Mandy en las pirámides
Mandy, una inglesita de buena familia de los años 50, viaja a Egipto con su marido a hacer turismo. La combinación del calor, los nativos y la apatía marital llevarán a nuestra heroína a vivir situaciones inesperadas que irán derribando tanto sus expectativas primero, como sus principios después.
Mandy en las pirámides
I
Mandy pretendía que aquel viaje a Egipto fuese una manera de recuperar la pasión en su matrimonio. Pero después de tres días en El Cairo su
marido, Paul Pol, parecía más interesado en el turismo que en la esplendorosa joven que le esperaba cada noche en la cama en negligé.
Su amiga Ashley le había dicho que era normal que la pasión en los matrimonios decayera a los tres años. Su amiga también le había aconsejado a Mandy que adelgazase pero, a veces, Mandy le había visto mirándole de reojo sus rotundos pechos, así que no sabía con Ashley dónde empezaba la sinceridad y dónde acaba la envidia.
La tercera noche en El Cairo que Paul Pol la trató como una hermana consiguió irritarla. Su marido le recomendó que descansara, que para mañana había encontrado un guía para ir llevarle al interior de una pirámide que no podían visitar los turistas, Entre el enfado y el calor agobiante le dio tiempo a pensar en muchas cosas.
De hecho turistas no había muchos. Era 1956 y en plena crisis de Suez sólo a un irresponsable como su marido se le había ocurrido ir a El Cairo. La idea había sido de su suegro, Lord Charles, un apasionado de Egipto y que le había pedido que le trajese un recuerdo auténtico, nada de tenderete de mercadillo. Paul Pol adoraba a su padre pero a Mandy no le gustaba.
Una vez en una comida familiar había descubierto
que el respetable Lord Charles estaba buscando algo bajo la mesa. Pero en lugar de recoger un cubierto, como ella, él sólo lo fingía y en realidad le estaba mirando las piernas. Esto también la sorprendió porque cuando se las depilaba le parecían demasiado largas y sus muslos en exceso contundentes.
Sintió rabia, no sólo por el viejo baboso, que no sabía donde meterse, sino porque la había pillado con las piernas semicruzadas debajo de la mesa, ofreciéndole una fantástica perspectiva de sus muslos, del final de sus medias transparentes e incluso de sus bragas de encaje. Las cruzó del todo rápidamente y se bajó la falda de vuelo, pero sabía que, a su pesar, había llegado demasiado tarde.
El calor pegajoso y los ronquidos de su marido le dieron la noche. Le hubiera gustado ser como Ashley, quien le había reconocido que se tocaba para compensar que a su edad seguía sin novio. Pero ella sólo era una buena chica inglesa de los años 50. De modo que se levantó sofocada, tensa, con el convencimiento de que ese día iba a poner a su marido tan cardíaco que la acabaría tomando por la fuerza.
II
Mandy dedicó un buen rato a arreglarse. Tanto, que Paul Pol le esperó desayunado en el restaurante. Mandy optó por una falda vaporosa, muy fresca, si bien a una señorita de su posición no le estaba permitido no ponerse medias. Sólo las busconas prescindían de ellas. Remató su atuendo con un camiseta de tirantes y un salacot con un velo que podía llevar sobre los hombros.
De esta guisa se presentó en el restaurante del hotel Kempinski. Ellos dejaron de comer y ellas la miraron con
rabia. En la mesa estaba Paul Pol con un egipcio vestido de traje camel y tocado con un fez. Paul Pol se lo presentió como Faruk y él le besó la mano con una falsa blandenguería que le dio asco, en especial cuando notó contra el dorso su finísmo bigotito. Era él quien les iba a conducir al interior de una antigua pirámide, a descubrir lo que los turistas nunca veían.
Por pura maldad, Mandy escogió desayunar un plátano, que eran tan grueso que le costó lo suyo metérselo en la boca sin que el lapiz de labios se le corriera. Pero no consiguió captar la atención de Paul Pol, enfrascado en repasar rutas y mapas, si bien Faruk no le quitaba ojo de encima.
A la salida les esperaba un Land Rover. Al volante iba un esbelto conductor. Se llamaba Mehmet y era de piel muy oscura. Nubio, según Faruk. Mandy pudo comprobar que guardaba un atractivo que hacía justicia a la fama de los nubios, como mínimo en la mayoría de sus aspectos, si bien, en unos de ellos, precisamente en el que más le había insistido su amiga Ashley antes del viaje, no pudo comprobarlo por motivos obvios.
El liante de Faruk le facilitó a su marido unos prismáticos y le dijo que si se ponía al lado del conductor podría ver los cocodrilos al avanzar siguiendo el curso del Nilo. Mandy, en cambio, creía que lo que había buscado el taimado Faruk era compartir con ella el asiento trasero. Sus ojos se iban hacia las curvas y la pálida piel de Mandy, en especial los breves segundos en que ella tardó en volver a comodarse su falda tras subir al todoterreno y en los que Faruk no se perdió ni un detalle de las finas medias de seda de la inglesita y de los ligueros que recorrían sus pálidos muslos. Y aprovechaba cualquier traqueteo, y había muchos por aquellos caminos más propios de camellos que de coches, para rozarse con ella.
Incluso tuvo el atrevimiento de ofrecerle la misma cantimplora de la que él bebía. Le repugnaba pero hacía tanto calor que Mandy accedió, ya que su garganta se estaba resecando y eso que sólo era primera hora de la mañana. Por desgracia, mientras bebía, obsesionada como estaba por que el rojo de labios permaneciese en su sitio, el todoterreno botó por culpa de aquellos baches y parte del agua se derramó por su pequeña boca, la barbilla, el cuello, el escote y en la camiseta detirantes. Paul Pol ni se dio cuenta, intentado ver inútilmente con los prismáticos algun reptil entre toda aquella polvareda. En cambio, Faruk no perdió dos segundos en sacarse el pañuelo del bolsillo de su americana y hacer ver que le secaba. Aunque Mandy intentó evitarlo, el egipcio aprovechó para ponerle sus manazas encima. Y sin mucha pericia, porque entre forcejeo, y otro de los baches, un pecho trémulo se escapó, ya que había tenido la mala suerte no traer sujetadores blancos a su viaje, y no había querido que los negros que sí que se había llevado de Londres destacasen bajo la nívea camiseta, ya que tampoco se trataba de ir provocando en un país como aquel.
Pudo llegar a cubrirse el seno. Pero su intención de no provocar a los nativos iba a caer en saco roto, ya que la camiseta mojada parecía ahora casi transparente e incluso el cautivador chófer nubio cambió la orientación del retrovisor para no perderse detalle, porque el paisaje interesante de verdad no estaba fuera, por mucha exclamación de admiración que lanzase Paul Pol, sino a su espalda.
III
Pasado Ghiza llegaron a un pasaje poco transitado. Allí aparcaron frente a un túmulo y bajaron. Faruk se permitió ironizar sobre la inconvenincia de sus altísimos zapatos de tacón. Mandy hubiera preferido que el comentario hubiera provenido de su marido, pero éste parecía absorto en la piedra semicircular que el nubio Mehmet hizo desplazarse gracias a un ingenioso mecanismo. Quedó libre un angosto hueco por el que Paul Pol, empuñando su linterna, se introdujo alborozado. Peor para él, porque en ese momento se levantó un inoportuno viento del desierto que alzó la liviana falda de Mandy y se perdió ver lo diminutas que eran las braguitas que su adorable esposa había escogido para la ocasión. Algo que sí disfrutaron los dos egipcios, uno por delante y otro por detrás, a pesar de los esfuerzos que hizo la inglesita para devolver su falda de vuelo a la altura de las rodillas lo antes posible.
Mandy intentó seguir a su marido, pero Faruk argumentó que sería mejor que él fuese primero, para advertirla de los obstáculos. Como a Paul Pol, Faruk le dio una linterna y entró por el hueco. Mandy maldijo para sí: por sus tacones, por lo caprichoso de su marido y porque Faruk le había dado una linterna casi sin pilas.
Con el primer tropezón se hubiera dado de bruces si no hubiera sido por Mehmet. El nativo la sujetó por la cintura oportunamente, pero sin guardar el decoro de los caballeros británicos al que la buena de Mandy estaba acostumbrada. Al contrario, lo hizo de forma tan ruda que notó que el fornido conductor sentía algo más que un educado interés por ella. Pudo notar en su trasero sin ningún género de dudas que su amiga Ashley se había quedado corta en sus comentarios sobre los atributos naturales de los nubios.
Eso hizo que se excitase, más de lo que ya lo estaba después de todos aquellos meses de ayuno sexual, ya que nadie lo había viso Pero pronto se rompió el encanto, cuando se fueron sucediendo las situaciones que fueron de lo incómodo a lo sencillamente embarazoso. Primero fue un puerta más estrecha de lo normal, donde la voluptuosa anatomía de Mandy se quedó atascada, ya que por la falta de luz, tardó demasiado en darse cuenta que de lado tampoco pasaría ni su voluptuoso pecho ni sus turgentes nalgas. Intentó que acudiese su marido, pero Faruk le dijo a Paul Pol que siguiese, que ya se encargarían ellos. Y vaya que si se encargaron. Las manos del rijoso Faruk fueron como un imán hacia sus pechos, mientras que el nubio empujaba por el otro lado sin importarle demasiado si le estaba estrujando su carnoso trasero. Atrapada entre uno y otro no pudo ni avanzar ni retroceder y sólo consiguió pasar cuando ambos se cansaron de manosearla. Jadeaba, se había excitado a su pesar pero se moría de vergüenza... y encima tuvo que darles las gracias.
Creía que ya no podía pasarle nada peor cuando Faruk le advirtió que venía un desnivel. Tras el aviso, el egipcio se deslizó por un hueco estrecho en el suelo, sin preocuparse de ensuciarse su traje, quizá por eso lo llevaba color tierra.
Una vez abajo, Mandy sólo podía atisbar la luz de la linterna a través del hueco. Pese a que Faruk le decía que bajase, que él la sostendría, ella no lo veía claro. Pero fue notar de nuevo la aparatosa anatomía del nubio topar de nuevo con sus cuartos traseros, y pensar que incluso en aquella penumbra podían verla ruborizarse, de modo que optó por entrar a través del hueco.
Mehmet la sujetó por los brazos, tal vez con buena intención, para que no cayera, pero en la práctica sólo consiguió que la pobre Mandy se quedase a medio camino, con la mitad superior de su cuerpo en el pasadizo y, de cintura para abajo, en el recámara donde le esperaba Faruk. Pero no tocaba pie, por lo que acabó, colgando, pataleando, nerviosa, más al notar las manos del guía rozarle las piernas, intentando sujetarla, con lo que, de forma instintiva, sólo agitó más fuerte sus piernas sin preocuparle dejar ahora al descubierto lo poco que el egipcio no había visto antes fuera gracias al inoportuno viento del desierto.
Al final Mehmet debió entenderle, a pesar de que desde el principio había quedado claro que no hablaba inglés, y le soltó los brazos. Con tan mala fortuna que Faruk no la había sujetado con firmeza y la curvilínea inglesita cayó sobre el guía como un peso muerto. O vivo, porque lo hizo abierta de piernas y precisamente con la cara del guía donde nunca había pensado que llegaría a estar.
¿Podía ser más humillante? Sí, podían verla de esta guisa, su marido, que había vuelto sobre sus pasos, y Mehmet, que asomaba la cabeza desde arriba para asegurarse de que todo estaba bien. Y podía quedar iluminada en tan indecorosa posición por las linternas de ambos que, al contrario que la suya, alumbraban a toda potencia, desde arriba y desde abajo. Azorada se levantó a un lado, mientras su marido le ayudaba recriminándole al mismo tiempo su torpeza. Pero Paul Pol, en vez de abrazarla y consolarla, corrió en socorro de Faruk, todavía en el suelo, y se disculpó por ella, mientras Mandy ocultaba su cara entre las manos avergonzada. Pronto el bochorno fue vencido por la curiosidad, entreabrió los dedos y pudo ver lo que no atendía su marido: que la abultada entrepierna de Faruk delataba dónde de verdad la desafortunada caída había dejado dolorido al guía.
IV
–Esta es la cámara mortuoria. Y esa es la momia. De la Tercera Dinastía. Dicen que fue la mujer de un sacerdote pero que la enterraron aquí porque serle infiel a su esposo –explicó Faruk con su inglés de acento silbante, cuando pasaron a la estancia siguiente.
Faruk salió un momento acompañado de Mehmet, dijo que iba a buscar una escalera o algo para que pudieran volver con menos problemas de los que habían sufrido al llegar. Pero antes desaparecer les advirtió:
–Sobre todo no cojan nada. Si no caerá sobre la persona que saque algo de la pirámide… la maldición de la momia.
En cuanto Faruk se fue, Paul Pol empezó a rebuscar por la cámara mortuoria.
–¿Pero qué haces?
–Shissst, calla. Busco algo para mi padre. Un auténtico recuerdo egipcio.
Aquello no hacía más que empeorar: su marido en vez de abalanzarse sobre ella aprovechando su momentánea intimidad se dedicaba a rebuscar rampoinas.
De repente Paul Pol se alzó con algo:
–Mira, una moneda. Debe ser con las que pagaban a los sacerdotes por sus ritos.
–Nos ha dicho que no cojamos nada, Paul.
–No lo notarán, cariño. Toma, escóndela.
Ella se negó a cogerla.
–No tengo donde. No he traído ni bolso para ir más ligera.
–Aquí no la buscarán –y con un movimiento rápido le levantó la falda y le metió la moneda en las bragas. La sintio fría y polvorienta, en un lugar en el que Paul Pol hacía meses que no la tocaba y una vez más la rabia que sintió hacia su marido le sorprendió incluso a sí misma.
Fue justo a tiempo, porque Faruk volvió y les dijo que habían encontrado una rudementaria escala formada por varas y cáñamo anudado. Como siempre, Paul Pol mantuvo su nivel de entusiamo y fue el primero. Y los egipcios también se mostraron estusiasmados: con la excusa de sujetarle la escalera para que no volviera a caer se afanaron en ayudarla o en hacer ver que la ayudaban a subir, porque parecían más preocupados por magrear sus piernas, incluso dando ligeros tirones de su liguero, o de obtener la mejor perspectiva desde abajo, pues no hacían más que iluminar hacia arriba con sus linternas, con lo que acabó subiendo más rápido de lo que era aconsejable.
El problema fue que con tanto movimiento brusco la moneda egipcia se coló allá por donde no debía, pero Mandy pensó, con buen criterio, que no era el momento para sacarla de tan íntimo lugar.
De hecho siguió caminando rápido, en parte porque quería salir de allí, en parte para librarse de las ávidas manos de sus guías locales, ya que si seguían acariciando, rozando y apretando su cuerpo, en el estado en el que se encontraba, iba a estallar. Lo que no pensó es que a más rápido caminaba más sentía la maldita moneda rozándose en su intimidad, dentro de su cuerpo, apretada entre sus labios, no precisamente los de la boca; y produciéndole un estado de calentura todavía mayor del que ya estaba sufriendo.
V
Mandy tenía la esperanza de que todo se acabase una vez fuera, de que volverían al hotel y que su tortura tendría fin. Pero aquello estaba muy lejos de terminar. Faruk propuso ir a una aldea cercana denominada Tel Shasta. Eso supuso más traqueteos de Land Rover, más roces, y sobre todo que la moneda cada vez estaba más y más adentro, con lo que la inocente turísta poco podía hacer más que jadear, moderse los labios e intentar reprimir todo lo que dentro suyo estaba pidiendo salir a gritos.
Tel Shasta era apenas cuatro casas polvorientas y unas palmeras al lado de una poza. Había un café pero Faruk no lo creyó recomendable, al contrario que el insconsciente de Paul Pol, y fueron al edificio de enfrente: una pequeña misión a cargo de un pastor presbiteriano. El hombre era el padre Blake, tenía más de 60 años y parecía una versión de Papa Noel en el desierto, barba blanca y una casulla blanca abotonada del cuello hasta los pies y con un crucifijo de madera.
Blake se lamentó de su suerte. Había llegado hacía 30 años, pero nadie se había convertido. Pese a todos sus esfuerzos, sus habitantes seguían fieles al Islam. Y ahora lamentaba haber perdido todo aquel tiempo y los sacrificios que le habían supuesto. Faruk bromeó sobre una parte de esos sacrificios y sólo unos minutos después Mandy captó que se refería a la castidad que guardaba el misionero.
Y es que había estado distraida no sólo por el té frío que le había servido el pastor sino porque se había sentado en el porche de la misión a saborearlo en una silla de mimbre estilo colonial. Allí, a la sombra y con el té helado, pudo relajarse por primera vez en todo el día… si no hubiera sido por la dichosa moneda. Pero la pieza seguía allí y al cruzar las piernas la sintió un poco más, rozándole el clítoris. Y le gustó tanto… tanto, tanto que no pudo resistirse. Los hombres, bromeaban por un momento se habían olvidado de ella. Así que volvió a cruzar las piernas, lo hizo una y otra vez y cada vez sentía más placer… ahora entendía de lo que le había hablado su amiga Ashley, que siempre quería humillarla tildándola de timorata. Estaba tan bien que se olvidó de que a cada cruce de piernas su falda subía más y más, y se podían ya ver sus muslos, el final de sus medias y los ligueros que la sujetaban. Pero hacía tanto calor… El problema es que no todos los hombres se habían olvidado de ella. Sobre todo, en el café de enfrente, donde todos los árabes habían salido a la puerta para mirarla.
Por suerte, el padre Blake se dio cuenta de lo que pasaba y oportunamente le propuso pasar dentro, alegando que se notaba que a esa piel tan blanca le había dado demasiado el sol y que sería mejor aplicarle algún ungüento. Mandy al principio no quiso. Pero Blake le advirtió que el sol del desierto era muy traicionero y que si no se ponía nada esa noche no soportaría ni el roce de las sábanas. Mandy, que estaba al borde del climax sexual desde hacía varias horas, miró a Paul Pol y pensó que quería que esa noche la rozasen muchas más cosas que las sábanas y accedió. Después de todo era un pastor… y de edad avanzada.
Entraron. Vio que el padre Blake tenía montado un pequeño dispensario. Pasó dentro. El viejo misionero le dijo que primero le pondría un aceite hidratante y luego leche oveja para refrescar la dermis. Puso el bote de aceite en la mesa, junto a un cueno con la leche. Aunque el pastor no podía darse cuenta por estar a su espalda, por la puerta entreabierta Mandy vio a Mahmet, que estaba espiando. Por un momento le indignó que el viejo pastor fuera tan despistado y no hubiera cerrado bien la puerta para salvaguardar su intimidad, pero al volver a ver al atractivo nubio se sentó tentada y se dijo a sí misma: ¿por qué no?. Así que se bajó los tirantes de su camiseta, pero el predicador amablemente le hizo volverse de espaldas, dejando claro que le parecía más pudoroso de esta manera, para no verle los pechos. Ella se dejó hacer pero lamentó no poder contemplar la cara Mahmet.
Sintió las manos callosas del padre Blake sobre sus hombros poniendo el ungüento sobre sus hombros. Y, oh, sí, tenía razón, su piel necesitaba eso. Se bajó más la camiseta, justo hasta el borde de los pechos. Le estaba haciendo tanto bien, tanto, que no dijo nada cuando el pastor presbiteriano le bajó la camiseta de un golpe hasta el ombligo y liberó sus pechos. Sí de repente se los estaba tocando, pero estaba detrás, no estaba mirando, era mucho más tímido que cualquier médico de Londres, que siempre aprovechaban cualquier excusa para pedirle que se desnudase. Cerró los ojos y se abandonó. Aquellas manos no eran las de los rudos toqueteos de Mahmet y Faruk. Aquellas manos sabían tocar y si no que se lo dijeran a sus pezones, que ya estaban en punta, duros como piedras, ante la sabiduría del tacto del pastor.
–Y ahora pondremos la leche.
Estaba tan a gusto que casi no podía seguir de pie. Por eso se apoyó en la mesa que estaba detrás y justo al lado con una mano. Fue tan torpe que volcó el pequeño frasco con el aceite pero ni a ella ni al padre Blake les pareció importante. Sintió la leche fresca. ¡Era tan agradable esa caricia por debajo del seno, esa masaje en el hombro y a la vez, ese ligero toque en las lumbares…! Y en ese momento cayó: ¿Cómo podía el padre Blake tocarle la teta derecha, masajearse el hombro izuierdo y darle esos golpecitos tan relajantes en la base de la espalda… ¡al mismo tiempo!
Se volvió y no supo que le escandalizó más. Si que el padre Blake hubiera aprovechado para desabotonar la casulla por el centro y hubiese dejado a la vista un miembro más que rotundo o que Mehmet siguera sin perderse detalle de la escena detrás de la puerta.
El padre murmuró una disculpa y se sentó en una jergón, mirándose aquel cipote como si a él también le sorprendiese el tamaño que había adquirido después de treinta años retirado del mundo. Ella fue a coger un paño de la mesa para secarse el cuerpo húmedo, pero al dar dos pasos con aquellos tacones resbaló en el aceite que había caído al suelo y fue a parar de bruces contra la mesa, volcando el enorme cuenco con la leche. A Mehmet se le estaban saliendo los ojos de las órbitas y al misionero le caía la baba. Mandy maldijo en voz baja e intentó incorporarse pero había el suelo había quedato tan oleoso que volvió a resbalar y esta vez no fue a parar contra la mesa sino sobre el padre Blake. El misionero intentó decir algo pero no podía con aquellas tetas enormes en su cara. Mejor que hablar fue lamer toda aquella leche sobre aquellos melones tan duros. Sorprendida, todavía se dejó unos segundos, después de todo… necesitaba tanto aquello… Pero en eso que vio a Mehmet, relamiéndose desde la rendija de la puerta, y pensó que no, que no podía verla así. De modo que retrocedió, pero fue tan torpe que su delantera topó con el enervado miembro del misionero. Intentó levantarse, pero como no hay dos sin tres volvió a resbalar, esta vez por culpa de la leche derramada, de forma que sus pechos impactaron de lleno en aquel pollón. Fue demasiado. Encastado entre aquel par de melones el vergón del clérigo no pudo más y empezó a eyacular todo lo que había guardado durante tanto tiempo. Ella intentó apartarlo con sus manitas, pero parecía una manguera incontrolable y resabaladiza. De manera que al final Mehmet no la vio así, la vio peor. Y cuando la pobre Mandy consiguió el trapo por fin ya no sabía qué tipo de leche se estaba limpiando.
VI
Salió con la ropa más o menos recompuesta, con lo que su marido no notó nada. A Paul Pol le hubiera gustado despedirse del padre Blake, pero Mandy alegó que el misionero, dado su avanzada edad, había preferido quedarse dentro para encontrar descanso en un día de tanto trasiego.
Mehmet habló un momento con el melifluo Faruk. Mandy, claro está, no entendió ni una palabra, pero como ambos la miraban de reojo temió no sólo que estuvieran refiriéndose a ella sino que el nubio revelase lo que había visto en el dispensario y que, desde su punto de vista, había sido del todo involuntario por su parte.
Faruk les pidió permiso para que un primo suyo que había encontrado en Tel Shasta les acompañara, dado que él tenía que volver a El Cairo. Como siempre, Paul Pol lo encontró perfecto. Igual que otra propuesta que le hizo Faruk, que se basaba en ir delante de nuevo pero esta vez aprovechar el techo corredizo del Land Rover y contemplar desde allí con los prismáticos las aves migratorias de la tarde, en especial garzas y flamencos que acostumbran a anidar en la rivera del río.
Así que el regreso fue peor que la ida: sólo veía a su marido de cintura para abajo, mientras él comentaba cosas como:
–Mandy, deberías ver esto.
Mientras, Faruk y Mehmet no sólo habían quedado libres de la tarea de conducir, que había asumido el primo de Faruk, sino que además se habían sentado uno a cada lado de Mandy en el asiento trasero. Para colmo la moneda egipcia alojada en sus partes más recónditas no hacía más que recordar a la joven, bache tras bache, que por muchas sensaciones que hubiera experimentado ese día ella seguía estando profundamente insatisfecha y cada vez más y más excitada.
Entre los dos hombres casi no podía moverse. Para colmo Faruk le pasó la mano sobre el hombro.
–Así sufrirá menos el mal estado de las carreteras egipcias.
Para luego tirar de ella hacia su regazo con una excusa peregrina:
–En esta posición se protegería más del polvo.
Sintió el abultado pantalón de Faruk en su mejilla, mientras que las manos de Mehmet exploraban sus piernas, subían por sus pantorrillas y acariciaban sus muslos.
–¡Esto es un nuevo punto de vista, Mandy! –gritaba su marido desde el techo, fascinado con las aves que volaban al mismo tiempo que la resistencia de su mujer.
–También debería meterse algo en la boca, no vaya a morderse la lengua con tanto salto, señorita.
Y dicho y hecho, Faruk liberó su pene con una destreza que la dejó con la boquiabierta, lo que quizás no era lo más apropiado en ese justo momento. Faruk le puso la mano en la nuca y la guió, como si fuera lo más natural del mundo. Mientras, las manos del nubio ya estaban en su cintura y empezó a bajarle las braguitas de encaje. Fue el único momento en que se alegró de que se le hubiese colado la moneda de aquella manera tan incómoda, porque ahora no se caería.
Mientras tanto, las manos de Faruk le guíaban en una tarea que nunca le había aplicado a su marido, temerosa de que pensara de ella que era una fresca. Pero eso en un día como aquel ya no importaba. Incluso se le estaba corriendo el pintalabios que con tanto esfuerzo había preservado durante toda la jornada.
–Cariño, no dices nada. ¡Es una visión inigualable! –gritaba Paul Pol haciéndose oír desde su posición, en la que podía verlo todo, excepto lo que de verdad interesaba.
Hizo un esfuerzo, giró un poco la cabeza y gritó:
–¡Es que es una experiencia tan fuerte que me deja sin palabras!
De reojo vio el miembro de Mehmet. Y sí, era verdad lo que decían de los nubios. Pero la mano de Faruk la hizo volver al redil y tuvo que retomar sus tareas bucales. El guía estaba peor dotado que el misionero, pero en cuestión de tamaño, Mehmet lo compensaba todo. Era enorme. Y buscaba no la vía que hubiera sido natural, sino la otra, precisamente por la que era virgen. No le preocupó. Por un lado, estaba indefensa en aquella postura, chupando a uno y expuesta por completo ante el otro. Pero es que además, con la moneda en su íntimo refugio esta era la mejor opción. Además, había alcanzao tal nivel de excitación, tan mojada por la carga sexual de toda la excursión, que estaba totalmente empapada de sus fluidos, incluso el trasero o la parte superior de sus muslos. Por eso no le costó al nubio separle las piernas, llegar primero a las puertas y penetrarlas después con vigor africano. Hubiera querido gritar, pero no pudo, apenas un gemido de su boca ocupada. Después de varios minutos de sentir el vaivén de los embates de Mehmet en sus posaderas el orgasmo, ese que llevaba tanto tiempo esperando, llegó por fin: la sacudió, le recorrió el espinazo, sintió que la iba a partir en dos y tuvo que soltar a lo que tanto se había dedicado para gritar:
–¡Sí, sí, sí! ¡Oh, síííííííííííí!
Faruk y Mehmet llegaron a la vez, como si fueran un equipo de natación sincronizada. Justo a tiempo, porque estaban ya en las afueras de El Cairo. El primo de Faruk, por el retrovisor, no se perdió detalle.
Justo en ese momento Paul Pol bajó de su puesto de vigía y se volvió hacia ella, a penas un minuto después de que los egipcios se hubiera subido la bragueta. Mandy cruzó los brazos para que no viera las delatoras manchas en su camiseta.
–Bueno, cariño tampoco hay que exagerar. Que parece que no hayas salido nunca de casa. Aunque lo cierto es que estoy agotado. Creo que voy a caer muerto en la cama.
En contra de lo que había creído cuando salieron por la mañana, a Mandy no le importó.
EPÍLOGO
En la primera recepción que dio Lord Charles en Londres le entregaron la moneda.
–Ni te imaginas lo que tuvimos que hacer para sacarla, papá. Sobre todo sufrió Mandy, que es tan formalita.
Mandy sonrió para sí. No creía que Ashley pensase lo mismo ahora sobre su formalidad. A lo mejor era la maldición de la momia pero lo cierto es que se sentía distinta. A la primera impertinencia de su amiga le había derramado “por error” una copa de vino en su vestido blanco.
–Pues siento decepcionarte, hijo. Pero no es ninguna pieza del Antiguo Egipto. Sin duda se trata de una moneda de 20 piastras de los años 30. La debió de perder un ladrón de tumbas.
Lord Charles suspiro fastidiado:
–En fin, no me extraña. Siempre has sido un tanto cretino, Paul –era la primera vez que le oía una valoración desfavorable hacia su hijo. Hasta entonces, Lord Charles había guardado todo su sarcasmo para ponerla a ella en evidencia–. En cambio, veo que en Egipto ha florecido una hermosa flor del desierto.
Y le besó la mano muy lentamente, sin perder ojo al prominente escote del vestido de noche negro que se había puesto para la ocasión.
–Debes haberte bañado en leche de burra, como hacía Cleopatra.
Mandy le sonrió con un punto de falsa modestia.
–Me he aplicado todo tipo de leches, sir.
Y se volvió dando a sus caderas una cadencia que hasta hace poco desconocía. Consiguió otra copa y empezo a maquinar todas las provocaciones, insinuaciones y medias tintas con las que se iba a dedicar a torturar a Lord Charles durante los próximos años.