Manos y sexos
Aquél viernes estaba sola en casa. Eran las ocho y media, y mi marido no volvería hasta el domingo
Aquél viernes estaba sola en casa. Eran las ocho y media, y mi marido no volvería hasta el domingo. Me puse una copa de vino y me recosté en el sofá. Deporte, deporte, noticias, cotilleos… Una copa de vino más tarde todavía no había elegido nada que ver. Intenté tragarme las noticias, lo juro, pero eso sólo me llevó a una copa de vino más y mucha frustración, qué mierda de país.
Tras servirme una tercera opté por encender el disco duro para poner una película. Tras recorrerlo entero sin nada que me atrayese (supongo que aquél día me encontraba un poco más exigente que lo normal el cursor acabó en el directorio “vistas”. Lo abrí. Me fui a mi subdirectorio favorito, “blacked”, y abrí el último vídeo.
Me recosté en el sofá y di un primer trago a la copa mientras una rubia tonteaba con dos negros esculturales. Mi mano acariciaba mi pecho con suavidad, apenas rozándolo, mientras ella se arrodillaba y les desabrochaba los cinturones. Apreté un poco más cuando la primera verga apareció en la pantalla. Imaginar semejante aparato frente a mi cara endureció mis pezones bajo mis yemas. Me relamí instintivamente cuando ella comenzó a chuparle, metiéndose cuanto podía en la boca, sin abarcarlo con su mano. La imité cuando, con su otra mano, comenzó a masturbarse suavemente, despacio, sobre las bragas. Me aparté la falda y noté mi abultado clítoris bajo la tela. Húmedo.
Seguí un rato despacio, en círculos, viendo cómo su boca turnaba uno y otro sexo negro, grande y duro, mirándoles como una zorrita que nunca ha roto un plato.
Me acabé la tercera copa, me subí un poco la falda y me quité las bragas, empapadas. Chupé un dedo, imaginando que era la rubia y que el dedo era cuatro veces más grande y oscuro, y me lo introduje, pero no era suficiente. La envidiaba al ver cómo se ponía a cuatro patas para, sin dejar de lamer (toda una profesional), se abría para su primer invitado. El negro ariete se abría paso entre sus labios, bajo sus gemidos.
Fui al dormitorio, y abrí el cajón de la mesita de noche, sacando el consolador con el que mi marido y yo solemos jugar. Volví al sofá, me serví mi cuarta copa, y me recosté. Ya la costaba comer la polla por la velocidad con la que la follaban cuando el consolador comenzó a desaparecer dentro de mi, y fui yo la que gemí.
Creo que sonó un mensaje en mi movil, pero mis manos estaban ocupadas en mis pezones y en el consolador. Me follaba al mismo ritmo que se lo hacían a ella, y cerraba los ojos para imaginarme penetrada por aquellos sementales.
Mis pezones querían romper mi sujetador.
Mi coño comenzó a cobrar vida propia y a apretar aquél juguete de latex.
Me correría.
Me correría.
Me habría corrido.
Si no hubiese sonado el timbre de la puerta.
En ese momento recordé.
Mientras escondía el juguete y mis bragas bajo los cojines, recordé que Alberto, el amigo de mi marido, vendría esa noche a mirarnos la cocina.
Apagué la tele y grité “un momento” mientras me colocaba la falda.
El salón apestaría a vino y sexo.
En el móvil, un mensaje de mi marido: “¿Ha llegado ya Alberto?”
Al salir del salón me golpeé con el marco de la puerta. No me había dado cuenta de que estaba algo borracha.
Recuperé la compostura lo mejor que pude y fui a abrir, tras colocarme un poco el pelo.
“Hola, guapa”, me dijo. Sólo cuando nos dimos dos besos y mi cuerpo rozó el suyo me percaté que mis pezones seguían como piedras.
Se asomó al salón. La tele apagada, una copa de vino llena y media botella vacía. Qué poco convincente, pensé.
“Estaba haciendo tiempo”, disimulé.
Fue a la cocina con su caja de herramientas, y tras un rato de charla creo que conseguí relajarme por fin. Anduvo arreglando el fregadero, que perdía agua, mientras hablábamos de nuestras cosas, sin mayor importancia.
Al acabar se fue a lavar las manos, y le ofrecí una copa de vino y algo de picar.
Aceptó encantado, pero se sentó en el sofá sin esperar a que le ofreciese el sitio. Le serví el vino tensa como un palo. Algo debió notar, porque comenzó a contar chistes para relajarme. Lo logró, tras otra copa.
“Creo que te he hecho esperar demasiado”, dijo cogiendo la botella de vino, ya vacía. Riendo, la cogí y fui a la cocina a por más.
Al volver, lo que tenía en la mano eran mis bragas.
“Realmente creo que no te acordabas de que venía”, dijo, partiéndose de la risa. Noté cómo me ponía roja como un tomate. Las mejillas me ardían.
Dejé la botella en la mesa.
“No… lo siento”, fue lo único que acerté a decir. Él se rió para quitar hierro. “No te preocupes, mujer, yo también me mato a pajas”. Los dos rompimos a reír estruendosamente. “Eso sí, yo me pongo porno”, dijo él. “Yo también”, dije sin darme cuenta, llevada por el vino y lo absurdo de la situación. Su réplica fue inevitable: “¿ah, sí? ¿Qué veías?”. Por un momento me opuse, de una forma poco convincente, pero decidí seguir con el juego y ponerle la película de la rubia y los negros. Durante unos minutos seguimos bromeando con que si me gustaban las pollas grandes, que si me lo había montado con dos a la vez (no), que si me había quedado a medias (sí)... Cuando dije esto último, rellenó su copa de vino y con la otra mano sacó el consolador de debajo de los cojines.
No sabía dónde meterme.
“Acaba”, dijo, ahora más serio, pero sin llegar a ser amenazador.
Algo me cautivó en esa mirada y, soltando mi copa, cogí el juguete.
Me recosté frente a él y separé las piernas. Mi coño quedó expuesto a su mirada.
La chica era follada por ellos. Él dio un trago cuando me penetré con el consolador. Cuando lo hice noté cuánto lo necesitaba.
“Sí...”, suspiré.
Comencé a un ritmo lento mientras él acababa su copa.
“No te voy a tocar”, dijo cuando la dejó encima de la mesa y comenzó a desabrocharse el pantalón. Aceleré.
Se sacó una polla bien gorda y grande, casi como la de los negros. “Joder”, dije, acelerando aún más. Cuando comenzó a masturbarse mi otra mano fue a mi clítoris.
En la pantalla, a la chica la follaban a la vez, uno por el coño y otro por el culo. Cerré los ojos y escuché a Alberto gemir mirándome, para imaginarme a él dándome la vuelta y acompañando a mi juguete dentro de mi, como a la chica del vídeo.
Gemimos contemplando nuestros sexos, masturbándonos. Gemimos durante unos minutos sin decir nada más, sólo disfrutando.
Abrí la boca y los ojos en un grito mudo.
“Me corro”, dije.
Mi cuerpo se arqueó, y el consolador me llegó hasta el fondo en el momento en que mis dedos me provocaban, delante de él, un enorme orgasmo. Noté mis poros erizándose con mis pezones, y mis fluídos derramándose sobre el latex del juguete.
La escena fue demasiado para él, que con un bufido comenzó a eyacular en sus manos.
En la pantalla ella se corría con estrépito, pero en el salón reinaba el silencio. Mi juguete abandonó mi coño y sus manos su polla.