Manuela y su complaciente marido (1)

Manuela tuvo que rendirse del todo a la evidencia una buena tarde del mes de mayo en que apretaba el calor sobre Madrid. Bueno tuvo que rendirse a las evidencia y a unas cuantas cosas más.

Sigo con la publicación de antiguos cuentos, encontrados en viejas revistas. Estos son los últimos, del maestro Dick Pickering, como final de fiesta. No tengo mas, y es una pena que nadie se haya animado a buscar alguno perdido, para esos lectores nostálgicos, que todavía los hay, que añoramos la calidad y el fino humor de aquellos tiempos.


En el cine (sesión continua)

Manuela tuvo que rendirse del todo a la evidencia una buena tarde del mes de mayo en que apretaba el calor sobre Madrid. Bueno tuvo que rendirse a las evidencia y a unas cuantas cosas más. Y lo malo es que desde aquel día se aficionó al asunto, convirtiéndose en cómplice de su marido. A partir de entonces, ya no tendrían nada que reprocharse mutuamente, si bien hubo aun ocasiones futuras en que disimularon por el aquel de los respetos humanos y de la formación que a ambos les habían inculcado. Manuela no paraba de asombrarse, con lo decente, intachable, virginal que había sido ella hasta hace unos meses. Ya ves tu lo pronto que se marchita la flor de la pureza, ya ves tu lo cierto que resulta aquello de que la juventud corrompida es fruta verde y podrida, ya ves tu lo rápidamente que se contagia la depravación.

Porque la verdad es que era aún una niña, aunque eso sí, una niña buenísima, no tenía mas remedio que reconocerlo mentalmente... Casada desde hacía tres meses, y embarazada casi desde el mismo tiempo, aún no se le veía la tripita, aun mantenía la hechura de sus caderas, pero la preñez había aumentado el calibre de sus ya duros y plenos pechos y afilado todavía más sus pezones casi siempre enhiestos.

Llegaron a las puertas del cine a eso de las siete y les fue preciso guardar cola un buen rato. Su marido Alfredo era un ardiente devorador de películas. Se dispusieron a disfrutar de la película.

Al cabo de un rato notó Manuela un roce en el brazo, a babor, pero no le atribuyó especial importancia. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad. Miró de reojo con muchísimo disimulo, y el rozador era un hombre, joven al parecer, y con barba. Bueno no creía que fuera con mala intención. No iba a tener la gente tanta cara dura como para intentar aprovecharse con su marido al lado. No, no podía ser.

Al cabo de un rato el joven barbudo se agachó, como para recoger algo, y al incorporarse recorrió descaradamente la pantorrilla de Manuela con la mano, de abajo arriba, llegándole a la corva. Vaya por Dios, que mientras fuera solo eso…

Y en los minutos siguientes – vaya trajín – volvió a suceder tres veces. A la cuarta le dejó la mano en la corva y empezó a recorrer la sutil arruguita de ésta con un dedo. Encima era el lado de la raja, de la raja de la falda vaquera, se entiende que se había puesto esa tarde. Unos minutos después la mano se había apoderado de su rodilla.

Alfredo parecía no darse cuenta de nada. Claro, como tenía la cabeza metida en su melena y le propinaba besitos en la oreja. Y la estaba también calentando. Vaya gracia.

El joven barbudo, por su parte, había dado un leve tironcito a su chaqueta y ocultado bajo ésta la cabeza de puente establecida en la rodilla de Manuela. Y luego – que atrevido – tiró de su pierna, llevándosela hacía él.

Se lo tenía que decir a su marido, y se lo dijo, pero no todo.

  • Alfredo, porque no nos cambiamos de asiento.

  • Cambiarnos...? Si estamos tan a gustito aquí

  • Podríamos irnos un poco más adelante

  • Pero no ves que no hay un asiento libre.

  • Pero es que…

  • Es que, qué?

  • Que me parece que el tipo de al lado se está queriendo aprovechar

  • Habrá sido sin querer

  • Mira, vamos a hacer una cosa: Espera un rato y si sigue le parto la boca.

  • Vale

  • Tu no dejes de avisarme, eh?

  • Vale

Y Alfredo volvió a sumirse en su melena y continuó besándola con más ardor que antes.

El otro se había remangado la pernera del pantalón y estaba restregándole la pantorrilla con su velluda pierna. Que cosquillitas más agradables, que calentita la tenía, la pierna, claro.

La mano, por su parte, había subido por la cara exterior del muslo de Manuela y al llegar a la mitad del camino hacía la cúspide, hacía el objetivo, se puso muy insolente, sobre la parte superior. Le hizo separar más la pierna hacía él y la acariciaba con mucha ternura. La mano estaba ahora en la cara interna del muslo y ascendía hacía la braga.

  • Alfredo.

  • Que?

  • Vamos a cambiarnos.

  • ¿Por que?

  • Ya sabes

  • Te está tocando

  • Si

  • Donde?

Mintió otra vez.

  • En la rodilla

  • Pero… te ha dejado la mano puesta ?

  • Si

  • No será sin querer?

  • Hombre...

  • Es que no vamos a encontrar sitio… y a lo mejor es sin mala intención.

  • Hombre

  • Mira espera un poco más y si ves que la sube me lo cuentas

  • Vale

  • Pero no dejes de decírmelo

  • No

La mano había llegado al principio de esa deliciosa y suavísima zona de la entrepierna femenina que precede, ya próximas las ingles, a las asperezas del vello púbico…

Pero no conseguía pasar de allí, porque la falda se lo impedía, así que la sacó de tan sagrado recinto y se la puso por encima de la falda. Y desde allí Manuela vivió en todo su esplendor el momento sublime en el que la mano del joven encontró su chocho por encima de la falda y empezó a acariciárselo.

Ay que gusto, madre. No pudo contenerse la pobre chica así que introdujo su propia mano izquierda bajo la chaqueta y oprimió la de su magreante vecino de asiento, haciéndole que apretase aquella raja suya que se había convertido en una especia de pústula de fuego. Que la tocara pronto en vivo. Que la tocara pronto a pelo, por favor, porque si no se moría. Palabra que se moría. Y es que Alfredo, tampoco paraba. Aparte de los besos, se había llevado su otra rodilla hacía él, y así quedaba la pobre toda despatarrada, con perdón, con la raja abierta de par en par, y una especie de siroco devastador escapándosele de dentro.

Subió el chico la mano hasta la cintura y empezó a acariciarle el terso estómago. Con un dedo alcanzó el borde superior de la braga, pero no le cabía bien le mano y le oyó que cuchicheaba:

  • Desabróchate.

No tenía más remedio que obedecerle. Contestarle, hubiera sido darle tres cuartos al pregonero, es decir a Alfredo. Claro que, seguramente, éste no ignoraba lo que estaba pasando, pero eso era harina de otro costal.

Se desabrochó los corchetes y la mano ya no tuvo obstáculos en su operación de castigo. Descendió, primero, por encima de la braga, tomando nota, o así lo parecía, de los apretados rizos que se apiñaban bajo la tela. El apogeo de la fiesta tuvo lugar cuando la mano, por fin, se introdujo por debajo de la braga. La mano se enredaba, ansiosa, en los pelos. Ya no sabía que orden de prelación establecer en su ansia y pronto se engolfó mucho más con la ya mojadísima abertura; saludó cariñosamente al clítoris; penetró gozosa en el cálido pozo de la vagina; mandó un destacamento a explorar el ojo del culo…

Ni Alfredo, ni Manuela, ni el joven barbudo sabían ya lo que estaba pasando allá abajo, allá lejos, en la remota película y les importaba un rábano. Tan ajenos estaban a la proyección que no se dieron cuenta que la película se acababa… y el descanso casi les coge con las manos en la masa, sobre todo al joven barbudo que era el que estaba disfrutando de la “masa “.

Decía Alfredo, al parecer con mucha guasa:

  • Si quieres podemos cambiarnos de sitio ahora.

Si, sí, y ella con la falda desabrochada

  • No, ya no vale la pena. Total solo nos falta por ver el primer cuarto de hora.

  • No mujer, la vemos entera, otra vez

  • No te habrá vuelto a molestar ese?

  • Bueno, un poquitín, si me ha molestado

  • Que te ha hecho?

  • Bueno, subir un poco la mano.

  • Porque no me lo dijiste?

  • Chico, como te parecía tan horroroso que nos cambiáramos de sitio.

Preguntó ahora él, con la voz más ronca que nunca:

  • Hasta donde te ha llegado?

  • Pues… me ha tocado un poco el muslo.

  • ¿Hasta que altura?

  • Casi hasta arriba.

  • ¿Casi hasta el chocho?

  • Si

  • Pues vaya zorra que eres.

  • Como tú no querías moverte…

  • Si quieres nos cambiamos ahora.

  • No, total, ya…

  • Si te llega al chocho no dejes de avisarme.

  • Bueno…

Los tres deseaban ardientemente que volviese a apagarse la luz…