Malcom (3)

El corazón se divide en el futuro pero también en el pasado. Un soldado, un muchacho, su mejor amigo, en un paralelismo que indica que la historia sí se repite.

Ante todo, mis disculpas por la demora en esta continuación. Han sido muchos factores, pero espero que consideren que la espera vale la pena. Paz. —J

V

Los años pasaron en una sucesión de hechos vertiginosos. La academia de danza me había traído grandes satisfacciones, pero sobre todo la ansiada independencia económica que me permitía llevar el ritmo de vida que me gustaba. Pero muy en el interior seguía buscando algo que no tenía conmigo. Ese cariño y comprensión de una pareja estable, esa sensación que te nubla los sentidos y que te impide pensar, obligándote a sentir. Aunque después de tantos años había perdido toda esperanza. Mi alegría estaba en mis alumnas y alumnos, gráciles y estéticos cuerpos que danzaban al compás que mi voz les marcaba.

Una de las más jóvenes promesas, Rodrigo, tendría poco más de 15 años. Era perfecto. Su delgado cuerpo no le restaba mérito a sus marcados músculos, producto del complicado entrenamiento al que le tenía sometido. En ese momento descansaba, bebiendo con suavidad, casi con romanticismo, un poco de agua. Lo observé. De algún modo me recordaba a mi mismo a esa noble edad, con una esbelta pero firme figura. Las largas y torneadas piernas bronceadas. La estrecha cintura y los marcados abdominales, que se revelaban debajo de una camiseta que no alcanzaba a cubrirle debidamente. Un auténtico espectáculo.

—Profesor… —una suave voz me sacó de mi turbación. Era Irina, la hermosa protagonista de nuestro próximo montaje. La vi, cayendo en la cuenta que, distraído, no había notado su presencia.

—¿Qué pasa, encanto? —la saludé, sabiendo de antemano que ella notó la razón de mi ausencia

—El grupo y yo… queríamos ver si podíamos salir ahora. Es cumpleaños de Rhonda y… —se escuchaba agitada, pero no lo noté en ese momento.

—Sí, claro, no me digas más —respondí. Sabía que eso pasaría y no tenía ninguna objeción. Era ya fin de semana y habíamos trabajado arduamente. Saqué un sobre de mi saco y se lo entregué como si estuviera solo esperando el momento. —Tomen, diviértanse… pero sanamente, que estamos a unos días,

—Maestro, ¿cuándo lo hemos decepcionado? —dijo con una sonrisa

El grupo iba y venía entre los vestuarios y las salas, levantando las últimas cosas. Al final salieron, riendo, platicando, ansiosos por el descanso previo a nuestra presentación más ambiciosa a la fecha. Como es mi costumbre, recorrí los espacios de la academia, levantando alguna prenda olvidada, apagando luces y verificando todo antes de irme. Al apagar la música de Tchaikovsky que aun sonaba en los parlantes y previo a desconectar algunos cables y apagar luces, un leve sollozo se escuchó en los vestuarios. Me sorprendió, pero dado que no soy propenso a creer en fantasmas, con decisión me acerqué a ver qué era aquello. Lo que vi me sorprendió. Sentado, con la cabeza en las manos y sollozando, estaba Rodrigo.

No llevaba prenda de ropa alguna, pero la posición en que se encontraba y el dolor que exhibía, me hicieron olvidarme por un momento de lo mucho que siempre llamaba mi atención. Haciendo algo de ruido antes de entrar como para alertarlo, entré en la habitación. Por supuesto se sorprendió. Me miró fijamente a los ojos, que estaban rojos de llanto, pero su actitud cambió por completo.

—Maestro…

—Hola, Rodrigo —dije, circunstancial, como ignorando el hecho y su estado. —Todos se fueron a celebrar a Rhonda, supuse estarías con el grupo.

—Yo, no… eh… estaba por irme, solo me cambiaba de ropa.

Asentí. Y mientras lo hacía le dediqué una sonrisa que intenté pareciera cálida, amable. Como ofreciéndole mi complicidad. Eso lo desarmó. Rompió nuevamente en llanto, abatido. Era un espectáculo muy triste. Me destrozó el corazón. Con cuidado me acerqué y me senté a su lado (su desnudez seguía quedando de lado por el momento). Y me abrazó. Sentí su tibieza, sus lágrimas me mojaron la ropa. Le respondí al abrazo con fuerza, sintiéndolo en toda su expresión de turbación y soledad.

—¿Qué pasa, Rodrigo? —alcancé a decir. Mi propio llanto quería traicionarme.

—Yo… es… que… —no podía hablar. Pero le hacía falta el desahogo y yo estaba ahí para él.

—Mira… lo que sea que ocurra estoy seguro de que podemos solucionarlo. Yo puedo ayudarte. Pero vas a tener que calmarte un poco y contarme. ¿Está bien? Tranquilízate —dije, mientras acariciaba su espalda. Y no pude evitarlo. Se me nubló la empatía y un pinchazo de deseo se me transmitió con ese contacto. Solo seguí estrechando con más fuerza.

—Es… Irina… —exclamó, al fin.

Debí suponerlo, claro. Una chica. Iluso de mi. Sin embargo, yo había ofrecido mi ayuda desinteresada, así que lo dejé seguir, tratando de develar el misterio. Aunque no pude evitar que mis palabras soltaran un toque de celos, que esperaba él no notara.

—¿Qué pasa con ella? —eso había sonado demasiado rudo, estoy seguro.

—Discutimos… fue… fue horrible, porque… ah… ¡esto no tenía que pasar! —gritó.

—Si algo he aprendido —le dije, tratando de yo mismo calmarme —es que muchas veces todo se trata solo de un malentendido. Tienes que hablar con ella y…

—¡Es que no hay nada que hablar! —me interrumpió. Seguía con el tono de voz elevado. —Es una traidora... ¡no puedo llamarla de otra manera! ¿Sabe qué hizo, Maestro? ¡Se acostó con él! ¡Con él, nada menos!

Yo seguía lívido. ¿Cómo podía alguien traicionar a tan hermosa creación? Rodrigo era la belleza en su máxima expresión. Pero así era la juventud, volátil, aprovechada, de relaciones fugaces y expeditas. Habíamos ya soltado el abrazo y mi joven pupilo respiraba con dificultad.

—Él me gustaba tanto, Maestro... ¡muchísimo! Y ella lo sabía... —espetó.

El corazón me volvía a dar un vuelco. ¿Significaba esto lo que yo pensaba? Me quedé mudo.

—Yo... tengo que irme, Maestro... —dijo al fin, comenzando a tomar sus prendas de ropa —no me encuentro bien, tengo mucho en qué pensar. Disculpe este arrebato.

Y sin más, me dirigió una profunda mirada, una que me seguía recordando a mi mismo, años atrás…

• • •

Me había quedado dormido. Sin embargo, Malcom y yo seguíamos desnudos, cubiertos apenas con una delgada sábana, él abrazándome por la espalda. Abrí los ojos poco a poco y solo entonces fui consciente de lo que había ocurrido. Algunas partes de mi cuerpo y sus variadas sensaciones completaban el cuadro. Una curiosa mezcla de cosquilleos, satisfacción y una sutil nota de dolor. Pero en lo general era grandioso.

No sabía cuánto tiempo había pasado. Malcom respiraba profundamente. Me tenía sujeto a él, así que con cuidado me desembaracé de su abrazo y me puse de pie. Contemplé mi cuerpo. Se seguía viendo tal como lo recordaba, pero lo ocurrido me hacía percibirlo de diferente manera. Había disfrutado todo a profundidad. El solo recuerdo hizo que mi entrepierna mostrara nuevos bríos. Me toqué con sutileza. Ya nada volvería a ser igual, al menos, no para mi. Mis solitarias aventuras nocturnas ya no significaban nada. En la mesa había un rudimentario espejo, que aproveché para admirarme. En realidad, me gustaba. Mucho.

Alguien llamó a la puerta. Me sobresalté y de inmediato busqué mi ropa. El sonido despertó a Malcom, que con calma se levantó. Se colocó sus calzoncillos y se dirigió a la puerta. Yo estaba aterrado, tratando de vestirme a toda prisa. Él solo se reía mientras me pedía que guardara silencio con un dedo en la boca y que me escondiera en el baño.

Por lo que pude escuchar era otro soldado. Hablaron en su idioma pero como siempre no entendí nada. Después de un breve intercambio de palabras, Malcom volvió a cerrar la puerta. Me llamó y yo acudí a él con singular emoción. Me abrazó con mucha fuerza y me alborotó el cabello. Mientras, en el exterior y a través de la ventana se filtraban unos tímidos rayos de sol de la tarde. Había dejado de llover. Anochecía.

¡Anochecía! Una terrible sensación de miedo se apoderó de mi. En mi casa iban a matarme. Traté de explicárselo a él mientras me colocaba la ropa y me trataba de componer para irme. Supongo que él entendió. Al final, yo completamente vestido y él en su blanca ropa interior, nos dimos un abrazo. Con suavidad se puso en cuclillas, su rostro a la altura del mío, y me dio un beso en los labios. Mi corazón no había perdido el ritmo, por la hora, el momento, las circunstancias. Pero todo debió terminar muy rápido, sin tiempo para otra cosa. Y yo ya no pensaba en nada más. Me interesaba tomar mi bicicleta y correr para enfrentarme a mi destino.

Cuando salí, aunque el sol apenas comenzaba a ocultarse, sabía que era muy, muy tarde. Supongo que podría mentir a mis padres, diciendo que había estado en casa de Jordi. Pero esta idea se borró rápidamente, porque afuera del cuartel me esperaba ya una familiar figura, con el manubrio de su bicicleta sostenido por una mano y en la otra un suéter que reconocí como mío. Estaba empapado y tenía el rostro tenso. Era Jordi.

—No volviste al salir de la escuela. Te estaba esperando. —dijo con calma, en un tono absurdamente normal mientras me entregaba mi suéter.

—Es… es que… estaba lloviendo… yo… vine a protegerme de la lluvia. —le respondí. Sentía lágrimas agolpándose en mis ojos. ¿Es que las sorpresas no acabarían nunca?

—Ya, claro… ¿te dieron dulces? —había algo extraño, lo sabía, lo conocía bien.

—Sí, pero… pero… ya… los comí. —mi voz comenzaba a quebrarse. ¡Maldición!

—Ya es tarde, renacuajo. Vamos a tu casa. —terminó, sentenciando. Yo no sabía qué decir. Ni por qué estaba él ahí, esperándome.

Pedaleamos, con rapidez. No había competencias ni más palabras. Yo iba detrás de él. Mis lágrimas, ya sin poderse contener, salieron, perdiéndose con el aire de la inminente noche. En algunos y lodosos minutos llegamos a mi casa. Las luces estaban encendidas. ¡Mis padres! Me odiaba. Acababa de vivir un momento maravilloso, pero el precio que debía pagar era muy, muy caro.

Dejamos como siempre las bicicletas en el exterior de mi casa. Jordi marcaba el ritmo. Y entramos. Mi madre estaba en la cocina. Mi padre no estaba. Y Jordi habló primero.

—Hola, señora, ya estamos aquí. —dijo, cambiando a un tono afable, el mismo de siempre, que yo bien le conocía.

—¡Hola, Jordi! Y hola, hijo. ¿Qué tal todo? —preguntó mi madre. No estaba molesta, en absoluto. Yo estaba atónito.

—Bien, todo estuvo bien. Solo que Lucio se cayó, pero nada grave… ¿verdad? —dijo Jordi. Su mirada era de complicidad. Ya antes habíamos hecho algo así, pero poniéndonos de acuerdo previamente. El lodo en mis piernas ayudaba a completar la mentira. Abrí los ojos, sorprendido, pero seguí con el juego.

—Sí… bueno… pero nada de cuidado… —dije sin ver a mi madre a los ojos.

—Ay, Lucio —dijo ella, acercándose a mi. Me tocó la mejilla —Ya te he dicho que eres lo suficientemente mayor para no llorar cuando eso pasa. —exclamó mientras me miraba los ojos, que seguro estaban rojos. —¡Estos muchachos! Bueno, vayan a lavarse, que ya está la cena. ¿Te quedas entonces, verdad, Jordi?

—Sí, señora, muchas gracias.

¿De qué iba todo esto? No lo sabía. Pero estaba a punto de averiguarlo.

VI

Mi departamento era de buen tamaño, quizá más de lo que necesitaba, y la cama le hacía justicia a semejantes proporciones, para algún amante ocasional. Muchos menos de los que se pueden imaginar, sobre todo en los últimos años. Cada vez que llegaba, yo sólo, seguía el mismo ritual. Encender las luces en el nivel más bajo. Descalzarme y sentir la áspera y mullida alfombra bajo mis pies. Irme despojando poco a poco de cada prenda de ropa mientras caminaba a uno de los enormes cuartos de baño. Después, ya en la recámara, me recostaba mientras la música clásica llenaba el espacio. Muchas veces así era como me quedaba dormido. Pero no esta noche. Hoy tenía un acompañante.

—Maestro, su casa es enorme… —dijo Rodrigo, sorprendido.

—No es gran cosa —respondí, minimizando el halago. —Gracias por acompañarme.

—Supongo que me hacía falta…y no, maestro, gracias a usted, por su ayuda.

Sonreí. Había sido en realidad demasiado simple. Rodrigo se vestía apuradamente en la academia, pero yo permanecí a su lado sin que me lo solicitara. Cuando hubo terminado de cubrir su espléndido cuerpo con ropa de moda, volvió a llorar. Lo abrigué y le ofrecí todo el consuelo que pude. Proponerle que fuéramos a mi departamento no había tenido malas intenciones. Al menos no en ese momento.

Y ahí estábamos. Su asombrada mirada Iba de la enorme sala al portentoso comedor y a la elaborada cocina. Otro de mis pequeños placeres, algún ocasional plato gourmet para mi. Si se prestaba la oportunidad, tenía que ofrecerle algo a mi joven alumno.

—Supongo tendrás hambre —le dije. —Voy a prepararte algo enseguida

—No, maestro, espere —dijo, tomándome por el brazo. —Hay algo que quiero pedirle

—¿Qué cosa? —respondí, con nuestros rostros ya muy cercanos. Pero no respondió. Simplemente me besó.

• • •

Estábamos en mi cuarto. Jordi se sentó en mi cama mientras la tímida luna comenzaba a asomarse por la ventana. Con un paño mojado, como era costumbre, se quitaba los restos de lodo de las piernas. Con un poco de agua se lavaba las manos mecánicamente. La pequeña lampara iluminaba apenas lo suficiente para poder descifrar su expresión. Me miró a los ojos. Yo seguía sintiendo ganas de llorar. Pero también demandaba una explicación. Moría por saber qué es lo que nos había llevado ahí, tan de repente. Parecía que lo sucedido con Malcom había ocurrido una eternidad y no tan solo unas horas antes. No pude evitar un par de furtivas lágrimas que Jordi decidió ignorar. Sonrió entonces mientras exhalaba y negaba con sutileza.

—¿Te he fallado en algo, renacua… es decir… Lucio? —dijo, con un tono de decepción en su voz.

—Nunca… —dije sin dudar, mientras ruidosamente sorbía por la nariz el resultado de mi llanto. —eres mi hermano, yo…

—Hermanos… qué palabra tan curiosa. —volvió a resoplar por la nariz. —Solo quiero saber una cosa… ¿por qué me mentiste? Me hiciste mentirle a tu madre y de paso a la mía. Y no es que no lo hayamos hecho antes, pero estábamos juntos. Siempre éramos tú y yo.

El llanto me dominaba, no podía ni siquiera emitir palabra.

—Te estaba esperando a la hora de la salida en mi casa. No había nadie, estaba solo y me moría de ganas de verte —continuó. —Pero como no llegaste y ya pasaba un rato, decidí mejor ir a buscarte a la escuela. Es obvio que no te encontré. El Maestro se sorprendió de verme, aunque creo que tú le habías dicho que yo estaba mejor. Le dio gusto y me dijo que nos veíamos mañana. Le extrañó que si yo iba por ti tú no me hubieras esperado. Pero no le dije nada y salí. Todo iba bien, supuse habías salido rápido por la lluvia. —Suspiró. Me seguía mirando, pero yo estaba agachado. —Así que volví a mi casa, para decirle a mi madre que saldría contigo, que ya me sentía mucho mejor… ¡menos mal que llegué antes que ella y que me creyó! Volví a salir, vine enseguida a tu casa —continuó. —Tu mamá estaba muy extrañada de que llegara sin ti. Y de que ya estuviera en la calle a pesar de estar enfermo. Le dije que hoy ya había estado en la escuela y que solo iba para recoger un suéter para ti, porque… porque le ayudaríamos al maestro como siempre y tú ya estabas con él. Fue lo primero que se me ocurrió.

Algunas tardes, en efecto, nos habíamos quedado a ayudar al maestro en la pequeña escuela. Era una mentira brillante y mi madre seguro no se habría inmutado.

—Así que tomé tu suéter y me fui a seguirte buscando. Estaba preocupado. Fui a nuestros lugares, claro. Pero la cueva estaba vacía. La playa, sola. Hasta que algo me decía que ya sabía dónde encontrarte. Y en cuanto llegué, no tuve que esperar mucho. —sentenció.

Una historia compleja. Pero todo quedaba claro.

—Perdóname… Jordi… yo… —dije, respirando con dificultad.

—No creo que haya nada que decir. ¿Por qué no fuiste primero a mi casa? Yo podía haber ido contigo por los dulces. O pudimos habernos ido a cualquier otro lado. A mi… me gusta estar contigo, Lucio. Mucho.

—A mi también… —atiné a decir.

—Ven, siéntate conmigo —dijo, en un tono más afable. A pesar de mi sorpresa, obedecí.

Yo tenía los brazos cruzados, aunque más que el frío era por por nerviosismo. Seguía con la cabeza abajo y un suspiro me estremeció. Jordi me miró, con esa sonrisa que yo bien le conocía, y sin más, me abrazó. Yo estaba deshecho, me sentía mal, lo había traicionado. ¡Y además, lo que había ocurrido al interior de aquellos muros! Eso me hacía sentir el doble de culpa. Me refugié sin embargo en esos brazos, en ese calor que despedía su cuerpo, en la hermandad que seguía empeñado en rechazar y traicionar. El llanto seguía ahí, pero no era mío. Ahora Jordi era quien tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué… qué pasa? Perdóname, en verdad —no podía decir otra cosa, solo insistir. —No era mi intención, te lo juro, yo…

—No es eso, renacuajo —dijo, entre sollozos. —Es que… —me miraba a los ojos. Esa mirada en la que siempre me perdía. Y sin que lo esperara, me besó.

Respondí al beso de manera automática. Abrí un poco la boca y él hizo mas o menos lo mismo. Se notaba un beso sin experiencia… ¡y vaya si yo sabía de eso! Tan solo un poco antes acababa de probar mis primeros labios ajenos y ahora lo estaba haciendo de nuevo, con quien yo soñaba, pero no como me lo habría imaginado. Nos separamos despacio. Después del beso me abrazó con más fuerza. Yo tenía mi mentón sobre su hombro. Perdí de pronto la noción del tiempo y del espacio. Mi cabeza daba vueltas. Mi estómago incluso resentía tanta tensión y emociones. Más escalofríos. La emoción le daba paso al miedo. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Sabía Jordi algo sobre mi y Malcom?

—Estábamos… en la roca, ¿te acuerdas? Hace solo un par de días. —habló él, ya más tranquilo. —Y yo quería decírtelo, pero… pero no podía. Tenía miedo.

—No entiendo, Jordi… yo… —balbuceé lo mejor que pude. —Me dijiste que me querías… —pude exclamar, por fin.

—Y te quiero, Lucio. Mucho. Pero estos últimos días han sido muy difíciles para mi. Muy confusos. Porque no solamente siento que te quiera… tú… me… me gustas… me gustas mucho, Lucio.

Lo soltó, como una de las bombas que con lejanía recordaba, de los tiempos más duros que nos tocó vivir. ¡Era exactamente lo que llevaba tanto tiempo soñando…! ¡Tanto tiempo esperando! Pero ahora Jordi llegaba tarde. Yo acababa de entregarme a alguien que ni siquiera hablaba la misma lengua que yo.

No quería saber nada. Quería gritar, salir corriendo, hacer algo para detener esta oleada tan terrible de sentimientos encontrados.

—¿No dices nada, renacuajo? —me dijo, con un tono más cercano a lo habitual. —Sé que esto no te es indiferente. Te he visto cómo me miras cuando vamos a la playa. Porque sin que tú lo sepas yo he hecho lo mismo. Eres demasiado… lindo. Solo que tenía que confirmarlo, esperaba un momento oportuno. Pero ha tenido que ser hoy, porque… porque al no verte me dio rabia. Te imaginé estando con alguien más, —mis ojos se abrieron desmesuradamente —porque yo había sido un cobarde y no pude más que defenderme llamándote mi hermano. Porque, aunque me duela aceptarlo, creo que soy… que soy un marica… aquello que tanto odiaba… es porque yo mismo… lo…

—No digas eso —le interrumpí. La palabra sonaba horrible. Yo no me sentía así. Simplemente me había gustado él, en su momento. Aunque todo había cambiado. Estaba Malcom y los portentosos soldados. Quizá sí lo era, pero no pensaba aceptarlo. O dejar que él nos llamara así. —Somos amigos, hermanos o lo que tú quieras. —obtuve fuerza de alguna parte y empecé a hablar. Era mi turno. —Pero no te llames… bueno… no nos llames así. Esto no es ser marica o lo que sea…

—Lo siento… —dijo él, defendiéndose. —Pero me cuesta entenderlo…. nunca lo había pensado. Pero estar contigo, como ahora, así, cerca… me gusta.

—Y a mi, Jordi. Me gusta… me gusta mucho…

Nos besamos de nuevo. ¿Quién puede entender la mente de dos adolescentes que están descubriendo al mundo y descubriéndose a sí mismos? Y sin querer, entre besos y algunas primeras torpes caricias, nos fuimos acomodando en la cama. El abrazo se extendió a las piernas. Las manos alcanzaron nuevos sitios. Y el origen de nuestras sensaciones comenzó a crecer, lado a lado. Yo me dejé llevar. Era justo esto lo que había soñado y deseado por tanto tiempo. En nuestros escondites privados. En los juegos y carreras. Cada competencia era para llegar a mi querido Jordi y por fin lo había conseguido. Y lo único que tuve que hacer… fue traicionarlo.

—¡Muchachos, vengan a cenar! —se escuchó el grito de mi madre desde la cocina, lo que nos devolvió de un golpe a la realidad. Nos miramos con mayor complicidad, justo como cuando hacíamos travesuras (¡vaya si esta fue una de ellas!). Nos acomodamos lo mejor que pudimos la ropa y salimos a comer algo. Ya habría tiempo de mas descubrimientos. Y de alguna verdad incómoda que tendría que ser revelada.

—¡Ya vamos! —respondí por los dos, separándonos, con esa mirada de complicidad tan nuestra.