Malcom

Primera de dos partes. Una historia entre un muchacho y un soldado que, a pesar de las diferencias de edad e idioma, florece después de la guerra.

Advertencia: el siguiente relato no es mío en realidad; es de esas historias que me habría gustado haber escrito, basada en una película que atesoro con mucho cariño. Mi correo está disponible por si alguien quiere saber más detalles. Gracias a todos por sus críticas, espero no haberles hecho esperar mucho y que valga la pena. Paz. —J

Malcom

I

La guerra era apenas un recuerdo borroso del inicio de mi infancia. Y aunque el pueblo había padecido enormemente, las cosas comenzaban a mejorar. La llegada del ejercito extranjero había sido para muchos un símbolo de esperanza. Y aunque los mayores no tenían tanta confianza, los más jóvenes sí que estábamos entusiasmados. Volvieron las fiestas y había algo más que comer en nuestras mesas. Yo acababa de cumplir trece años cuando podíamos volver a salir a los campos que en su momento estuvieron prohibidos.

Una de las cosas que más disfrutaba era ir con Jordi, mi amigo, a volar cometas a la roca que tenía la mejor vista del mar. Era peligroso pero ambos procurábamos tener cuidado, en un mutuo acuerdo de respeto teniendo delante el majestuoso abismo. Porque el resto del tiempo todo era una eterna competencia. Quién corría más rápido. Quién llegaba antes en las rústicas y destartaladas bicicletas. Y cuando íbamos a la playa, lo que más nos gustaba era nadar desnudos, mar adentro, para ver quién se atrevía a llegar más lejos. Yo siempre perdía, claro, pero ambos lo encontrábamos divertido y él nunca se burló de mi. Era un buen ganador y en algunas contadas ocasiones también era un buen perdedor. Era mi amigo y yo no me imaginaba compartiendo tales momentos con nadie más.

Cuando pasaron los malos momentos también tuvimos que volver a la escuela, por lo que nuestras escapadas se hacían cada vez más difíciles o se limitaban a los fines de semana. La ventaja era que Jordi y yo estudiábamos juntos. En la escuela él me cuidaba pues yo era mucho más vulnerable y a cambio le ayudaba con los estudios. Después de todo el tiempo que no habíamos estado ahí era difícil, pero yo tenía la ventaja de la ayuda de mi padre, que siempre que podía me tenía leyendo y ejercitando algo de aritmética, por lo que hacíamos un equipo formidable.

Alguna vez me pregunté si Jordi me había gustado desde siempre o si tenía poco en que había empezado a mirarlo con otros ojos. Era de piel morena, se veía siempre bronceado, pero su cabello era de un curioso rubio cenizo, muy corto. Ambos estábamos delgados por los años de carencias, pero al menos para mi él era muy atractivo. Él era más alto que yo y más corpulento, lo que lo convertía además de mi amigo en mi propio guardián. Es probable que esa sensación de cariño por sus cuidados yo la hubiese transformado en deseo, sobre todo cuando mi cuerpo comenzó a cambiar y esas extrañas sensaciones me tomaban por sorpresa. Aún puedo recordar su cuerpo, corriendo desnudo junto con el mío, rumbo al mar. Cada músculo en tensión, sus pies descalzos dejando marcas en la arena, sus preciosos genitales balanceándose con un hipnótico ritmo. Jordi era hermoso, al menos para mis juveniles ojos.

Uno de esos fines de semana Jordi había robado un poco del tabaco de su padre y pretendía que fuéramos a nuestro lugar secreto en la roca para probarlo. No era algo que me llamara tanto la atención, pues podía recordar a mi abuelo y su apestosa pipa de cuando yo era muy pequeño, pero una aventura al lado de mi protector y amigo no era algo para despreciarse. Era un sábado glorioso, soleado, corría un viento fantástico y llegamos a la roca en tiempo récord, pues al parecer el camino no lo conocía nadie más ni mejor que nosotros. Siempre vestíamos de pantalones cortos, frescas camisas blancas de sencilla tela y mangas cortas. Calzábamos alpargatas que nuestras propias madres confeccionaban y no teníamos mayor ambición que un buen suéter para los pocos días de lluvia o frío de nuestro pueblo. Pero la aventura de ese día no tenía precedente. Sentía que podría ser la primera cosa de "adultos" que realizáramos, cambiando el papel de las cometas por el preciado papel arroz y las secas hojas a las que prenderíamos fuego.

Nuestro lugar siempre nos esperaba inalterado, con la poca hierba que crecía mecida por el viento. Había una apertura en la piedra de considerable tamaño, podríamos decir que una especie de cueva, que nos había servido de refugio y de guarida secreta para todo propósito. En cuanto llegamos dejamos las bicicletas en su sitio y nos guarecimos en nuestro pequeño espacio. El sol se filtraba lo suficiente para estar bien iluminados, pero sin el poderoso aire que pudiera perturbar nuestra tarea del día.

—¿Entonces se lo robaste a tu papá? —le dije, confirmando lo que ya sabía de sobra

—Sí, pero de a poco. He estado planeando este día por mucho tiempo —respondió Jordi. —Si le hubiera quitado todo de una sola vez seguro se habría dado cuenta. Además, siempre lo escucho quejarse de lo caro que es. Seguro lo vale.

—Ya… ya lo creo — dije, con timidez. No estaba seguro de que esto fuera una buena idea, pero no pensaba decírselo. No quería defraudarlo.

—Lucio… —que ese era mi nombre. —Gracias.

—Eh… ¿por qué? —le pregunté. Era extraño que me llamara por mi nombre.

—Pues bueno, estás aquí conmigo. Me ayudas en la escuela. Eres mi mejor amigo y lo sabes. —dijo, lo cual aumentaba lo diferente del momento. Jordi no se caracterizaba por ser sentimental, mucho menos por expresarlo. —Aunque seas un renacuajo al que hay que salvarle el pellejo cada dos de tres… —dijo mientras reía, con su risa clara, diáfana, como un rayo de sol. Yo por supuesto, enrojecí hasta las pecas y no sabía qué responder.

—Eh… gra… gracias… gracias a ti. Es mutuo y lo sabes bien. Tú también eres mi mejor amigo y me ayudas mucho. Sobre todo cuando tienes que pelearte por mi culpa.

—La verdad es que me encanta, motivos son lo que me hace falta. ¿Sabes? Cuando crezca quiero ser boxeador. Y todos caerían a merced de mis puños, ¡sí, señor!

Ambos reímos. Y de hecho, no recuerdo haberlo visto tan contento antes. Mientras todo esto sucedía, él ya sacaba una rústica caja de madera con el preciado tesoro. Los pequeños y grisáceos pergaminos que serían rellenados de un marrón contenido. No tenía tanta habilidad pero se ve que había estado tratando de practicar. Con todo, logró enrollar dos pequeños e improvisados cigarrillos. Me tendió uno con la mano mientras me miraba a los ojos. Yo en esa mirada podría morir sin ningún inconveniente. Lo tomé y creo que me temblaba la mano, pero él no dijo nada. De uno de sus bolsillos extrajo una pequeña caja de cerillos. Yo jamás había prendido uno y se lo hice saber, al tiempo que Jordi, con paciencia, me tomaba de las manos para guiarme e intentar encender uno. El contacto con sus ásperas manos era increíble, delirante, pero fue rápido, suficiente para que pudiera completar mi tarea con éxito.

—Primero yo, ¿te parece? Y podemos compartirlo. —me dijo. Yo sólo atiné a asentir con levedad.

Colocó el cigarrillo en su boca. A pesar de todo también podía notar que él esta nervioso, pero no importaba. Tal como me había enseñado, intenté encender el cerillo y lo conseguí a la primera. Lo acerqué temblando a su boca, pero con tanta lentitud que el pequeño artilugio se consumió y me quemó ligeramente los dedos. Maldije en voz alta mientras Jordi reía por lo bajo. Introduje mis dedos en automático en la boca para calmar el dolor y lo intenté de nuevo. Esta vez tuve éxito y mientras la llama tocaba su destino, podía ver el tabaco quemarse en un vivo color naranja. Jordi le dio la primera calada, aspiró un poco mientras me miraba y me ofrecía el cigarrillo. Yo intenté hacer lo mismo. Y entonces, como era de esperarse, empecé a toser. Al parecer el único primerizo era yo. Sin embargo, al cabo de un rato consumimos el primero de nuestros tesoros, ya con un poco más de pericia. Yo seguía sin encontrarle el gusto, pero mi amigo se veía satisfecho. Una vez terminamos, salimos por un poco de aire fresco. El viento corría gustoso y la vista era inmejorable. Nos sentamos en el suelo, lado a lado, mientras yo no podía dejar de verlo. Él no parecía darse cuenta. Con los ojos cerrados levantaba la cabeza. Se veía hermoso.

¡Cuántos sentimientos se agolpaban en mi pecho!

Nuestras manos se encontraban lado a lado y de pronto Jordi puso su mano sobre la mía. Había perdido el control sobre mi cuerpo y mi pecho latía frenético, sin control. Me miró a los ojos y sonreía, de lo más tranquilo. Yo no sabía qué pensar ni esperaba que mis sueños fueran a cumplirse. Pero ahí estábamos, Jordi y Lucio, dos amigos, a punto de algo inesperado.

—Lucio…

—¿Sí…?

—Te quiero… —¡no podía creer lo que oía!

—Eh… y yo… yo te quiero a ti, Jordi. Mucho… —estaba extraviado, no había duda.

—No quiero que pienses mal, ¿eh? Que no soy ningún marica —mi corazón se detuvo un segundo mientras procesaba la información. ¿De qué diablos se trataba entonces todo esto? —Pero eres como mi hermano menor. Y yo voy a cuidarte hasta que seamos viejos y nuestros hijos corran juntos. Te lo prometo. —continuó diciendo mientras apretaba mi mano. Luego se soltó y continuo mirando al horizonte, como si nada. Yo no lo había notado pero por mis mejillas corrían ya algunas fugaces lágrimas. No sabía qué pensar. Jordi no le dio importancia y de repente se levantó, con brusquedad, mientras gritaba —¡Voy a volver a ganarte a la playa, renacuajo! —y salía corriendo para tomar su bicicleta.

Como pude calmé mis ansias de llorar con más fuerza, o de gritar. Apliqué esa ansiedad en correr y alcanzarlo, pues ya me llevaba algo de ventaja. ¡Iluso de mi! Mientras pedaleaba con fuerza me sentí culpable. Ahí estaba mi mejor amigo, mi hermano, jurándome amor eterno. No un amor como el que yo soñaba, pero al fin y al cabo algo honesto y puro que yo quería rechazar.

Sin darme cuenta había llegado hasta nuestro rincón en la playa, con el sol en todo su amplio esplendor. Jordi ya estaba ahí, sin ropa, disfrutando de la libertad y del viento, que corría con más fuerza. Volver a verlo en esas condiciones, a ese futuro boxeador y padrino de mis inexistentes hijos, fue aun más doloroso. Pero me prometí a mi mismo no mostrarme mal. Iba a tomar lo poco que se me ofrecía, sin alternativas ya. Así que me desnudé y corrí a su lado. Lo único que hizo fue mirarme y el conteo en silencio dio inicio, asintiendo ambos la cabeza. Corrimos hacia las olas como antes y la tibieza del mar lavó mi frustración. Nada más importaba. Él ganó, claro, y mientras volvíamos intenté sonreír. Jordi me devolvió la sonrisa. El mal momento había pasado. Ya lo superaría, claro, con el tiempo. Y con la llegada de un personaje que no esperaba en mi vida, ni por asomo.

II

Conforme iban pasando los días y gracias a la enorme cantidad de tareas de la escuela y de la casa, me fui acostumbrando a la idea de haber perdido a Jordi como amante pero haber ganado un hermano mayor. Fiel a su promesa, cada día me sentía más en confianza con él. Nuestros paseos empezaron a incluir a más amigos, y en realidad volví a ser niño durante algún tiempo. Las cosas en el pueblo seguían mas o menos igual, con los soldados extranjeros como una presencia constante a la que no todos se acostumbraban. A mi me encantaba verlos luciendo su uniforme, con su piel blanca y sus cabellos de oro, tratando de aprender en vano nuestro idioma.

De hecho, una de nuestras aventuras favoritas era acercarnos a su improvisado cuartel, donde los imponentes vehículos lucían relucientes estacionados. Y claro, la pieza predilecta de la visita era el enorme tanque de guerra, que a mi parecer tenía un propósito ornamental y no precisamente bélico. Nos gustaba aparecer por ahí porque, si estaban de buen humor y teníamos mucha suerte, nos permitían montarlo. Para los que no alcanzábamos el privilegio de subir había dulces o caramelos, un lujo impensable entonces. Pero claro, la escuela seguía presente, impidiéndonos ir tanto como hubiésemos querido.

Nuestras gastadas bicicletas también nos llevaban todas las mañanas a la escuela. Como se podrán imaginar, la casa de Jordi quedaba de camino a la rústica edificación donde el joven maestro se esforzaba por llenar nuestras cabezas, con muy poco éxito debo agregar. Pero al menos era un momento divertido, solíamos cantar y jugábamos, y nuestra parte favorita del día era cuando el maestro abría el viejo libro y nos leía un fragmento. Era siempre un episodio más y nos intrigaba qué pasaría con el pobre viajero en sus aventuras en aquel planeta tan desolado. Parece mentira, pero a nuestra edad (y la de algunos mayores) estábamos viviendo una infancia tardía. Aquella que la guerra nos había quitado.

El día que cambiaron las cosas prometía ser como cualquier otro. Me levanté para lavarme, ir al baño y comer algo. Y en cuanto monté la bicicleta, el fulgor del sol matutino y la fresca brisa me hicieron sentir más vivo que nunca. Pero al acercarme a la casa de Jordi no lo vi esperándome como siempre, lo cual no me agradó para nada. Detuve la bicicleta en la entrada y me dirigí a la puerta. Sin llamar entré, tal como hacía siempre, pues la familia de Jordi era en realidad también la mía. Un rumor en una de las habitaciones me hizo avanzar. Cuando me asomé por la puerta lo comprendí todo. Jordi estaba en la cama, recostado. Tenía un paño en la frente y se veía pálido. Su madre estaba sentada en la cama, a su lado. En cuanto me vio me saludó y me dio la bienvenida, invitándome a pasar.

—¿Qué tiene Jordi, señora? —pregunté.

—No es nada, mi madre exagera —dijo Jordi, pero su voz sonaba distante, apagada.

—Hola, Lucio. Y no, no exagero, Jordi. —dijo, reprendiéndolo. Luego continuó dirigiéndose a mi —Tiene fiebre, no lo veo muy bien. El médico no debe tardar. Como verás no podrá ir a la escuela. Espero puedas avisarle al maestro.

—Seguro… aunque si quiere puedo quedarme y ayudarle en lo que necesite.

—No, no —respondió la señora. —No quisiera que pierdas clases por nuestra culpa. Seguro Jordi va a estar bien —reiteró. Mi amigo solo me miraba, apenado.

Mientras discutíamos estas cosas el médico del pueblo ya llamaba a la puerta. Me acomedí para ir a abrir y el galeno hizo su entrada a la pequeña y humilde habitación. Era quien atendía casi todos los partos, las enfermedades sencillas y uno de los que más sufrió los días terribles de la guerra. Me hacía mucho reír su enorme bigote, el cual era ya un símbolo de esperanza cuando nos sentíamos mal.

—Hola, Lucio. ¿Te has portado bien? —me dijo, muy serio, aunque yo sabía que no era así.

—Sí, claro, Doctor. —respondí, conteniendo la risa.

—Bien, eso espero. Si no, inyecciones, ya lo sabes…

—No, de eso nada —le dije. Y enseguida pregunté —¿Qué tiene Jordi?

—Vamos a averiguarlo. Y creo deberías ir ya a la escuela., ¿no? —sentenció, con un guiño.

Sonreí y asentí. Enseguida, la madre de Jordi me llevó a la cocina y me entregó una bolsa marrón.

—Era de Jordi, pero supongo te caerá bien comer algo más tarde. Él va a estar bien. no te preocupes.

—Sí, señora… gracias… —no sabía bien qué decir. Tomé la bolsa y salí con buen ánimo.

De cualquier manera el día continuaba glorioso y al montar en la bicicleta me sentí mejor. Después de todo, el Doctor era muy bueno y la madre de mi amigo me aseguró que todo estaría bien. Me encaminé a la escuela pues ya iba tarde, esperando en verdad que así fuera. A la clase llegué apenas a tiempo. El profesor llamaba el nombre de Jordi y yo fui el encargado de decirle que estaba enfermo. Como sabía que éramos amigos tomó mi palabra por buena y continuo nombrándonos con su lista.

Debo decir que el resto del día lo pasé un tanto ausente. Cuando llegó el turno de escuchar las aventuras del viajero, no me enteré de nada de lo que le había ocurrido con los extraños nativos. Me dediqué a mirar por la ventana, mientras las nubes iban con lentitud cubriendo el cielo. Seguro que, aunque el día hubiera amanecido tan increíble, por la tarde llovería. No me molestaba, más bien al contrario. Las tardes lluviosas también eran geniales y las disfrutaba muchísimo… pero con Jordi. No estaba seguro si quería ir a nuestro lugar secreto sin él, pues sabía que no sería lo mismo. Y sin darme cuenta las clases se habían terminado y yo ya montaba en mi bicicleta. La inercia de mi distracción me había llevado por otro camino distinto al de nuestra roca. Y entonces, comenzó a llover a cántaros, como solo en el pueblo sabía caer.

El lodo del camino y las gruesas gotas me impedían ver bien y seguir montado, por lo que con la bicicleta rodando a mi lado corrí hacia el lugar más cercano conocido para guarecerme: el improvisado cuartel militar del ejercito extranjero. Era un edificio muy viejo y mis recuerdos eran de cuando se encontraba abandonado. Los vehículos del exterior se cubrían de agua, impertérritos ante el drástico cambio de clima. Las puertas, sin embargo, continuaban abiertas, como siempre, en un gesto de buena voluntad. Supongo que los soldados no se extrañaban de ver a un chico como yo por ahí, una visita común en una actividad que, como ya he mencionado, formaba parte de nuestras nuevas vidas.

Los altos y atractivos militares iban y venían dentro del lugar, la mayoría en cómodas camisetas sin mangas de color blanco, luciendo el metálico y brillante collar con su identificación al cuello, pantalones verdes y lustrosas botas negras. Muchos fumaban y algunos comían algún bocadillo. Y por lo visto esa tarde no era yo el único visitante. Algunas chicas del pueblo, guapas e ingenuas, se reían como tontas con algunos de los uniformados. Yo solo atiné a quedarme de pie en el pórtico, ya a buen resguardo de la lluvia, pero con una gran vista del paisaje. El agua era en verdad gratificante, refrescante y necesaria, y las plantas del exterior lo agradecían.

Concentrado como estaba en apreciar la lluvia, no noté a uno de los oficiales acercarse con lentitud por detrás mío. Cuando pude percibir su cercanía me asusté y volteé lo más rápido posible. Esto hizo reír al misterioso hombre, con una risa ronca y curiosa, leve y muy, muy agradable. Yo también reí con nerviosismo. Él puso su mano sobre mi hombro e hizo un comentario en su lengua natal, que por supuesto no entendí para nada. Pero su expresión me dio a entender que estaba haciéndome alguna especie de pregunta, pues levantó las cejas e hizo una mueca curiosa. Solo atiné a levantar los hombros, indicándole que no entendía. Con gestos señaló mi bicicleta, la cual aun sostenía de pie con mis manos, y me indicó un lugar para detenerla. Caminamos hacia la desvencijada balaustrada que aun se sostenía bajo el pórtico, muy cerca de una larga banca de gastada y oscura madera. El resto de la gente estaba dentro, por lo que en realidad estábamos solos mi atractivo acompañante y yo. Era lógico que quería que nos sentáramos y así lo hicimos.

Por un momento no dijimos nada, sentados lado a lado en la banca, mirando la lluvia continuaba cayendo. Sin embargo, yo empecé a sentir que algo era diferente. Mi respiración agitada nada tenía que ver con el esfuerzo de haber llegado corriendo. Los escalofríos no eran producto del descenso de temperatura. Y en general, mi turbación no se debía al extraño cambio en la atmósfera. Era él. Era un poderoso magnetismo que me atraía, y que de hecho no sabía que existía hasta que terminé ahí, así, a su lado. ¿Pero lo sabía él? ¿Podía un chico como yo generar algo en semejante corpulencia? No habían palabras, pero yo definitivamente percibía algo.

—¿Hombre? —preguntó, torpemente, en su primera aproximación lingüística en un rudimentario español.

—¿Cómo dice? —le respondí, sin perder el nerviosismo. No creí haber entendido bien. ¿A qué se refería con hombre? Sin embargo, de inmediato hizo un gesto con la mano, dirigiéndola a su boca. No había querido decir hombre, sino hambre. Así se lo hice saber.

—Ah… hambre —dije, mientras con la palma de mi mano ejecutaba un movimiento circular en mi abdomen. —Sí, un poco —completé. No sabía si me había entendido, así que asentí ligeramente para acompañar mi frase.

De inmediato sacó un pequeño paquete de una de las bolsas laterales de su pantalón tipo cargo. Estábamos acostumbrados a eso y supongo ellos sabían que nuestra meta era obtener los caramelos. Lo acepté y le di las gracias mientras retiraba la envoltura amarilla. El chocolate estaba delicioso, aunque algo escaso. Le expresé una enorme sonrisa, mientras con un pulgar levantado le indicaba que me había gustado. Por toda respuesta me revolvió suavemente el cabello. Ese contacto me estremeció. Sabía que mi rostro estaba rojo, pero no podía saber si él lo notó, o si le importaba en realidad.

—Malcom —dijo, mientras con la palma abierta de su mano tocaba su pecho. El nombre era muy claro y aunque yo no lo había escuchado jamás, lo entendí a la perfección. Pronunciado por él sonaba perfecto. Asentí y repetí lo que había escuchado.

—Malcom —dije, mientras lo señalaba. Él asintió, aprobando mi pronunciación de su nombre. Luego me señaló, alzando las cejas. Era mi turno.

—Lucio —le expresé, imitando el movimiento que él había hecho al tocar con su palma el pecho.

—Losiio… —dijo él. Yo me reí mientras negaba con la cabeza. Se escuchaba en extremo gracioso. Intenté corregirlo.

—No, no, es Luuciooo… —exageré mi pronunciación, haciéndola lenta, imprimiendo profundidad a las vocales.

—Loosiioo… —dijo él. Y me reí aun más fuerte. Solo pude encogerme de hombros mientras él se contagiaba de mi risa. Y no pude evitar mirar sus ojos, de un hermoso y profundo azul oscuro. Su piel era blanca, pero sus cabellos castaño oscuro. Tenía vello en los brazos y en el pecho se asomaba también una mata del mismo color. Para mí se veía enorme, con extremidades gruesas y una ligerísima y naciente barba azulada. Y esa risa… me hacía suyo sin siquiera saberlo. Y entonces me sorprendió con otra palabra que al parecer había aprendido.

—Amigos… —dijo, mientras me tendía la mano. La palabra sonó extraña en su boca, pero era perfecta. Estreché esas enormes falanges y volví a estremecerme. Estaba increíblemente suave y tibio.

—Amigos —sentencié y sonreí tontamente.

Ambos habíamos hecho en efecto un nuevo amigo esa lluviosa tarde y lo sabíamos. Y claro, yo me había enamorado tontamente de aquel hermoso hombre, ante aquella mínima señal de cariño.

Continuará...