Mamá sin bragas en casa del vecino cachondo

Mi madre acude a la casa del vecino que se la quiere follar.

(CONTINUACIÓN DE “DEL PARQUE A LA CAMA CON MI MADRE”)

Aquella tarde después de clase, se acercó Juan a su amigo Oliver al que había visto esa mañana follarse a su madre en el parque.

Caminando solos por la calle el joven le dijo al negro:

  • ¡Qué calladito lo tenías, negro joputa! ¡Follarte a mi madre y sin decirme nada!
  • ¡Joder, blanquito, me amenazaste para que no me la follara!
  • ¡Vaya caso que me hiciste, negro, que te he pillado dos veces desde entonces! ¡Una en casa y otra en el parque!
  • ¡Joder, blanquito, con lo buena que está y si se abre de piernas, hay que ser muy maricón para no tirársela!
  • ¡Podías haberme avisado, joputa!
  • ¡Cómo voy a avisarte si me amenazaste para que no me la follara!
  • ¡No trates de engañarme, negro joputa! ¿Cuántas veces te la has beneficiado desde que te dije que no lo hicieras?
  • Todas las que se ha puesto a tiro, o ¿es que piensas que soy un negro maricón?
  • ¡Qué hijo puta!

Se rieron ambos amigos mientras hablaban y Juan continuó interrogándole.

  • ¡Pero se puede saber dónde te las has follado, cacho cabrón!
  • ¡En tu casa, blanquito!
  • ¿En mi casa? Y ¿esta mañana qué? ¿No te la has beneficiado en el parque? ¡Venga, negro joputa, concreta!
  • Menos esta mañana que me has visto en el parque, siempre ha sido en tu casita cuando tú y el cornudo de tu padre salíais a toda prisa. Vosotros salíais y yo entraba. No solo entraba en tu casa sino que entraba en el coño de la calentorra de tu madre que me esperaba como dios la trajo al mundo y bien abierta de piernas para que me la follara sin perder ni un segundo de tiempo.
  • ¡Qué joputa! ¡Qué hijo de la gran puta eres, negro cabrón!

Y se carcajeaban los dos mientras sus pollas crecían y palpitaban de deseo al recordarlo e imaginarlo.

  • ¿Cuántos polvos la habrás echado, negro cabrón, sin decírmelo?
  • ¿Cuántos? ¿Cien, doscientos, …? ¡Todos los que he podido!
  • ¡Qué joputa! Pues a partir de ahora veré todos, así que vete avisándome cuando vayas a hacerlo.
  • ¡Pues lo tenemos claro, blanquito! Tu mami se ha vuelto una estrecha y me ha dicho que nasti de nasti, que tenemos que dejarlo.
  • ¿Qué dices? Eso nunca.

Sin atreverse a decir a su amigo que su madre acusaba a los vecinos y al portero de haberla violado y que, con el fin de apaciguarlos, no quería que le vieran entrar en la casa y supusieran, muy acertadamente, que se la follaba.

  • No quiere que me vean entrando en la casa porque los vecinos cuchichean y teme un escándalo.

Comentó a Juan y, después de una breve pausa, continuó diciendo.

  • Yo la he dicho que follamos fuera de la casa y así no me ven.
  • ¿Fuera de casa! Sí claro, pero ¿dónde?
  • ¡Ostias, blanquito, si hay millones de sitios para follar pero quiere que lo dejemos!
  • ¡Eso no es ningún problema! Acuérdate de las primeras veces que no quería y tú te la follaste. Tenemos que pensar es en lugares donde pueda yo ver cómo te la follas sin que ella se entere.
  • OK, blanquito. ¡Lo pensamos! ¡Recuerdos a la calentorra de tu madre!

Y se separaron camino cada uno de su casa.

Mientras tanto, Rosa no había salido de su casa en toda la tarde, después de que primero el amigo negro de su hijo se la follara en el parque y luego Arturo, el vecino, lo hiciera en su propia casa. Además la preocupaba la propuesta que la había hecho el vecino: Follar con ella y a cambio que los demás vecinos y el portero la dejaran de acosar. Quizá no era tan mala idea, pensó, la mujer. Quizá era una solución a sus problemas, aunque debería actuar con discreción para que lo supieran solo los interesados y especialmente no se enteraran ni su marido ni su hijo. Ella si actuaría con discreción pero dudaba mucho que lo hicieran Oliver y Arturo ya que no dudaba que la presionarían para que no dejara de follar con ellos.

Al llegar Juan a su casa, apenas cruzó unas palabras con su madre aunque volvió a notarla preocupada y no era para menos con los vecinos acosándola.

Aquella noche la familia cenó en silencio delante de la televisión, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. Rosa dudaba qué hacer en relación a sus dos amantes forzados, Juan imaginándosela desnuda y follando y Dioni, el padre, cavilando siempre sobre su aburrido trabajo de oficinista trepa.

A la mañana siguiente en casa de Arturo, su mujer se acababa de ir al trabajo y su única hija se disponía a acudir a clase. Sin embargo, Arturo, que llevaba varios meses en paro, todavía permanecía en pijama y sin afeitar, sentado en la cocina delante de una taza vacía de café.

Viendo cómo su hija de dieciséis años se encaminaba con una pequeña mochila rosa hacia la puerta de la calle, la increpó en voz alta, mirándola lascivo los muslos desnudos bajo una faldita minúscula de cuero negro:

  • ¡Eh! ¡Te dije que no te pusieras faldas tan cortas que se te ven las bragas!

Sin volverse la joven levantó el brazo derecho y estiró el dedo medio de la mano haciendo un gesto obsceno, y respondió mintiendo:

  • ¡No llevo bragas!
  • ¿Qué … qué dices? ¡Ven aquí! ¡Ven aquí, Violeta!

Dijo alarmado el padre pero la hija, sin hacerle caso, abrió la puerta de la vivienda y, antes de cerrarla, se volvió y le dijo:

  • ¡No te hagas pajas y busca trabajo, parásito!

El portazo ahogó el grito cabreado del padre que se levantó de la silla y caminó a toda prisa hacia la puerta por donde ella había salido, sin saber exactamente para qué, si pegarla de ostias o follársela, pero su hija ya estaba bajando a toda prisa las escaleras mientras se carcajeaba.

Cabreado, Arturo no se atrevió a gritar para que los vecinos no se enteraran y entró en la casa, cerrando la puerta a sus espaldas.

Furioso, gritó improperios en voz alta dirigidos a su hija, sin quitarse de la cabeza los torneados muslos desnudos y, cogiendo el móvil, envió excitado un whatapps a Rosa, sabiendo que a esa hora estaba sola en casa.

  • Vente ahora a mi casa. Estoy solo. Vente YA.

Rosa que acababa de despedir a su hijo y a su marido, escuchó el aviso de que le había llegado un whatapp a su móvil y lo cogió, pensando que querían algo su marido o su hijo.

Al ver quién lo enviaba y el mensaje, se quedó aturdida. Había llegado el momento de decidir si acudir o no.

Mientras la mujer, aterrada, dudaba que hacer, su hijo coincidió en el portal con Violeta, la hija de Arturo, que bajaba corriendo las escaleras.

Desde abajo la escuchó bajar y, levantando la mirada, la vio las pequeñas braguitas blancas bajo su minúscula faldita y sus torneados muslos.

  • ¡Hola, Violeta! ¿Dónde vas con tanta prisa?

La saludó, después de tragar salida.

  • ¡Huyendo del salido de mi padre!

Respondió sorprendentemente una muy sonriente joven que, con dieciséis años, era ya toda una espléndida mujer.

Adelantando a Juan, éste la miró el culo así como sus piernas enfundadas hasta las rodillas por unas altas botas de cuero negro y se atrevió a decirla:

  • ¡Que no te coja!
  • ¡Eso quisiera él! ¡ Cogerme!

Fue la réplica de Violeta mientras se reía divertida.

Aún estuvo Juan varios segundos mirando el culo de la joven mientras se alejaba meneándolo provocativa en una dirección que no era la que él iba a tomar.

  • A ésta sí que la echaba yo un buen polvo.

Pensó viendo cómo se alejaba.

Volviendo a una Rosa que, muy nerviosa y asustada, dudaba que hacer.

Temía que fuera una encerrona y el vecino no estuviera solo sino acompañado por la Encarni a la que temía especialmente y por más gente que pudiera humillarla, violarla y causarla un profundo dolor no solo físico. Lo descartó porque si pensaba follársela con frecuencia, como la propuso, era lo más lógico que estuviera solo.

Sin olvidar la premura que la transmitía el mensaje recibido, al final decidió que lo mejor era acudir a la llamada de Arturo para evitar escándalos y problemas, al menos eso es lo que pensaba ella en ese momento.

Se puso un vestido sobre su piel desnuda y unos zapatos, saliendo de su casa, sin ropa interior, ya que no había podido todavía comprársela después de que la Encarni se llevara toda la última vez que estuvo en su casa.

Estirándose y de puntillas colocó las llaves de la vivienda en el marco superior de la puerta de forma que pudiera cogerlas cuando volviera.

Quitándose los zapatos y con ellos en la mano para no hacer ruido, bajó caminando los tres pisos que separaban su vivienda de la de Arturo, atenta a no cruzarse con nadie ni escuchar ningún ruido que delatara la presencia de alguien vigilándola a través de la mirilla de las puertas.

Delante de la puerta de la vivienda de Arturo, con el corazón latiendo a todo tren, se atrevió a dar una sola y breve pulsación al timbre, abriéndose la puerta casi al momento.

  • Entra.

Fue el escueto saludo de Arturo en voz baja, haciendo un hueco para que pasara al interior de la vivienda.

Antes de cerrar la puerta el hombre echó una rápida ojeada por si alguien estaba mirando, permaneciendo Rosa avergonzada, asustada y en silencio a un par de pasos detrás de él.

Era evidente que ni él ni ella querían que se supiera que estaban follando, más bien por salvar sus respectivos matrimonios aunque en el caso de él ya lo pregonaría orgulloso entre sus amigotes del barrio.

Una vez cerrada la puerta, se volvió Arturo hacia Rosa y, cogiendo el escote de su vestido con las dos manos, tiró con fuerza de él hacia abajo, provocando que la mujer chillara y dejara caer los zapatos al suelo.

Rompiéndola el vestido, lo dejó caer al suelo, dejando a una aterrada Rosa completamente desnuda.

  • ¡Has tardado! ¡Te dije que vinieras ya!

Fue lo único que la dijo, regañándola, y, abrazándola, juntó con fuerza su boca con la de ella, besándola, sin que ella se atreviera a retirar su rostro. Mientras la metía la lengua entre sus labios hasta la garganta, la agarró con fuerza las nalgas desnudas, atrayéndola hacia él, apoyando su verga dura y erecta en el vientre de ella.

Como ella estaba rígida y no le correspondía devolviéndole los besos, dejó de besarla y, soltándola, la dijo:

  • ¡Corre a la última habitación y ponte la ropa que está sobre la cama!

Aturdida, la mujer dudó que hacer, pero el hombre, propinándola un fuerte y sonoro azote en una de las nalgas la apremió.

  • ¡Venga, corre! ¿A qué esperas?

Asustada, echó Rosa a correr completamente desnuda, ante la lúbrica mirada de Arturo fija en los duros y macizos glúteos desnudos de la mujer y cómo se contraían en cada zancada que daba.

  • ¡Ese culo ha nacido para ser azotado y follado!

Pensó lascivo el hombre.

Entró Rosa a la carrera en la habitación y que correspondía al dormitorio de Violeta, la hija de Arturo. Viendo unas ropas encima de la cama, escuchó al hombre decirla:

  • ¡Avisame cuando te la hayas puesto!

Aturdida contempló la ropa y, acercándose, cogió la prenda más próxima, unas braguitas de color blanco.

  • ¿Cuánto tiempo hacia que no se ponía unas bragas?

Pensó con envidia y, levantando una pierna y luego la otra, se puso las bragas, pero, al tener la hija de Arturo unas caderas y un culo no tan ancho como las de ella, tuvo que hacer fuerza para estirarlas y colocárselas muy apretadas.

Cogiendo luego un sostén blanco se lo puso, logrando cerrar el broche por detrás pero sus enormes y erguidas tetas no cabían en la prenda, por más que lo intentaba, por lo que se lo colocó bajo éstas.

La siguiente prenda que cogió fueron unos calcetines blancos que, sentándose en la cama, pudo ponérselos sin problemas y subírselos casi hasta las rodillas.

El polo que tomó ahora ya no le cabía por las tetas tan grandes que tenía por lo que se lo puso por arriba sin cubrirse los pechos.

La falda plisada de colegiala no le entraba tampoco, ahora por las caderas, y, como no podía ponérsela de ninguna forma, la dejó encima de la cama, quitándose también el polo que tanto la apretaba.

Viendo que no podía ponerse toda la ropa que el vecino la había dicho, inspiró profundamente una buena bocanada de aire y se atrevió a decir en voz alta para que la escuchara:

  • No puedo ponerme la ropa. Es muy pequeña.

Sin recibir respuesta apareció al momento Arturo por la puerta, y, mirando lujurioso las tetas desnudas a Rosa, la regañó en voz alta:

  • ¡Te dije, Violeta, que no te pusieras esas ropas que pareces una puta!

Aturdida, no sabía Rosa a qué se refería, por lo que, sin saber ni qué decir ni qué hacer, permaneció en silencio, hasta que Arturo la volvió a decir en tono imperativo:

  • ¡Ven aquí, Violeta!

Y, acercándose la mujer con miedo, el hombre la cogió violentamente de un brazo, y, sentándose en la cama, la colocó bocabajo sobre sus rodillas, y empezó a propinarla fuertes y sonoros azotes en las nalgas.

  • ¡Ay, ay!

Chillaba la mujer al recibir cada azote, pateando en el aire, y el tipo la gritaba:

  • ¡Esto para que aprendas, puta, más que puta, para que hagas caso a tu padre!

Agarrando con una de sus manos las bragas, tiró de ellas, hacia abajo, bajándoselas hasta las rodillas, y continuó azotándola las cada vez más coloradas nalgas.

  • ¡Eres una niña muy mala, Violeta, muy mala, muy mala!

La gritaba, babeando de placer, sin detener la azotaina.

  • ¡Ay, ay … no, por favor no … me haces daño!

Suplicaba Rosa al tiempo que chillaba y lloraba.

Deteniendo por un momento la azotaina, el hombre tiró aún más de las bragas hacia abajo, quitándoselas por los pies y dejándolas caer al suelo, para continuar azotándola los encarnados glúteos.

  • ¿Serás una niña buena a partir de ahora? ¡Eh, Violeta! ¡Lo serás? ¿Serás una niña buena que haga siempre caso a tu padre?
  • ¡Sí … Sí … por favor, para … haré todo lo que quieras pero para, por favor, para!

Suplicaba la mujer sin dejar de llorar.

  • ¡Eso es lo que quería oírte, hija, que harás todo lo que yo quiera!

Exclamó triunfante el tipo y dejando de azotarla, la hizo incorporarse, obligándola a ponerse de rodillas en el suelo, entre las piernas abiertas de él.

Soltándose el botón superior del pantalón y bajándose la bragueta, una enorme y congestionada verga emergió orgullosa, apuntando al techo.

  • ¡Cómemela, hija, cómemela!

Acercándose la mujer, cogió con su mano derecha la erecta verga y, después de darla unos buenos lametones en toda su longitud, se la metió en la boca, comenzando a acariciarla con sus voluptuosos labios mientras movía adelante y atrás la cabeza, y sus manos le acariciaban insistentemente el escroto.

  • ¡Chupa, chupa, hija mía, chupa!

La dijo el hombre, contemplando extasiado como le comía la polla.

Sintiendo que se iba excitando, Arturo la hizo parar y, levantándose, la hizo también incorporarse.

Una vez en pie, tiró de Rosa hacia la cama, obligándola a colocarse a cuatro patas sobre el colchón, y colocándose entre las piernas abiertas de ella, dejó caer su pantalón y calzón hasta los tobillos.

Un par de azotes, uno en cada nalga, la volvió a propinar Arturo, antes de sujetarla por las caderas y, dirigiendo su cipote erecto a la vulva de la mujer, la penetró lentamente hasta el fondo, hasta que sus cojones chocaron con el bajo vientre de ella.

Al sentir cómo la penetraban, la mujer contuvo la respiración y no se atrevió a moverse para no molestarle.

Una vez dentro, el hombre se detuvo unos segundos, disfrutando del momento, y la volvió a dar un par de sonoros azotes en las doloridas nalgas.

Con la fuerza de sus caderas y piernas, el tipo la fue sacando poco a poco el erecto pene, rozando en todo su recorrido el interior del sexo de Rosa, gozando de cada milímetro y de cada instante, y, cuando estaba a punto de sacarlo del todo, volvió a metérselo.

Y así, una y otra vez, mete-saca-mete-saca, aumentando cada vez más el ritmo.

El ruido machacón de los cojones chocando con el cuerpo de Rosa se mezclaba con el insistente crujir de la cama y con los chillidos, resoplidos y suspiros tanto de la mujer como del hombre.

No faltaron, entre embestida y embestida, unos buenos azotes en las muy castigadas nalgas de Rosa.

Un intenso placer surgió de dentro del hombre expulsando una cascada de semen dentro del coño de la mujer.

Permanecieron quietos, sin moverse durante unos segundos, disfrutando Arturo del polvo que la acababa de echar, y, cuando la desmontó, otro fuerte azote la propinó.

Dejándose Rosa caer bocabajo sobre la cama, Arturo procedió a quitarse toda la ropa. No estaba del todo satisfecho, así que, acercándose de nuevo a la mujer, la hizo colocarse bocarriba sobre el colchón, y, levantándola las piernas, se las puso sobre su pecho.

Dirigiendo su verga erecta al coño de Rosa, la volvió a penetrar y, sujetándola con sus brazos las piernas, comenzó nuevamente a follársela, mirándola en todo momento las enormes y redondas tetas y cómo se balanceaban desordenadas en cada embestida.

Con los brazos extendidos sobre la cama y los ojos cerrados, la mujer no se movía, se dejaba hacer, como bien había dicho, lo que el macho quería, follársela.

No tardó más que unos pocos segundos, menos de un minuto, en eyacular nuevamente el poco semen que todavía le quedaba.

Al desmontarla colocó suavemente las piernas de ella en el suelo y, manoseándola las tetas, la dijo sonriente:

  • ¡Cómo has sido hoy una niña buena, te puedes marchar!

Abriendo los ojos Rosa, se levantó de la cama, y Arturo, mirándola las tetas, la dijo sonriendo irónico:

  • ¡No te quites el sostén ni los calcetines! ¡Llévatelos puestos!

Recordando la mujer que su vestido estaba destrozado, solicitó algo de ropa para llegar a su casa, pero el hombre la respondió sonriéndola perverso.

  • ¡Lo que llevas puesto!

Temiendo que al tipo se le ocurrieran más maldades, la mujer se dirigió rápido, casi a la carrera, hacia la puerta de salida, ante la lúbrica mirada de Arturo que, fijándose en las nalgas tan coloradas que tenía, la dijo:

  • ¡Cuídate ese culo de mandril que tienes!

Y empezó a reírse a carcajadas.

Cogiendo Rosa sus zapatos y los harapos de su vestido, abrió un poco la puerta de salida y, observando que no había nadie, salió a las escaleras, cerrando la puerta a sus espaldas.

Aunque la dolían mucho las nalgas por la cantidad de fuertes azotes que había recibido, subió caminando, tan deprisa como podía y sin hacer apenas ruido, teniendo mucho cuidado de que no la viera nadie.

Al llegar a su piso, se puso de puntillas, cogiendo las llaves del marco de la puerta y entró en su vivienda.