Máquinas del Placer (11)

Continúa la saga futurista que combina ciencia ficción y erotismo. Dick, el androide sexual, ha capturado a Miss Karlsten y pone en vilo a toda Capital City...

Jack Reed corrió hacia el roto ventanal y detrás de él lo hicieron tanto Luke Nolan como las personas de seguridad que se hallaban en el lugar; el dramatismo y la urgencia de la situación eran tales que ambos vecinos parecían haber olvidado la trifulca en que estaban envueltos instantes antes.  El rostro de Jack estaba desencajado por el horror; venciendo todo vértigo se acercó hacia la inmensa abertura que había quedado tras la rotura del cristal y desde allí se asomó a la nada casi como si no le importase hallarse en el piso quinientos veinte.  El frío viento de las alturas le azotó la cara y su camisa se infló y flameó camisa como la vela de un barco.  Inclinándose hacia el abismo, debió entornar los ojos en parte por la ventolera y en parte por los destellos que producía el sol al reflejarse contra los cristales del resto de los edificios de Capital City.  Al principio no logró ver nada, ni aun haciéndose visera con el antebrazo; no era, por otra parte, que tuviera grandes esperanzas de ver demasiado ya que si el androide había saltado llevando a Carla, era de pensar que ambos estarían ya varios pisos abajo y en caída libre hacia un destino que se vislumbraba tan irreversible como trágico.  Sin embargo, en la medida en que sus ojos se fueron acostumbrando al viento y a la luminosidad, descubrió, para su sorpresa, que el robot se hallaba aferrado con una mano a un saliente dos pisos más abajo y que, para su alivio, aún seguía con ella al hombro.  Ella, como no podía ser de otra forma, era presa de un ataque de pánico y no paraba de gritar; de hecho, habían sido justamente sus gritos los que habían llevado a Jack a mirar hacia ese lugar.  En cuanto al robot, como tampoco podía ser de otra forma, lucía seguro e imperturbable, aunque de tanto en tanto daba la impresión de hablarle a ella como si tratase de calmarla.

“¡Allí están! – exclamó Jack, excitado por su hallazgo -.  ¡Allí abajo!”

Se arrepintió de haberle dado tanta urgencia al aviso al advertir que los efectivos de seguridad que se acercaron al borde, apuntaron sus armas en dirección al androide, lo cual, dada la posición del mismo y de Miss Karlsten, era virtualmente lo mismo que apuntarles a ambos.

“¡No disparen! – rugió Jack, anticipándose a una eventual locura -.  ¡Podrían matarla a ella!”

Si el efecto de sus palabras les hizo desistir del intento o si en el plan de los hombres no estaba el disparar, fue algo que Jack no supo, pero lo cierto fue que no lo hicieron.  El robot, como si fuera un trapecista en un columpio o, más bien, un simio colgando de una rama, se comenzó a balancear lateralmente sin que ni Jack ni nadie pudiesen adivinar cuál era su real intención.  De pronto, en un momento en el cual su movimiento pendular pareció alcanzar su máximo alcance, se soltó del saliente y Jack, con horror, vio cómo se impulsaba e iba a parar a otro saliente que se hallaba a unos cuatro metros del anterior; al verle, no pudo reprimir un involuntario grito de espanto al no saber si el androide llegaría verdaderamente a su destino.  Pero, claro, era un robot, después de todo: algo alocado y desbocado en esos momentos, pero robot al fin; cabía esperar que tuviera todo calculado matemáticamente y, en efecto, ello quedó comprobado al momento de aferrarse, otra vez con una mano, al nuevo saliente y quedar pendiendo de allí siempre con Carla echada al hombro, la cual no paraba de gritar horrorizada y, más aun cuando, teniendo su cabeza sobre la espalda del androide, tenía todo el tiempo ante sus ojos el terrorífico vacío.  Jack se preguntó si ella podría soportar tantas emociones pero en verdad era su propio corazón el que comenzaba a sonar acelerado como si estuviese encendiendo alguna luz de alarma; aun así y ante una escena tan demencial como la que sus ojos estaban presenciando, no había forma de calmarse ni aun cuando quisiesen hacerlo.

Pronto Jack pudo darse cuenta de con qué intención el robot había saltado al segundo saliente: a escasa distancia del mismo corría un tubo externo de ventilación y, en efecto, sus pensamientos quedaron confirmados al ver cómo, haciendo una vez más gala de una agilidad simiesca, el androide comenzaba a trepar por el mismo valiéndose tan sólo de una mano y de sus pie sin soltar ni por un segundo a la aterrorizada Carla.  En determinado momento su escalada lo ubicó a la misma altura del ventanal que había sido destruido por el propio Merobot, aunque a unos tres metros de distancia del mismo.  Fue como si Jack hubiera intuido algo o bien hubiera leído el pensamiento de los efectivos de seguridad ya que al volver la atención hacia éstos, descubrió que no sólo seguían encañonando con sus armas al robot sino que ahora además parecían estar alistándose a disparar, ya que, al tenerlo de costado, el ángulo del disparo era ideal para asestarle al androide sin hacer daño a Miss Karlsten.  A Jack se le heló la sangre; en primer lugar, un robot no es un ser humano: un par de disparos bien dados en la cabeza seguramente dejen a una persona sin signo vital alguno pero tratándose, como en este caso de un androide, ¿qué garantías podía haber de que el cerebro positrónico quedara totalmente inutilizado?  Bien podía ocurrir que una parte del mismo fuera dañado y otra no, en cuyo caso el dispararle a la cabeza sólo podía servir para volverlo loco…, más loco de lo que, al parecer, ya estaba.  En segundo lugar, y más escalofriante aun: si con los disparos lograba dejar fuera de acción al robot, ¿qué podía asegurar que el mismo se quedaría allí, en donde estaba?  ¿Y si caía al vacío, llevando con él a Miss Karlsten?

“¡No disparen!” – volvió a insistir Jack, presa de la desesperación y asumiendo una impensada voz de mando que sonaba exagerada en relación a su posición jerárquica dentro de la compañía.  Sin embargo, al parecer, su pedido tuvo éxito y, en efecto, los hombres optaron por no utilizar sus armas aun cuando no dejaron de tener encañonado al robot ni un solo instante mientras éste continuaba su trepado ascenso hacia lo alto del edificio.

Jack no paraba de sorprenderse con los Erobots: la publicidad rezaba que estaban programados no sólo para ser perfectas copias humanas sino además inagotables máquinas sexuales que dieran placer a los verdaderos seres humanos; sin embargo, en muy poco rato, el Merobot había exhibido también habilidades y destrezas propias de luchador y de acróbata; de hecho, continuaba firme en su ascenso trepando como un mono.

“¡Va hacia la terraza! – exclamó uno de los guardias -.  ¡Vamos hacia allá!  ¡Y que alguien ponga en aviso a la policía aérea!”

Jack estuvo a punto de intentar una protesta, pero ya los hombres de seguridad habían salido corriendo en pos de la azotea del edificio.  Un escalofrío le recorrió la médula espinal completa ante la sola mención de la policía aérea; bien sabía que, de intervenir la misma, significaba que entrarían en acción a los “cópteros” y si ello ocurría, éstos abrirían fuego desde el aire sin poner demasiado cuidado en no herir a Carla.  La oficina quedó vacía, salvo por la presencia de Jack y su odiado vecino Luke, quienes permanecieron durante un instante mirándose fijamente.  No era la mejor situación, por supuesto, para reiniciar la trifulca.  Desde el “búnker” de Miss Karlsten llegó un lamento largo y ahogado que, seguramente, debía corresponder a Goran Korevic, quien estaría volviendo en sí.   Ninguno de ambos, desde ya, supo a qué iba el asunto y, por cierto, a Jack le picó la curiosidad acercad e qué habría pasado con él o qué habría ocurrido allí dentro luego de que tanto él como Luke se retiraran hacia la oficina.  Luego de cavilar unos pocos segundos acerca de qué debía hacer, optó, finalmente, por echar a correr hacia el ascensor para llegar hasta la terraza…

“¡Ve a ver cómo está Goran!” – le dijo, imperiosamente, a Luke.

Cuando el androide saltó hacia la azotea tras haber escalado los ochenta pisos que mediaban entre ésta y las oficinas de la Payback Company, se halló ante un cerco de guardias que le apuntaban con sus armas.  Contrariamente a lo que su esencia robótica podía hacer suponer, pareció quedarse vacilante por algunos segundos.  Era obvio que su cerebro positrónico estaba convulsionado y cruzado por conflictos: a cada paso tenía que enfrentarse a problemas que debía resolver sobre la marcha.  Una vez transcurridos los segundos que utilizó para elaborar una respuesta y, desobedeciendo cualquier orden de alto, se arrojó contra los guardias y se abrió paso por entre ellos llevando siempre al hombro a Carla, quien no paraba de aullar aterrada y, para colmo de males, no tenía demasiada idea de qué estaba ocurriendo al tener su cabeza colgando sobre la espalda del robot…

El Merobot avanzó arrojando manotazos a diestra y siniestra y con cada uno de ellos había un guardia que salía despedido como si fuera una pluma para caer pesadamente contra el piso a tres o cuatro metros de distancia quedando, por lo común, atontado o directamente inconsciente.  Uno llegó, no obstante, a dispararle: el blanco elegido fue, por supuesto, la cabeza…  El robot, rápida y hábilmente, llegó a colocar el antebrazo por delante de la misma de tal forma que el proyectil impactó contra éste.  Una profunda “herida” se abrió en la piel dejando al descubierto circuitos y luces parpadeantes en tanto que la mano del androide comenzó a temblar cada tanto, como sin control.  Aun así, el androide no detuvo su marcha y se trepó a la torre que coronaba la cima del edificio, sobre la cual flameaba el estandarte con el inconfundible logo de la corporación Vanderbilt.  Una vez allí, se parapetó junto al mástil y depositó a Carla en el piso, quedando ambos, al menos de momento, fuera de la línea de fuego de los guardias quienes, desde abajo, no podían verles…

El androide miró a Miss Karlsten a los ojos; el terror en el semblante de ésta estaba ahora desapareciendo; al igual que si fuera un bebé que recuperar la calma ante la presencia de los ojos de su madre, era como si ella se sintiera protegida ahora que podía verle: su rostro, poco a poco, iba recuperando su color y no podía apartar la vista de su “Dick”, al cual miraba con ojos extasiados y admirados… Su cuerpo temblaba como una hoja al hallarse desnuda y expuesta al frío de la altura y, sin embargo, no daba la impresión de que eso le importase en demasía.

“Dick… - musitó-.  ¿Has hecho todo esto… por mí?”

“Y haría mucho más, te lo aseguro…” – le respondió él mirándola desde el fondo de aquellos inescrutables ojos verdes en los cuales ella descubría mucho más que una simple mirada artificial.  Él la abrazó y la estrujó contra su cuerpo; ella, poco a poco, fue sintiéndose no sólo protegida sino también abrigada: el robot estaba, al parecer, regulando la temperatura de su propio cuerpo y, al hacerlo, le brindaba a Carla el calor que necesitaba el suyo.  ¿Podía pensarse en un hombre más completo?  Imposible… Al tantearle el antebrazo, ella descubrió la herida que le había provocado el disparo momentos antes, lo cual, lejos de impresionarla, le enterneció; unos pocos días antes no había sido capaz de soportar quedarse para ver cómo Luke Nolan abría a su “Dick” pero ahora el contexto era absolutamente distinto: él llevaba esa “herida” por protegerla aun a costa de su propia integridad…

Sin poder ya resistirse, Carla le besó y, durante algunos minutos, sus labios se confundieron como si no existiese absolutamente nada alrededor y como si no escuchasen los nerviosos gritos y órdenes que, desde abajo, parecían impartir e intercambiarse nerviosamente los guardias.

“¡Carla! – se escuchó gritar a alguien cuya voz lo hacía claramente reconocible como Jack Reed -.  ¿Estás allí?  ¿Estás bien?”

Ella no podía responderle; de haberlo podido hacer, le hubiera dicho que se hallaba mejor que nunca.  De pronto los labios de ambos se separaron y ella le echó a su robot una mirada que era puro deseo.

“Quiero que me poseas… - le susurró -.  Cógeme… Ahora mismo y aquí…”

Había algo de terminal en el tono de Miss Karlsten: como si se diera perfecta cuenta de que no podía saberse a ciencia cierta cuanto más podría durar aquella situación.  Quizás los minutos del robot estuvieran contados e incluso los de ella.  Aquél era el momento: era ahora o nunca…

El robot se echó sobre ella haciéndola caer una vez más sobre sus espaldas; sacando su roja lengua por entre los labios bajó la cabeza en busca de sus pezones y describió voluptuosos y frenéticos círculos en torno a éstos, lo cual no pudo tener otro efecto más que el que se endurecieran a ojos vista ante tan lascivo roce.   Cuando los envolvió entre sus labios y los succionó, fue como si se los quisiera arrancar de los senos, pero lo loco del asunto era que lo hacía con delicadeza y suavidad.  Luego sumergió la cabeza entre ambos senos como si buscase penetrarle el pecho con la lengua a la par que su poderoso miembro ingresaba en ella reptando con esa particular movilidad que le confería vida propia.  Ella se entregó por completo al momento y su rostro cambió de color una vez más: ahora era sólo pasión y deseo carnal.  Mientras él la tomaba por las caderas para alzarla ligeramente y así facilitar la penetración, ella se ladeó hacia un lado, luego hacia el otro, y se rindió tan mansa como salvaje ante aquella demoledora máquina sexual que daba rienda suelta a un bombeo que se iría incrementando progresivamente y que ella estaba dispuesta a disfrutar como nunca antes por pensar que quizás fuera el último…

Se entregó a tal punto que ni siquiera se dio cuenta que allá abajo habían cesado ya las voces y los gritos.  El motivo de ello era que los guardias habían recibido orden de despejar la azotea ante la inminencia de un ataque aéreo por parte de la policía.  El más difícil de convencer fue, desde luego, Jack Reed, quien quería, por todo y por todo, permanecer allí en la creencia de que lograría finalmente persuadir a Carla de que bajara de la torre o de que convenciera, de algún modo, al Merobot.  Sin embargo, finalmente, se vio obligado a cumplir con la orden al ser prácticamente arrastrado hacia la puerta del ascensor…

El androide, en tanto, sencillamente no paraba.  Apretaba los dientes y estrujaba las sienes al punto de que las mismas parecían a punto de estallar mientras no dejaba de penetrarla una y otra vez.  Miss Karlsten ya había perdido la cuenta de cuántos orgasmos llevaba y no había forma, por cierto, de saber cuántos le haría tener el robot: no quería saberlo, de todas formas y ya había decidido que si tan intenso goce sexual la llevaba a la muerte, sería una buena muerte.  Parecían ahora increíblemente lejanos aquellos días, sin embargo recientes, en que, entre burlas, aconsejara a Jack Reed acerca de evitar los peligros para la salud que pudiera conllevar el VirtualRoom, pero lo cierto era que la escena erótica que estaba viviendo en la torre insignia del edificio de la corporación Vanderbilt era, por lejos, la más sublime que había tenido en su vida.  Sus uñas se clavaron sobre la espalda del robot con tal fuerza que hasta dejaron surcos sobre la piel artificial; una de sus piernas se enroscó en torno a la cintura de él y apoyó su rodilla contra las increíblemente perfectas y redondeadas nalgas.   Hacía largo rato ya que Carla Karlsten no abría sus ojos, tal el éxtasis que se apoderaba de sus sentidos…, pero de pronto la asaltó la sensación de que una sombra se posaba sobre rostro al tiempo que llegaba a sus oídos un zumbido leve pero constante que hacía acordar a alguna máquina industrial o a un sistema de ventilación.  Aun con el robot apretujado contra su cuerpo, abrió los ojos y descubrió que, en efecto, algo había eclipsado el disco del sol y, al aguzar la vista para ver mejor comprobó que se trataba de Joy Town, el parque de diversiones volante que se sostenía con suspensores antigravedad… No podía imaginar qué diablos haría tan cerca del edificio, ya que no se hallaba a más de doce metros por sobre ellos, pero el hecho era que allí estaba… El androide, sin salir de encima de Carla, giró la cabeza tan rápidamente como si hubiera recibido una señal de alerta.

“Es ese parque volante… - dijo ella -.  No hay por qué alarmarse, aunque sinceramente no entiendo qué hacen tan cerca…”

“Habrán querido disfrutar del espectáculo seguramente…” – conjeturó el robot mientras una sonrisa se le dibujaba en la comisura de los labios y volvía a bajar la vista hacia Carla con un destello de picardía.

“¿Es…pectáculo?” – musitó ella, sonriente pero sin comprender.

“Nosotros” – respondió él.

Ella soltó una carcajada.

“Jajaja… ¿Me estás diciendo que somos famosos?  ¿Que los conductores del parque han decidido acercarse para que los visitantes puedan vernos… a nosotros…?”

“Sólo fíjate…” – le respondió el Merobot revoleando los ojos en dirección hacia arriba.

Carla aguzó la vista y recién entonces logró advertir que, contra los ojos de buey que jalonaban la parte inferior de la enorme estructura del parque de diversiones se apretujaban los rostros, en algunos casos curiosos y en otros libidinosos, de hombres, mujeres, adultos, adolescentes, niños, ancianos… En efecto, el robot estaba en lo cierto: el piloto habría descendido el parque justamente para que los visitantes pudiesen ver más de cerca el inesperado espectáculo que ellos dos estaban brindando desde la azotea del edificio Vanderbilt.

Carla se sintió extraña pero a la vez divertida.  Desde que tenía memoria, siempre había sido un gran trauma para ella la exposición de su intimidad y, de hecho, aun a pesar de que su posición social le hacía merecedora de un cierto prestigio y jerarquía, por lo general había cultivado un perfil bajo y no demasiado expuesto. Sin embargo, ahora resultaba que, para su propia sorpresa, el saberse desnuda y teniendo sexo ante aquel mar de miradas que la devoraba desde lo alto, le producía un morbo difícil de explicar y, de hecho, inédito en ella.  Definitivamente, la llegada de “Dick” a su vida había vuelto todo diferente: lo que antes le producía horror, ahora le excitaba… Por lo tanto, en lugar de cohibirse y, antes bien, muy lejos de ello, simplemente echó sus brazos en torno al cuello del robot.

“Pues démosles espectáculo entonces” – le dijo, estampándole seguidamente un beso en los labios.

El androide sonrió una vez más; sin dejar de mirarla a los ojos, se puso en pie y extendió una mano para ayudarla a ella a hacer lo mismo.  Una vez que tuvo a Miss Karlsten frente a él, la tomó por la cintura y la giró por completo para luego llevarla hacia el bajo pero ancho muro que delimitaba la torre y colocarla sobre el mismo a cuatro patas.  Dando un brinco, él mismo se trepó al muro, con lo cual los dos quedaban ahora visibles desde la superficie de la terraza, lo cual, al parecer, no preocupaba en absoluto al Merobot, que bien sabía que ya no pululaba por allí ningún guardia sino que todos se habían retirado; miró hacia el parque de diversiones que flotaba por encima de su cabeza y luego, sin más trámite, se dedicó a bombear a Miss Karlsten.  Desde los ojos de buey, los azorados visitantes del parque se arremolinaban y se empujaban unos a otros para poder mirar: no daban, por cierto, crédito a lo que veían.   Ni Carla ni el Merobot podían, desde donde se hallaban, escuchar sus voces pero de haberlo podido hacer habría llegado hasta sus oídos un mar de aplausos, vítores, chiflidos y aullidos de alegría…

Súbitamente, Dick interrumpió la penetración y oteó hacia el este como si algo hubiese acaparado su atención… Miss Karlsten, a cuatro patas, giró ligeramente la cabeza por sobre el hombro al notar que el androide había dejado de bombearla .

“¿Qué ocurre, Dick?”

El robot no respondió.  Daba la impresión de que su cerebro positrónico estaba tratando de elaborar una nueva respuesta ante un nuevo problema.  Carla, simplemente, optó, por mirar hacia donde él miraba… Allá a lo lejos, sobrevolando los edificios de Capital City, se podía ver un enjambre de puntos negros que se iban haciendo más nítidos en la medida en que, claramente, se acercaban… Cuando estuvieron a una distancia lo suficientemente cercana como para distinguirlos con más precisión, ella logro identificar que se trataba de una cuadrilla de vehículos policiales de esos mismos que utilizaban para operativos y patrullajes aéreos… y que venían en dirección a ellos…

“¡Delta Once!  ¿Se halla en posición?”

“Sí, señor, ya tengo el objetivo en la mira a las doce…”

“¡Delta dos!  ¿Se halla en posición?”

“Sí, señor… objetivo en mira… aunque…”

“¿Aunque?”

El piloto del “cóptero” identificado como Delta Dos hizo una pausa en la transmisión.  Los “cópteros” eran vehículos utilizados por la policía para el patrullaje aéreo, el cual en las últimas décadas se había hecho fundamental para la seguridad ciudadana ante la altura que habían tomado los edificios; incluso eran usados para el control de las calles en espiral que subían a muchos de ellos.  Se trataba de vehículos de habitáculo pequeño, sólo apto para una persona y dotados de un triple sistema que les permitía mantenerse y desplazarse en el aire.  En primer lugar, podían despegar de modo absolutamente vertical gracias a un sistema de generadores antigravedad que tenían por debajo del habitáculo; una vez en lo alto, comenzaba a actuar un sistema de propulsión a chorro que, unido con la acción de las alas desplegables y retráctiles podía llevarle a alta velocidad en pos de cualquier objetivo que demandase una cierta urgencia.  Por último, una vez alcanzado el objetivo y en caso de tener que permanecer más o menos quietos en el aire dejaba de actuar la propulsión a chorro y las alas se batían como si fueran las de algún insecto hasta estabilizar el vehículo para luego volver a poner en funcionamiento los generadores antigravedad y, así, permanecer flotando alrededor del objetivo.  La designación “cóptero” era, en realidad, un nombre extraoficial que había ido tomando fuerza por la aceptación popular y que era, de por sí, una curiosa mezcla entre fonética anglosajona y griega: “cop” y “ptero”, es decir “policía” y “ala”.  Fuera de su sistema de vuelo y propulsión, cada uno de ellos estaba además dotado con artillería de metralla, la cual cumplía la función básica de amedrentar o herir, más uno o dos proyectiles calóricos, los cuales provocaban una implosión térmica dentro del objetivo alcanzado de tal modo de destruirlo por completo.

“Delta dos… - insistió la voz desde la central de policía -.  ¿Va a decirme qué demonios ocurre?”

“S… sí, señor… Es decir: tengo perfectamente visualizada y en objetivo a la pareja pero… hay alguien más aquí…”

“¿Alguien?  ¿A qué se refiere, Delta Dos?”

“Joy Town…”

Se produjo una pausa al otro lado de la comunicación.

“¿Joy Town? – dijo, finalmente -.  ¿Se refiere acaso a ese parque de diversiones volante?”

“El mismo, Señor…, está aquí…, muy cerca del mástil de Vanderbilt…”

“¡Maldita sea!  ¿Qué mierda se supone que están haciendo allí?  ¡Civiles y turistas!  ¡Siempre el mismo problema!  ¡Que alguien se comunique ya mismo con los administradores del parque para que den orden a sus pilotos de alejarse inmediatamente del lugar!  ¡Habrá fuego!  ¿Es que son idiotas…?”

“Sí, señor… Lo haremos ya mismo, pero…, creo que hay alguien más…”

“¿Alguien más? – rugió la voz, cada vez más desencajada -.  ¿Pero qué es esto?  ¿Una convención en las alturas?  ¿A qué te refieres?”…”

“B… bueno, Señor, acaban de pasar a mi lado un par de esas cámaras volantes… La televisión también está aquí…”

Desde el piso 592 de la Corporación Vanderbilt, Jack Reed, junto a varios de los efectivos de seguridad, seguía con preocupación el desarrollo de los acontecimientos a través de la TV.

“En una escena impensada que parece sacada de alguna antigua película de Hollywood, algo totalmente sorprendente está teniendo lugar en la azotea del edificio Vanderbilt – decía, en tono de relato, una voz en off -.   ¿Recuerdan aquella película del siglo veinte en la cual un inmenso gorila se subía a la cima de un edificio de New York llevando consigo a una damisela raptada?  Bien, una vez más la realidad no está demostrando que puede a veces superar a la ficción.  En efecto… y como pueden ver – el lente de la cámara realizó un gran acercamiento hasta que fueron perfectamente distinguibles no sólo los desnudos cuerpos del robot y la ejecutiva sino incluso los rasgos de sus rostros -, un Merobot, sí, un Merobot, uno de los robots lanzados al mercado no hace mucho por la prestigiosa compañía World Robots, se ha salido de control agrediendo incluso a seres humanos en contra de su mandato positrónico y ha raptado a la ejecutiva Carla Karlsten llevándola consigo a la cima del edificio…”

El relato siguió dando pormenores acerca de lo que estaba ocurriendo, pero Jack ya casi no lo escuchaba.  No dejaba de pensar en la situación de su jefa y amiga y en cómo iría a terminar toda esa historia ya que, al parecer, la policía aérea había sido enviada a tomar cartas en el asunto.  ¿Qué cuidado pondrían esos tipos en no dañar a Carla?  Cada tanto daban sobradas muestras de que, llegado el momento, disparaban a mansalva sin medir las consecuencias y no era infrecuente que víctimas inocentes cayeran en sus operativos.  Nerviosamente se mordió el labio…

“Todo va  a estar bien…” – oyó a su lado una voz y, al girar la cabeza, se encontró con Luke Nolan.   Le volvieron unas incontenibles ganas de golpearlo pero se detuvo al ver a su lado a Goran Korevic, quien se tomaba la cabeza notablemente aturdido o abombado.

“Goran… - dijo Jack, no sin cierto remordimiento por haberle abandonado en el piso quinientos veinte cuando lo escuchara quejarse -.  ¿Cómo estás?”

“He estado mejorrr… - respondió el artista del sado sin dejar de pasarse la mano por la cabeza -.  Porrr suerrrte me han salvado mi máscarrra de cuerrro y mi durrra cabeza.  Como siemprrre he dicho y vuelvo a decirrrlo: no hay que confiarrr en máquinas…”

“¿Son… cópteros?” – preguntó Miss Karlsten, nerviosa y, nuevamente, temblorosa.

“Así es…” – respondió el Merobot sin dejar de otear el horizonte.

“¿Y… por qué crees que vienen hacia aquí?” – preguntó ella tímidamente  y como si temiera la respuesta.

“Por lo mismo que ellos… - el androide señaló con un dedo índice en alto hacia el parque de diversiones volante -.  Por nosotros, sólo que para terminar con el espectáculo, no para presenciarlo…”

En ese momento un módulo volante apareció a unos metros de ellos por sobre la terraza del edificio y no fue difícil reconocer en él una de esas cámaras de triple lente que utilizaban los canales de televisión para revisar el tránsito o hacer tomas aéreas en zonas de accidentes, incidentes o catástrofes…

“Y siguen llegando más interesados…” – agregó Dick mirando de reojo hacia el módulo televisivo.

Carla miró por un instante hacia donde el robot le indicaba; la presencia de las cámaras de televisión debería haberle reavivado más que nunca su clásico terror a la exposición pública pero no fue así, ni tampoco le volvió esa carga de excitación de momentos antes al saberse observada desde los ojos de buey del parque de diversiones.  Simplemente  no podía dejar de mirar hacia aquellos vehículos de la policía aérea que estaban cada vez más cerca ni de pensar en el futuro inmediato con inquietud y sobrecogimiento …

“Dick… - musitó -.  Tengo miedo…”

“Nada va a ocurrirte…” – le dijo él rodeándola con el brazo y provocando que ella volviera a sentir ese calor que él le transmitiera un momento antes.

“¿Y a ti…?” – preguntó Carla, visiblemente nerviosa y temblando no ya por el frío, sino por el miedo y la incertidumbre.  El androide, para colmo de males, no respondió, tal vez por no tener respuesta…

Ya para entonces las aeronaves se hallaban muy cerca; se trataba de una cuadrilla de unas siete y se aprestaban, al parecer, a realizar un vuelo rasante por sobre la terraza del edificio, maniobra harto complicada si se consideraba que el parque de diversiones se hallaba flotando ingrávido muy cerca de la cima del mismo y que, por lo tanto, implicaría para los “cópteros” tener que pasar por la estrecha franja que quedaba libre entre el parque y la azotea, tratando, además, de no llevarse por delante el mástil.

El potente bramido de la propulsión a chorro de las aeronaves prácticamente ensordeció a Carla quien, instintivamente, agachó la cabeza hasta ocultar su rostro por detrás del pequeño muro y cerró los ojos con espanto.  Lo peor de todo, sin embargo, no fue el atronar de las aeronaves sino el claro y casi inmediato repiquetear de proyectiles de metralla contra la azotea del edificio.  Alertada y cada vez más estupefacta, volvió a levantar la cabeza y miró a Dick, el cual, sin embargo, continuaba imperturbable, exponiendo su magnífico pecho al viento de las alturas.

“Sólo fueron disparos para amedrentar… - dijo, buscando calmar a Carla  -.  Todos dieron bastante lejos y en ningún momento apuntaron contra nosotros…”

“Pero… ¿por qué? – preguntó Miss Karlsten, cada vez más nerviosa y temblorosa -.  ¿Qué pretenden?”

“Que nos entreguemos, supongo… O que yo te entregue a ti…”

“¿Entregarnos?  ¡Pero no somos delincuentes!”

“Tú seguramente no… Para ellos yo sí lo soy.  No un delincuente, en realidad, porque esa figura no se aplica a un Merobot… Pero digamos que, para la óptica de ellos, estoy en malfuncionamiento y la orden debe ser seguramente eliminarme como sea…”

“¡Dick!  ¡Nooo! – aulló Carla, contraído su rostro en una mueca de espanto -  ¿Malfuncionamiento?  ¿Por qué?  Todo lo que has hecho fue protegerme…”

“Ésa es tu visión y la mía, pero no la de ellos… Si no me entrego, no van a  detenerse hasta destruirme por completo… y si lo hago, lo más seguro es que vaya a parar a un taller de desguace…”

Los ojos de Carla comenzaron a llenarse de lágrimas.

“Dick… ¡no puedes decirme eso!  ¡No voy a permitirlo!”

Los cópteros, en tanto y después de su vuelo rasante, comenzaron a batir sus alas y se detuvieron para luego poner en funcionamiento sus suspensores, formando así un semicírculo en torno a la terraza del edificio Vanderbilt.  Una voz amplificada resonó en las alturas de Capital City.

“EG -22573 – U.  Te hallas rodeado y es importante que comprendas que estás en malfuncionamiento.  Tu misión es proteger a los seres humanos y esa mujer que tienes contigo va a sufrir daño si persistes en no liberarla… Hazlo y serás llevado a reparaciones para volver a funcionar normalmente…”

Dick no respondió.  Una leve sonrisa se le dibujó en los labios mientras  miraba de soslayo a Carla y le guiñaba un ojo.

“No tengo por qué responder… - dijo, por lo bajo -.  Ése no es mi nombre…”

Ella sonrió también; no podía menos que reconfortarla ampliamente y hacerla sentir importante el hecho de que el robot, finalmente y tal como ella se lo pidiera, renegara del nombre que le habían dado sus fabricantes.

“Creo que va a ser mejor que te saque de aquí…” – dijo él.

“N… no… - protestó ella -.  Quiero… permanecer aquí, contigo…, pase lo que pase…”

“Mi misión es protegerte; en eso tienen razón – replicó el androide -.  No puedo exponerte a lo que está por ocurrir…”

“¿Por… ocurrir?” – la voz de Carla se hallaba al borde del sollozo y sus ojos comenzaban a lagrimear.

“Carla, ven conmigo…”

Utilizando sus poderosos brazos, alzó en volandas a la ejecutiva y saltó desde el muro de la torre hacia la azotea; hubiera sido una caída difícil para cualquier ser humano pero no lo fue para él, sino que fácilmente flexionó sus rodillas y amortiguó el impacto cayendo casi como si lo hubiera hecho apoyado sobre un resorte…

Enfundada en su negro traje y taconeando sobre sus botas, Batichica avanzó hacia la Mujer Maravilla, quien prácticamente la penetró con una mirada que sólo incitaba a la lujuria; asiendo el lazo dorado que pendía de su cinto, la rodeó con el mismo y la atrajo hacia sí, para luego tomarla por el talle y hundirle la roja lengua en su boca.  Ambas se recorrieron mutuamente sus cuerpos con las manos; senos, nalgas y sexo, nada quedó sin tocar  y estaba más que obvio que la siguiente escena las tendría a las dos echadas sobre la alfombra de las oficinas de la World Robots y arrojando a lo lejos cada una de sus prendas para dar rienda suelta a una escena de salvaje lesbianismo.  En ese momento, el cortinado del fondo se descorrió e ingresó Gatúbela haciendo chasquear su látigo contra el piso e insultando a ambas; tanto Batichica como la Mujer Maravilla agacharon de inmediato sus cabezas y, ante la requisitoria de la villana felina, se ubicaron rápidamente a cuatro patas, para satisfacción de Gatúbela, quien rio estruendosamente al tenerlas de ese modo…  Acercándose a Batichica, Gatúbela le levantó la capa para acariciarle el trasero y luego la montó como si fuera un pony pasándole el mango del látigo por delante del rostro y obligándola a besarlo… Luego ordenó a Mujer Maravilla que se bajase el short y así, una vez que la misma lo hubo hecho y que estuvo a cuatro patas y con su magnífica cola al descubierto, Gatúbela descargó con fuerza el látigo contra sus indefensas nalgas arrancándole un alarido de dolor mientras cortaba el aire con una carcajada estentórea… En ese momento sonó en la oficina el inconfundible llamado de un “caller”…

Desde su sillón, Sakugawa maldijo por lo bajo y dirigió la vista hacia el aparato; casi de inmediato apareció en la pequeña pantallita el rostro de Geena, su secretaria.

“Estoy ocupado, Geena – dijo con su habitual amabilidad, aunque también con algo de sequedad, mientras volvía a alzar la vista hacia sus tres Ferobots, ya para esa altura enzarzadas en la más perversa escena de erotismo y dominación -.  Llámame luego…”

“Lo siento enormemente, señor Sakugawa, pero es urgente…” – repuso, desde el otro lado, la entrecortada voz de su secretaria.

“¿Qué puede ser tan importante como para interrumpir a Gatúbela mientras les da su merecido a Batichica y a la Mujer Maravilla?” – replicó Sakugawa siempre mirando a sus Ferobots; la réplica de Gatúbela, reaccionando ante sus palabras, le guiñó un ojo por detrás de la felina máscara y le sopló un beso.

“Quizás sería mejor que encendiese el televisor y lo viese por usted mismo, señor Sakugawa” – le dijo la secretaria.

“¿Televisión?  ¿Ahora? – Sakugawa, soltando una risita, bajó nuevamente la vista hacia la pantalla del “caller” -.  Geena, te puedo asegurar que no puede haber programa mejor que el que, gracias a mis Ferobots, estoy viendo aquí en vivo, en mi misma oficina…”

“Señor Sakugawa, le aseguro que es importante… y tiene que ver con la World Robots…”

El líder empresarial resopló, con algo de fastidio pero a la vez con resignación.

“Suspendan por un momento, chicas – ordenó a sus tres Ferobots -.  En un breve momento seguimos, se los aseguro…”

Los tres androides femeninos que replicaban a personajes de comic cesaron de inmediato su número lésbico de connotación voyeur.

“¿Qué canal?” – preguntó Sakugawa, siempre con evidentes muestras de fastidio.

“Cualquiera, está en todos…” – respondió la secretaria.

El poderoso empresario accionó el dispositivo que se hallaba sobre el apoyabrazos del sillón y, de inmediato, todo un muro de los que rodeaban la oficina quedó convertido en una inmensa pantalla de televisión… Al momento de encenderla, no tenía verdaderamente idea de con qué se iba a encontrar, pero apenas la imagen impactó contra sus retinas, dio un respingo reacomodándose en su asiento.

“El robot sigue manteniendo, por lo que se ve, su misma actitud de rebeldía – decía la voz en off -; por estas horas, no tenemos datos certeros acerca de cuál fue el disparador que llevó a que el androide enloqueciera y los técnicos consultados no tienen idea sobre la causa del malfuncionamiento.  Por lo pronto, sabemos que ha obrado agresivamente contra el personal de seguridad y que se ha rehusado a obedecer las órdenes policiales que le han instado a deponer su actitud…”

A Sakugawa se le cayó la mandíbula; comenzó a temblar de arriba abajo  y sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas.  Despegó la espalda del respaldo inclinándose hacia adelante como si ello le permitiese ver mejor…

“Geena… - balbuceó -.  Dime… que no es uno de los nuestros, por favor…”

Sabía que la pregunta era algo tonta ya que, según el relato, el sujeto que se hallaba en pantalla era un robot y no había, por cierto, otra compañía capaz de lograr modelos tan maravillosamente semejantes a seres humanos; aun así, se aferró a la posibilidad de que su secretaria le diese una respuesta favorable a sus expectativas.  No fue así…

“Sí, lo es, señor Sakugawa… Es un Merobot… Es de los nuestros lamentablemente: el que le vendimos a Miss Karlsten…”

La perplejidad hizo mella aun mayor en el rostro del empresario.  Volvió a dejarse caer de espaldas contra el respaldo del sillón y permaneció unos segundos en silencio: no lograba asimilar lo que estaba ocurriendo…

“Y entonces… ¿ésa es… Carla Karlsten?” – una vez más temió la respuesta, sobre todo porque, al ver la pantalla, ahora lograba reconocer a la jefa de la Payback Company.

“Sí, señor Sakugawa…, lo es…”

Él se llevó las manos a la cabeza… Era, de hecho, el propio caso de Carla Karlsten el que le había llevado a investigar las posibilidades sadomasoquistas de sus robots y descubrir que la clave no se hallaba en hacer que éstos azotaran a un ser humano sino que se azotasen entre sí mismos…  Pero de pronto ya no había Gatúbela, ni Batichica, ni Mujer Maravilla…De pronto sólo podía pensar en cuál sería el futuro de la World Robots con las cámaras de televisión mostrando a un androide totalmente fuera de control…  De pronto tomaba nota de lo efímero que puede ser el éxito y de cómo puede ser borrado en apenas un instante de un solo plumazo…  Abatido, aflojó la tensión en su mano y el “caller” se deslizó hacia el alfombrado…

“Señor Sakugawa… - repetía nerviosamente la secretaria -.  ¡Señor Sakugawa!  ¿Se halla usted allí…?”

El Merobot llevó a Carla Karlsten hasta la entrada del estacionamiento.  El mismo se hallaba cerrado debido a que, obviamente, habían buscado clausurarle a él todas las posibles vías de escape.  Golpeó contra puerta hasta que la cerradura saltó hecha añicos y, una vez abierto el camino, depositó a Miss Karlsten en el piso, justo a la entrada; no había guardias a la vista ya que, al parecer, todos habían huido hacia los pisos bajos ante la inminencia del ataque aéreo.

“Q… quédate aquí, conmigo…” – musitó ella.

“No, Carla… No es conveniente para tu integridad física que yo esté a tu lado.  En cuanto puedan, van a intentar destruirme y, si eso ocurre, hay serio peligro de que salgas lastimada…”

Las lágrimas corrían mejillas abajo por el rostro de Miss Karlsten.

“N… no, por favor, no me dejes… No quiero… verte morir…”

“Morir no es un concepto compatible con un androide, Carla… No hay nada por lo que llorar – dijo él mientras le secaba una lágrima con el dedo”

Ella no tenía consuelo; las palabras del robot eran un perfecto recordatorio de que él era precisamente eso: un robot.  Y, sin embargo, una angustia imposible de describir con palabras le estrujaba el pecho ante la perspectiva de tener que despedirse de él… y tal vez para siempre.

“Vas a estar bien, Carla…” – dijo él inclinándose hacia ella y besándola con delicadeza en los labios.

Miss Karlsten se entregó al beso con toda la pasión de que fue capaz y le apoyó una mano sobre el hombro.  Cuando él, finalmente, dio por terminado el beso y se apartó de ella, la mano de Carla se deslizó a lo largo de su cuerpo hasta depositarse, impotente, en el piso.  Rompió a llorar aun más de lo que ya lo venía haciendo al ver cómo Dick desandaba el camino hecho a través del pasillo de entrada y salía fuera del estacionamiento, otra vez al descubierto.  Ahora, sin la presencia de ella, el robot era un perfecto blanco para la artillería policial.   Carla estuvo a punto de echar a correr tras él en el preciso momento en que, hacia el final del corredor, vio y oyó cómo una furiosa ráfaga de metralla repiqueteaba contra el piso de la azotea e incluso algunos proyectiles impactaban contra el cuerpo del androide, cuyos circuitos chisporrotearon y hasta provocaron fugaces destellos sobre su piel.   Ella sintió que el pecho se le desgarraba; un desesperado grito brotó de su garganta…

El robot, en tanto, echó a correr a través de la azotea buscando ponerse lo más a cubierto posible de los disparos.  Parecía imposible, desde ya, pero aun así, y como seguramente sobrevivía en su convulsionado cerebro positrónico la tercera ley de Asimov, el androide respondía al mandato lógico que lo llevaba a resguardar su integridad: quedaba en claro que todo estaba alterado, ya que la tercera ley está por debajo de la segunda en jerarquía y, como tal, se supone que un robot debería obedecer a un ser humano por encima de cuidarse a sí mismo.  Pero desde que el Merobot viera la sangre en la espalda de Miss Karlsten nada parecía funcionar normalmente; los principios lógicos que guiaban su comportamiento seguían estando allí, pero terriblemente alterados, dislocados, fuera de lugar y, al parecer, chocando frecuentemente entre sí de manera contradictoria.

Volvió a trepar a la torre del mástil, lo cual no parecía ser demasiado lógico si se consideraba que allí era más perfecto blanco para los cópteros que en ningún otro lado .  Uno de ellos que, al parecer ocupaba un puesto de privilegio dentro de la cuadrilla, accionó, de hecho su propulsión a chorro y se lanzó hacia él.  El androide vio rápidamente cuál era la jugada: alcanzó a distinguir cómo el cañón central de la aeronave se estaba moviendo, lo cual indicaba de manera inequívoca no sólo que el piloto estaba a punto de utilizarlo sino que, de un momento a otro, iba a dispararle un letal proyectil calórico que, en caso de impactarle, sería su final en pocos segundos… El robot tomó con ambas manos el mástil y lo arrancó con la misma facilidad que si hubiera sido una caña semienterrada en el lodo.  Asiéndolo como si fuera una lanza y dando, por un instante, la imagen de un lanzador de jabalina, el Merobot echó el hombro hacia atrás y, con toda la fuerza de que fue capaz, arrojó el mástil con estandarte y todo contra el habitáculo del cóptero.  El piloto, por cierto, lo vio venir, pero ya nada pudo hacer.  Con precisión matemática, el disparo asestó perfectamente en el blanco, penetrando a través del cristal de la aeronave para ensartar al hombre en el medio del pecho y clavarlo contra el respaldo de su butaca: murió en el acto, desde ya, y la nave, ya sin control, pasó a escasos metros por encima de la cabeza del Merobot para seguir su camino y luego perderse de vista…

El resto de los pilotos y los millones de televidentes que seguían el desarrollo de los acontecimientos no podían creer lo que estaban viendo: si algo terminaba de confirmar que el robot estaba fuera de sí era el hecho de que ya no sólo atacaba a seres humanos, sino que incluso… acababa de quitarle la vida a uno…

Atónito, Jack Reed no podía siquiera parpadear al ver las imágenes que emitía la televisión.  El ataque contra el cóptero y la consecuente muerte del piloto habían sido relatados con un casi caricaturesco dramatismo que rayaba en el estilo de un relato deportivo; sólo en cuestión de segundos, al pie de la pantalla se leyó: “robot asesino en lo alto del edificio Vanderbilt”.

Jack, en ese momento, pensó en Carla.  La cámara había seguido al robot hasta que éste la dejó en el pasillo que conducía al estacionamiento.  Pensó que era una excelente oportunidad para rescatarla y alejarla del peligro ya que no había forma de prever en qué locura terminaría el demencial combate que se estaba librando en la azotea.

“Voy por Carla” – anunció, y echó a correr en pos del ascensor.

“¡No, Jack!  ¡Es una locura! – le reprendió su vecino Luke -.  ¡Aguarda a que todo termine!”

Pero Jack no le oía.  Al llegar a la entrada del tubo del ascensor descubrió que, como era lógico, el mismo se hallaba clausurado.  Maldiciendo por lo bajo, no se dejó, sin embargo, desanimar por tal circunstancia y salió a la carrera en busca de la escalera.

Geena entró intempestivamente y sin siquiera pedir permiso en la oficina de Sakugawa.  En cualquier otro contexto, tal actitud le hubiera valido al menos un llamado de atención, pero no en ése.  Sintió un gran alivio cuando vio a su jefe en el sillón: se le veía abatido, sin ánimo ni energía, pero estaba bien: sus ojos, tristes, estaban clavados en la pantalla de televisión que cubría la pared.

“La prensa ya tiene el título que quería: un robot asesino…” – dijo, con pesar.

“Sí, lo sé, señor Sakugawa… - dijo ella acompañándole en su tristeza -.  De hecho no nos paran de llover los llamados aunque no estoy respondiendo ninguno… Entiendo cómo se siente, pero…, por favor, tiene que tomar esto con calma.  No hay forma de saber qué pasó y…”

“Caerán como buitres sobre nosotros – le interrumpió él -: sin importarles lo que haya pasado… Podemos comprar jueces, sí, ya lo hemos hecho, pero… ¿a todos?  ¿Y la prensa?  Esto es demasiado grande, Geena: hay un muerto…”

“Sí… - respondió la secretaria tragando saliva -.  M… más de uno, lamento decirle: el cóptero, al caer a la calle, provocó un par de muertes más… Realmente lo siento, señor Sakugawa, pero…, esto no ha sido culpa suya… Vaya a saber qué es lo que le han hecho a ese Merobot…”

“Ahora vendrá el momento en el cual todos desaparecerán – continuó él, como si no le oyera -: los amigos, los que venían a nuestras fiestas, todos…”

“S… señor Sakugawa… Yo siempre voy a estar con usted y lo sabe…”

Él la miró con una sonrisa muy oriental, casi reminiscente de Buda.

“Lo sé, Geena… - le dijo, mientras tomaba y acariciaba su mano -.  Lo sé… Nunca dudé de ti…”

Poniéndose de pie, la besó en la mejilla; no pareció un beso lascivo ni nada por el estilo: era más bien el beso de un padre hacia una hija.  Luego el empresario le soltó la mano y echó a andar despaciosamente hacia la puerta.  Ella temió por él o por lo que estuviese pensando en hacer…

“S… señor Sakugawa… ¿Adónde se dirige?  ¿Qué va a hacer?”

“No te preocupes, Geena – repuso él sin detenerse en su marcha -.  No temas por mí.  No llevo demasiado marcado el legado ritual de mis ancestros… Ni soy piloto kamikaze ni practico el harakiri… No tengo pensado quitarme la vida, al menos por ahora… Sólo iré a caminar un rato y tratar de poner en orden mi cabeza…”

Al retirarse el líder empresarial, Geena quedó, inmóvil, en el centro de la oficina que era recorrida por los erráticos reflejos y sombras que proyectaba la enorme pantalla de televisión en la cual no paraban de desfilar imágenes de lo que estaba ocurriendo en la cima del edificio Vanderbilt.  De pronto dio un respingo al sentir que alguien le tomaba el talle; al girar la cabeza se encontró con unos pícaros y devoradores ojos femeninos que la escudriñaban desde los hoyuelos de una máscara coronada por orejillas de murciélago.

“Bueno, Geena… Parece que el señor Sakugawa se ha ido… - le dijo – pero nosotras podemos darte muuuucho placer…”

“Así es, Geena – le dijo otra de los Ferobots en quien, al girarse, la secretaria de Sakugawa encontró una réplica de la Mujer Maravilla que, además, le estaba apoyando una lasciva mano sobre su trasero -.  Fuimos creadas para dar placer, hermosa… Más placer del que puedas llegar a imaginar…”

“Mmmmmiaaaaauuuuu…- intervino la réplica de Gatúbela mientras le rodeaba el cuello con su látigo aunque sin apretarlo sino sólo para mostrar poder -.  ¿Nunca lo hiciste con tres a la vez?”

Sin que pudiera llegar a articular palabra alguna en contrario, Geena sintió cómo las tres Ferobots le recorrían con sus manos libidinosamente el cuerpo para luego, poco a poco, irla despojando de sus prendas celebrando efusivamente cada vez que le quitaban una.  Cuando la tuvieron totalmente desnuda, Gatúbela sacó por entre sus labios su felina lengua para lamerle los pechos en tanto que Batichica se arrodillaba para introducirle la lengua en la vagina y Mujer Maravilla, desde atrás, no paraba de besarle el cuello mientras le jugueteaba con un dedo dentro del orificio anal…

CONTINUARÁ