Malcom (2)

Continuación de la historia entre un muchacho y un soldado, ahora en el esperado encuentro. Muy probablemente éste no es el final.

No puedo dejar de agradecer sus increíbles comentarios. Únicamente una persona atinó al filme al que busco rendir homenaje, espero que esta continuación sea del agrado de todos. Paz. —J

III

Cuando la lluvia paró me dirigí a la casa de Jordi. Su madre estaba sacando el agua de la casa y revisando los estragos que las goteras habían provocado. Su padre aun no regresaba del trabajo. Cuando me ofrecí a ayudarla, me pidió que mejor viera a mi amigo, pues aun no se sentía bien. Pasé con cuidado hasta su pequeño cuarto. Dormía y las cobijas solo lo cubrían parcialmente. Me senté a su lado en una silla y lo contemplé. ¡Aún no se pasaban del todo las sensaciones! La dorada piel de Jordi no perdía brillo aun estando pálido. Estaba en una camiseta de mangas muy cortas y sus brazos descansaban a su lado. Sin pensarlo siquiera, acerqué mi dedo índice hasta su extremidad izquierda. No lo toqué, pero con suavidad recorrí desde su muñeca hasta casi su hombro. Habría muerto por solo un roce. Y entonces, me sobresalté, pues sin abrir los ojos me habló.

—¿Qué haces, Lucio? —dijo con suavidad.

Como con un impulso eléctrico retiré mi mano. Me había asustado y mucho.

—Eh… yo… eh… nada… tu… tu madre me… me pidió que viniera a verte… ¿cómo… cómo estás? —alcancé a decir.

—He estado mejor, renacuajo. Pero por ahora no tengo fuerzas para nada. ¿Qué tal la escuela? —dijo despacio, ignorando lo ocurrido.

—Bien… le avisé al Profesor que… que estabas enfermo.

—¿Qué le pasó al viajero? —me preguntó. No sabía qué responderle, pues no había puesto atención.

—Eh… no… no lo leyó hoy. —mentí.

—Eres pésimo mintiendo, Lucio. —pude sentir cómo me sonrojaba. —Pero está bien, aun así te agradezco que vinieras. ¿Qué tal la lluvia?

—Tuve… que esperar a que parara un poco. La bicicleta está hecha un asco —continué mintiendo. No quería comentarle nada sobre Malcom o mi escapada al cuartel. —Pero bueno, esperemos que mañana no pase lo mismo. Porque mañana ya irás conmigo, ¿no?

—Espero sentirme mejor, renacuajo. Para volverte a ganar, ja ja ja… —su risa había perdido un poco el brillo. Pero a pesar de todo era mi Jordi. El mismo de siempre.

—Sí… mañana… mañana nos vemos… —traté de mostrar una sonrisa. Y yo seguía con el rostro encendido. Podía sentirlo.

Me despedí de Jordi y de su madre. Había sido un momento fugaz y extraño. Tomé la bicicleta pero no me monté en ella. La puse a rodar a mi lado y continué caminando, rumbo a mi casa.

Al llegar, mi madre estaba en las mismas condiciones que en casa de Jordi. Solo que esta vez sí tuve que ayudar. Mi padre estaba en el techo, tratando de repararlo para evitar una nueva catástrofe por si las lluvias continuaban. Ninguno preguntó dónde había estado ante la urgencia de limpiar todo, por lo que gran parte de la noche lo pasamos trabajando. Cuando terminamos, tan exhaustos como estábamos, devoramos una cena más bien escasa y cada quién se fue a su respectiva cama.

Me encantaba la vista de la luna desde mi ventana. Especialmente esa noche, mi cama estaba en una posición que me permitía un romántico cuadro vivo. Pero podía dormir. Y no era la luz lo que me molestaba, sino que más bien me inspiraba increíbles pensamientos de lo vivido esa tarde. Si con Jordi me descubrí capaz de admirar a otro chico, con Malcom estaba en un estado de turbación total. No podía afirmar que estaba enamorado, pero sí embelesado con el fantástico recuerdo.

Sin querer, con suavidad, mi mano izquierda se dirigió a mi entrepierna, que ya mostraba una rigidez suprema. El tacto fue breve, delicado, con el ritmo que siempre me gustaba. En unos cuantos segundos la efusividad de mis movimientos me reclamaba en el paraíso. Primero era Jordi, desnudo, corriendo hacia la playa. Pero la imagen mental se transformaba en Malcom, el hermoso soldado que bajo su uniforme seguro escondía un tesoro que ansiaba conocer y probar. Mi orgasmo fue enorme, único hasta ese momento, como jamás lo había experimentado. Y sin darme cuenta, así, bajo las cobijas, me quedé dormido, con el fruto de mis placeres descansando junto conmigo a la luz de la luna.

A la mañana siguiente desperté con un sueño muy extraño. Jordi me reclamaba el por qué había ido yo sólo por dulces. Y luego me hacía una escena de celos al respecto, diciéndome que él era el único que podía estar conmigo. En mi mente, sin saber precisamente que era un sueño, pensaba que no había sentido para ello. Pero claro, disfruté esa sensación. Abrí los ojos y no pude menos que sonreír. No me dejaba de sentir triste, pero atesoré el sueño, un premio de consolación que me servía bien.

En el baño me lavé los restos de la noche anterior que aun quedaban en mi mano y mi entrepierna, sin poder evitar una nueva rigidez ante las circunstancias. Pero respiré y me relajé. Ya habría tiempo más tarde para otra sesión de recuerdos. Ya en la cocina, mi madre me miró de manera sospechosa, pero no me dijo nada. Comí lo poco que había y me apresuré a limpiar mi bicicleta. El día estaba extraño, pues aunque eran pocas las nubes en el cielo, la lluvia seguía siendo una amenaza. En cuanto estuve listo y apenas a tiempo para pasar por Jordi e irnos a la escuela, salí corriendo entre el lodo y los encharcados caminos.

Al llegar a casa de Jordi, con la idea de encontrarlo listo para irnos, me esperaba una nueva decepción. Dejé la bicicleta en la entrada y volví a pasar. Su madre al parecer ya me esperaba.

—Hola, Lucio. Jordi ya está mejor, pero el Doctor acaba de irse y le recomendó quedarse en casa un día más. Pasa, si quieres, aunque creo es algo tarde, ¿no?

—Voy a tiempo, señora, solo… solo pasaré a verlo un momento. —dije, mientras entraba a la recámara.

Jordi se veía bien, bastante más repuesto; estaba sentado en su cama, con unas cartas en la mano, jugando. Algo que su padre nos había enseñado hacía ya tiempo.

—¿Cómo estás? ¿Fingiendo para no ir a la escuela? —le dije a modo de saludo.

—Yo sí quería ir, pero el Doctor insistió. Así que aquí me tienes, renacuajo. Qué, ¿te quedas conmigo? —preguntó con amabilidad.

—Me gustaría, pero ya sabes que no podemos faltar… el… el maestro puede enojarse. Y ni se diga mis padres…

—Sí, claro. A ver si pones atención hoy. Quiero que me cuentes qué pasó con el viajero.

—Sí… sí, claro… volveré saliendo.

La curiosa expresión de Jordi era grandiosa. Seguía acomodando sus cartas en la cama mientras me decía:

—Pues anda, corre, que ya es muy tarde. Ah, y renacuajo…

—¿Sí? —le pregunté, ya en el quicio de la puerta de su cuarto.

—No olvides que te quiero, hermanito.

Me sonrojé hasta las orejas. Sonreí tímidamente y le respondí, con voz temblorosa y baja.

—Yo… yo también… hermano…

Sin voltear salí de la casa. La madre de Jordi me despidió desde el jardín con la mano, donde se entretenía tratando de mejorar su pequeño cultivo, arruinado por la lluvia. Ya iba tarde a la escuela, pero no importaba. La sensación de cariño de mi nuevo hermano se afianzaba cada vez más, y yo lo saboreaba con singular emoción.

La escuela pasó de lo más normal, pero esta ocasión sí presté atención. La historia se quedó en un momento de lo más emocionante, con el pobre viajero en un calabozo. No podía esperar para contárselo a Jordi. A mitad de la mañana, la lluvia comenzó a caer con cierta fuerza, y continuo así incluso cuando era hora de salir. Todos salieron corriendo, cubriéndose con lo que podían. A mi el profesor me detuvo para preguntarme cómo seguía mi amigo. Le indiqué que lo había visto por la mañana ya mucho mejor, ante lo que respondió que estaba bien con una sonrisa. Que nos esperaba al día siguiente. Y al igual que los demás, salí corriendo para encontrar mi bicicleta. Corrí algunos metros pero el clima no era nada propicio para seguir. Aunque en realidad, de algún modo sabía lo que quería. Y tenía el pretexto perfecto. Como pude, me dirigí a ver a Malcom.

Al llegar al cuartel me encontré con un gran alboroto. Algunas chicas llegaban también y dentro del lugar se escuchaba música para bailar. Dejé mi bicicleta en el mismo lugar que el día anterior y entré.

Era una improvisada pista de baile. Los soldados bailaban con las chicas de mi pueblo un ritmo muy agradable. Muchos fumaban y bebían cerveza. Parecían divertirse muchísimo. Era algo que no esperaba en absoluto, pero sin querer estaba sonriendo. E igual que el día anterior, no supe cómo, pero ya tenía una mano en mi hombro que me asustó. Era él.

—¡Holo! —dijo, mientras me mostraba esa sonrisa encantadora. —¡Amigo!

—Hola, amigo —dije, con timidez, reponiéndome del susto. — ¿Cómo… cómo estás?

Su respuesta fue una enorme carcajada y muchas palabras que no pude entender. Me llevó hasta un sillón desocupado, en un rincón de la improvisada pista. Llevaba en la mano una cerveza y en cuanto nos sentamos me ofreció un trago. Le dije que sí y lo intenté por cortesía. La cerveza me supo terrible, pero hice lo posible por sonreír con tal de complacerle. Al parecer él ya estaba más que entonado, pues no paraba de reír y de encontrar todos mis gestos muy divertidos. Entre palabra y palabra, salía mi nombre. Bueno, «Loosio», mi nuevo apelativo. Y más tragos de cerveza después, Malcom me abrazó. Quizá fue un gesto paternal o una manera de expresarme que yo le agradaba, pero para mi fue entrar en un paraíso terrenal. Aunado a ello, ese día cubría su torso únicamente con una de esas camisetas sin mangas que tanto llamaran mi atención en mi primera visita. Sentí el suave roce de su blanca piel. Su cuerpo olía a una combinación de tabaco, perfume y un toque acre de sudor. Era perfecto, embriagador, delicioso. Sin querer me acerqué más y él tomó el gesto como una aprobación. Me abrazó con más fuerza. Con su mano izquierda terminaba su cerveza y con la derecha me estrujaba. De pronto su mano estaba ya en mi hombro, en mi cuello. Me acariciaba muy circunstancialmente, pero como nadie lo había hecho antes y yo solo me dejaba hacer.

Algo había cambiado. Jordi me atraía, pero Malcom me intoxicaba. Y cuando menos lo esperaba, sentí un beso en mi frente. Pero nadie parecía interesado en lo que estaba ocurriendo, todos en su propio momento y asunto. El acto detonó una explosión que no tenia nada que ver con mis inocentes auto exploraciones. Podía sentir mi entrepierna rígida, luchando contra mis pantalones cortos, algo que no pasó desapercibido para Malcom. Me miró a los ojos. Enseguida, a mi rigidez. Luego sonrío, pero esta vez era distinto. Algo cambió también para él.

IV

En cuanto Malcom miró mis pantalones y me miró a los ojos, se levantó del asiento, soltándome del abrazo. Un simple ladeo de su cabeza acompañado de un movimiento sutil de sus cejas me dio a entender que debía seguirlo y así lo hice.

Su recámara era una habitación pequeña, monástica, con solamente lo indispensable. Una pequeña cama, una silla y una sencilla mesa de madera con sus pocos objetos personales. En un rincón un pequeño baúl y una mochila, además de todos sus atavíos militares desperdigados por aquí y por allá. ¡Y yo pensaba que era desordenado! Mi respiración seguía agitada pues no sabía qué era lo que podía pasar, aunque sí lo que deseaba en realidad.

Malcom puso la botella en la mesa y cerró la puerta. Seguía risueño, ligeramente tambaleante. Avanzó para sentarse en la cama mientras yo con curiosidad comenzaba a explorar los objetos que iba encontrando. Una navaja con múltiples herramientas, una linterna que encendí y apagué varias veces, una brújula de latón, un casco fenomenal. Mi curiosidad infantil estaba a flor de piel en todos los sentidos; lo que había en mis pantalones hacía rato que se había desvanecido. Malcom únicamente me dejaba hacer, al parecer convencido de que yo era como una pequeña mascota.

En algún momento, mientras yo veía una serie de enredados mapas que había obtenido de la mochila, Malcom se quitó la camiseta para recostarse. Cuando lo miré estaba con las piernas una encima de la otra, con las manos detrás de la cabeza y en su almohada. Me seguía mirando, pero sus ojos indicaban que se estaba durmiendo. Afuera, la torrencial lluvia seguía su curso. Cuando vi que tenía los ojos cerrados, me acerqué a él. No sé si la espera había sido deliberada o el hecho de que él se hubiera rendido a Morfeo me hubiera dado ánimo. Lo admiré de pies a cabeza. Su torso era del mismo tono que el resto de su cuerpo, pálido, pero con marcados músculos y un vello poco espeso que le cubría. E igual que hiciera cuando Jordi dormía, suavemente acerqué mi dedo para recorrer desde su hombro, pasando por sus pectorales, sus rosas tetillas, su firme abdomen y su cintura, aun ceñida por un cinturón de cuero negro. Los pantalones verde militar continuaban hasta rematar en sus enormes botas, impecablemente lustrosas.

Para cuando emprendía mi camino de regreso, Malcom tenía los ojos bien abiertos y me observaba, con esa sonrisa canalla. Le devolví la mirada mientras él hábilmente se volvía a sentar en la orilla de la cama. Nuevamente en nuestro lenguaje me pidió ayuda para quitarle las botas, tarea que tomé enseguida. Al retirar tremendos colosos me encontré con unos gruesos calcetines, que con suavidad retiré. Sus pies eran hermosos, quizá un poco más blancos que el resto de su cuerpo, pero no parecían pertenecer a un soldado, por lo finos que se veían. Los míos estaban muy maltratados debido al calzado abierto y a que me la pasaba corriendo descalzo en todas partes. Me avergoncé, pero Malcom insistió en que también me descalzara. Con una seña más estaba de pie delante suyo. Ese día portaba, además de mis pantalones cortos, mi camisa y un ligero chaleco tejido por mi madre. Estos dos últimos abandonaron mi cuerpo. Yo temblaba pero estaba seguro que nada tenía que ver con el frío; era la anticipación, pero él con suavidad me seguía sonriendo.

Así pues, me abrazó.

Una inusitada calidez me envolvió. Más escalofríos. El centro de mis juveniles placeres saludaba nuevamente. Pero no era el único. Al acercarme al cuerpo de Malcom pude sentir que estábamos en igualdad de condiciones, claro, en proporciones muy distintas. Sus enormes y blancas manos me recorrieron y me tocaron hasta donde mi espalda perdía su nombre. Dejé salir un suspiro de excitación. Me estaba encantando aquello. Intenté con torpeza mover mis brazos para acariciarle a él, pero no pude. Me dejaba llevar por las caricias. En un ágil movimiento sus manos desabotonaron mis pantalones y mi simple ropa interior. Estaba desnudo, delante de él. Pero no solo del cuerpo. Las complejas sensaciones me tenían a su merced. Como si no pesara nada, me levantó entre sus brazos y nos acostó en la cama. No dejaba de verme, de jugar con mi cabello y con mi rostro. Con un sensual movimiento él se deshizo de su cinturón y del resto de la ropa que portaba.

Cuando vi lo que había que ver, abrí los ojos desmesuradamente. A mi edad y no conociendo nada más con qué compararle, me parecía que estaba viendo a uno de los caballos del establo. Y como comprendiendo, Malcom me acercó más a su cuerpo, una manera de ocultarse, uniéndonos en otro abrazo. Uno al natural, tal como estábamos. Pero cada parte de mi cuerpo clamaba por algo más. Necesitaba más de esta experiencia, algo que me hiciera sentir completo. Y entonces llegó, con mi primer beso. Yo tenía los labios cerrados, no lo esperaba, pero él con paciencia me enseñó cómo debía ser. El choque de lenguas fue increíble. Su aliento sabía a tabaco, a cerveza, pero era dulce y me dejé engolosinar. Me gustaba muchísimo. Sus manos no dejaban de tocarme y yo era arcilla en sus manos. Mi respiración se agitaba, pero también la suya. Los movimientos fueron dándose de manera espontánea y sin querer, o quizá sin poderlo contener, comencé a lanzar pequeños chorros que se perdieron en el amasijo de cuerpos que éramos. Yo únicamente cerré los ojos, pero Malcom nos detuvo poco a poco y me abrazó mas fuerte, quizá comprendiendo lo que había sucedido.

Cuando las oleadas de emoción fueron pasando, poco a poco comencé a mirar. Ahí estaban esos azules e intensos pozos que me devolvían el gesto con tierna comprensión. La sonrisa no desaparecía nunca y yo comencé a sonrojarme y a llenarme de vergüenza ante lo que había sucedido. Pero Malcom no dijo nada. Me volvió a besar con ternura mientras se libraba de mi cuerpo con suavidad. Se levantó sin dejar de observarme y se dirigió hacia una pequeña puerta que estaba al lado, suponía el cuarto de baño, un lujo en aquel entonces. Yo me cubrí mientras tanto con las cobijas, aun lamentando lo que había sucedido.

Dentro del cuarto de baño se escuchaban ruidos de agua y de metales chocando. Y después de un momento, Malcom, desnudo como estaba, me llamó. Con timidez me acerqué y lo que vi me sorprendió. Era una tina de buen tamaño, llena a la mitad con agua y al parecer, caliente. La mayor sorpresa fue por este detalle, ya que bañarse a esa temperatura era un lujo que no todos podían permitirse. Comprendí que quería que revisara si me gustaba y así lo hice. Estaba perfecta. Y entonces, sin previo aviso me levantó y me zambulló. Yo grité por el susto, aunque la lluvia en el exterior seguro había apocado todo sonido. Él solo me miraba y no dejaba de sonreír.

Una vez dentro de la tina y ya con más calma, comencé a disfrutar la sensación del agua. Y Malcom, como si fuera yo un niño aun más pequeño, comenzó a bañarme tal como hacía mi padre. De pronto e hizo levantarme un poco para concentrarse en mi zona posterior. En especial, en mi pequeña cavidad. Lo miré, pero él únicamente me hizo gestos como para que me dejara llevar. Y lo hice. El agua caliente ayudo a relajarme y de pronto, uno de sus dígitos ya buscaba abrirse paso. Cerré los ojos y lo dejé hacer. Aunque era algo que no había probado, me estaba gustando, y mucho. Estaba en el paraíso, gozando de las caricias y el tacto de esas enormes manos recorriendo mi pequeño cuerpo.

Una vez que se alejó de esa zona y continuó acariciándome, su tacto me provocó cosquillas. En cuanto él se dio cuenta, insistió en tocarme el pecho, las costillas, los pies y yo, a modo de respuesta, le lancé agua a la cara. Se limpió con una mano y con una expresión que indicaba venganza en todos los sentidos, siguió con las cosquillas. Comenzamos un juego tremendo, divertido, hasta que de alguna manera él terminó dentro de la tina conmigo. No podíamos parar de reír y por un momento nos perdimos en esa diversión, olvidando el asunto sexual. Nos detuvimos jadeando y terminando las risas, yo en sus brazos, sintiéndome protegido y querido, ambos sentados pero él detrás de mi. Lo pude sentir en plenitud. Me encantaba esa sensación entre mi espalda y el resto de mi cuerpo. Con un brazo me sostenía por el pecho. Pero con el otro y propiamente con su mano, comenzó a tocarme, con suavidad. Yo tenía los ojos cerrados. Mi pequeño miembro estaba nuevamente listo para todo. Y en cuanto conseguimos esto, Malcom seguía dirigiéndome.

Nos levantamos y con el mismo cariño Malcom tomó una enorme toalla y comenzó a secarme. Era más bien áspera, pero sus manos sabían lo que hacían y yo me seguí dejando llevar. Él también se secó lo mejor que pudo y ambos volvimos a la cama. Y antes de que pudiera acostarme, él me indicó cómo quería que lo hiciera. Boca abajo.

La suavidad que mi entrepierna sentía al contacto con la sábana era en extremo agradable. De pronto sentí que Malcom se subía a la cama, colocándose encima de mi. Solamente tenía una muy vaga idea de lo que iba a pasar. Me asaltaron las dudas. No sabía si dolería. Si me gustaría. Si en verdad era lo que quería que pasara. Pero no había tiempo para eso. Malcom ya estaba sobre mi, acariciándome. Me besó en la mejilla. Y empecé a sentir. Era curiosa la sensación de aquella punta, presionando. Era como cuando intentó con sus dedos, pero aun más imponente. Yo respiraba con agitación, esperando. Pero él sabía cómo hacerlo menos difícil. Lo hizo con lentitud, con presteza, con cierta maestría. Sentí la primera punzada de dolor, pero no dije nada. No me quejé. Sabía que quería verme valiente. El dolor y la presión aumentaron. Cerré los ojos y apreté los dientes. De pronto, exhaló en mi nuca todo el aire que estaba conteniendo.

Sabía que estaba dentro. Podía sentirlo, aunque no me acostumbraba del todo. A su salida me dejó con más dolor, pero al mismo tiempo con una curiosa sensación de vacío. Quería que siguiera, aunque me doliera. Pero cuando lo intentó por segunda vez no hubo dolor. Comenzó una sensación de placer que me llenó por completo. A cada acometida yo gemía, retorciéndome lo poco que el peso de su cuerpo me permitía moverme. Los dos respirábamos con dificultad, sin parar, él cada vez acelerando más el movimiento de su cadera, pero sin perder la ternura, el cariño, el cuidado. Yo no sabía que esto era algo que necesitaba, pero lo estaba comprobando. De pronto, sin ningún roce más que el del roce de las sábanas, comencé a expulsar mi preciado y juvenil líquido, entre gemidos, apretando con las manos la sábana. Él notó lo que había ocurrido y no se detuvo, continuo con más ahínco. A los pocos segundos paró en seco. Un gruñido salió de su garganta. Sus brazos me tomaban del pecho y me apretaron con fuerza. Él también había terminado, de manera espectacular. Y así, sin más, soltó su peso sobre mi cuerpo, pero no me importó. De hecho necesitaba ese abrazo. Me sentía satisfecho pero vulnerable. Y él, como comprendiendo, me abrazó con más fuerza. Me besó en el oído, en la mejilla, diciéndome cosas que no comprendía pero que sonaban hermosas. Yo cerré los ojos y me seguí dejando llevar…