Mano dura

Un relato sin chicos perfectos.

Mano dura

1 – Paseo nocturno

Estaba harto de dar clases en la facultad para micurrios que, sin saber por dónde pasa el Pisuerga, se creían conocedores de la llamada cultura profunda y se atrevían a llamarme Manolo, en vez de don Manuel, que es el tratamiento mínimo que debería dársele a alguien de 50 años que te está enseñando cómo crear, cómo construir belleza, cómo encajar esa belleza en el paisaje y cómo hacer delicioso tanto el exterior como el interior de un edificio.

Entré en un bar cercano con algunos otros catedráticos y, la verdad, bebí demasiado para lo que suelo beber. A ellos no les importaba demasiado ni emborracharse ni que sus alumnos llegasen a obtener los conocimientos necesarios. Lo único que les interesaba eran los cálculos de volúmenes y cargas y los materiales; cuanto más acero brillante o más metacrilato se usase, mejor ¿Qué importaba que al lado de aquel nuevo edificio hubiese una iglesia gótica o barroca? Se ponían muchos espejos en la fachada y el edificio quedaba integrado en su entorno… ¿O quedaba el entorno integrado en su edificio?

Muerto de asco de oír conversaciones inanes y, tengo que decirlo, bastante embriagado, comencé a caminar calle arriba en dirección a mi casa. Estaba lejos ¡Ya lo creo! Pero pensé que un largo paseo me daría la oportunidad de pensar; de pensar en la realidad. Anduve unos 100 metros (150 diría yo ahora para ser preciso), cuando me pareció ver a alguien que yacía en el suelo en unos soportales oscuros. «¡Otro borracho como yo!», me dije, y pasé andando despacio por su lado. Entonces me pareció oírle decir algo quejándose y paré en seco. Me acerqué un poco y volví a oír su voz. ¡Parecía pedir auxilio! Me acerqué a él con cuidado y me pareció un joven. Me acerqué más para ver si quería un café o algo así, pero cuando vi su cara me quedé helado.

  • ¡Narciso, Narciso! – era un alumno mío - ¿Qué te pasa?

No podía hablar claramente y lo moví con cuidado.

  • ¿Estás muy bebido?

  • No – dijo un hilo de voz -, no he bebido nada.

  • ¿Qué te pasa entonces?

No me dio respuesta, pero el brillo que tenía su cara y el que vi en mi mano era el brillo de la sangre.

  • ¡Dios mío! – exclamé - ¿Qué te ha pasado?

Apenas se podía mover. Sus muletas las habían arrojado a más de cinco metros de él. Saqué el móvil y llamé a un taxi.

  • ¡Espera, hijo! – le dije -; voy a traerte tus muletas, pero voy a acercarme más a la calle para cuando llegue el taxi.

  • ¡Don Manuel, don Manuel! – farfulló - ¡Gracias!

Esperé un rato sin mover el cuerpo esperando el taxi hasta que apareció uno.

  • ¡He llamado yo! – le grité al taxista -. Necesito llevar a un alumno mío al hospital. No sé qué le ha pasado.

  • Le ayudaré – dijo el taxista bajándose - ¿Dónde está?

  • Ahí, ahí – le dije -, está lleno de sangre y sus muletas se las habían arrojado lejos. Es un chico afectado por la polio.

Se acercó el taxista desconfiado y miró al chico por un lado y por otro.

  • No – me dijo -, no se ha caído. Alguien lo ha agredido y ha intentado dejarlo inmovilizado ¡Ayúdeme a ponerlo en el asiento de atrás! ¡Iremos al hospital y pondremos la denuncia!

  • Me sentaré atrás con él – le dije cuando lo llevábamos al coche -.

2 – Dios no es justo

  • ¡Narciso, hijo! – intenté hablarle -, si me dices algo de lo que te ha pasado antes de llegar al hospital, yo mismo lo explicaré.

  • ¡No es justo, no es justo! – lloraba en mi hombro -.

  • ¡Vamos! – lo acaricié -; no me tomes ahora por un profesor. Soy tu amigo y voy a ayudarte.

  • ¡Prométame que no va a decir nada de lo que le diga! – me habló al oído - ¡Prométalo!

  • Te lo prometo, Narciso – le dije abrazándolo -, tómame ahora como un amigo, no como «don Manuel».

  • ¡Gracias! – dijo a secas y respiró profundamente -. Soy homosexual.

  • No entiendo – le dije en voz baja - ¿Qué tiene que ver eso con tu estado?

  • Me enamoré de Lester, Rufo Lester – dijo -; locamente. Iba a suicidarme. Sabía que él jamás iba a quererme así. Pero me invitaron a tomar unas copas. Se mofaron de mí. Me arrastraron hasta ese lugar y me apalearon y me patearon y me insultaron

  • ¡Calla, calla, Narciso! – le susurré -; no hables más. Te sentirás peor. Voy a ayudarte ¡Tranquilo, hombre, tranquilo! Ya estás a salvo.

  • ¿Qué he hecho? – sollozó - ¡Dios no es justo conmigo! Soy bueno con todos ¿Por qué me castiga?

  • ¡No te equivoques, Narciso! – le dije -; Dios no te ha hecho esto. Cualquiera puede tener una enfermedad, pero eso no es culpa de nadie; no es culpa de Dios. Lo de los palos que te han dado sí tiene a unos culpables.

No quise hablar más del tema, pero empezaron a pasar por mi cabeza ideas vengativas poco claras. Necesitaba saber primero quién de verdad era el amor de Narciso y, luego, quiénes lo invitaron a las copas, se mofaron de él y lo dejaron tirado y abandonado después de apalearlo.

¡Tranquilo, hijo! – lo acariciaba mientras - ¡Voy a ayudarte!

Fue muy bien atendido en el hospital. Afortunadamente no tenía fracturas, sino heridas; pero le dieron de alta en cuanto se las curaron.

  • ¡No puedo ir a mi casa, don Manuel! – me dijo - ¡No quiero que mis padres sufran más por mí!

  • ¡No! – le dije - ¡No vas a ir a tu casa! Te vendrás conmigo. Yo te cuidaré hasta que pase el fin de semana. Encárgate tú de buscar una excusa para llamar mañana a tus padres.

  • ¿Habla en serio? - me preguntó ya en pie -. Necesito un sitio. Un sofá. Un rincón. Es igual.

  • ¡No te preocupes! – lo acaricié ya limpio y le sonreí - ¡Dios es justo y te dará lo que necesitas!

3 – La ayuda

No le habían quitado los hierros que le permitían mantenerse en pie con las muletas, pero casi no podía andar. El taxista, muy preocupado por lo ocurrido, estuvo allí conmigo esperándolo unas dos horas.

  • Deberían haberle quitado los aparatos de las piernas – dijo -. Yo mismo lo podría haber llevado en brazos a su casa.

  • Me lo llevaré a casa – le dije -; no quiere que sus padres lo vean así.

  • Hace bien – contestó -; en realidad no le ha pasado nada grave, pero esos hematomas y esas heridas asustarían a sus padres.

  • Podemos pedirle que se quite esos hierros – le dije -; yo lo llevaré en brazos o a hombros y lo pondré en casa de forma que esté cómodo.

Me acerqué a Narciso y le dije que si podía quitarse los aparatos de sus piernas y que yo lo llevaría en brazos hasta casa.

  • Me enseñaron – dijo – a valerme por mí mismo; a hacer todo lo que no me fuese imposible, pero necesito mis manos y mis brazos para andar y me duelen mucho.

  • ¡Me das la razón! – le dije -; no estás para ir andando. El taxista se ha ofrecido a ayudarme.

  • ¿De verdad? – exclamó extrañado -; puedo quitarme los aparatos. Sólo necesito una habitación.

  • La pediré – le dije -; quítate eso y, entre el taxista y yo te llevaremos a mi casa.

Nos avisó una enfermera de que Narciso estaba sentado en una cama preparado para irse y entramos el taxista y yo.

  • ¿Mejor? – preguntó el taxista -; sé que ahora no pesarás demasiado. Don Manuel te llevará y yo llevaré las cosas. Vamos al coche y a descansar.

Lo tomé en brazos y se agarró a mi cuello. Al no tener un cuerpo demasiado grande, no pesaba mucho. Sus manos y sus brazos eran muy fuertes… pero parecía no tener piernas. Nos sentamos en el taxi y fuimos a casa. El taxista bajó para ayudarnos, pero cogió sus muletas y sus aparatos y se vino conmigo. Entró en casa y le ofrecí un café o algo que se le apeteciese. Los dos nos tomamos un café (yo lo necesitaba, desde luego) y a Narciso le puse un buen tazón de caldo caliente. Le puse la tele y le comenté algo al taxista en la cocina. El chico lloraba un poco de vez en cuando; más por la pesadilla vivida que por algún dolor y el taxista se asomaba disimuladamente a verlo. Cuando me dijo que se iba porque necesitaba seguir trabajando, me dio su teléfono y me pidió permiso para venir a casa a visitar al joven. Se lo agradecí mucho, pero cuando le pregunté que cuánto le debía, se negó a cobrarme.

  • Imagine – me dijo – que he sido yo mismo el que lo he encontrado. Aquí nadie le debe nada a nadie; quizá él le deba a usted mucho. La denuncia está puesta, pero intente averiguar, por su amistad, cuál es la verdad de todo esto. Mañana llamaré antes de venir.

Me quedé sentado junto al chico e intenté consolarlo. Acabamos hablando de otras cosas. Lo prefería así; tenía que olvidarse de aquello.

  • Estoy agotado, don Manuel – me dijo -; me quedaré aquí en el sofá. Necesito poco sitio y una manta, si no le importa.

  • Sí me importa – le dije -. No es que este sofá sea incómodo, pero un sofá no está hecho para dormir. Sólo hay un problema. No tengo más que un dormitorio y una cama.

No contestó.

  • Te entiendo, chico – le dije -, pero no quiero que te quedes en el sofá.

  • No importa – me dijo -; yo he dormido con otras personas en excursiones y eso. Si a usted no le importa

  • ¡En absoluto! – exclamé -; mi cama es ancha.

  • ¡Vale! – contestó sin mirarme -, pero necesito cerca mis aparatos y mis muletas. Es por si tengo que levantarme a orinar o algo.

  • ¡De acuerdo! – contesté -, lo dejaré todo donde tú me digas, pero tengo un orinal de esos como un tubo. Si te haces pis, no te levantes y si necesitas otra cosa, me lo dices.

Me miró asombrado y se dejó coger en brazos y entrar en mi dormitorio. Lo puse en mi lado por ser el más accesible.

  • ¿Necesitas ayuda para desnudarte? – le dije -; pídeme ayuda para lo que sea.

  • ¡Gracias! – contestó cabizbajo -; por desgracia, estoy acostumbrado a desnudarme yo solo.

Me desnudé en pie y me metí por el otro lado de la cama. Me miró sonriente, acarició mis cabellos y volvió a darme las gracias. Apagué la luz y me quedé mirándolo en la oscuridad. De pronto, se volvió hacia mí y me abrazó llorando. Lo acaricié y lo consolé, pero noté que me abrazaba de una forma especial. Sus fuertes manos fueron bajando por mi cuerpo y comenzó a acariciarme el miembro sobre los calzoncillos y con mucho cuidado. Bajé mi mano por su pecho fuerte y encontré que se había quitado los calzoncillos. Lo acaricié aún más fuerte. Comenzaba a sentir placer. Buscó mi boca con la suya y nos besamos. Al final, nos corrimos los dos. Encendí la lamparita y me levanté denudo a por unas toallas para secarnos. Se la di para que se secase él y me sequé en pie y sequé un poco las sábanas. Seguía mirándome sonriendo.

4 – Toda una clase

Vino el taxista a vernos el sábado y el domingo y vio que Narciso mejoraba y sonreía.

  • Todo pasa – dijo -; nada dura para siempre. Te recuperarás y volverás a tus clases.

  • No creo – le contestó -; en esa clase es donde está el peligro. Quizá estudie el año que viene alguna otra cosa.

  • ¡No voy a permitirlo! – le levanté la voz -; el peligro de la clase es el que va a tener que buscarse otra facultad para estudiar. Hablaré con el decano. No hay sitio para ellos y para ti en el aula, pero tú no te vas a ir.

Comenzó a llorar y, delante del taxista, dijo que no podía vivir sin estar con Lester; que pensaba cortarse las venas. El taxista me miró asustado y le hice señas con la cabeza.

  • Esto – le dije -, no sólo te pasa a ti; no confundas las cosas. Dale valor a tu vida, que lo tiene. Olvida a Lester como puedas ¿Me oyes? Yo hablo de lo que te han hecho. Te juro que no va a volver a pasar.

Pasamos el sábado y el domingo en casa hasta el lunes; también las dos noches. El sábado, viendo la tele por la tarde, se echó sobre mi hombro y empezó a hablar hasta que se quedó dormido.

  • ¿Sabe usted una cosa, don Manuel? – dijo ya medio dormido -; esto sí me va a durar toda la vida. Es raro que una chica se enamore de mí; fíjese si será raro que se enamore un chico.

  • ¿Por qué?

  • El gay busca el cuerpo perfecto; busca a un guaperas con una cara muy linda y sensual, un buen cuerpo, un buen culo y unas piernas bonitas. Un tío que, a ser posible, tenga un cochazo de lujo y mucho dinero en la cartera. No quiere problemas. No le importa si eres bueno o agradecido o servicial. Lo que le importa es un buen cuerpo y un buen carajo. Esto – señaló sus piernas -, sí dura toda la vida y yo no quiero vivirla así.

  • Me estás ofendiendo ahora tú a mí, Narciso -.

  • ¿Yo? – me miró extrañado -; ¡no hablo de usted!

  • Pues me lo parece, hijo – le dije -. Anoche me hiciste muy feliz. No me lo esperaba; soy un «viejo» de 50 años ¿Quién quiere a un viejo de 50 años?

Me sonrió y volvió a recostarse sobre mí cogiéndome la mano.

  • Yo lo quiero, don Manuel – dijo -; usted se está preocupando por mí. Lo quiero como a un amigo de verdad; lo que pasase anoche no tuvo mucha importancia ¿no?

  • Para mí sí – le acaricié la cabeza -; eres bueno, cariñoso, sencillo… y no eres feo. Pero yo soy un poco mayor para esas cosas ¿No crees?

  • No – dijo -. Usted siempre habla de no construir con materiales nuevos y llamativos aunque el resultado del edificio sea un churro, incómodo e incluso peligroso. Usted es partidario de una arquitectura con materiales menos bonitos, menos llamativos, pero más estética, más útil, más cómoda y más segura ¿Qué es más importante? ¿El material o el resultado? La piedra no es bonita, no está de moda, pero no hay edificio tan bello como una catedral de 600 años.

No dije nada. Pegué su cabeza a mí y la acaricié. Se durmió.

Aquella noche fui yo quien empecé a acariciarlo y a besarlo. Por fin, comenzó a llamarme Manolo, como todos los demás, y el domingo, incluso, lo hicimos por la tarde. Era feliz conmigo y yo con él; aunque fuese temporalmente.

El lunes, hice todos los trámites para expulsar a los cinco chicos que me había dicho Narciso, pero comenzaron a ponerme pegas; le habían pegado a Narciso… ¡No parecía una cosa importante!

Entré en el aula a las once y les di una pequeña charla a los alumnos antes de comenzar la clase. Pedí a los cinco que habían agredido a Narciso que se pusiesen en pie, pero no se levantó nadie. Tomé mi cartera y me volví al despacho del decano.

  • ¡No puedo expulsar a cinco alumnos por una paliza a otro sin pruebas! -.

  • ¡Tome! – le dije sacando unos papeles -; esta es la lista de los cinco cobardes que agredieron a un chico que no puede valerse por sí mismo.

Hizo un gesto que parecía decir que aquello no era concluyente. A continuación, seguí hablando:

  • Aquí tiene la denuncia a la policía que se puso en el hospital. La policía no se va a quedar quieta. Aquí tiene hasta 10 fotografías del estado en que quedó el alumno. Y… aquí tiene mi dimisión incondicional.

  • ¡No puedo aceptarla! – dijo alzando la voz - ¡Es usted el mejor de esta facultad!

  • ¿Ah, sí? – le dije sin compasión -. Pues no estoy dispuesto a seguir enseñando mis conocimientos a cinco delincuentes en mi clase para hacerlos arquitectos el día de mañana ¿Esos son los arquitectos que usted quiere para el futuro?

Me volví y salí del despacho hacia mi casa. La policía hizo el resto.