Manolito el pajitas

Sin comentarios (Último de esta serie).

Manolito «el pajitas»

1 – La comida

Vivía casi en el centro de la ciudad. No puedo decir que el sitio era malo; ni mucho menos, pero debía asistir todos los días a mi trabajo en la fábrica que mi padre me había dejado y eso significaba perder muchas horas al día. Busqué un piso bastante lujoso a las afueras y hacia el lado de la fábrica y me mudé en poco tiempo. Ya podía salir con el coche y, sin atravesar la ciudad, estar en las oficinas en menos de media hora. En realidad, mi trabajo era simple, cómodo e incluso me permitía faltar cuando quisiera. No tenía más que resolver los problemas y las consultas por teléfono. Pero si no iba a diario a la fábrica, aunque fuese un par de horas, me quedaba en casa encerrado y me aburría muchísimo. Sólo tenía un problema: allí dentro no se podía fumar.

En la parte del otro lado de la carretera había un bar modesto pero muy limpio que llevaba un hombre llamado Paco. Era un hombre cordial y todos los días, cuando entraba allí a tomar café y a fumarme unos cigarrillos, me decía a voces: «¡Bienvenido sea a su casa don Javier!».

Últimamente, estaba viendo aparecer por allí esporádicamente a un joven poco aseado y muy mal vestido, pero nunca me molestaba. Juan le había dicho que a don Javier ni se acercase. Un día, sin embargo, fui al atardecer y le vi recorrer la barra arrastrando la mano por ella y acercándose a mí. Oí a Paco, desde el otro extremo, decir en voz alta: «¡Che, Manolito! ¿Yo qué te he dicho?».

Hizo caso omiso a Paco y se acercó a mí muy despacio mirándome con ojos muy tristes.

  • Oiga, señor – me dijo con timidez -, ¿podría darme algo para comer? No quiero irme a la cama con hambre.

Me volví hacia él sonriente y su mirada penetró en la mía como una lanza.

Y tu mirá

Se me clava en los ojos

Como una espá

  • Dime, chico – le hablé -, si tienes hambre, no voy a darte dinero, pero llama a Paco, elige lo quieras del bar y come.

  • ¿Puedo pedir lo que más me guste? – preguntó interesado -.

  • Acabo de decírtelo – le repetí -; no voy a darte dinero, pero si tienes hambre, puedes comer todo lo que quieras. Te invito.

Paco se acercó para saber si me estaba molestando y le hice un gesto con la mano.

  • Escuche a este chaval – le dije -, que va a pedirle una cena. Póngale exactamente lo que quiera comer y apúntelo a mi cuenta.

Paco me miró un poco extrañado, le preguntó al chico y éste, le dijo con timidez:

  • Quiero un vaso de leche caliente y una magdalena.

Me volví hacia él a mirarlo. No entendía que habiendo allí a la vista jamón, gambas, cerveza y todo aquello que encuentra uno en un bar, pidiese algo tan simple.

Cuando Paco le sirvió, me miró como para pedirme permiso y se comió despacio la magdalena bebiéndose el vaso de leche.

  • ¿Manolito? – le dije -, me parece que tienes ya edad de que te llamen Manuel (aparentaba los 19 años).

  • Manolito «el pajitas», señor – me dijo un tanto retirado -; la gente me llama así y tengo dieciocho años.

Miré a Paco para buscar en su cara una expresión que me dijera algo más, pero me miró con seriedad y sin decir nada y, antes de retirarse de nosotros otra vez, le dijo:

  • Manolito, no molestes al señor, por favor.

Paco se retiró y bajé la voz para hablar con aquel chico que, debajo de su mugre y de sus harapos, dejaba entrever a un joven muy guapo. Imaginé por un momento que lo veía aseado y vestido con un traje y me pareció que podría ser alguien con mucha elegancia.

Me despedí de Paco y me fumé lo último del cigarrillo mientras iba hasta la puerta. Cuando me di cuenta, Manolito venía tras de mí. Me retiré de la puerta del bar para hablar con él y se apoyó en la pared y me hizo una pregunta:

  • ¿Vamos ya?

  • ¿Vamos? – pregunté extrañado - ¿A dónde?

  • ¡A la paja!

  • Perdón, Manolito – le dije -, no entiendo de qué me hablas.

  • A mí la gente me da un euro para comer – me dijo con la mirada perdida -, pero el vaso de leche y la magdalena valían más de un euro. Yo como así. Pido, me dan un euro, como algo y les hago una paja ¡Vega usted, don Javier! Tengo mi casita y todo.

  • ¡Espera, espera, chico! – le tomé por el brazo - ¿No tienes familia? ¿Quieres decirme que duermes en una choza y comes a cambio de hacerle pajas a la gente?

  • Sí, señor – dijo con naturalidad -; mi padre me tenía cuidando sus cabras, pero cuando cumplí los dieciocho, me abrió la puerta y me dijo que ya tenía edad para buscarme la vida yo solo. De momento, por aquí, no sé en qué trabajar y hacer una paja es muy fácil.

  • De acuerdo – tragué saliva -, pero… ¿cuántas… pajas tienes que hacer al día?

  • Hay mucha gente en la fábrica de ahí enfrente que me da un euro – dijo señalando mis instalaciones – y algunos días he hecho ¡hasta seis pajas!

¡Dios Santo!, me dije sudando, este chico no sabe lo que hace.

  • Mira, Manolito – le hablé con calma -, esta vez, te he regalado la leche y la magdalena que has pedido, pero voy a hablar con Paco para que te dé de comer todos los días lo que quieras. Sólo debes prometerme una cosa.

  • ¿Tengo que prometer algo? – dijo desconfiado - ¿Debo hacerle las pajas sólo a usted?

  • ¿Pero qué dices, hombre? – me llevé la mano a la cabeza -, lo que intento decirte es que no le hagas una paja nunca más a nadie ¿Me has oído bien? Cuando quieras comer o necesites algo, se lo pides a Paco. Yo ajustaré cuentas con él.

  • ¿Y no va a venir a ver la casa que me he hecho?

  • ¿Sabes algo de albañilería? – pregunté - ¿Qué sabes hacer?

  • Nada, señor Javier – contestó indiferente -; cuidar ovejas y cabras.

  • De acuerdo – le dije levantando el dedo -, voy a ver tu casa por cortesía, pero de pajas nada ¡Se acabaron! Ya puedes comer lo que quieras.

No dijo nada, se volvió y me hizo señas para que le siguiese. Llegamos a un solar. Habrían echado la casa abajo por algún motivo. Estaba tapiado, pero Manolito tenía la llave de la puerta metálica que lo cerraba. Abrió y me miró orgulloso: era su casa. Entramos en un solar y vi al fondo una especie de choza hecha con material de construcción grande – bloques – que estaban tapados por un tejado hecho de chapas oxidadas y cubiertas de un plástico grande.

  • Pase, señor, pase – me hizo un gesto con la mano -, está usted en su casa.

Nos acercamos a la choza y abrió otra pequeña puerta. Cuando entré allí me quedé sin respiración; sólo había una cama vieja con un colchón muy bien tapado y, aunque todo era viejo, estaba limpio y muy ordenado.

  • Siéntese en la silla – me dijo –, no tengo nada más que esta.

Sentí que el techo era muy bajo y me senté allí. Se puso tras de mí y echó sus brazos mugrientos sobre mi pecho.

  • Mira, Manolito – le dije -, no quiero que me llames señor. Llámame Javier. Seremos amigos, pero deberemos mantener las distancias.

  • ¡Vale, Javier! - me dijo desde atrás -, pero te he prometido algo sobre la comida y voy a cumplirlo. Ahora, como un rito de despedida de mi vida anterior, quiero hacerte una paja.

Me puse tenso y asustado y le hablé con las palabras que me salieron.

  • Manolito, hijo… lo de las pajas se acabó antes de beberte el vaso de leche. No necesito ni quiero que me hagas una paja.

  • Verás, Javier – seguía detrás de mí -; no es el pago del vaso de leche y la magdalena, sino mi agradecimiento a haberme sacado de ese mundo. Sé cómo la tienes. Me gustaría vértela y acariciártela y darte placer. No me niegues eso; me defraudarías.

Me quedé inmóvil y esperé a ver lo que pasaba.

  • Las he visto de todas clases – dijo -; las hay redondas, aplastadas, nervudas, suaves, ásperas, largas, torcidas, muy cortas, limpias y sucias, operadas y sin operar. A algunas no les bajaba el pellejo y tenía que tener cuidado de no hacerle daño a su propietario si no quería ganarme una ostia . Sé cómo es la tuya sólo mirando tu cara y tus manos. Es larga, suave; su pellejo baja muy bien hasta abajo y sería la envidia de cualquiera.

No podía moverme. Sus manos bajaron hasta mis pantalones y, con una maestría increíble, desabrochó mi cinturón y mi pantalón y, antes de que me diese cuenta, había bajado la bragueta.

  • Levántate un poco y echa tu culo un poco más para atrás.

Cuando me levanté para incorporarme un poco más en la silla, aprovechó velozmente para bajarme algo los pantalones.

  • ¡Déjalo, Manolito, déjalo! – le dije -, cuando necesito desahogarme lo hago en casa yo solo.

  • No es igual, Javier. No has probado una paja de Manolito y yo quiero probar tu nabo. Por favor, por favor te lo pido. Me has dado de comer y me darás de comer mucho tiempo. Permíteme tocarte.

Puso entonces su mano sobre mis calzoncillos y moví la cabeza a un lado y a otro. No podía escapar de aquella rarísima situación. Pero mi pene me jugó una mala pasada, porque en poco tiempo había entrado en erección. Y, aprovechando que la tela estaba muy levantada, metió sus dedos por el elástico y tiró de él y bajó los calzoncillos. Seguí inmóvil mirando al frente. Poco después, unas manos suaves y expertas comenzaron unas caricias que yo nunca había sentido. No pude evitarlo; volví mi cara y le miré casi sonriente. En pocos movimientos, ya había agarrado mi miembro por el sitio exacto donde yo lo agarraba para sentir el máximo placer cuando me masturbaba. Cerré los ojos y decidí dejarme llevar. En poco tiempo, era tanto el placer que sentía que mis chorros de semen llegaron hasta la puerta. Se volvió despacio y tomó un rollo de papel higiénico, se colocó de rodillas ante mí, lamió lo que había quedado en mi glande y me limpió. No podía ni hablar ni moverme.

  • ¿Me das ahora la razón, Javier? – dijo mirándome profundamente -. Por muy bien que tú te la menees, nunca vas a superarme.

Vino un extraño flash a mi cabeza, le tomé por las mejillas y lo besé. Me sonrió sinceramente y hablé:

  • No voy a volver a la fábrica ni tú al bar a comer. Te vas venir conmigo a casa como mi secretario. Puede que no sepas más que cuidar ganado, pero yo sé cómo enseñarte otras cosas. Tienes muy buenos modales. No te quiero llevar a mi casa para que me hagas las pajas. Quiero tenerte a mi lado. Por favor, ahora te lo ruego yo, no te niegues a venir a mi casa. Te ducharé y te pondré como un marqués, porque la belleza ya la tienes y tu inteligencia la estás usando en algo que no te va a servir para nada. Si quieres, tendrás tu dormitorio privado y jamás te pediré que te acuestes conmigo o me hagas una paja. Pero antes de salir de aquí, tienes que prometerme que serás mi amigo y trabajarás conmigo en esa fábrica de ahí enfrente. Ya veremos qué puesto te doy. El día que lo creas conveniente, podrás marcharte con total libertad a donde quieras.

  • ¿Quieres que me vaya a tu casa? – preguntó incrédulo - ¿No me harás nada malo, verdad?

  • Querido Manuel, amigo – le dije -, sería incapaz de rozarte un pelo sin tu permiso, pero además, ahí enfrente está mi fábrica. No estoy escondiendo nada. No te quiero durmiendo aquí cuando puedes tener una buena higiene y buena ropa y un buen puesto de trabajo que te sirva para ganarte tú mismo la vida. No puedo demostrártelo de otra forma. Si no estás a gusto conmigo en casa, te traeré a esta; a la tuya.

Abrió la boca mientras subía mis calzoncillos y comenzó a sonreír. No me agradaba mucho acercarme a él estando tan sucio, pero lo dejé besarme y acariciarme. No dijo nada; salimos de la casita y luego del solar y cerró la puerta con el candado.

  • ¡Ven, Manuel! – le dije -, aquel Mercedes que está en la entrada de la fábrica es el mío. ¡Vamos a casa! ¡Te gustará!

2 – Don Manuel Fajardo, secretario

Avisé a fábrica porque estaría ausente unos quince días y me fui con mi nuevo amigo a casa. No podía creer lo que estaba viendo cuando entró:

  • ¿Todo esto es tuyo? – exclamó - ¡Eres muy rico!

  • Todo esto, Manuel – le dije -, es nuestro. Voy a enseñarte toda la casa y luego, si no te importa, te desnudaré por completo y te daré un buen baño. Si prefieres que no te vea desnudo, me lo dices y te diré cómo asearte y cómo vestirte.

  • No, Javier – me cogió la mano -, si vamos a ser muy amigos, no me importa que me veas desnudo. Yo ya he visto tu nabo.

  • ¡Venga, Manuel! – le dije -, que no hablo de sexo, sino de higiene.

Aquella noche quiso dormir conmigo. Se abrazó a mí y besó muchas veces mi espalda, pero respetó nuestra intimidad y en ningún momento se insinuó ni me tocó otra parte del cuerpo.

Salimos a comprar ropa y complementos y otras muchas cosas más. Lo puse delante del espejo desnudo y le hablé:

  • ¡Fíjate, guapo! – le dije -, ese es tu cuerpo sin nada. Vamos a ir poniendo cosas y ve aprendiendo cómo ponértelas tú mismo. Primero los calzoncillos (Los rojos, me dijo). Levantó cada pié y se los subí hasta ponerlos en su sitio ¿Estás cómodo? Luego, la camisa. Supongo que alguna vez te habrás puesto una

Así seguí poniéndole ropa hasta que le dije que se observase en el espejo. Abrió su boca con admiración: «¡Y soy yo!».

  • Eres tú, guapo – le dije -, pero vestido a todo lujo ¿Te gusta o no?

  • ¡Claro que me gusta! – dijo -, cuando me vea Paco no me va a conocer.

  • Cuando te vea Paco, precioso – me apoyé en sus hombros -, ya no serás Manolito «el pajitas», sino don Manuel Fajardo Reja. Todos deberán hablarte de usted y llamarte «señor secretario». En los pocos días que te he enseñado algunas cosas, has aprendido más de lo que yo esperaba, pero me conformo con que siempre me acompañes y memorices algo si te lo digo para que no se me olvide. Llevarás siempre mis papeles y podrás exigir al personal un respeto. Sé que no sabes a qué me refiero, pero alguno que otro va a ver en ti a Manolito «el pajitas». Avísame si alguno se ríe de ti.

  • No, Javier – me dijo apurado -, no quiero vengarme de nadie.

  • No hablo de venganza – le dije -, pero cuando más de uno vea que has pasado de ser un pajo a ser mi propio secretario, las pajas que se haga él mismo en su casa se le van a indigestar. Recuerda: tú eres don Manuel Fajardo o el señor Fajardo o el señor secretario. Nunca dejes que te llamen de otra forma ¿Lo olvidarás? Sólo los que se aprovecharon de ti podrán reconocerte, pero no podrán decir por qué te conocen.

  • No, no, Javier – me dijo seguro -, quiero que sepas que tengo muy buena memoria. Desnúdame ahora, si quieres, y volveré a vestirme tal como estoy.

  • ¡Muy bien! – concluí -; ahora sólo falta un detalle. Cuando estemos con alguien delante, tú me dirás don Javier y yo te llamaré como don Manuel. No podemos equivocarnos. Luego, precioso, cuando estemos solos o en casa, seremos Javier y Manuel.

  • ¡Vamos! – me dijo con un gesto de la mano - ¡Quítame toda la ropa! ¡Déjame en pelotas y déjame estar contigo un poco!

  • ¿Hablas de demostrarnos el cariño que nos tenemos? – pregunté - ¡Me parece muy bien, pero luego debes ponerte el traje gris con otra camisa, otra corbata y otros zapatos. Si te vistes bien y quedas tan guapísimo como eres, mañana mismo entrarás a trabajar conmigo en la fábrica. Sólo necesito advertir a Paco, el del bar, que ahora eres don Manuel, mi secretario.

  • ¡Se va a asustar!

En el trayecto hasta la fábrica aquella primera mañana, pude observar que Manuel se comportaba como alguien refinado. Un traje puede ser excelente, pero si el cuerpo que lo lleva no sabe llevarlo, se queda en un buen traje. Me sorprendió que nunca hubiese hablado nada más que de su severo padre, que lo puso a cuidar cabras y le mostró el camino a la emancipación en solitario al cumplir sus dieciocho años. Aquella mañana, apareció en sus palabras el personaje de su madre. Su padre tenía que ordeñar las cabras y vender la leche a una fábrica de quesos y lo llevaba al principio con él hasta que supo qué tenía que hacer. No le sonaban a chino las palabras factura, abono, IVA, descuento, cheque (o talón) y sabía perfectamente cómo tenía que hacer algunos trámites del banco. Las cabras son un negocio, no una afición. Pero su madre, proveniente de una familia bien establecida y educada, no compartía la idea de su marido de que lo importante era ganarle dinero a las cabras; aunque fuese muy poco. Así, que enseñó a su hijo a escribir con una letra más que aceptable, a no equivocarse nunca en el cálculo, al orden y a la autodisciplina. Todo eso, para Manuel, no eran conocimientos, según me había dicho. Estoy seguro de que pensaba que eran cosas imprescindibles para la vida. Como comer.

Aunque el ejemplo no era el más apropiado, pensé en la calificación tan detallada que me hizo de las pollas que había visto ya y en que sólo con mirar a un hombre, podía decirte casi con exactitud cómo la tenía. Quizá a cualquiera ni se le hubiese pasado por la cabeza que era un chico tan metódico, que difícilmente podría cometer un error. Podía clasificar en su cabeza (sin lápiz ni papel) cientos de artículos y usaba una técnica que me dejó aquella misma mañana absolutamente perplejo.

Llegamos a la fábrica y recorrimos en silencio el ancho corredor que llevaba a mi despacho. Él, caminaba dos pasos por detrás de mí y a mi derecha llevando mi maletín y el portátil. Hubo algunas miradas extrañas. Alguien sabía que aquel joven elegantísimo que me acompañaba no era un cliente más.

Pedí que llamasen a mi secretaria, doña Eulalia y Manuel se sentó en la mesa de secretaría que había cerca de la mía mirando el ordenador pero sin tocar nada. Perfectamente erguido y con sus manos cruzadas sobre sus piernas.

Cuando entró Eulalia y lo vio allí, dio un paso atrás, llamó a la puerta y pidió permiso.

  • ¡Pasa, pase, doña Eulalia! – le dije - ¿Cómo se nos presenta hoy el día?

  • Permítame decirle, don Javier, que si no consigo despachar a tres proveedores que no nos serán de utilidad, de momento, me van a tener casi toda la mañana ocupada.

  • Pues vamos a resolver ese tipo de cosas – le dije -, pues desde ahora quiero que se dedique exclusivamente a lo importante y que deje al lado todo aquello que le impide trabajar. Le presento a mi nuevo secretario, don Manuel Fajardo; él se encargará de momento de ahorrarle ciertas tareas.

Manuel se puso en pié y le dio la mano a doña Eulalia.

  • Encantada.

  • Igualmente, señora (hizo un gesto suave de reverencia).

  • Cualquier cosa que le impida atender mi teléfono – le dije – o atender sus labores, puede dárselas a don Manuel. Ya iremos viendo cómo repartir el trabajo, lo cual no significa que yo le esté quitando a usted méritos, sino carga.

  • Gracias don Javier y encantada, don Manuel. Permítame decirle que ya le tengo una tarea, aunque acabe de empezar.

  • Con gusto la haré, señora. Aquí me tiene a su disposición.

Cuando salió doña Eulalia del despacho, le dije a Manuel que él no estaba a disposición de nadie; sólo de mí.

  • Te encuentras – le dije – a la misma altura que doña Eulalia. Una cosa es que te pida que le hagas un trabajo, si puedes, y otra es que te dé órdenes.

  • Comprendido, Javier – me dijo sentándose otra vez - ¿Puedo mirar algo por aquí; en el ordenador?

  • ¡Ten cuidado! – exclamé - ¿Has tocado alguna vez un ordenador?

  • Si, Javier; muchas veces – me dijo -. El vecino que tenía uno me llamaba a su casa para jugar, pero muchas veces entrábamos en Internet o copiábamos pelis para los amigos.

  • ¿Qué versión de Windows conoces? – lo puse a prueba - ¿Sólo te dedicabas a copiar y pegar?

  • No, Javier. Hacíamos copias en CD y DVD. El Windows que usábamos era este; el XP SP2. Por eso te pregunto que si puedo mirar ahí dentro.

  • ¡Por supuesto! – le respondí seguro -; ese es tu ordenador. Pero de momento, limítate a ver dónde está cada cosa. No borres nada aunque lo hayas creado tú mismo ¿Comprendes?

Me sonrió entusiasmado y agarró el ratón. Ahí, en los movimientos que hace una mano para mover el ratón sobre la mesa, es donde se nota si alguien lo ha usado mucho. Desde mi mesa, me parecía que estaba trabajando en algo serio.

Volvió doña Eulalia y le entregó tres archivadores poniéndolos sobre su mesa.

  • Don Manuel – le dijo -, perdóneme, lo que le traigo es una tontería pero me haría perder muchísimo tiempo. En uno de estos tres archivadores he buscado esta factura (le entregó una nota), pero alguien ha metido ahí sus pezuñas y no la encuentro. Si me hiciese el favor de buscarla… Si no, habrá que imprimirla otra vez de la base de datos de facturación.

  • No se preocupe, señora – le dijo como un profesional -, ahora se la buscaré. Por la fecha, me da la sensación de que debe estar en el tercer archivador. Si no la encuentro, le haré una copia.

  • Gracias, don Manuel; gracias.

Otra vez, al salir doña Eulalia, le vi tomar los archivadores con seguridad y, abriendo uno de ellos, se puso a buscar aquella factura.

  • Manuel, bonito – le dije - ¿De verdad serás capaz de encontrar esa factura?

  • Si está aquí, sí, Javier – me dijo -; me ha dado el número, la fecha y el nombre del cliente. Si no está, ya sé dónde está el registro de facturas del ordenador. Antes de hacer nada, preferiría que me dijeses cómo las imprimís.

  • Yo te ayudaré – exclamé -; de eso no te preocupes.

Estuvo buscando allí, con aspecto de profesional experto, más de media hora y, mirándome luego, me dijo:

  • Oye, Javier. Alguien ha dejado aquí un papel que no hay quien lo lea. Yo creo que es una nota de quien se ha llevado la factura ¿Qué tengo que hacer?

  • Pues espérate a que yo descifre esa nota – me levanté para ayudarle – y llama a doña Eulalia. Te diré cómo ponerte en contacto con ella por teléfono. Además, cuando veas que parpadea la línea dos, es ella la que llama. A ver qué dice aquí… Hmmmm ¡Vaya por Dios! La ha cogido el señor de la Cruz. Es un desordenado ¿Qué trabajo le hubiera costado decirle a doña Eulalia que se la iba a llevar?

  • Le ha dejado una nota – me contestó -, pero no la ha puesto en el lugar apropiado. Eso hace perder mucho tiempo; tienes razón.

  • Pues comunícaselo a doña Eulalia – le dije -; pulsando el botón dos, te atenderá ella directamente.

  • ¿Doña Eulalia? – hablaba por teléfono – Sí, sí, no la he encontrado, pero hay una nota del señor de la Cruz que dice que la tiene él. […] ¡Por supuesto!, no se preocupe. Yo me encargaré de eso. Sólo necesito saber la cantidad que hay que abonar. Sí, sí. Gracias.

3 – El fénix

  • Mira, Manuel – dije nervioso -, siento ser un adicto al tabaco, pero ya no aguanto más. Acompáñame al bar a tomar café y fumar.

  • ¿Tengo que tomar café y fumar? – dijo con cara de asco -. Eso me va a costar más trabajo que andar buscando facturas.

  • No, mi vida – me acerqué a él -, yo soy el que voy a tomar café y a fumar. Si no fumas, mejor para tu salud y si prefieres un buen vaso de leche caliente y una magdalena, también mejor para tu salud. Paco ya sabe que vas a aparecer como mi secretario. Síguele la corriente. Ya no eres Manolito; no lo olvides nunca.

Entramos en el bar casi juntos (Manuel llevaba a rajatabla eso de ir dos pasos por detrás de mí y a mi derecha), cuando se oyó el grito de Paco desde el rincón: «¡Bienvenidos sean a su casa don Javier y don Manuel».

Se acercó a nosotros y nos habló amablemente, aunque noté en sus ojos una sorpresa que no pudo disimular al ver a Manuel:

  • ¡Buenos días! – dijo poniéndose ante nosotros - ¿Qué van a tomar los señores?

  • Yo lo de siempre, Paco – le dije -, en realidad salgo para poder fumar algo.

  • ¿Y usted, caballero? – se dirigió a Manuel - ¿También tomará café?

  • No señor, gracias – contestó como si fuese la primera vez que hablaba con él -, prefiero un vaso de leche caliente.

  • ¿Y… le apetece tomar algo de desayuno?

  • A ver… - hizo muy buen papel - ¿Están buenas aquellas magdalenas?

  • ¡Por supuesto, señor! – contestó Paco yendo a por una -; las han traído esta misma mañana y están muy jugosas.

Manuel me miró disimuladamente de reojos y echó los dos sobres de azúcar en su vaso de leche y comenzó a remover con un tintineo muy fuerte y llamativo. Me acerqué un poco a él y le dije que procurase agitar la cucharilla haciendo el mínimo ruido posible. Inmediatamente, siguió agitando y dejó de oírse aquel tintineo. Parecía que hablábamos de negocios, cuando volvió la cabeza y vio algo que le asustó. Me miró espantado; en la otra parte de la barra había uno de sus antiguos «clientes».

  • No, Manuel ¿Qué estás diciendo? Ese es un obrero de mi fábrica y tú eres don Manuel Fajardo, mi secretario; no un pajo. Si se atreviese a acercarse e insinuar algo – cosa que no creo que intente – ya me encargaré yo de decirle que cuando se confunda de persona, pida perdón. Lo que pasa es que eres tan guapísimo… Pero con ese corte de pelo es difícil relacionarte.

  • Don Javier, señor – dijo Paco acercándose a nosotros - ¿Les importaría entrar un momento por esa puerta? Sé que ustedes son expertos en materiales de construcción.

  • ¡Sin duda! – le dije -; ábrame. Pasaremos a ver lo que necesite.

Yo ya sabía lo que necesitaba Paco.

Al cerrar la puerta, se abrazó muy emocionado a Manuel.

  • ¡Hijo mío! – decía -, algo tan valioso y escondido en un retrete

  • Vale más de lo que usted piensa, Paco – le dije -; él creía que eso de hacer facturas y cobrar cheques y hacer abonos era una cosa que sólo hacía su padre para vender la leche de las cabras, pero tiene exquisitos modales y bastantes conocimientos. Le enseñaré algunas cosas más y estará en el lugar que se ha merecido siempre.

  • ¡Cuánto me alegro de verte así! – exclamó -; es imposible que alguien piense siquiera adónde estabas hace unos días. Vales mucho; demasiado para estar tirado en la calle y

No pudo seguir hablando y le aconsejé que saliésemos de allí para terminar el desayuno y le dije que nos veríamos con más tranquilidad.

4 – Vuelta a casa

Pocas semanas después, merodeaba Manuel por la ventana que se asoma a la fábrica con las manos en los bolsillos y le miré fijamente.

  • ¿Pasa algo, Javier? – me dijo - ¿Debo aparentar estar siempre ocupado?

  • No, no. Eres el secretario – le dije – y si no hay nada que hacer en algún momento, cosa rara, puedes mirar por ahí lo que quieras, pero yo lo haría sin llevar las manos en los bolsillos.

  • ¿No se puede? – preguntó extrañado -; para algo están.

  • Los bolsillos están para guardar cosas – le dije -, no para llevar las manos. Algún día lo entenderás.

Por fin llegó doña Eulalia y nos dispusimos a resolver alguna que otra cosa.

  • Manuel – le dije entonces -, si quiere usted salir a dar una vuelta por la fábrica puede hacerlo. Intente buscar al mozo y que me traiga un café. No voy a poder entretenerme hoy en eso.

  • Sí, señor – contestó yendo hacia la puerta -, hasta mañana no tengo que empezar nada.

Salió de allí y yo comencé a poner en orden ideas y papeles. Estaba muy nervioso y necesitaba fumar, pero no podía entretenerme. El tiempo se me hacía muy largo; el café no llegaba.

Me pareció oír ruido en el pasillo y me levanté como por instinto a ver qué pasaba. Y fui corriendo hacia la puerta. Al abrir, observé que había mucha gente en la calle y mucha mirando para afuera. Recorrí el pasillo corriendo, pedí paso y encontré la carretera llena de coches de policía y una ambulancia.

Cuando quise salir a ver qué pasaba, se acercó la policía a la fábrica y comenzó a pedir a gritos que nadie saliera, pero estando ya en primera fila, no pude evitar preguntarle a un policía qué pasaba.

  • Necesito hablar con el responsable de esta fábrica – me dijo -; inmediatamente.

Saqué mi documentación y le dije que yo era el propietario y director de aquello. Entonces, mirando mis documentos, me tomó por el hombro y me apartó un poco.

  • Un chico – dijo – que al parecer trabaja aquí, ha sido agredido al menos por cinco hombres. Nos parece que también son de aquí. Ahora ha recuperado el conocimiento, pero sólo pregunta por Javier ¿Es usted?

  • Sí, sí. Déjenme verlo – le rogué -; necesito verlo.

  • Preferiría, señor – me contestó amablemente -, que no lo vea ahora. Tiene permiso para seguir a la ambulancia. Voy a comunicarlo. Si quiere enviar a otra persona, dígamelo.

  • ¡Nooooooo!

Manuel había ido personalmente a por mi café y fue agredido por un grupo. La policía se quedó allí preguntando a mucha gente del bar y de la fábrica y yo salí tras otro coche de ellos y la ambulancia hasta el hospital. No me dejaron verlo y pasó a Observación, pero no se le podría visitar hasta el día siguiente a medio día. Me dijeron que habría de ser operado de algunos traumas no demasiado importantes. No volví a la fábrica. Me fui a casa, me desnudé desesperado tirando la ropa con ira a todos lados y me duché. Hice un gran esfuerzo por tomar algo y me acosté un poco para resistir el día siguiente. A las dos de la tarde podría ir a visitarlo.

Casi no pude dormir nada y estaba despierto muy temprano. Me preparé un buen desayuno y me senté en mi escritorio a anotar muchas cosas que había hecho y otras más que debería hacer. No quería olvidar todo lo que se me ocurriese y no tenía a Manuel a mi lado.

Mucho antes de las dos de la tarde me fui al hospital. Esperé en un pasillo interior, iluminado con luz fluorescente y sentado en una silla de plástico, más de tres horas. Me avisaron de que la visita sería a las dos menos cuarto, antes de la hora del almuerzo de los enfermos. Cuanto más se acercaba la hora, más se estiraban los minutos. Al fin, vino una señorita a avisarme personalmente de que ya podía pasar a verlo, pero sólo diez minutos.

Entré en una sala enorme llena de camas con enfermos y me llevaron hasta la cama de Manuel. Me paré a unos metros. Tenía su cara irreconocible y un brazo con una férula.

  • ¡Eh, chico – le dije -, estoy aquí para verte!

  • ¡Javier! – volvió la cara -, no quiero que me veas así.

  • Pues no voy a taparme los ojos, precioso – me acerqué a él -. Lo que tienes se quitará muy pronto.

Al acercarme a la cama, me cogió la mano con su izquierda y apretó fuertemente.

  • Te dije que enviases al mozo a por el café – continué hablándole -; tú no eres un mozo. Pero tu gesto te honra. Ahora voy a buscar a esos hijos de puta y te aseguro que pasarán aquí mucho más tiempo que tú.

  • No quiero venganza, Javier – exclamó -; ya te lo he dicho.

  • Esto que te han hecho es una venganza – continué – y mal hecha, por cierto; porque ya la policía sabe que lo ha hecho un grupo y lo más posible es que sean hombres de la fábrica. No habrá venganza, querido Manuel; habrá justicia. Yo no hago este tipo de cosas.

  • Te he estropeado todo – miró a los botes de suero -; volveré a mi casita y me buscaré la vida.

  • Espero – le dije inmediatamente -, que lo que dices no sea cierto. Ahora es cuando más te necesito. Esperaremos tal vez un mes… ¿Quién sabe? Pero mientras tú te repones, los hijos de puta que te han hecho esto darán con sus huesos en la cárcel.

Hablamos algo más y le consolé al mismo tiempo que él me consolaba a mí.

  • Dentro de pocos días estarás en casa – le dije seguro – y voy a cuidarte como nunca. Ahora deja pasar el tiempo, que no será mucho, hasta que venga a por ti.

  • Javier – musitó -, necesito decirte algo.

  • ¿Alguna vez he dejado de oírte?

  • Necesito que sepas que… - respiró profundamente -; quiero que sepas que te quiero; no tomes a mal mis pensamientos.

  • Yo me enamoré de ti – le dije – cuando tus ojos clavaron su primera mirada en mis ojos.

Me sonrió y apretó aún más la mano.

Poco después me fui a casa hasta las ocho, pues a esa hora podría visitarlo un rato más.

Así pasaron unos días, no muchos, y me lo llevé a casa. Ya estaba mucho mejor. Le preparé una buena cena, vimos algo de televisión y nos fuimos a la cama. Le ayudé a desnudarse y nos abrazamos con fuerza bajo las sábanas. Era la primera vez que se entregaba a mí de aquella manera. Yo siempre había respetado sus deseos. Aquella noche los respeté como nunca. Nos besamos con una pasión que yo no había sentido antes y su mano izquierda, que no estaba inmovilizada, se fue a mi miembro y comenzó a acariciarlo. No puedo negar que sentí algo que nunca había sentido. Con su mano izquierda, bajó mis calzoncillos y me hizo una paja magistral. Quise yo luego darle placer y me incorporé y me senté sobre él. Poco a poco fue entrando en mí y su gesto serio y preocupado se volvió iluminado. Le di todo el placer que me dejó darle y se incorporó al correrse poniendo su rostro en mi hombro.

  • Cuando esté bueno – me dijo -, vamos a darnos placer. Todo el que quieras. Me parece que hemos estado perdiendo el tiempo. Te quiero y eso no puedo evitarlo.

5 – La venganza

Al día siguiente, lo dejé allí durante sólo una hora. No podía dejar de ir a la fábrica, saber qué estaba pasando y arreglar ciertos asuntos con doña Eulalia, pero cuando me acercaba por la carretera, me cortaron el paso.

  • ¡Oiga, policía! – dije por la ventanilla -, soy el dueño de esa fábrica y necesito saber lo que pasa.

  • Identifíquese, por favor.

Le di mi documentación y me dio paso por el lado izquierdo. Aparqué el coche y me pareció ver que algún personal sanitario recogía restos humanos.

  • ¡Dios mío! – se oía cerca - ¡Esto ha sido una tragedia!

Varios hombres habían sido malheridos o mutilados, al parecer, con un cuchillo grande de cocina. Quise acercarme; eran hombres de mi fábrica. Pero la policía no me dejaba pasar.

Desde allí, vi salir a una pareja de guardias armados llevando a un hombre esposado que me miró y me sonrió. Era Paco, el dueño del bar.