Manipulando una jovencita (2)

Alba sale al mundo por primera vez siendo la esclava de David con instrucciones bien claras.

Alba miró el vestido amarillo que le indicaba David.

-          ¿De verdad que quieres que me ponga esto para ir a la facultad?

-          Desde luego. ¿Tienes algún problema?

Alba volvía de clase. Era el primer día que había acudido tras el accidente. El tiempo que había pasado con David desde entonces había sido maravilloso. Disfrutaba cuando la enculaba, cuando se la chupaba y cuando era follada salvajemente.  Estos momentos se combinaban con otros en los que el chico  la acariciaba con sus hábiles y expertos dedos hasta hacerla vibrar o en los que le hacía el amor con pericia y cuidado. Incluso se dieron momentos en los que David la escuchaba atentamente mientras se desahogaba, acariciándola dulcemente.

Todo ese tiempo sirvió para tornar en gratitud toda la desconfianza y el miedo  con que Alba aceptó su nuevo papel. Se sentía afortunada por tener un guía como David y aunque el objetivo no le cuadraba mucho –según David, convertirse en una puta de campeonato-, tenía que reconocer que cuanto más transitaba por ese camino, mas liberada y feliz se sentía. Por eso, admitió muy pronto que David llevaba toda la razón en cuanto a que ése era la única manera de que ella se realizara.

Todo ese tiempo lo habían pasado en la intimidad y Alba se engaño pensando que así sería siempre. No tenía motivos para hacerlo, pero lo asumió de forma natural. Por eso se sintió desorientada cuando David le indicó la indumentaria con que tendría que acudir a clase el día siguiente.

-          ¿Si tengo algún problema en ponerme ese vestido? – Contesto Alba resignada. - Supongo que no me dejarás tenerlo. Me lo pondré mañana.

-          Pruébatelo. Quiero ver cómo te queda.

Alba se quitó la camiseta y los vaqueros. Cogió el vestido y se lo quedó mirando. Cuando iba a ponérselo David le advirtió:

-          Sabes tan bien como yo que ese vestido queda mucho mejor sin sujetador.

Alba lanzó una mirada de preocupación.

-          ¿Tengo que ir a clase con un minivestido y sin sujetador?

-          Esta mañana salí de compras. A partir de ahora yo seré quién decida cómo vistes en cada momento.  Y sí, mañana irás con minivestido y sin sujetador. De hecho, dudo mucho que vuelvas a ponerte un sujetador en tu vida.

Alba trató de asimilar la sentencia mientras se quitaba el sostén. Se caló la prenda nueva sintiendo bajar la tela por su cuerpo. Se detuvo bastante pronto a juicio de la chica, que comprobó cómo ni siquiera cubría un tercio de sus muslos. Inmediatamente buscó su imagen en el espejo. David la detuvo señalando un punto de la habitación

-          Todavía no estás lista.

Alba siguió con la mirada el lugar indicado y se encontró con unos zapatos de aguja del doble de altura que cualquiera que hubiera usado alguna vez.

-          Puedes ponerte medias, si quieres.

Alba abrió su armario y se quedó boquiabierta. Toda su ropa había desaparecido. En su lugar aparecían toda serie de prendas llamativas y, cuando menos, bastante indecorosas. En las perchas brotaban minúsculas faldas y exiguos vestidos, en las baldas, breves camisetas y tops. Y en un lado, había una pila de medias sin abrir.

-          ¿Vas a quedarte ahí parada todo el día?

La voz de David la despertó del estupor y cogió uno de los paquetes, que contenía un modelo color carne.

-          ¿Qué ha pasado con mi ropa?

-         Joder con tu ropa hija, no me hables. Estuve mirando y no valía absolutamente nada. No sabía si tirarla a la basura o enviarla a un convento para vestir a las monjas. Ya te he dicho que, por tu culpa, he tenido que pasar la mañana de compras.

Alba comenzó a ponerse las medias, todavía estupefacta. David entonces terminó de golpearla.

-          Me he dejado casi mil euros con tus cosas.  Tendrás que devolvérmelo.

Alba recordó haber mirado la cuenta de sus padres, ahora suya. No había mucho, apenas 900 euros, pero era un colchón importante si necesitaba algo en un momento dado. Desde luego, podía negarse a dárselo a David, pero no hacía falta imaginar mucho para saber que, en ese caso, la echaría de casa.

Comprendió la jugada de David. Supo que no lo había hecho por azar, sino premeditadamente. Había logrado multiplicar la dependencia que tenía de él. Un escalofrío recorrió su espalda según se colocaba los zapatos al darse cuenta de que hoy era más difícil que ayer dar marcha atrás en todo. Y lo peor de todo. Alba se excitó pensando en eso.

-          Ahora puedes mirarte al espejo.

Alba obedeció. Sus piernas quedaban al descubierto casi en su totalidad. Y con la descomunal altura de los tacones, éstas lucían preciosas, perfectamente torneadas. Afortunadamente el vestido no era demasiado ceñido por lo que murió todo su miedo a que los pezones se marcaran provocadoramente. El escote, aunque amplio, no era exagerado.

-          Alba, a partir de ahora vestirás así. Aprenderás a saber que, dondequiera que entres todo el mundo te mirará. Cuando aparezcas por la puerta del metro, captarás todas las miradas, todos los ojos de la clase irán a parar a ti. Tus amigos no volverán a ser igual contigo. Debes asumirlo. Eres una bomba.

Alba estaba como hipnotizada ante la imagen que le devolvía el espejo y en la cual difícilmente se reconocía. Realmente parecía sacada de una revista. Supo de inmediato que David llevaba razón. Cuando ella se encontraba con una chica así, acostumbraba a interrumpir la conversación, esperando para continuar a que los chicos volvieran a centrarse.

-          Y tienes aprender que no pasa nada. Ahora mismo estoy mirando tus muslos, ¿te duele? – Alba negó con la cabeza.- No se por qué pensáis que es terrible que os miren. No pasa nada. Los hombres que te miren disfrutarán con ello y tú tienes que aprender a disfrutar cuando los hombres te miren. Tienes que disfrutar siendo un adorno al que contemplar. Cierto que con este tipo de prendas, deberás cuidar tus movimientos, pero también debes aprender a saber cuándo ser descuidada y disfrutarlo ¿Has entendido?¿Cómo te ves?

-          He entendido. – Respondió Alba, como absorta.- Me veo espectacular. No me reconozco. Me veo atractiva y parece que soy una fresca.

-          Porque eso es lo que eres. Ahora ve a mi habitación y apóyate en la cómoda.

Alba obedeció. Fue donde le indicaban e inclinó su pecho en la madera. Se miró al espejo. En esa postura, el escote  se abría y se veían sus pezones con claridad. Pensó que David quería que se diera cuenta de esto, porque tardó un poco en aparecer. Lo vio reflejado. Se acercó a ella, le bajó las bragas y, sin necesidad de levantarle la falda, penetró suavemente su empapado sexo, apoyando las manos en sus caderas. Ella suspiró y comenzó a gozar. Gozó con la penetración, gozó viéndose en el espejo e imaginando lo que ocurriría al día siguiente… gozó viendo la mueca de superioridad que acompañó el rostro de David mientras se follaba a esa chica que vestía como una guarra. Gozó, gozó y gozó. David sabía como llevarla lejos y, en poco tiempo, Alba se encontró jadeando. Cuando estaba a punto de llegar al clímax, David le dijo:

-          No quiero que vuelvas mañana a casa sin que alguien haya visto tus tetas.

Alba, deseando correrse, no pudo evitar aceptar su propuesta.  Tal vez fue por la cercanía en la que estaba, pero al oírse aceptarlo, comenzó a disfrutar de un prolongado orgasmo.

Alba sintió el frío en cuanto salió a la calle y que contrastaba fuertemente con el calor que emanaba de su interior y ruborizaba sus mejillas. El frío en sus piernas y el calor de su vientre luchaban por encontrar un equilibrio. Estaba atenta y, aunque con disimulo, trataba de averiguar si la reacción de la gente era como le había avanzado David, como ella misma suponía.  Pronto descubrió que era aún mayor. Casi todos los hombres movían su cabeza, recorriendo con la mirada desde la las piernas hasta el rostro. Gracias al reflejo de los escaparates pudo ver que los pocos que no lo hacían, se inhibían por educación y, en cuanto terminaban de cruzarse, se daban media vuelta para admirar sin obstáculos la chica que acababa de pasar.

Alba sentía poder. Acostumbrada a pasar desapercibida, era una extraña en esta situación. Se sentía importante. Al entrar en el metro sintió clavarse decenas de miradas en su cuerpo. En ese vagón, en ese momento, ella era el centro del mundo.

Con cuidado, ocupó un asiento, sintiendo cómo la tela escalaba sus muslos al cruzar las piernas. Usó los cristales para buscar los reflejos de las miradas furtivas o descaradas que invadían su piel. Sorprendentemente, descubrió que disfrutaba con la situación. De nuevo, tuvo que reconocer que David tenía razón. Siempre la tenía. No sólo no le “dolía” recibir las miradas, sino que la experiencia era sumamente excitante.

En la facultad ocurrió algo parecido. Al reunirse a charlar con su grupo de amigos supo que todo era distinto. No era Alba, su amiga. Ahora era otra cosa. Ella se había convertido en el deseo de todos ellos y la competencia abrumadora para ellas. Nadie la trató igual que antes. El día anterior, no les quiso dar explicaciones del accidente. Simplemente les dijo que había faltado a clase por problemas personales, aunque era obvio que algo grave había sucedido. Pues ese evidente hecho grave no varíó la actitud de sus compañeros con ella ni la milésima parte de lo que había logrado el cambio de indumentaria.

El poder que sintió en el metro, ahora se hacía más evidente. Podía sentir cómo cada sonrisa que regalaba a un chico tras un comentario ingenioso, era celebrada como un gran triunfo. Supo que la conversación, entera, era para agradarle a ella. Los guaperas de clase que ella había fichado el primer día y que inmediatamente había catalogado como inalcanzables, comenzaron a lanzarle miradas y sonrisas. Hubo millones de voluntarios que ofrecieron sus apuntes de la semana que faltó…

Sólo durante las clases se atenuó el efecto y pudo descansar de él.  Entonces recordó lo vivido el día anterior con David. Recordó cómo se sintió al ir al cajero para sacar el límite de 600 euros y entregárselos a David. Recordó la cita que tuvieron después con un ginecólogo para que le recetara la píldora. Y recordó todo el miedo que ella tenía a que llegara el día de hoy. Después de todo, no estaba siendo tan malo, aunque aún debía coger fuerzas para enseñarle a alguien los pechos.

Aún daba vueltas a esto cuando finalizó la clase. No acostumbraba a quedarse mucho tiempo charlando después de clase antes de ir a casa. Pero ese día quiso disfrutar un poco de su poder recién descubierto. Efectivamente, nadie se movió del corrillo hasta que ella decidió levar anclas. Todos se quedaron allí con ella. Todos se quedaron allí por ella.

De nuevo en el metro recibió sensaciones similares. Esta vez logró tomar asiento. Estaba nerviosa. Aún no había cumplido con todo lo que había acordado. Varias estaciones después, comprobó que un hombre cercano a la cincuentena se fijó en ella exageradamente al entrar al vagón.  Se situó de pie junto a ella.  Alba, que trataba de leer un libro, pudo ver reflejado al hombre en el cristal.  Vio como miraba descaradamente su escote.

Alba supo que era su oportunidad. Sabía que tenía que aprovecharla. Sintió el rubor teñir sus mejillas, trató de armarse de valor y… entonces falló. Sin entender por qué lo hizo, miró hacia arriba, pilló al hombre espiando su escote y con la mano pegó la tela del vestido contra el pecho.

“¿Seré estúpida?”, pensó, “sólo tenía que inclinarme un poco hacia delante y ya no habría defraudado a David”. Ahora era imposible, era obvio que sabía que ese hombre trataba de ver más de lo debido… Entonces recordó las palabras de David. ¿Acaso le dolía dejarle mirar? Si tan obvio era que quería colar su mirada por el escote y ella tenía que dejar que alguien la viera… ¿por qué no con él? ¿Acaso no era más excitante aún?

Ya no era rubor, era ardor lo que quemaba su cara… ¿Iba a dejar que este mirón le viera las tetas? ¿Sería capaz? El torbellino de ideas se había sucedido velozmente. Alba se armó de valor y, segundos después de haber mirado a ese hombre, segundos después de haber cerrado su escote con un gesto reprobatorio, se inclino ligeramente hacia delante y juntó llevemente los codos. Su escote se abrió y, a través del reflejo  pudo ver cómo el hombre sonreía y miraba el regalo que ella le hacía.

Alba ardía. Disimuló volviendo a su libro mientras se atormentaba dulcemente, consciente de que estaba enseñando sus tetas a un hombre que no conocía. Sentía los ojos de ese hombre clavados en sus pezones, comérsela con la mirada. Todo fue peor aún cuando volvió a mirar el reflejo del cristal y sus miradas se cruzaron. Entonces, con todo el descaro del mundo, el hombre se asomó de nuevo sin disimulo al escote de Alba. Estaba dejando claro que sabía que ella se lo estaba permitiendo…

El sexo de Alba chorreaba.  Ya había cumplido su misión. Ya le habían visto las tetas. Nada le impedía cerrar el grifo de las vistillas… pero no quiso. Sabía que David querría que continuara y, además, ella, por algún motivo, quería continuar.

Tras dos estaciones dejando sus tetas a la vista, Alba se levantó para hacer transbordo. El hombre la miró sonriendo y, cuando ella salió, la siguió.

Alba estaba nerviosa y excitada. Sintió al hombre caminar tras ella en el pasillo, intuyó que miraba con detalle su trasero y sus piernas. Lo tenía detrás en la escalera mecánica. Subió unos peldaños por ella y él la imitó.

De pronto se sobresaltó con una voz.

-          Tienes unas tetas deliciosas.

Alba no respondió, ni se dio la vuelta. Tensa como una vela. La escalera murió y ella siguió su camino. El siempre detrás. Llegaron al andén del tren juntos y allí, sorprendentemente, el hombre se separó de ella. Se había dirigido al último tren, donde no había viajeros esperando y, desde allí, la miraba, lanzándole un claro mensaje de que no tenía que tener miedo, que, si ella quería, la dejaba en paz.

Como respuesta, excitada como estaba, Alba pensó en David, en cómo le iba explicar que, ante esta situación, ella no quiso entrar. Cogió fuerzas y se acercó de nuevo al hombre. Éste, viéndola aproximarse, sonrió más aún. Apareció el tren y justo cuando Alba alcanzó al hombre, la puerta del tren se abrió y entraron juntos.

El vagón estaba efectivamente vacío. El hombre tomó a Alba de la mano y la dirigió a los sitios situados al fondo. Allí se sentó Alba y, a su derecha, el hombre que inmediatamente tomó la pierna de la chica y la paso por encima de sus rodillas.

Alba, completamente excitada, no opuso resistencia. Pensaba que eso es lo que querría David, pero lo cierto es que esa actitud era también la que su cuerpo le pedía a gritos. Por ese motivo, tampoco hizo nada cuando el hombre comenzó a acariciar la rodilla de la chica.

Alba se estaba dejando meter mano por un desconocido. La situación era excitante, extrema. Su cuerpo ardía. La mano del hombre subía por su muslo y pronto su boca buscó la de la chica. La encontró semiabierta y aprovechó el hueco para introducir la lengua. La mano ascendía hacia su entrepierna y la otra bordeaba su espalda y se colocó en el lateral del pecho. Alba estaba a punto de explotar de excitación, de nervios y de ahogo.  Ambas manos llegaron a su objetivo. Una, acariciando la breve tela del tanga, la otra tocando el pezón que se marcaba fuertemente en el vestido.

Apareció una punzada de culpabilidad. Estaba claro que David le había exigido que enseñara los pechos, pero esto era otra cosa. Estaba dejando que otro hombre la tocara, la besara. La puerta se abrió, Alba sentía las manos del hombre invadiéndola y, sin pensarlo, se levantó corriendo y salió justo cuando las puertas se cerraban.

El tren se puso en marcha y  a través del cristal vio al hombre sonreír y decirle adiós con la mano. La ráfaga de aire que provocó el arranque mitigó levemente el calor que encendía el cuerpo de la chica. Impasible, vio alejarse el convoy y, según lo hacía, se iba tranquilizando. No sabía qué había pasado. No sabía qué pensar. Pero sabía que quería compartirlo con David. Lo necesitaba. Aún así, tuvo que sentarse en un banco de la estación para tranquilizarse. Desde allí vio pasar cuatro trenes antes de coger el que la llevaría de vuelta a casa.

David recibió con alegría el torrente de sensaciones que le trasladó Alba. Era obvio que la chica había disfrutado mucho más de lo que él había intuido.  Decidió que tenía que ir más rápido de lo que había imaginado. El episodio del metro lo evidenciaba claramente.

-          Alba, ¿cómo te sentiste mientras ese hombre te miraba y después te tocaba?

Esa pregunta era la clave. Su respuesta fue confusa, divagante. Aunque al final tuvo que reconocer que fue sumamente excitante.  Pese al galimatías mental de la chica, David fue capaz de entresacar el incipiente sentimiento de culpabilidad que detonó su huida y  quiso que lo desterrara.

-          Alba, ¿recuerdas que te dije que no te iba a pasar nada por dejar que se vieran ciertas partes de tu cuerpo? Hoy lo has descubierto. Y, como te avancé, en vez de doloroso, te ha gustado.

-          Tengo que reconocer que llevas razón.- Contestó ella.

-          Bien, pues lo siguiente que quería decirte es que pasaba algo similar cuando no sólo dejaras que te miraran, sino también que te tocaran. Me agrada ver que has dado ese paso sin que yo te lo dijera. Creo que estás aprendiendo muy muy deprisa, preciosa.

-          Entonces, ¿no te has enfadado por dejar que ese hombre me tocara?

-          Desde luego que no. Todo lo contrario. En realidad lo que me entristecería sería que alguien quisiera tocarte y tú no lo dejaras.

-          Pero… - Alba se quedó mirando a David fijamente – lo que quieres decir es que si… o sea que si alguien me quiere meter mano, ¿tengo que dejarme?

-          ¿Por qué no habrías de hacerlo? Es lo natural. Esa persona desea hacerlo y tú, en el peor de lo casos, simplemente te dará igual, ¿entonces?

-          ¿Sea quien sea debo dejar meterme mano?

David contestó con un silencio. Dejando claro que ya había dicho todo lo que tenía que decir. Se sentía fuerte. Todo iba demasiado bien. Alba aceptaba todo, hacía todo lo que le decía. Ni se planteaba una protesta seria. Este sentimiento de poder le produjo una erección considerable. Según las recomendaciones del ginecólogo, convenía usar condón unos cuantos días más, así que decidió encularla de nuevo. Le dijo sonriendo:

Tendría que ir, pues, más rápido de lo que pensaba.

Además, Alba estaba tan caliente por lo sucedido que, aunque no se atrevía a pedírselo, su lenguaje corporal decía a gritos que quería un polvo. Aunque tenía claro que hasta que no se la pudiera follar sin condón, sería mejor encularla. Sentado como estaba en el sofá, se dirigió a ella:

  • Tú, puta del vestido amarillo. Eres una zorra que se pone cachonda al enserñarle las tetas a cualquiera, casi te corres al dejarle a ese tío tocarte. Eres tan guarra que a partir de ahora serás incapaz de evitar que te meta mano quien quiera. Tú… encúlate con mi polla y cabálgame ahora mismo con tu vestido de buscona.

Alba recibió el discurso demoledor. David quería que se dejara meter mano por cualquiera… ¿cómo era posible que eso la excitara de ese modo?

David se recostó en el respaldo. Vio cómo Alba se acercaba, visiblemente excitada y se colocaba de espaldas a él. Despacio, introdujo la verga en su ano y comenzó a moverse con suavidad. No hablaron más, sólo gimieron. Ella, cabalgando despacito, él agarrando con fuerza las tetas de su pareja. Alba no pudo dejar de pensar en el episodio del metro con ese hombre mientras sentía el trozo de carne invasor en su trasero. El chico, feliz, tardó poco en vacíar el cargador  en los intestinos de la jovencita de 18 años.