Mamá y los lobos
No es bueno pasear sola por el campo cuando hay lobos hambrientos de sexo que acechan dispuestos a violarte.
Era un caluroso y soleado día de verano cuando la familia, después de visitar una localidad turística, se acercó con el coche a unos montes donde les habían comentado que había una gran variedad de aves.
Aunque Dioni, el marido, odiaba el campo, donde había pasado gran parte de su niñez, fue su mujer, Rosa, la que insistió en acercarse para que Juan, el hijo único del matrimonio, pudiera utilizar el regalo que le habían hecho por su cumpleaños: unos potentes prismáticos.
Transitando por caminos solitarios y polvorientos, encontraron un destartalado merendero donde pensaba Dioni pasar toda la tarde mientras su mujer y su hijo se desfogaban por esos montes de dios.
Apenas dos o tres coches viejos y sucios estaban aparcados próximos a la casa.
Aparcó Dioni bajo la sombra de unos árboles y nada más entrar al merendero pidió con su voz potente y autoritaria un buen cubata de ginebra y un par de coca colas para su mujer y su hijo. Aunque eso sí, después dio las buenas tardes a los cuatro parroquianos que estaban aletargados dentro del local. Uno gordo, calvo y de más cincuenta años era el que estaba detrás del mostrador, repartiendo las consumiciones. Otro delgado, pequeño y minúsculo de unos cuarenta y muchos años estaba apoyado en la barra, bebiendo alguna bebida alcohólica. Otros dos hombres, entre treinta y cuarenta años, con barba de varios días y con aspecto de violentos delincuentes, estaban sentados en unas sillas mientras comían unos bocadillos bien regados por una botella de vino tinto barato.
Mientras el gordo colocaba las bebidas encima del mostrador, la atención de los otros tres se fijó en Rosa, que, con sus treinta y cuatro años, estaba de lo más apetitosa.
No estaba la mujer ni delgada ni gorda, estaba lo que se dice en su punto, aunque el estrecho vestido rojo de tirantes y minifalda que vestía resaltaba sus generosos pechos, sus anchas caderas, su cintura estrecha, sus nalgas redondeadas y macizas, y sus piernas largas y torneadas para una altura de poco más de un metro sesenta y cinco.
Sentándose en una mesa pidió la familia unas raciones para comer y, mientras comían, aprovechó el marido para preguntar a los parroquianos sobre las aves, donde se podían observar mejor, etc. y ya de paso se presentó y presentó a su mujer y a su hijo.
No solamente respondió el gordo de la barra, sino que también los otros tres parroquianos aportaron y, cuando unos hablaban, los otros no dejaban de observar los evidentes encantos de la mujer que, avergonzada, apenas intervenía, manteniendo la mirada baja, al notar avergonzada que la desnudaban con la mirada.
El pequeñín delgado dijo llamarse Fermín, aunque nadie se fijó en lo que decía al ser tan insignificante, y los forzudos que estaban sentados a la mesa, Oscar y Ramiro.
Mientras la familia almorzaba, los dos hombres sentados en la mesa se levantaron y, después de haber pagado sus consumiciones, salieron del local. Poco después fue el escullimizado el que también se marchó.
De la familia el primero que dio por finalizada la comida fue Juan que, con sus doce años, estaba inquieto por probar los prismáticos, así que fue el primero que se fue al baño. Y cuando salió, fue Rosa la que se metió a los aseos.
Impaciente como estaba, el adolescente tenía prisa por salir, así que no esperó a su madre y se marchó, con la promesa de encontrarse con ella en una determinada caseta que les habían comentado que estaba a los pies del monte.
Casi a la carrera el niño llegó a un cruce de caminos. Dudando hacia qué camino tomar, escuchó una voz que le decía que fuera por la derecha, por el camino de la derecha. Era el hombre pequeñín que estaba antes en la barra del merendero, el llamado Fermin, y que ahora sentado en unas piedras bajo la sombra de unos árboles, le indicaba el camino a tomar.
- Si quieres ir a la caseta tienes que tomar el camino de la derecha.
Se despidió el niño, dándole las gracias, y tomó el camino que le habían dicho, pero, no había recorrido mucho metros, cuando cambió de idea y le pareció divertido subirse al monte y, desde arriba, observar con los prismáticos cómo venía su madre. Eso hizo y, subiendo hacia arriba por la pendiente del monte, se sentó al lado de un árbol esperando a Rosa.
Cuando salió la mujer del baño y enterarse que su hijo se había marchado solo, se lo recriminó al marido al ser, en opinión de ella, demasiado joven para ir solo, ya que podía pasarle algo, pero Dioni, en su segundo cubata, pasó olímpicamente de su esposa.
Salió Rosa, dirigiéndose por el camino que la habían indicado, pero, al llegar al cruce de caminos, también dudó que tomar pero allí estaba el hombrecillo delgado que la indicó el camino a tomar:
- Tu hijo se ha ido por el camino de la izquierda y te espera en la caseta.
Juan que, la había visto con los prismáticos acercarse al cruce, se estaba divirtiendo. Se sentía como un experto explorador en territorio apache del lejano oeste americano. Lo que le extrañó es que el hombre delgado indicara a su madre que no tomara el camino que él había tomado. Supuso que el hombre, al ser tan anciano y estar tan gastado, se había despistado y la había indicado por error otro camino. Aun así no descendió del monte para avisar a su madre, sino que, caminando por el mismo nivel, la siguió desde las alturas.
Caminando durante más de quince minutos a buen paso, Rosa iba ya a darse la vuelta al no encontrar la caseta, pensando que se había equivocado, cuando de pronto ante sus ojos la vio, y, acercándose, buscó a su hijo con la mirada, llamándole también.
La caseta era de madera de poco más de unos dos metros de altura y no más de tres de ancho y de profundo. Dentro había una mesa y un par de banquetas, todo de madera y cubierto de polvo y hojas muertas, pero no había ni rastro de su hijo.
Al girarse la mujer se encontró de frente a Oscar, uno de los dos tipos que estaban sentados en el merendero, que la miró torvamente. No se lo esperaba Rosa y, asustada, emitió un gritito, echándose instintivamente hacia atrás.
Una extraña sonrisa semejante a una cicatriz se formó en la boca del hombre.
- Lo lo siento. Me me he asustado. No no me lo esperaba.
Pidió perdón mientras se recuperaba del susto.
- No te preocupes. ¿Te has perdido?
Sin dejar de sonreír de una forma siniestra, la preguntó Oscar de forma demasiado suave, incluso dando un tono a su voz que sonaba a falso.
- E.. estoy buscando a mi hijo.
Respondió muy asustada la mujer.
- ¿No lo encuentras? Pues por aquí no ha pasado.
- ¡Qué qué raro! Me me dijo.. .el hombre no recuerdo su nombre el delgado me dijo que había venido por aquí.
- Pues por aquí no ha pasado, ¡Jejeje!
Repitió el hombre, emitiendo una risita que, aunque tenía un tono de falso, era más más bien amenazante.
- ¡Ah! Entonces me vuelvo a buscarlo.
Dijo la mujer y, girándose hacia el camino por donde había venido, se encontró de pronto con Ramiro, el otro hombre que acompañaba a Oscar, quedándose quieta, como petrificada de miedo, y escuchó a sus espaldas decir a Oscar.
- ¿Por qué no te quedas un momento con nosotros y luego continuas buscando a tu hijito?
- No es que no no puedo.
- Seguro que puedes estar unos pocos minutos con nosotros. Ya verás lo mucho que te gusta.
- No no puedo lo siento es que mi hijo me espera.
- Seguro que puede esperar unos minutitos más mientras nos divertimos contigo.
- No no no puedo no.
Balbuceaba aterrada Rosa intentando esquivar a Ramiro pero éste se interponía siempre en su camino.
No solamente la cortaba el paso sino que, entre Oscar y Ramiro, la estaban arrinconando, sin posibilidad de marcharse.
Arrinconada hacia un muro de piedras de algo menos de un metro de altura, intentó la mujer encaramarse a él y saltarlo para huir de ellos. Logró subirse al muro, pero, antes de que lo saltara, Oscar la sujetó con una mano por la falda y con la otra la metió mano en la entrepierna, sobre sus bragas y directamente en su sexo.
Al sentir cómo la metían mano entre las piernas, perdió Rosa el equilibrio y, emitiendo un chillido, cayó hacia donde estaban los dos hombres, que la sujetaron en el aire.
Estando ella en horizontal sobre los brazos de los dos tipos, éstos la soltaron los botones de detrás del vestido y el sujetador, mientras la llevaban en volandas al interior de la caseta, cerrándola a sus espaldas.
Juan, que estaba en el monte siguiendo a su madre con sus prismáticos, la contempló al principio divertido cuando le buscaba pero, al encontrarse primero con uno de los hombres y luego con el otro, la expresión de ella cambió y transmitió una sensación enorme de desasosiego a su hijo. El desasosiego se transmutó en pánico cuando la metieron mano y la cogieron en volandas para meterla en la caseta de madera. Por un momento el pánico se convirtió en morbo y en excitación sexual al observar el niño las bragas blancas de su madre en los brazos de los hombres y cómo la soltaban por detrás los botones del vestido y del sujetador, mostrando su también blanco sujetador y su espalda.
Al cerrarse la puerta de la caseta, Juan dejó de ver a su madre y, durante casi un minuto, se quedó con la mente en blanco, sin saber qué hacer ni qué decir, y, cuando empezó a pensar le entraron todas las dudas del mundo sobre cómo actuar.
- ¿Tenía que pedir ayuda o ir solo a rescatar a su madre? ¿A quién se la pediría? ¿Al hombre delgado que la había llevado a una trampa? ¿A su padre que estaba lejos, en el merendero y quizá hasta borracho? ¿Sabría llegar al merendero y luego del merendero a la caseta para salvar a su madre? ¿Llegaría a tiempo? ¿No perdería mucho tiempo si avisaba a su padre? ¿Le haría éste caso? ¿No pensaría que su hijo tenía una imaginación demasiado fantasiosa? ¿Podría su padre con los dos tipos que estaban con su madre? Seguramente también su padre recibiera una paliza y él no quería ver cómo pegaban a su padre.
Tomó la determinación de descender del monte a la caseta y ver qué la estaban haciendo a su madre. Quizá no la sucedía nada y él, Juan, tuviera una imaginación desbordante y se imaginara que los apaches la habían secuestrado.
De pronto, se abrió de golpe la puerta de la caseta y salió su madre corriendo de ella. Estaba completamente desnuda. En cada zancada su culo blanco se contraía rápidamente y sus tetas se balanceaban desordenadas. Pero, al momento, uno de los tipos salió tras ella y la cogió de un brazo deteniendo su carrera. Agachándose pasó sus brazos por la parte trasera de los muslos de Rosa y la levantó, queriendo volver a llevarla en brazos dentro de la caseta, pero los movimientos y la resistencia de la mujer le hicieron soltarla para volver a levantarla pero ahora la colocó bocabajo sobre los hombros.
Pateando rabiosa también le golpeaba con sus puños en la espalda del tipo, dificultando su avance, hasta que apareció el otro hombre que, sujetándola las piernas, la metió por detrás la mano entre las piernas, magreándola la vulva, al tiempo que la decía algo.
Esto hizo que la mujer dejara de golpear y la metieron rápidamente otra vez en la caseta, cerrando nuevamente la puerta a sus espaldas.
Se quedó Juan paralizado al verlo y, aunque la violenta acción le perturbaba mucho, tenía fijada en sus pupilas la imagen de su madre desnuda, con las tetas, el culo y los muslos desnudos y se dio cuenta que tenía una enorme erección que levantaba por delante su pantalón corto.
Ahora sí que había confirmado que a su madre la estaban haciendo algo esos tipos, que la habían quitado toda su ropa contra su voluntad y que ahora mismo la estaban haciendo algo que ella posiblemente no quisiera.
Descendió del monte y se acercó a la caseta haciendo el menor ruido posible, mientras asustado escuchaba a su madre llorar y chillar, así como las risotadas de los hombres y los comentarios obscenos, amenazas e insultos que la decían.
- ¡Te vamos a arrancar esas tetas tan gordas que tienes, puta, a mordiscos! ¡ñamñamñamñamñamñam!
- ¡Cuando acabemos con ese culazo no te vas a poder sentar ni cagar durante años, zorra!
- ¡Ya verás lo que te vamos a meter ahí dentro, en esos agujeros que tienes entre las piernas!
- ¡Lo ricos que van a estar esos labios que tienes cuando te los cortemos y nos los comamos crudos!
- ¡Ni se te ocurra mordernos, que te arrancamos todos los dientes con estas tenazas que estás viendo!
- ¡No me mires así, guarra, que te arrancó los ojos y me meo en las putas cuencas vacías!
Solamente con lo que escuchaba le temblaban las piernas al crio y solo deseable echar a correr, huyendo de allí y dejando abandonada a su madre.
Aun así, quizá por el morbo de ver lo que estaba sucediendo dentro, por el morbo de lo prohibido, giró Juan alrededor de la caseta, intentando localizar un orificio lo suficientemente grande en las paredes de madera.
Lo localizó a casi dos metros del suelo, pero al lado se encontraba una piedra lo suficientemente grande como para alcanzar el agujero. Trepó por ella y, al mirar por la pequeña abertura, observó a su madre.
Estaba completamente desnuda en mitad de la caseta, con sus manos atadas con una cuerda a un gancho que colgaba del techo de forma que ella se mantenía de puntillas en el suelo, con las piernas muy rectas y todos sus músculos en tensión.
Los dos hombres, vestidos solamente con sus altas botas de montaña y un roído calzón de color indeterminado que tapaba sus hinchados miembros, giraban en torno a ella. Mientras uno la azotaba con la mano el culo, el otro la propinaba azotes en las tetas, provocando que ella chillara y llorara de dolor y de terror.
Un par de potentes linternas apoyadas una en el banco y otra en la mesa iluminaban el interior de la caseta, a pesar de que todavía en el exterior era de día.
Cambiaron los azotes por los pellizcos y eso fue lo que Oscar aplicó a los pezones de Rosa, un pellizco en casa pezón, retorciéndolos y provocando que chillara aún más de dolor.
Ramiro, por su parte, aprovechó para meterla la mano por detrás entre las piernas, y, hurgando entre sus labios vaginales, la metió dos dedos en la vagina, sobándosela, pero, pareciéndole poco, se agachó y la mordió un glúteo.
- ¡Ay, ay, no, no, por favor, no, ay, ay!
Chillaba Rosa de dolor.
Dejando el hombre de morderla, la dejó una buena marca sanguinolenta de su dentadura en la nalga y, sacando su mano de entre las piernas de la mujer, la separó los dos glúteos y la metió un par de dedos directamente en el ano, escuchándose nuevos gritos de dolor.
- No te quejes tanto, zorra, que ya sabemos que te gusta que te la metan por el culo, y eso estoy haciendo, dilatándote el ojete para lo que te vamos a meter dentro.
La dijo Ramiro mientras giraba sus dedos dentro del orificio agrandándolo.
Los dedos de Oscar la soltaron los maltrechos pezones y, acercando su boca, empezó a lamerlos frenéticamente, mientras con sus brazos la sujetaba por la cintura.
Ramiro, al ver lo que hacía su compañero, acercó una de las banquetas de madera y, sentándose en ella, metió su boca entre las dos nalgas y comenzó también él a lamerla el ano.
- ¡Ay, ay, no, por favor, no tan rápido! ¡Haré lo que queráis pero, por favor, no me hagáis más daño!
Oscar esta vez si la hizo caso y redujo el ritmo de los lametones, haciéndolo casi suavemente.
Después de estar Ramiro lamiéndola durante más de un minuto entre las dos nalgas, bajó su cabeza aún más y la metió entre las piernas de la mujer, chupándola ahora el coño como si de un sabroso helado se tratara.
Los chillidos de dolor dejaron paso poco a poco a suspiros y gemidos de placer ante la asombrada mirada de Juan que en ningún momento había dejado de mirar por la abertura de la pared.
Bajándose Oscar el calzón por delante, dejó al descubierto su enorme verga congestionada y agarrando a Rosa por las nalgas, la levantó del suelo, y la montó allí mismo, se la metió hasta el fondo, hasta que los cojones chocaron con el perineo de ella, aunque a punto estuvo de meterle el cipote por el ojo a su compañero, que viendo lo que iba a suceder, se retiró a tiempo.
Sintiendo que la penetraban contuvo la mujer la respiración, abriendo mucho los ojos y la boca como si la hubieran pillado desprevenida.
Solamente con la fuerza de sus brazos, Oscar la levantó una y otra vez de forma que su enorme cipote se restregara con fuerza e insistentemente por el interior de la cada vez más lubricada vagina de Rosa, haciendo que ella primero resoplara y luego gimiera y emitiera cada vez más potentes chillidos de placer. Aunque los brazos de Rosa seguían atados al gancho, cruzó sus piernas desnudas alrededor de la cintura del hombre, permitiendo que fuera más profunda y placentera la penetración.
Ramiro, viendo como su compañero se la follaba, se acercó por detrás y, agarrándola las tetas, empujó su cipote con fuerza entre las dos nalgas de Rosa, separándolas y penetrando en el ano de la mujer que, al sentir que la perforaban por la retaguardia, chilló brevemente de dolor, pero, una vez dentro, la proporcionó más placer que dolor los movimientos de mete-saca.
Dejó Oscar de levantarla y bajarla mientras se la follaba, y ahora los dos hombres se la follaban moviéndose adelante y atrás utilizando la fuerza de sus piernas, de sus caderas y de sus glúteos.
Aprisionada Rosa entre los dos hombres que se la estaban follando, uno por el coño y otro por el culo, chillaba a pleno pulmón de placer, exagerando para mantener complacidos a los dos hombres y no siguieran torturándola.
No se sabe quién alcanzó antes el orgasmo, pero los dos hombres eyacularon dentro de la mujer con escaso margen de tiempo y ella también se corrió, chillando aún más fuerte si era posible. Y, una vez hecho, todavía los tipos dejaron su polla dentro durante casi un minuto hasta que descargaron todo su semen.
Cuando la desmontaron, parecían otros, más tranquilos, ya que habían saciado sus salvajes apetitos de copular como animales. Se vistieron tranquilamente sin ni siquiera mirarla, dejando a la mujer colgada del gancho como si fuera un jamón. Tenía las tetas y el culo hinchados y de un color rojo intenso producto de tanto azote, sobe y maltrato.
Abriendo la puerta de la caseta, apareció, sin decir ni una sola palabra, el hombrecito delgado con rostro inexpresivo. Semejaba a la hiena que espera que los leones sacien su hambre comiéndose a la presa para comerse ella las sobras.
Sin decir ni una sola palabra, propinaron primero Oscar un azote a una de las nalgas de Rosa y luego Ramiro otro azote en la otra nalga, saliendo a continuación los dos de la caseta.
Acercando la banqueta más próxima a la mujer, se subió en ella el pequeñín, liberándola del gancho y de la cuerda que quedó arriba. Aunque más bien escuálido, debía estar fuerte porque sujetó a una Rosa exhausta para que no se cayera al suelo, y, sujetándola por las nalgas, la acercó a la mesa para que se apoyara.
Poniéndose la mujer de rodillas sobre una banqueta, apoyó la parte superior de su cuerpo sobre la mesa, descansando bocabajo con los ojos cerrados. Estaba agotada y dolorida. La dolían las tetas, el culo, el coño, las piernas, todo.
El hombrecito, tranquilamente, como si fuera lo más natural del mundo y lo hubiera hecho tantas veces que ya fuera para él una rutina, se bajó el pantalón y el calzón, dejando al descubierto un enorme cipote gordo y erecto, desproporcionado para la delgadez del tipo, y dando un par de pasos al estilo pingüino hacia la mujer, la cogió por los muslos, primero uno y luego otro, separándolos y descubriéndola tanto el coño como el ano, ambos bien abiertos y dilatados después del polvo que los habían echado. Cogió ahora su cipote con una mano huesuda y deformada en la que casi no le cabía el espléndido miembro, y, dudando unos instantes en qué agujero metérselo, se lo metió por el ano ya que lo encontraba más cómodo para la penetración por la postura de la mujer.
Una vez dentro, sujetándola por las caderas, empezó a balancearse adelante y atrás, adelante y atrás, una y otra vez, metiendo y sacando el rechoncho pene del culo de Rosa, a un ritmo cada vez más rápido y azotando las nalgas de ella, hasta que, después de casi cinco minutos, se corrió también dentro.
Una vez alcanzado el orgasmo, la desmontó, se vistió y, después de propinarla el acostumbrado azote en una nalga, se marchó tranquilamente y silbando como si nada hubiera sucedido.
Rosa, que tenía los ojos cerrados descansando cuando se puso bocabajo sobre la mesa, abrió los ojos asombrada de que el hombrecillo la separara las piernas y la tocara el culo. Más sorprendida se quedó cuando la metieron algo duro y gordo por el culo, pero ni dijo ni hizo nada por impedirlo. Solo aguantó las embestidas del pequeñajo y los azotes en sus doloridas nalgas. No pensó que fuera un pene lo que tenía dentro hasta que descargó.
Escuchando cómo los silbidos del hombre se iban alejando hasta perderse en el monte, se acordó de que su hijo la debía estar esperando en algún sitio y su marido seguramente en el merendero.
Se incorporó agotada y dolorida y, cogiendo toda su ropa, bragas, sostén, vestido y deportivas, que estaban tirados en el suelo de la caseta, se vistió tan rápido como pudo, limpiándose el polvo y la suciedad, y se fue a buscar primero a su hijo.
Juan que había presenciado todo desde su agujero en la pared, observó cómo su madre se alejaba, y, viendo que ahora tomaba el camino de la derecha en su búsqueda, la siguió y después de unos minutos la llamó, como si la acabara de ver, y juntos se fueron hacia el merendero donde un Dioni, sentado en su propio coche, cansado de esperar y con bastante alcohol en el cuerpo, les recriminó su tardanza.
- Espero que os hayáis desfogado bien con los pájaros.
- ¡Y vaya pájaros! ¡La tenían así, así de grande!
Respondió la criatura abriendo mucho los brazos como para indicar lo grande que la tenían, ante la extrañada mirada de sus padres que no dijeron nada, sin saber exactamente a qué se refería su retoño, quizá a la longitud de las alas de las aves. No sabían que la criatura no había visto ninguna.