían o eran invitados a participar de los distintos números gustaban de excitarse con el sabor de la adrenalina, tanto ajena como propia.

Goran, siempre a espaldas del trío, hizo restallar el látigo contra el piso a escasos centímetros de los tacos de las tres participantes, provocando que éstas dieran tal brinco que hasta se despegaron del piso.  La concurrencia, por supuesto, rio, festejó y aplaudió: el  ver a madre e hijas en tal estado de indefensión pareció funcionar como una inyección para la excitación colectiva.  Goran ordenó a las tres que colocaran sus manos a la espalda y de inmediato sus tres hermosas asistentes reaparecieron en escena para, sin dejar de sonreír, proceder a atarles fuertemente las muñecas a las participantes.  Al sentirse, de ese modo, aun más desvalidas, el temblor de piernas se vio incrementado nuevamente y, de manera muy especial, en la madre.  Goran volvió a sonreír con su habitual malicia pues bien sabía que estaba logrando el primero de los efectos buscados: el miedo.  Caminándoles una vez más alrededor, se plantó frente al trío y recorrió con la mirada a cada una de ellas; flotaba tal suspenso en el recinto que sólo se escuchaban el crujir de la capa al ondear y el crepitar de las antorchas allá en lo alto.

Goran alzó el mango del látigo y lo colocó a la altura del mentón de las tres mujeres, cuyos rostros lucían cada vez más pálidos; recién entonces pudieron éstas advertir que el mismo tenía la anatómica forma de un falo, un enorme miembro masculino.

“¿Les excita, putas?” – preguntó Goran y su voz, gracias al micrófono inalámbrico que llevaba junto a su boca, resonó en todo el domo aumentado varias veces por el sistema de sonido del lugar y generando un eco sobrecogedor.

Ninguna de las tres contestó.  Las dos jovencitas, visiblemente nerviosas, bajaron la cabeza al piso con vergüenza en tanto que la madre, tratando de sobreponerse a su no menor vergüenza, le echó a Goran una mirada de hielo: buscaba, obviamente, lucir segura y sin quebrarse pero, claro, ése era precisamente el juego hacia el cual el astro principal del Sade Circus la arrastraba; juego que, por cierto, era el que más gustaba en jugar.

Acercando el mango del látigo a una de las hijas, se lo apoyó bajo el mentón obligando a ésta a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos; la muchacha, por supuesto, sólo dimanaba terror de los suyos.

“¿Te excita, putita?” – preguntó.

Las rodillas de la muchachita comenzaron a temblar mucho más alocadamente y lo mismo ocurrió con su labio inferior; la respiración se le comenzó a entrecortar: no respondió.

“¡Deja en paz a mi hija!” – graznó la madre, quien empezaba a dudar seriamente de que aquello fuera realmente un juego o una diversión y, si lo era, no le veía la gracia.

“¿Te excita, putita?” – insistió Goran mirando fijamente a la jovencita y manteniéndole sobre el mentón el mango en forma de falo.

Ella estaba tan nerviosa que parecía a punto de las lágrimas; tal situación, lejos de cohibir a Goran, lo llevó a meter aun más el dedo en la llaga, a escarbar en la debilidad que afloraba.

“Abre la boca” – ordenó y, sin pedir permiso, hizo entrar el mango por entre los labios de la joven sin que ésta atinase a hacer nada para evitarlo.

“¡Deja a mi niña, bastardo!” – rugió la madre quien, a pesar de tener con las manos atadas a la espalda, se removió e intentó ir hacia Goran aunque más no fuera para sacarlo a puntapiés de encima de su hija.  La realidad, sin embargo, fue que no consiguió dar un solo paso: una de las asistentes la tomó desde atrás por los cabellos y le apoyó contra la espalda una vara metálica que la obligó a arquear la espalda y contraer el rostro en una expresión de dolor como si hubiera recibido una descarga eléctrica.  De ese modo, la asistente impidió moverse a la madre de las chicas forzándola, por el contrario, a permanecer en su lugar.

Goran actuaba como si ni siquiera registrara los intentos de resistencia por parte de la madre; jugaba con el mango en forma de pene dentro de la boca de la muchacha y, de modo extraño y hasta admirable, fue consiguiendo que ésta lo lamiera y mamara cual si se tratase de un verdadero miembro humano.  Los hurras, silbidos y aplausos bajaron de las gradas a rabiar; los asistentes estaban teniendo lo que querían.  El mango ingresó cada vez más adentro en la boca de la joven y ni siquiera se detuvo cuando ésta comenzó a dar signos de arcadas, sino cuando Goran, al cabo de un rato, así lo decidió y retiró el mango de un tirón y sin aviso alguno.  Una vergüenza cada vez mayor se iba a apoderando de la muchacha, quien no sabía qué le estaba pasando: se sentía caer hacia un abismo sin poder hacer nada para evitarlo.

“¿Te excita, putita?” – volvió a insistir Goran, perversamente centelleantes sus ojos y exhibiendo toda su dentadura.

La chica tragó saliva.

“S… sí, mucho” – respondió.

Una ovación atronó en el domo mientras Goran, en actitud de triunfo, hacía chasquear una vez más el látigo en el aire.  Como si diese la sensación de ya haber logrado su cometido, abandonó por un momento a la humillada jovencita y, pasando por delante de la madre sin siquiera mirarla, fue en pos de la segunda hija, la cual, habida cuenta de lo que acababa de presenciar en relación con su hermana, temblaba como una hoja. Tampoco ello pudo evitar bajar la vista al piso apenas sintió posarse sobre ella los penetrantes de Goran que le escrutaban como si fueran brasas encendidas desde detrás de la máscara.

“ Y tú también te excitaste con sólo verrrlo, ¿ no es así?” – preguntó Goran exhibiendo su habitual sonrisa.

“¡Ya deje en… paz a mis hijas!” – masculló la madre entre dientes, pero un nuevo tirón por parte de la asistente que la retenía por los cabellos, le arrancó una ahogada interjección de dolor y la mantuvo inmovilizada.

La segunda de las hijas, en tanto, seguía mirando al piso sin responder a la pregunta que Goran le había hecho.

“Te he hecho una prrregunta” – insistió éste -.  ¿Te has excitado viendo a tu herrrmanita mamando el mango del látigo?”

Al igual que lo había hecho antes su hermana, la joven seguía sin responder; estaba débil pero intentaba resistir.  Para su sorpresa, sintió de pronto que algo serpenteaba por debajo de la corta falda en dirección a su sexo y, al bajar la vista, se encontró con que no era otra cosa que el perverso mango del látigo, siempre conducido por la enguantada y experta mano de Goran.   Al momento de sentir el mango apoyarse contra el monte de su sexo, la joven sintió un cimbronazo y un respingo la recorrió de la cabeza a los pies al mismo tiempo que su respiración se convertía en un jadeo ingobernable.  Goran extendió su brazo libre y, prestamente, una de las asistentes retiró el guante que le cubría la mano a la cual, una vez que tuvo descubierta, llevó hacia el sexo de la muchachita allí donde se apoyaba el mango del látigo y, al tocar por sobre las diminutas bragas que le cubrían, advirtió más que evidentes señales de humedad.

“Parrrece que sí te has excitado a juzgarrr porrr lo mojadita que estás” – dijo Goran mascullando entre dientes, pero a la vez de modo claramente audible.

La joven sintió más vergüenza que nunca; ladeó la cabeza por sobre un hombro: quería huir de allí y, a la vez, una extraña fuerza la clavaba al piso sin necesidad de que ninguna de las asistentes tuviera que inmovilizarla como sí ocurría con su madre.  Habiendo comprobado ya el grado de excitación que la chica experimentaba, Goran se dedicó a masajearle la vagina con el mango en forma de falo, lo cual provocó que la joven, ya sin control de sí misma, comenzara a inhalar y exhalar el aire de sus pulmones  con un ritmo que se iba incrementando en la misma medida en que el generoso pecho subía y bajaba junto a su ahora frenética respiración.  Sin poder evitarlo, la muchacha se retorció y flexionó una rodilla, en clara señal de entrega al placer que no lograba gobernar.

“¿Te ha excitado, putita?” – volvió a preguntar Goran.

“¡Sí!  ¡Sí! ... Aaah, mmmm…s….¡Sí!”

Una vez más, por supuesto, aplauso cerrado, al cual Jack no pudo evitar sumarse.  No era que aquellos juegos le atrajesen pero el fino trabajo de Goran le despertaba admiración cada vez que lo veía conseguir lo que se proponía y gobernar a las personas de tal modo.  Cuando Goran retiró el mango de debajo de la corta falda, pareció como si una insatisfacción rayana en el desencanto se apoderara del rostro de la joven, cuya expresión era semejante a la de una niñita a la que le han robado un juguete.  La madre, en tanto, hervía de odio y de impotencia…

Goran se separó unos pasos del trío e hizo chasquear nuevamente el látigo en el aire para delirio de la multitud, la cual ya respondía casi de manera mecánica ante tal estímulo.

“Hago una prrregunta a todos ustedes… - voceó, dirigiéndose al público -: y la madrrre, ¿serrrá también una puta?”

“¿Y por qué nooooo???” – fue la respuesta coreada al unísono.

“¿Lo comprrrobamos?” – preguntó a viva voz Goran, quien parecía un predicador frente a sus fieles.

“¿Y por qué nooooo???” –  se oyó a la multitud atronar en el lugar haciendo temblar la estructura del domo.

A partir de allí todo fue todo muy rápido y en el vértigo mismo estuvo depositada buena parte de la carga de excitación en la escena que sobrevendría.  Con profesional maestría, una de las asistentes acercó un cuchillo al pecho de la madre mientras los ojos de ésta se embebían en espanto ante la peor presunción por lo que venía.  La hoja del arma blanca, sin embargo, no tocó en lo más mínimo la anatomía de la esbelta y sensual mujer sino que cortó en dos la blusa que la cubría y, en un instante casi imperceptible, hizo lo mismo con el sostén, dejando así al descubierto un hermoso par de senos que fue merecedor de una nueva ovación general.  Sin dejar de sonreír en ningún momento, la asistente se hizo a un lado y Goran, manipulando expertamente su látigo, lo blandió de tal manera que las dos colas coronadas en ventosas se instalaron sobre los pezones de la mujer como si alguien las hubiera cuidadosamente encastrado allí.  Antes de que la dama pudiera salir de su sorpresa, Goran ya había jalado del látigo y la arrastraba hacia sí, haciéndola perder el equilibrio y caer de rodillas sobre la arena al tener las manos atadas.  Una vez que la tuvo en esa posición jaló nuevamente y echó a andar hacia atrás, arrastrando sobre sus rodillas a la doliente dama, de cuya garganta no paraban de salir interjecciones de dolor debido a la tirantez en los pezones.  Goran, finalmente detuvo su marcha y fue enrollando el látigo sobre una de sus manos de tal forma de terminar de atraer a la mujer ante sí; una vez que la tuvo encima y aprovechando que ésta, por efecto del dolor, tenía su boca abierta cuán grande era, invirtió el mango del látigo y se lo hundió en ella con tal ímpetu que casi se lo clavó en la garganta.  En las gradas, el público, tanto masculino como femenino, se ponía de pie para aplaudir el acto.

“¿Errres o no una puta?” – preguntó Goran cuando, al cabo de un rato, le retiro el mango de la boca para permitir que la mujer hablara.

Ella, de rodillas en la arena, jadeaba, respiraba trabajosamente.  Se sentía degradada, terriblemente degradada… Y sin embargo no podía entender por qué se sentía tan excitada...

“Sí, soy una puta” – admitió con evidente derrotismo.

Goran alzó una vez más el látigo en señal de triunfo y los aplausos y vítores recrudecieron nuevamente.  En particular, a Jack ya para esa altura le dolían las manos y no podía dejar de felicitarse a sí mismo por la buena idea que había tenido al pensar en ese tipo… De hecho, durante todo el trayecto a lo largo del cual Goran había arrastrado a la madre humillada, él sólo imaginó a Carla Karlsten…

CONTINUARÁ