Manolito el pajitas - Epílogo

Me han pedido que continúe esta historia. Aquí está ¿Triste? ¿Feliz? Ahora os toca usar la imaginación.

Manolito «el pajitas» - Epílogo

Nota: Para mí, la historia de Manolito está más que acabada. Pensaba que ya no era Manolito, que había descubierto que amaba a Javier y que aquellos hombres que lo envidiaban por su suerte habían recibido un castigo. Pensaba que la sorpresa era parte del relato y que los lectores podrían imaginar qué podría pasar de ahí en adelante, pero, tengo que confesarlo, yo tengo mi propia continuación de esta historia y me han pedido que la continúe en esta web. En realidad, podría tener varias partes más, pero he pensado en escribir este epílogo que dejará claros muchos detalles y mostrará a los lectores pasajes eróticos que pueden gustarles. Así, sin nada más, comienzo.

1 – Gracias a la vida

Ya había encontrado a una muchacha muy amable y cariñosa para cuidar de mi piso y, cómo no, para cuidar de Manuel, el que se había convertido en el amor inseparable de mi vida, durante más de un mes. Cuando aquella chica fue conociendo a Manuel, me dijo un día que nunca había conocido a un joven tan cariñoso y tan sincero. Ella, evidentemente, sólo estaba en casa por las mañanas. Yo cuidaba personalmente de mi compañero. No dejé de asistir a la fábrica un par de horas por la mañana, pero también me dediqué a otros asuntos. Por ejemplo, como la policía hace muchas preguntas, supieron que éramos amantes y que yo estaba fuera de toda sospecha, pero me enteré de quiénes eran los cinco obreros de mi fábrica que lo agredieron y fueron luego agredidos.

Los obreros vieron al que conocían como Manolito «el pajitas» demasiado trajeado y asomado a la ventana que daba a la fábrica. Se reunieron y sintieron una envidia insana que los llenó de ira. No podían permitir que un crío que les hacía las pajas por un euro comenzase algún día a darles órdenes y, sin pensarlo demasiado, al día siguiente de su entrada en el trabajo, vieron a Manolito entrar en el bar a por un café. Paco lo atendió con una amabilidad con la que no los atendía a ellos. No sabían una cosa; Paco había atendido antes a Manolito con esa amabilidad (y más), como un padre, a esa criatura tan vulnerable y estuvo atento a la conversación de los obreros. No pensaba que iban a darle una paliza cuando saliese, sino que creyó que debería avisarme de que Manuel corría peligro. Pero llegó tarde. Cuando salió del bar al oír tanto escándalo, lo encontró destrozado en el suelo. Como conocía muy bien a todo el que entraba en su bar, memorizó a cada uno de aquellos indeseables; pero no dijo nada.

Pudo ser un error. Manuel siempre insistía en que no quería venganzas. Se debería haber llamado a la policía y haberlos denunciado. Pero calló.

Al día siguiente, cuando se reunieron en el bar esos mismos obreros, estuvo muy amable con ellos sin despertar sospechas y, cuando vio que salían, cogió un enorme cuchillo de cocina y salió a la calle amenazándolos y echándolos hacia arriba por la carretera hasta otro solar que había allí abierto. Los obreros le rodearon y se vio metido en una situación muy peligrosa, así que comenzó a dar cuchilladas como un loco a todos lados hasta que vio a los cinco malheridos en el suelo (uno muy malherido y otro mutilado). Me dijeron que le harían un juicio rápido a todos. Había muchísimos testigos de los hechos. Los cinco hombres, como le dije a Manuel, tuvieron que estar bajo vigilancia en Observación del hospital hasta que mejoraron. En el juicio le cayó a cada uno una buena condena por muchos motivos. Pensaba que su vida ya se había acabado. Unos hombres con esos antecedentes, evidentemente, no iban a volver a trabajar en mi fábrica y ya me encargaría yo de dar «buenos informes» de ellos. Paco también tendría que cumplir una condena, pero tenía muchos atenuantes. Lo mejor de todo es que el juez decidió que su condena sería bajo fianza y me fui a ver al inspector.

  • Señor inspector – le dije -, no sé cómo hacer esto. Ayúdeme. Ese hombre no se merece estar en la cárcel. Voy a dar la fianza.

  • ¿Sabe usted lo que dice, caballero? – exclamó -; es una cantidad de dinero muy grande.

  • No le he preguntado cuánto es, inspector – insistí -, sino que si puede usted ayudarme a poner la fianza.

  • ¡Desde luego, señor! – se levantó -; ese hombre no merece estar en la cárcel, es cierto, pero hay unas leyes que cumplir.

Paco, al pasar un tiempo, salió bajo fianza y volvió a su bar. Algunos no lo miraban con buenos ojos, pero el caso estaba tan resuelto, que nadie iba a arriesgarse a hacerle daño.

Mi niño, mi Manuel amado y amante, se fue recuperando entre caricias, besos y, como él decía, todo aquello que no nos atrevimos a hacer antes. Era una labor importante que olvidase lo ocurrido y puse todo mi empeño en que no quedase traumatizado. Sus manos recorrían mi cuerpo con verdadera maestría. Yo le reñía para que no moviese el brazo derecho y él se sentaba en su butacón preferido para ver la tele, se quitaba los calzoncillos, ponía una pierna en cada brazo del sillón y me decía pícaramente:

  • Javier, querido; alguien te espera por aquí.

Él nunca se había dedicado nada más que a hacerle pajas a esos indeseables, pero a mí me hacía unas mamadas peligrosas; de un placer extremo. Decía, en cualquier momento del día, que «alguien» le estaba esperando y acudía yo a darle el placer que me pedía.

Daba gracias todos los días porque nada trágico e irrecuperable hubiese sucedido y toda mi atención y mis placeres eran para Manuel.

  • Si me das tanto placer – me dijo - ¿cómo voy a superarte?

  • No, precioso – le insistía riéndome -, esto no es un campeonato. Dame lo quieras y yo te daré lo que quiero.

  • Es que me aburro y necesito tenerte en mis manos – miraba al techo -. Cuando esté bueno, empezaré a trabajar en serio contigo. No sé si aguantaré esas dos horas sin besarte.

  • ¿Sabes qué te pasa? – le acaricié los cabellos -; esta es la novedad. Tu cuerpo te pide estar conmigo a todas horas; como a mí. Pero ya nos iremos normalizando.

  • Lo que dices… - me miró incrédulo - ¿será broma, no?

  • Ojalá lo fuese – le di una magdalena -, pero se suavizará.

  • Te equivocas, amor – dijo seguro - ¿Ves la magdalena? Pues me la sigo comiendo con el mismo gusto que hace mucho tiempo. Tú eres para mí como mi magdalena ¡Porfa, cómeme el nabo un ratito! ¡Me encanta!

  • ¿A cambio de qué, pillo? – le dije amenazante -; yo también quiero algo tuyo.

  • Te la meteré como a ti te gusta – me dijo comiendo -; sé que te encanta.

Me eché sobre él riendo y apretándole el nabo (como seguía diciendo) y me besó abriendo su boca y dándome de comer como a un pajarito.

  • ¡Ah, pillín! – le dije casi atragantado de magdalena - ¡Así que yo te la mamo primero y luego tú me la metes! ¿Te vas a correr las dos veces?

  • ¡Pues claro! – se echó a reír -, pero luego te haré una mamada de las mías y te quiero sin mover un dedo todo el tiempo.

Le hice su mamada y me besó con todas sus fuerzas después de correrse, me tomó de la mano y me llevó a la cama.

  • ¡Fuera calzoncillos y boca abajo!

Se fue ambientando otra vez y me penetró con delicadeza y acabó golpeándome fuertemente en las nalgas hasta correrse otra vez. Luego hizo un gesto para que me tendiese boca arriba y hacerme una mamada. Pero había una condición; no podía moverme nada, sintiese lo que sintiese. No puedo explicar lo que sentía. Se limpió bien su polla y se fue al baño a asearse. Luego, se colocó desnudo en la cama a mi lado y comenzó a hablar.

  • Yo pensaba que mi padre se equivocaba – dijo -, pero me estaba enseñando a algo más que a cuidar cabras. Tal vez tú no lo sepas, pero Paco me ha seguido enseñando cosas. Es un hombre bueno. A ellos y a ti os debo todo esto. Paco odiaba que me ganase la vida haciendo pajas, pero un día le contesté muy mal y le dije que yo ya era mayor para hacer lo que me diese la gana. Teníais razón. Un tío no puede ganarse la vida haciendo pajas a euro. Si te soy útil, amor, prefiero trabajar contigo.

  • Vas a trabajar conmigo muy pronto – lo besé en el cuello -; en cuanto el médico lo diga. Te voy a hacer un empresario… ¡pero no vayas a poner una fábrica de condones!

Nos echamos a reír y nos abrazamos con cuidado.

2 – Don Manuel ha vuelto

Le dio el médico el alta a Manuel y le vi muy derecho, en pelotas, delante del espejo.

  • Ya no se me nota nada – dijo -, me pondré el traje azul; déjame elegir la ropa. Quiero ir guapo para ti, no para los demás.

  • Todos te van a mirar y a saludar y a darte la bienvenida – le advertí -, así que vístete para todos; se lo merecen. Y ponte el mejor perfume.

  • Sí, papáaaa… - me dijo en broma -; voy a hacer lo que tú me pidas.

  • Es un consejo, bonito – aclaré -; yo no soy nadie para decirte qué traje debes ponerte. Eso debes saberlo tú.

Abrió la cortina de la ducha, me miró de arriba abajo desnudo y dijo:

  • Si me pidieras que fuese en pelotas, iría. Te quiero.

Tomamos el coche y fuimos a la fábrica a media mañana. Nadie nos esperaba, pero al vernos entrar, algunos se acercaron con admiración y respeto y nos dieron la bienvenida, sobre todo a don Manuel, a quien miraban con curiosidad.

Entró doña Eulalia en el despacho sin llamar y vio a Manuel sentado en su sitio, erguido, con su compostura y como si nada hubiese pasado, pero se dirigió a él inmediatamente y, no queriendo sacar recuerdos desagradables, le dio la mano con orgullo y se puso a su disposición. Luego, entraron algunos otros administrativos de la fábrica y saludaron a Manuel (que empezaba a cansarse de tanto levantarse y de tanto cumplido). Todos sintieron una gran alegría por verlo allí otra vez.

Al fin, nos quedamos solos. Se levantó Manuel y se acercó a mí por detrás, como aquel primer día en que nos vimos, y puso sus brazos sobre mi pecho diciéndome al oído que no podía estar tan separado de mí. De pronto, me pareció que se arrodillaba en el suelo y se metió debajo de mi mesa, que era como un cajón. Noté que tocaba mis piernas y le llamé la atención, pero cuando me di cuenta, tenía mi pantalón abierto y me estaba acariciando la polla. No supe qué decirle, pero al poco tiempo me pareció que había empezado una de sus mamadas.

  • ¡Manuel, por favor! – le grité - ¡Estamos en la oficina!

Siguió chupando con su máxima ternura y seguí escribiendo disimulando lo que sentía. En ese momento, entró doña Eulalia.

  • Don Javier – me dijo -, perdone un momento, pero necesitaría ver estos documentos con usted.

Manuel no cesó de chupar.

  • Emmmmm – me tapé la cara con la mano - ¿Le importa venir dentro de un momento? Yo la avisaré por teléfono.

  • Como usted diga, señor – contestó -.

Se quedó mirando a un lado y a otro extrañada y preguntó por don Manuel.

  • Me parece – le dije precipitadamente -, que ha ido a ver algo por la fábrica. Vuelva luego y resolveremos ese problema.

La mujer, atenta y preocupada, siguió hablándome un poco más y el placer me llegaba y no había forma de aguantarlo. Me tapé la cara con la mano y le dije que me dolía un poco la cabeza. Siguió ofreciéndose a ayudarme hasta que le dije que me dejase solo, pero me corrí con ella delante y haciendo verdaderos esfuerzos para que mi cara no se descompusiera. Cuando salió de allí, empujé mi asiento hacia atrás, miré esos ojos tan preciosos y le dije:

  • Manuel, por favor, ¡no me hagas estas cosas!

  • ¿No te gustan mis mamadas?

  • ¡Claro que sí, cariño! – exclamé -, pero estaba delante doña Eulalia. Y… me habrás puesto la moqueta llena de leche ¿no?

  • No, mi vida – me dijo sonriente desde abajo -, me la he tragado y puedo asegurarte que está riquísima.

  • Ya sabes que no es aconsejable tragarse eso – le reñí -; hubieras escupido y ya se hubiera limpiado.

  • No, Javier, no – me dijo muy serio -, quería probarte ¡Me encanta tu leche!

Poco después fuimos al bar

  • ¡Bienvenidos sean a su casa don Javier y don Manuel! – gritó Paco -. Buenos días, señores ¿Lo de siempre?

  • Lo de siempre, Paco – le dije -, no creo que cambiemos por ahora.

Pero acercándose discretamente a Manuel, le dijo:

  • Perdone, don Manuel, pero me parece que tiene manchas de leche en una de las comisuras de sus labios ¿Quiere un paño para limpiarse?

  • ¡No, no! – contestó Manuel sorprendido -, yo me limpiaré un poco del desayuno de esta mañana.

Paco lo miró con una sonrisa pícara y Manuel tomó una servilleta, la mojó un poco con su saliva y se limpió. Tomamos nuestro desayuno, me fumé hasta cinco cigarrillos y decidimos volver al trabajo un poco más.

  • Vendremos a visitarle antes de irnos, Paco – me despedí -; le estamos muy agradecidos por todo lo que ha hecho por nosotros.

3 – Un accidente

Pasó un buen tiempo y cada vez éramos más felices. Manuel tenía razón. Nuestro amor no se estaba normalizando como yo le dije, sino que cada vez era más intenso. Hasta en el cine me hacías pajas o mamadas.

Seguíamos nuestro trabajo corto de un par de horas y salíamos al bar a tomar un desayuno los dos y a fumar yo.

Un día me dijo que quería dar una vuelta por la fábrica, que estaba aburrido, así que seguí con mis papeles y él salió del despacho. No había pasado mucho tiempo cuando entró corriendo el señor de la Cruz llorando y casi no podía hablar: «¡Don Javier, don Javier!». Una enorme cadena se había soltado, se balanceó en los aires y golpeó a Manuel en la cabeza y en el pecho destrozándolo. No pude acercarme a verlo. Me quedé paralizado.

  • ¡Estoy harto de decirle que se ponga el casco para entrar en la fábrica – me dijo un obrero -, pero sé que eso no hubiera remediado esto!

¡Oh, no! ¡Dios mío! ¿Por qué tenía que pasarme a mí?

Hubo investigaciones de todas clases, claro. Pero no fue más que un accidente.

Me llevaron a mi casa y hubo después unos días de papeles, de incineración y de condolencias. Quería cumplir el deseo de Manuel de estar siempre a mi lado y me llevé sus cenizas a casa y las guardé en el altillo de mi armario.

Miriam, la chica que iba a casa por las mañanas, no podía o no sabía cómo dejar de llorar y yo me incrusté en un sillón sin hablar, sin ir al trabajo, sin comer.

  • Señorito – me dijo la muchacha -, tenemos que seguir la vida ¡Vamos! Levántese y saque fuerzas.

Pero casi ni siquiera oía lo que me decía.

Una mañana, ya estaba yo sentado en mi sillón cuando entró ella acompañada por un chico.

  • Es mi hijo – me dijo -; no tiene clases y no quería dejarlo solo en casa. Espero que no le importe que pase aquí la mañana.

  • No, no, no me importa – le contesté con hilo de voz -, tiene un ordenador, libros y otras cosas en ese dormitorio.

  • Le prepararé un buen café, señorito – me dijo -, mientras conoce usted a mi hijo. No lo digo porque sea mío, pero es muy bueno y se llama Manuel.

Respiré profundamente y seguí mirando al frente, pero el chico se acercó a mí y evitó hablar de aquel tema que sabía que me hacía sentirme tan mal. Se sentó en el brazo izquierdo de mi sillón y puso su brazo sobre mis hombros. Le miré con tristeza y vi sus ojos húmedos y oscuros mirándome profundamente.

Y tu mirá

Se me clava en los ojos

Como una espá

¡Dios mío! ¡Aquellos ojos! ¡Aquella mirada!

De pronto, movió su cabeza inclinándola delante de la mía, volvió a mirarme con dulzura y acercó sus labios a los míos besándolos brevemente. Le sonreí. Volvió a acercarse a mí, se sentó sobre mis piernas y nos besamos apasionadamente.

  • ¿Puedo yo ser tu Manuel?