Manuela y su complaciente marido (3)

Alfredo le había terminado de bajar las bragas y le quitó el sujetador y ahora estaba como Dios la trajo al mundo, enseñándoles todos sus tesoros ocultos, revelándoles todo su cuerpo

Sigo con la publicación de antiguos cuentos, encontrados en viejas revistas. Estos son los últimos, del maestro Dick Pickering, como final de fiesta. No tengo mas, y es una pena que nadie se haya animado a buscar alguno perdido, para esos lectores nostálgicos, que todavía los hay, que añoramos la calidad y el fino humor de aquellos tiempos.


En el mes de julio se fueron de vacaciones. Alfredo, muy tradicional para algunas cosas, las tomaba siempre desde el quince de julio al quince de agosto. A ambos les encantaba la Costa Brava. De toda la Costa, Tossa era su mejor delirio. Lo malo era la gente, el exceso de gente, se entiende, pero ellos ya estaban acostumbrados.

De todos modos la cosa empezó mal, porque cuando llegaron al Hotel éste estaba cerrado a causa de una huelga. Los de la agencia le encontraron habitación en una pensión muy limpia, pero con la desventaja de que tendrían a un vecino, o casi, un chico francés, pues no había puerta de separación entre las habitaciones, lo que solucionó la patrona colocando una sabana; así que ni siquiera necesitaban ver a su vecino si preferían evitarlo. Y como éste estaba solo, no habría de darles la lata, no...

Una vez que la patrona les dejó, Alfredo comenzó a besar a Manuela. Desde la noche aquella del cine su fuego apenas había decaído.

A las once estaban en la cama y todo se encontraba tranquilo en la habitación contigua. Dos horas después les despertó un ruido... y al principio ambos pensaron que estaban soñando, porque era muy raro: una figura humana se proyectaba sobre la sabana de separación con la nitidez de una sombra chinesca. Debía haber un flexo sobre la mesilla de noche, acaso la única luz, con la pantalla orientada hacía la puerta. Se trataba del famoso francés. Ambos contuvieron la respiración.

Primero se sentó en la cama y era indudable que se estaba descalzando. Luego se quitó la camisa y les pareció increíblemente alto y delgado. Se despojó de los pantalones. Era obvio que estaba de perfil y se le notaba la leve curva del culo y en el lado opuesto el bulto del paquete de la merienda, como decía Alfredo. Y Sucedió, el francés se bajo el calzoncillo – al parecer – un slip y volvió a incorporarse. Con enorme nitidez vieron entonces proyectarse sobre la sabana la sombra de su polla – en su lugar de descanso, pero al parecer muy larga – de los testículos y hasta de los pelos...

En seguida apagó la luz, dejándoles a ambos un tanto estremecidos.

  • Baja y chúpamela – cuchicheó Alfredo.

  • Te hubiera gustado mamársela a él?, le pregunto

  • Hombre, no se...

  • Quiero decir si la hubiera tenido tiesa

  • Hombre si la hubiera tenido tiesa

  • Que?

  • A lo mejor, sí.

  • ¿A lo mejor?

  • Bueno si quieres que te diga que si, sí.

  • Te ha gustado como la tenía?

Pero no la dejó contestar. La había puesto boca abajo, con el culo en pompa y se la estaba metiendo como un salvaje. Hizo mucho ruido, seguramente a propósito, el bárbaro de él, y al llegar al orgasmo no se pudieron contener y sus ayes debieron llegar a Cadaqués.

Se quedaron jadeantes y volvió a suceder algo mágico; volvió a encenderse la luz y le vieron incorporarse. Se puso en pie todo lo largo que era y mientras encendía un cigarrillo pudieron comprobar que su show había dejado huella, estaba con la polla completamente erecta y la tenía larguísima, enorme.

  • Vaya polla, eh?, cuchicheó Alfredo.

  • Sííí.

  • Te gustaría que te la metiera?

  • Hombre

Aquella noche si que le metió Alfredo tres polvos y el pobre francés no debió dormir nadita.

Al día siguiente, coincidieron con el vecino que les invitó a cenar. Después de regarla con buenos vinos, Michel que así se llamaba el francés, propuso darse un baño en la playa, Manuela ingenua, contestó:

  • Me apetece muchísimo, pero no tenemos bañador.

  • Y para que queremos bañador. De noche todos los gatos son pardos. Bueno de noche, hasta los conejos son pardos...

  • El de Manuela es pardo?, preguntó Michel.

  • Ah. Ese es un secreto conyugal, contestó Alfredo, descúbrelo por ti mismo...

  • Si quieres nos vamos lejos mientras te quitas cosas, le dijo Michel.

Ella no dijo nada. Empezaba a sentir entre las piernas la conocida llamarada, empezaba a derretírsele todo allí abajo… Se puso a andar a lo largo de la orilla y casi sin darse cuenta fue quitándose la blusa, y luego la falda. Que a gusto se estaba. Era verdad. Que frescor.

  • Venga, vaga – dijo Alfredo y le bajo la braga por detrás, dejándole el culo al aire.

  • Mira que quemada está, Mira que blanquito y fresquito lo tiene.

Alfredo tomó la mano de Michel y se la implantó encima de los riñones de Manuela, allá donde la piel estaba roja.

  • Fíjate como abrasa

Y luego se la hizo bajar con mucha deliberación, hasta la parte blanca y se la apretó sobre el culo, justo encima de la raja.

  • En cambio, fíjate lo fresquita que está por aquí.

Habían cesado las risas y la mano le estaba recorriendo con delectación toda la grieta anal, ya no sabía si conducida por Alfredo o no. Se volvió para aclarar este extremo y en ese mismo instante su marido le bajo las bragas también por delante. Un todo negro, zahíno, su pubis, saltó al ruedo de la noche, blanca de luna

  • No lo tenía pardo, musito Michel – y le metió mano.

  • Sí, sí, tócame, méteme todo lo que quieras... – pensó ella -.

Parece que había adivinado su pensamiento, porque en el acto se despojó del calzoncillo… Y tampoco él lo tenía pardo, sino un pubis inmenso y negrísimo que le llegaba casi hasta el ombligo y aquella cosa enorme, increíblemente grande y sobre todo larga, larguísima…

  • Mátame con esa lanza, pensó.

Mientras Alfredo le había terminado de bajar las bragas y le quitó el sujetador y ahora estaba como Dios la trajo al mundo, enseñándoles todos sus tesoros ocultos, revelándoles todo su cuerpo. De pronto sintió vergüenza, que tontería, se metió en el agua y empezó a nadar. En la orilla, oyó a Alfredo:

  • Échale una carrera, a ver si las coges…

Oyó a Michel lanzarse tras ella. Se fue todo lo lejos que pudo. Cuando ya no pudo más, se paró, de espaldas a la orilla y oyó a Michel llegar tras ella. Introdujo los brazos por debajo de sus axilas y se apoderó de sus pechos turgentes, luego descendió una de las manos, vientre abajo e inició la exploración del sexo. Notaba la lanza golpeándole el trasero.

  • Dobla las rodillas.

  • Separa las piernas.

Notó muriéndose a chorros, y nunca mejor dicho, como la penetraba, como empezaba a, a… follarla.

Gimió. No sabía lo que decía. No había conocido otra polla que la de su marido.

  • Más, más, más adentro.

Y luego:

  • Agujeréame, mátame.

Se acercaba Alfredo, y cuando llegó ante ella vio lo que estaba pasando y se puso a tocarla por delante, frenético. Mientras oprimía el sexo de su dulce y casta esposa, mientras exploraba sus grietas, palpó también, acaso, sin querer, el miembro de Michel. Luego dijo:

  • Porque no acabáis en casa?

Ellos continuaron la faena sin hacerle caso.

Les dio en el hombro, alzó la voz:

  • Vamos a casa, estaréis más a gusto.

Al final el mensaje llegó a sus mentes. Michel se la extrajo y comenzó a nadar hacía la playa.

Pero cuando la vio de nuevo sobre la arena, entera, desnuda, caliente como una bestia y follada a medias, apenas pudo contenerse y volvió a metérsela, hasta el fondo. Solo Alfredo mantenía una cierta calma, y volvió a separarlos.

  • No te pongas las bragas, boba, ni el sujetador, para lo que van a durar. Trae, yo te los llevo en el bolsillo.

  • No os sequéis. Da igual.

Llegaron al aparcamiento, con los dos hombres metiéndole mano, ebrios sobre todo de sexo. En el coche, descapotable, ella se sentó entre sus dos hombres y mientras Alfredo conducía, Michel le dijo:

  • Ponte de pie un momento.

Y Manuela le obedeció. Michel le levantó la falda y le contempló extasiado el culo, ahora a pocos milímetros de su nariz. Se puso a besárselo con mucho mimo, separándole las nalgas, abriéndole el ojete, y en seguida se la sacó.

  • Siéntate.

La dirigió muy bien hacía el objetivo y se la fue metiendo suavemente hasta que tropezó en algún lugar, al final de la vagina. Quedo sentada sobre él. Manuela se aferró al borde del techo y empezó a moverse frenética, pero estaban llegando a la Pensión y había que reportarse, que lata y Michel se la guardó como pudo, que pudo mal. Subieron como rayos a la habitación. No apagaron el flexo y así Alfredo pudo contemplar todo el combate y se abstuvo de intervenir, no fuera que se apagasen los fuegos. Manuela se puso de rodillas ante Michel e introduciéndose en la boca la larga y enhiesta picha se puso a chuparla frenéticamente, hasta que el no pudo más. Así mismo, como estaba, de rodillas, en la postura predilecta de Alfredo, se la metió.

  • No te cabe más, no te cabe más gritaba ella y es que sentía que aquello le golpeaba allá arriba cuando aún había un buen pedazo fuera.

Y luego.

  • No importa, no importa, horádame.

Como una perra, como una cerda, movía el culo circularmente, febrilmente. Alfredo la veía: estaba con los ojos cerrados y tenía tal expresión de caliente que casi le asustó. Empezó Manuela a proferir ayes tremebundos, desgarradores, infrahumanos y a poco se disolvieron Michel y ella en un largo orgasmo… Momento que aprovechó Alfredo para cogerla por el brazo y llevarla a su propia cama. Con todo aún cálido y pringoso, recién follada por otro hombre, le echo el mejor polvo de su existencia…

Bueno y así se pasaron los tres toda la noche y Alfredo no estuvo nunca seguro de cuando lo pasaba mejor: si viéndola con el otro, o follándola él. Vaya noche de placer. No se murió de milagro. Y desde luego… hay que ver como se había espabilado Manuela.