Mamani, desde Bolivia

Es un cuento.

Mamani, desde Bolivia

“La guerra, cuando pisa fuerte y estruendosamente, tiene la capacidad maldita de que lo bello se torne en horrendo;de que el gozo se desvanezca en el espanto;de que lo despejado se pierda en lo oscuro y nebuloso, como una tormenta multicelular; de que cualquier melodía se infeste de terror;de que lo hermoso se desfigure en lo monstruoso;de que la armonía sea asfixiada por el conflicto;de que el respeto sea desangrado por la vulgar injuria;de que la amabilidad sea ejecutada por la belicosidad;de que la conciliación sea degollada por la disputa;de que la reflexión sea carbonizada por el combate;de que la tolerancia sea rota por la contienda;de que la sensatez sea asesinada por la pugna; y de que la cordura sea despedazada por el rencor virulento.

La guerra, cuando lanza gritos desgarradores, tiene la funesta capacidad de que la serenidad sea fulminada por la rabia corrosiva; de que la calma sea ahogada por la furia colérica; de que el juicio sea perforado por el aborrecimiento irascible; de que la inteligencia del ciudadano común sea calcinada por el resentimiento; de que la tranquilidad sea destruida por el enfrentamiento fatal; de que la bondad exista solamente como un chiste estúpido; de colocar a la solidaridad en el corral de los apestados; de minimizar las viejas amistades hasta su nivel más insignificante; de que la piedad sea decapitada por la frialdad; de que no haya lugar para la compasión; de que el dolor se transmute en la más duradera de las emociones, hasta deslizarse por millones de huesos cansados y desgastados; de que la responsabilidad moral sea arrasada por la criminalidad sin culpables; y de que el remordimiento sea derrumbado por el sadismo.

La guerra, cuando ríe como la hiena que es, tiene la desastrosa capacidad de que ‘el otro’ sea visto con un prisma ultra negativo; de robarle todo el brillo a unos ojos melancólicos; de herir muy gravemente a la empatía; de convertir a un decente en bárbaro y de mutar a un inocente en delincuente; de enfermar hogares, hinchar lagrimales y construir escenarios de muerte; de cambiar lo transparente en opaco como el sílex negro; de alterar lo alegre en fúnebre como un velorio colectivo; de deformar lo bonito en repelente como un pesticida; de transformar lo claro en turbio como un río contaminado; de poner a la razón en estado de hibernación; de hacer de la convivencia una antagonista; de crear malos recuerdos a escala industrial; y de desintegrar los valores universales.

La guerra, cuando toca con sus asquerosas manos a los pueblos, tiene la diabólica capacidad de quitarle el respaldo a la flexibilidad de ideas;de saturar de sufrimiento cuerpos vivientes;de extinguir el pensamiento crítico;de agonizar a la salud mental;de despojarle a la benevolencia su significado real;de magnificar el abuso de poder; de dejar sin amortiguación a la civilización en su caída libre;de maximizar a la desesperación hasta llegar a su cúspide;de apagar grandes multitudes de rostros y corazones;de quebrar almas;de fragilizar la paz hasta que tenga la misma fuerza que un diente de león;y de vaciar de contenido al amor hasta demacrarlo.

Escribe, un albino más”.

Mauricio Manuel Quispe Mamani vino a este complejo mundo en 1949, tres años antes de que se produjera en Bolivia la Revolución Nacional bajo el primer gobierno de Víctor Paz Estenssoro, del partido político “Movimiento Nacionalista Revolucionario”. Y que tuvo la extraña particularidad de haber sido la única revolución social en América Latina que contó con el apoyo de Estados Unidos, siendo en su momento equiparada a la Revolución Mexicana y que antecedió a la Revolución Cubana. Era hijo de un minero y de una mujer que se ganaba el sustento vendiendo gelatinas de pata en el Mercado Nuevo, que cocinaba y preparaba ella.

Nació en la localidad de Mineros, aproximadamente a 84 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra, ciudad a la que su familia terminó emigrando al poco tiempo de que este pequeño había empezado a tocar la vida. “Manuelito”, era el apodo con que su madre lo llamaba cariñosamente.

Su padre fue, a los dieciséis años, un combatiente de la Guerra del Chaco en la década de 1930, siendo más precisamente, un soldado sin ninguna experiencia previa en el manejo de las armas, que recibió la orden de luchar en la batalla de Boquerón. Aquella fue una guerra fratricida que Bolivia y Paraguay, cruda y amargamente pelearon, y que aún más cruda y amargamente Bolivia perdió. Era un hombre que estuvo muy dolido y muy resentido por ello hasta que sus pulmones soltaron la última respiración, mientras escuchaba en una radio con antena la canción “Boquerón abandonado” de Zulma Yugar, en la casi más absoluta pobreza y en la más absoluta soledad. Sin ningún consuelo posible, y así estuvo desde los dieciséis hasta los noventa y pico de años que respiró.

Fueron décadas de existencia que, estando anestesiado por la pena y la desidia, nunca las vivió, reiteramos y volvemos a reiterar. Sino que solamente las pasó respirando y aguantando, vaya a saber uno por qué.

Tenía un dolor y un resentimiento tan profundo que fácilmente se lo transmitía a su esposa y a sus dos hijos, a los que frecuentemente golpeaba. Probablemente uno de los seres más desgraciados que haya dejado ese estúpido conflicto bélico. Antes de la guerra tenía un padre, una madre y nueve hermanos mayores. Y todos los varones de su familia, a excepción de él, murieron en ella. Su madre, la abuela paterna de Manuelito, que era una mujer guaraní paraguaya, falleció de una tristeza sin fondo a los pocos meses, dejándose morir de hambre.

¿Qué le iba a importar, a esa pobre y desgraciada mujer, que su país haya sido el que ganó la guerra? Su primer hijo, Amaru, pereció en la primera batalla de Nanawa. El segundo, Mallku, fue alcanzado por un proyectil enemigo en la primera batalla de Fernández (Herrera). El tercero, Puma, feneció en la batalla de Corrales. El cuarto, Quri, murió en la batalla de Toledo, después de haberse quedado sin municiones. Su quinto hijo, Pusaq, fue acribillado en la segunda batalla de Alihuatá. El sexto, Katari, murió en la batalla de Cañada Strongest. El séptimo, Jaimei, en la batalla de El Carmen. El octavo, Chapai, en la batalla de Villamontes, víctima de un lanzallamas. El noveno hijo, Kunumi, fue muerto por culpa de una bala perdida en la batalla de Pozo del Tigre-Ingavi.

Y su esposo, Qulla, el abuelo paterno de Manuelito, murió de deshidratación mientras estuvo prisionero, después de ser obligado a rendirse junto a otros combatientes por el ejército paraguayo durante el cerco de Campo Vía. Sin haber llegado a saber que casi todos sus hijos habían muerto también. Menos mal para él.

“¿Por qué no me morí yo también?”, era la pregunta que más solía mencionarse a sí mismo, el único varón sobreviviente de su familia de aquella contienda, quien se había ganado el oscuro sobrenombre de “El Muerto Activo”.

A veces, a altas horas de la noche, se despertaba llorando y gritando el nombre de Rafael Pabón, otro combatiente de la Guerra del Chaco, caído en batalla, y considerado actualmente el primero y uno de los más grandes ases militares de la aviación boliviana. O también se ponía a gritar el nombre de Daniel Salamanca, el presidente constitucional de Bolivia cuando se produjo tal fatal cruzada. “¡Salamanca! ¡Salamanca, hijo de puta! ¡Tu único lugar merecido es el Infierno!”.

De nada servía que vinieran otros ex combatientes y sobrevivientes como él, que aferrados a la fe religiosa –porque de algo hay que aferrarse emocionalmente después de ir a una guerra–, le dijeran cosas como “tus padres y tus hermanos están con Dios (o el Señor) ahora, viviendo la Vida Eterna” ó “todos ellos están ahora en el Reino de los Cielos”, con un gran convencimiento y sosteniendo fuertemente una Biblia de tapa dura con una mano.

Y eso que lo iban a visitar con frecuencia. Venían al menos una vez por semana, sobre todo después de su dramático intento de suicidio al tomarse una botella de lavandina. “Yo no soy nada, y dentro de mí no hay nada que tenga algún valor”, era una de sus frases más características.

La casa en donde el joven Mamani vivió la mayor parte de su niñez y buena parte de su pubertad –una típica vivienda tradicional pahuichi de una sola habitación, con su precariedad tecnológica, su sencillez funcional, su diseño híbrido que reflejaba un mestizaje cultural, su construcción fácil y rápida con materiales naturales, su estructura de madera y su cubierta a dos aguas–, no era un hogar en el sentido más poético, filosófico o psicológico de la palabra.

De hecho, no lo era. No era un hogar sino que era una injusta dictadura a cuatro paredes. Si no era una injusta dictadura era una autocracia. Si no era una autocracia era un cesarismo. Si no era un cesarismo era un despotismo. Si no era un despotismo era un absolutismo. Si no era un absolutismo era una cárcel. Si no era una cárcel era una penitenciaría. Si no era una penitenciaria era un presidio. Si no era un presidio es una correccional. Si no era una correccional era una jaula. Si no era una jaula era un corral. Si no era un corral era una gran reja.

Si no era una gran reja era un calabozo. Si no era un calabozo era una gayola. Si no era una gayola era una celda. Si no era una celda era una mazmorra. Si no era una mazmorra era un cautiverio. Si no era un cautiverio era un confinamiento. Si no era un confinamiento, era una maraña de reglas asfixiantes. Si no era una maraña de reglas asfixiantes, era un hervidero sofocante. Si no era un hervidero sofocante, era un ambiente adverso y opresivo. Si no era un ambiente adverso y opresivo, era una capa de encierro. Y si no era una capa de encierro, era como un alambrado.

El poco aire puro y fresco de libertad que Manuelito y su hermano llegaban a respirar allí dentro, era gracias a las largas horas de trabajo y a los largos viajes que tenía que realizar, tanto de ida como de vuelta, el Muerto Activo, de Santa Cruz de la Sierra a Mineros, y de Mineros a Santa Cruz de la Sierra.

Y también fue gracias a su madre, no vamos a desmerecerla, que con frecuencia venía preparada con un cuchillo casero escondido en su gran pollera aimara, por si el Muerto Activo se ponía malo de nuevo. Cosa, que varias veces también le salvó la vida a ella y a sus hijos.

Manuelito respiraba esa libertad como si ésta le estuviera soplando y acariciando, tocándole suavemente la piel y la lengua, y era porque quería llenarse los pulmones de ella.

Era entendible que hiciese eso. A Manuelito su padre no le permitía tener autonomía, ni siquiera para lanzar una palabra malsonante al desierto, o para decir una vulgaridad en medio de la nada. O para decirle algo ofensivo al mismo vacío. Era comprensible, considerando que éste nunca le dio poder de elección, ni siquiera para cometer sus propios errores. Sus propios fallos, desaciertos, equivocaciones, estupideces, idioteces, imbecilidades, tonterías o meteduras de pata.

“Mi padre, así como era un hombre que sufrió emocionalmente como un condenado a cadena perpetua casi toda su vida, también era un cabronazo de los más duros casi todo el tiempo en que estuvo vivo. Y todavía me sigo preguntando, ¿por qué no salí igual a él en lo de cabronazo?”, llegó a decirle Mamani a su amigo Jesús Maestro hace apenas unos años.

“Fue el poder de la fe en Dios, guapo huevón”, bromeó éste. “No jodas, hombre”, le respondió el amerindio.

Porque hay decirlo. Aunque el padre biológico de Manuelito a veces daba la imagen de ser una persona muy sensible, era también un tirano. ¿Para qué nos vamos a ir con complacencias ante sus odiosas y poco defendibles actitudes como hombre de familia?

Por desgracia, en la casa de Manuelito no había tampoco libros, pero sí muchos periódicos y revistas, entre los que se destacaban nombres como “El Diario” y “Los Tiempos” del lado boliviano. Grandes pilas de periódicos y revistas que él mismo recogía de la basura de algunos vecinos un poco más aventajados económica y culturalmente. O que se lo ofrecían sin más cuando ya no los necesitaban. “Toma Manuelito, ya que tanto te gusta leer”, le decían regularmente.

Su primer contacto con Argentina lo tuvo a través de unas publicaciones que eran importadas de allí y enviadas a un particular vecino suyo. Un ex juez e intelectual jujeño cincuentón que lo había dejado todo para poder casarse con una joven y bonita cruceña. Entre sus múltiples lecturas, que enserio eran muchas, estaban las revistas “Argentina Austral”, “Contorno”, “El Alma que Canta”, “El Hogar”, “Leoplán”, “Mundo Peronista”, “Nuestra Arquitectura”, “PBT”, “Qué!”, “Rico Tipo”, “Sur” y “Tarja”.

Incluso se daba de vez en cuando la amabilidad de comprarle al chaval la revista infantil “Billiken” y de historietas como “Aventuras” de la editorial Aventuras, “Cinemisterio”, “D'artagnan”, “Fantasía” de la editorial Columba, “Frontera”, “El Gorrión” de la editorial Láinez, “El Tony”, “Hora Cero” y “Hora Cero Extra!”, “Intervalo”, “Misterix”, “Patoruzito” y “Patoruzú”, “Puño fuerte”, “Rayo Rojo”, “La Revista del Superhombre”, “Tía Vicenta” y “Tit-Bits”.

Una vez el amerindio le preguntó, “señor, ¿por qué es tan generoso conmigo?”. El hombre, pelón y de una estatura que coqueteaba con los dos metros, le dijo, “porque quiero que tengas ambiciones, pibe. A vos no te imagino, ni te quiero, estando trabajando en una mina como tu padre. ¿Tienes idea de lo que es trabajar en una mina? Es uno de los lugares de trabajo más peligrosos conocidos por el hombre. Allí hay caída de rocas, incendios, explosiones, inundaciones, derrumbamiento y electrocuciones. Un ruido ensordecedor generado por la dinamita y la cadena de transporte de los minerales, un calor y una humedad asfixiante, y un polvo de carbón que puede dejarte los pulmones negros. Y eso es sólo la parte que yo conozco porque me lo han contado.

Yo vengo de una familia de mineros. Tuve un tío que murió hace mucho años en una mina que queda en Susques, mi país. Otro que quedó incapacitado hasta su muerte después de trabajar en otra mina que queda en San Antonio de los Cobres. Y mi propio padre murió aplastado en Mina Pirquitas”.

Al leer la mayoría de las publicaciones que sus vecinos le ofrecían, y subrayando las palabras que no entendía con un lápiz regalado, fue como éste crío fue descubriendo, a paso lento, que había un mundo mucho más allá de donde vivía. Él y su hermano eran los primeros de su familia que fueron escolarizados, y fue Manuelito el primero que sabía leer y escribir con la misma facilidad con que respiraba, sin llegar a verlo jamás como una obligación o algo tedioso. Era una de las pocas cosas que le causaba placer, considerando el contexto en donde vivía.

Su personaje mitológico favorito era la serpiente Jichi, que a diferencia de la serpiente que aparece en el libro del Génesis, ésta era benigna. Descrita según la leyenda indígena, como una serpiente gigante que habitaba en las profundidades de las zonas con afluentes de agua como ríos, lagos, pozos y cascadas. Considerada una deidad guardiana de las aguas dadoras del origen de la vida, que sólo salía al esconderse el Sol, y que cuando los hombres no administraban responsablemente el agua, este Jichi se marchaba dejando sequía, mala pesca y haciendo que los animales de caza huyeran. Transformando la vida, en consecuencia, insostenible.

Durante los años que Manuelito vistió el guardapolvo blanco, uno de sus mayores sueños era pisar un cine desde adentro y sentarse en una de sus butacas viendo una película, sin importar cuál. El otro era terminar la escuela para después poder estudiar una carrera en la Universidad Mayor de San Andrés, ubicada en la ciudad de La Paz, pero no tenía muy en claro cuál elegir. En su pubertad, se conformaba con trabajar de lo que sea, e irse para siempre de su entorno hostil, alejándose lo más posible de su padre.

Era una desgracia y una verdadera lástima que su hermano mayor, el primogénito Juan Ladislao, no fuera, en sus aspectos más positivos, igual a él. Era peleador y solía escaparse de la escuela para hacer sus raterías. Los maestros no sabían qué hacer con él, y su madre tampoco. El Muerto Activo creía que se iba a arreglar si él le daba una tremenda paliza, hasta desmayarlo, cada vez que éste se ponía rebelde. “Fue así como mi padre me educó a mí. Que en paz descanse”, se justificaba. Pero lo que hacía era contraproducente y cada vez se ponía peor. Hasta había días y noches enteras en las que no aparecía en la casa, yendo a quién sabe dónde.

Era un caso perdido, más perdido de lo que puede estar un ciego en un laberinto escheriano, y así lo fue durante varios años. Pero al menos no se drogaba como sus amigos de pandilla, ni golpeaba a las mujeres como su padre. “Ojalá un día se muera bien muerto en la mina ese hijo de perra”, solía decirle a Manuelito.

En el mismo mes en que se produjo la Masacre de San Juan en la localidad de Catavi, en el departamento de Potosí, la madrugada del 24 de junio de 1967, durante la tiranía militar de René Barrientos Ortuño, en la que varios mineros y sus familias fueron asesinados y desaparecidos por el ejército boliviano, los dos se habían puesto de acuerdo para escaparse, no unos días sino para siempre del reclusorio en donde vivían. Sin despedidas ni dramatismos. Sólo irse de allí y huir como se huyen de los ratones.

“Ya estoy harto de esta mierda, Manuel”.

“¿Y a dónde vamos si nos queremos salir?”.

“Vayámonos a Paraguay, hay mujeres muy lindas. Lo conozco, una vez me hice una pasada por allí. A Brasil no porque sólo hablan portugués”.

“¿Eres tonto tú? ¡Vayámonos a Argentina! A Salta, a Jujuy, a Buenos Aires, o al fin del mundo, donde quieras, pero vayámonos allí”.

“Conocer a un país solamente por fotos no es conocerlo realmente”, dijo Juan Ladislao.

Ya para ese entonces, Manuelito ya no era Manuelito sino Mauricio Manuel, un mayor de edad. Y, en contra de sus más fuertes deseos, estaba trabajando en la mina. Su madre le permitió terminar la escuela pero no lo dejó cumplir sus otras aspiraciones intelectuales. Directamente lo mandó a trabajar. Menos mal, porque si hubiera sido por el Muerto Activo, estaría trabajando desde los ocho años como él, sin haber terminado siquiera el colegio primario. Su hermano seguía siendo un vago sin oficio ni beneficio.

Cuando se fueron para no volver jamás, usando la excusa de que iban a traer leñas de árbol Curupaú para la cocina y la fogata, se la jugaron, pero no dieron ningún paso atrás y ni siquiera voltearon la mirada. Ninguno de los dos sintió remordimiento hasta pasados algunos años. El primero fue el menor de los Quispe Mamani, que pensó en su madre y en aquél intelectual argentino. “Ni una carta de despedida o de agradecimiento les dejé. ¡Pero qué imbécil fui!”. Al mayor de los Quispe Mamani le agarró el remordimiento por alrededor de la treintena, poco antes de que se bautizara y se convirtiera al cristianismo fundamentalista. “Perdóname mamá. No puedo estar enojado contigo. No tengo derecho. Soportaste y sufriste tantas, pero tantas cosas”. Hasta se había tatuado el brazo derecho con una frase que decía “Madre, ojalá que Dios te esté cuidando”. En su brazo izquierdo tenía tatuado otra frase que decía “Jesús es mi roca fuerte”.

Actualmente está casado con una mujer ecuatoriana, igual a él en cuanto a creencias religiosas, la misma desde hace más de un cuarto de siglo. Tenía un único hijo que era estudiante avanzado de la carrera de ingeniería electrónica en la Universidad Nacional de La Plata. Dueño de una verdulería, y muy distinto a la persona que era antes de convertirse. Aunque es también, un hombre muy contradictorio.

Por un lado, era de tener un carácter sensiblero y conmovible a simple vista. Se emocionaba con suma facilidad cuando hablaba de su pasado o de su familia, incluso del mismo Mauricio Manuel con el que no se llevaba muy bien, y de eso que él llamaba “Dios”, pero tenía unas posturas muy duras, retrógradas y arcaicas, se podría decir, respecto a la comunidad homosexual y transexual. Era un crítico acérrimo del maltrato y el trabajo infantil, pero no tenía ninguna mirada compasiva respecto a las mujeres que morían por abortar clandestinamente. Muy de izquierda en cuanto a sus ideas sobre el manejo de la economía, pero muy de derecha en cuanto a lo que respecta a derechos civiles. Por dar unos ejemplos.

Cuando llegaron a hacer su última parada juntos, que al final efectivamente terminó siendo la ciudad de Buenos Aires, fueron yendo desde Santa Cruz de la Sierra a Cochabamba, desde Cochabamba a La Paz, y desde La Paz a Villazón, en dirección a la ciudad argentina de La Quiaca. Y ahí fueron recorriendo en cuestión de días las provincias de Jujuy, Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires, a través de la Ruta Nacional 9.

Mauricio Manuel, que nunca antes en su vida había salido del departamento de Santa Cruz, estaba maravillado con los paisajes y los edificios de aquella extensa nación, y los miraba a todos con ojos de niño curioso. “¿Viste lo que es esto, Juan?”. Durante el trayecto tuvo un agradable y fuerte sentimiento de asombro, pero que por desgracia le duró poco tiempo, especialmente cuando concluyó su largo viaje, y se topó con la realidad política y social de ese país

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