Malas influencias

Teresa fue la segunda en divorciarse. De las tres, ya solamente mi esposa seguía casada. Esa hazaña sorprendía y exasperaba a sus amigas.

Malas influencias

Mi esposa y yo habíamos planeado irnos ese fin de semana a la casa de la sierra, una pequeña vivienda aislada que habíamos adquirido cuando los niños todavía eran pequeños. Sin embargo, nuestros hijos habían crecido y, afortunadamente, ya eran lo bastante responsables como para poder dejarlos solos.

Bea había sido la primera de las tres en divorciarse. De hecho, la amiga de mi esposa se separó antes incluso de que las otras dos se hubieran casado. Su pasión con aquel atractivo moreno de ojos verdes le dejó dos niños pequeños y dos grandes cuernos, y eso que ella era una auténtica afrodita a la que todos los hombres se volvían a mirar por la calle.

Sin embargo, en aquel tiempo la amiga de mi esposa también era bastante ingenua y el galán con quien se había casado no tardó en dejarse agasajar por la adulación y las piernas de otras mujeres. Hasta un día que, al ir a meter la ropa en la lavadora, la amiga de mi esposa encontró un preservativo en los pantalones de su marido y todo su amor se echó a perder.

De aquello hacía mucho tiempo. Al principio, Bea se había culpado por la separación, como si fuera un fracaso, como si su matrimonio no hubiera durado ni más ni menos que lo que tenía que durar. Luego, vino una fase de angustia y miedo a la soledad. Durante aquellos tormentosos meses, la rubia había ido dando traspiés de cama en cama, con un viejo amigo, con un compañero casado, con un amigo de su hermano, etc. y es que, en realidad, el problema de Bea era que la soledad la agobiaba. Así pues, la calma para ella sólo llegó cuando una amiga le aconsejó esa famosa aplicación para conocer gente afín. Gracias a ese moderno método Bea conoció a Luis, merced a que un algoritmo matemático determinó que tenían posibilidades como pareja, o más bien follamigos de fin de semana.

El caso de Teresa era distinto, en parte por la diferencia de edad. Teresa se acababa de divorciar y no tenía treinta años, sino cuarenta y cinco. Mientras que la rubia padecía ataques de ansiedad cuando no tenía a uno o más hombres bebiendo los vientos por ella, Teresa no daba la impresión de sentirse preocupada lo más mínimo por haberse quedado sin pareja. Al contrario, deshacerse de su esposo había supuesto una auténtica liberación para ella, como si se hubiera quitado una carga de encima.

Según me había dicho mi mujer, aunque hacía años que su amiga había tomado la decisión de divorciarse del cretino de su marido, Teresa optó por aguantarlo hasta que los niños creciesen.

A mí siempre me había dado la impresión que el de Tere había sido un matrimonio de conveniencia. De joven, la amiga de mi mujer había sido una muchacha insegura a la que su relación con un hombre con carácter, y bastante mayor que ella, le había resultado muy beneficiosa, no sólo en lo personal, sino también en lo laboral. Ambos eran maestros y, cuando aquella cautivadora virgen de veintitrés años y poca experiencia docente entró a trabajar en el mismo colegio, él la ayudó a sobrevivir y la defendió de aquella jauría. A cambio, ella le entregó su corazón, su himen y los mejores años de su vida.

Sin embargo, con veinte años más, Teresa se había cansado de que su esposo la convenciera de lo que era mejor, de que le llevaran las cuentas y que la trataran como a una chiquilla. Ya sabía ella como hacer las cosas en condiciones sin que nadie se lo tuviera que explicar o, al menos, sí hacerlas en las condiciones que a ella le daba la gana.

Teresa, que apenas medía uno sesenta, llevaba a dieta toda la vida. Apenas comía, y no para adelgazar, sino sólo para mantener los kilos a raya. Por desgracia, entre los embarazos, los problemas físicos, la dejadez y las preocupaciones, Teresa había engordando un poco en los últimos años. Nada que un buen divorcio y un gimnasio no pudieran enmendar en un par de meses.

La cosa era que al final, de las tres, mi esposa era la única que seguía casada. Aunque, visto lo visto, no debería poner la mano en el fuego por su matrimonio. Aún así, yo estaba convencido de que mi mujer no rompería su compromiso conmigo hasta haberme enterrado.

María José, mi esposa, era una mujer bonita y voluptuosa. No obstante, y aunque también tenía algún kilito demás, su sinuosa silueta seguía siendo digna de ver. Lamentablemente, María José era una mujer tan prudente y discreta que no exhibía sus encantos por no llamar la atención.

Éramos un matrimonio feliz, nos entendíamos casi siempre a la primera y, cuando no era así, no nos costaba alcanzar un acuerdo beneficioso para ambos. Tampoco nos peleábamos nunca en la cama, ya que nuestra sexualidad era tan abundante y variada como el banquete de una boda. Como es natural, nuestros encuentros frontales no eran tan frecuentes como antaño, sería inútil y estúpido intentarlo. Sin embargo, cada vez que nos entregábamos el uno al otro lo hacíamos con la misma fogosa pasión de la primera vez.

En cambio, ese fin de semana mi mujer había decidido tomarse unas vacaciones conyugales. A todos los efectos ese fin de semana mi mujer sería una soltera más. Sus amigas y ella habían planeado vivir la vida y, evidentemente, que el hombre de la casa se encargara de servirlas y satisfacer todos sus caprichos. Mientras que yo preparara la comida, ellas se tomarían una cerveza bajo la parra, mofándose de lo imbéciles que somos los hombres y poniéndose al día de los últimos cotilleos.

— ¡No sé qué narices estás esperando para divorciarte! —oí que Bea espetaba a mi esposa— En cuanto firmes los papeles, te buscas un chaval de veinticinco y te digo yo que el primer fin de semana pierdes un par de kilos.

Me habría gustado no oír el comentario de la flacucha, ya que a mí mi mujer me gustaba como estaba. María José tenía, no en vano, mejor culo y más tetas que las otras dos. De nuevo los perniciosos estereotipos que tanto mal podían llegar a hacer, y ya no a mujeres hechas y derechas, sino sobre todo a niñas y adolescentes.

Ni que decir tiene, que desconectar de las tareas domésticas era algo fundamental a la hora de celebrar un divorcio. Aquel fin de semana, yo sería su criado. Tendría que elaborar el menú, hacer la compra y cocinar mientras ellas disfrutaban de un fin de semana sin obligaciones. Ingenuamente, el sábado creí que alguna de ellas se ofrecería a fregar, pero entre risas y bromas hicieron una votación y decidieron por unanimidad que yo fregaría, pues ellas pensaban bajar al río a bañarse en cuanto se tomaran el café.

Cuando terminé de fregar, recibí un mensaje en el que las chicas me decían que les bajara unos refrescos. “Si lo sé, no vengo”, mascullé empezando a cansarme de que aquellas tres señoritingas me hubieran tomado por un esclavo.

Tras meter los refrescos y unas patatas light en la bolsa nevera, bajé al rio utilizando el atajo en vez de hacerlo por el camino. Dicho atajo zigzagueaba por una estrecha y empinada senda que daba, casi directamente, a la poza donde las chicas habían bajado a bañarse.

El último tramo estaba bastante enmarañado por zarzas y arbustos, pero ya no pensaba subir de nuevo y dar todo el rodeo por el camino bueno. Con cuidado de no clavarme las agudas pinchas, fui abriéndome paso. Al aproximarme más al río, comencé a oír sus voces. Ya iba a darles una voz para anunciar mi llegada cuando algo me dejó sin aliento.

A pesar de lo tupida que era la maleza, al observar a las chicas al otro lado del río pude ver como, entre risas, se estaban despojando de la parte superior de sus bikinis. Ante lo insólito de aquello, lo primero que pensé fue que habían bebido demasiado vino, pero entonces las oí bromear.

— ¡Estáis locas! —renegó Tere como si aquello no fuera con ella.

— Es sólo para divertirnos un poco, mujer. ¡Ya verás! —comentó alegremente mi esposa restándole importancia.

— ¡Eso!¡A ver si es tan grande como dices! —comentó la más flaca de todas con un desparpajo que sólo los años pueden dar.

Aquellas tres habían organizado un complot para hacerme tener una erección delante de todas. Se habían puesto de acuerdo en exhibir sus pechos para que yo pudiera verlos, y lo peor de todo era que dicha erección estaba ya en proceso. No obstante, si su forma de divertirse, era mofarse de mí, yo también tenía la mía.

Así pues, di un par de pasos hacia atrás y las llamé no muy fuerte para que pensaran que me hallaba aún más lejos de lo que estaba. Luego simplemente me abrí paso por entre la condenada maleza hasta tenerlas al fin a la vista.

No tuve que esforzarme gran cosa para poner cara de idiota, tenía ante mí a tres mujeres tan maduras como sabrosas, las tres mostrando sus senos sin ningún pudor. Mi verga dio un respingo bajo el bañador, aquellas brujas se habían conjurado para hechizarme y pronto saltaría a la vista que lo habían logrado.

A mí derecha, y más cerca del agua que las otras dos, se encontraba la alta y rubia Beatriz. Aquella mujer siempre había sido la que más éxito había tenido entre los hombres, demasiado a tenor de lo rápidamente que se había casado, tenido dos hijos y divorciado. Hay épocas en que Bea estaba delgada y épocas en que estaba extremadamente delgada, pues era de esas personas a las que comer tres veces al día les parecía un engorro, además de una pérdida de tiempo. Los senos de Bea eran pues muy pequeños en comparación con su gran estatura, y además se plegaban como lo hace la vela de un barco en un día sin viento.

Frente a mí se encontraban Teresa a izquierda y mi esposa, María José, a la derecha, ambas tumbadas al sol un poco más arriba. Como las tres mujeres se habían alzado ligeramente con las manos apoyadas tras ellas, asemejaban ser los anaqueles de una frutería donde se muestra el género a la clientela.

Las tetas de mi mujer habrían sido las que cualquier hombre habría escogido para comerse con los ojos. Sin embargo, ese día los que llamaron poderosamente mi atención fueron los pechos de su amiga Teresa. Hasta entonces, nunca me había fijado en las tetas de Teresa. Lo que a la vista de lo bonitas que eran, tan redondas y simétricas no tenía explicación…

“¡Se había operado!”, me dije al comprender la razón por la que los senos de la morena habían llamado de repente mi atención. Las tetas de Teresa apenas colgaban, sino que se alzaban de un modo casi arrogante en su busto y, muy a mi pesar, no era lo único que se alzaba con gallardía en aquel momento.

Podía notar como mi verga pugnaba por hacerse hueco bajo mi bañador. Menos mal que había escogido el bañador tipo bóxer y no el slip porque, de no haber sido así, en ese instante mi pollón estaría asomando su cabezota por encima de la hechura.

Tras saludarlas, decirles lo a gusto que se las veía y darle un besito a mi señora, me metí en el agua. A aquellas tres mujeres con hijos al borde de la emancipación parecía que les hubiera comido la lengua un gato. Unas pocas frases de cortesía y se habían quedado mudas, demasiado ocupadas en mirarme la polla de reojo como para mantener una conversación coherente.

Tras un par de chapuzones, invité a la rubia a meterse en el agua. Bea, que estaba sentada con las piernas cruzadas, saltó como el resorte de un cepo. Cuando se puso de pie, no pude evitar darme cuenta de lo suelto que le quedaba el bikini a causa de la preocupante carestía de carnes. Lo cual, dicho sea de paso, me vendría de perlas para la idea que tenía en mente.

Una vez la flaca amiga de mi mujer se zambulló en el agua, le propuse que se subiera de pie sobre mis hombros e intentara mantener el equilibrio. Fue una suerte que nuestros hijos no estuvieran allí viéndonos jugar como niños. Al alzar a Bea fuera del agua me di cuenta de que me había dejado engañar por su delgadez, y es que, a pesar de lo flaca que estaba, al ser tan alta, Bea debía pesar sus buenos sesenta y cinco kilos.

Fue tras aquellos inocentes juegos acuáticos que decidí guiar a la rubia hacia la trampa.

— Bea mira, ponte aquí —le pedí.

En la zona más alta de la poza, parte del agua del río caía entre dos grandes rocas formando una pequeña cascada. Al situarte justo debajo, con el potente chorro de agua golpeando justo entre las cervicales, la sensación era igual que si un masajista estuviera estrujando y aliviando la tensión muscular acumulada después de un día entero de trabajo, una auténtica maravilla que el rostro de Bea no tardó en mostrar.

— Métete detrás de la cascada —grité para que la rubia pudiera oírme— Tienes que apoyar las espinillas, una a cada lado. Yo te sujeto.

Era absolutamente necesario, ya que, de no haberla sujetado, el caudal de agua que circulaba entre las piedras tenía tanta fuerza que la rubia habría sido arrastrada río abajo.

— Agáchate más —voceé.

De pronto, los ojos de Bea se abrieron de par en par. Ahora sí que la desgarbada amiga de mi esposa estaba notando lo que yo quería que notara, un fuerte chorro de agua a presión directo en su coño. Sorprendida, la pobre se quedó boquiabierta y sin saber qué hacer. Al final, Beatriz llevó las manos tras ella, clavándome las uñas en los costados para tratar de aferrarse a mí.

Primero la vi resoplar y después morderse el labio inferior presa de la tremenda intensidad con que la corriente de agua estaba estimulando su entrepierna. En ningún momento noté que Bea tratara de apartarse, de zafarse y huir de aquel torrente que estimulaba su sexo. Todo lo contrario, de manera espontánea y casi inconsciente la rubia comenzó a sacudir arriba y abajo las caderas. Al principio lo hizo con cautela, pero luego sus explícitos movimientos se fueron acentuando. Por desgracia, justo cuando el furor de la rubia parecía estar a punto de desbordarse, su cuerpo se escurrió entre mis dedos y, tanto ella como yo, salimos despedidos hacia atrás por la fuerza de la corriente.

Mientras braceaba en mitad del río, la flaca se quedó mirándome con ojos de pantera. Estaba subyugada por la excitación, pues había rozado el orgasmo y éste se le había escapado en el último momento. Nadó entonces hacia mí. Con apenas dos brazadas, su estilizada figura se deslizó sin apenas alterar la superficie del agua, parecía un caimán.

De pronto sentí como sus largas piernas se entrelazaban alrededor de mis caderas. Hube de pugnar para que el peso de la rubia no me hiciera perder el equilibrio.

A continuación, fueron las manos de Beatriz las que, fuera de la vista, asieron mi miembro viril. La codicia brilló en los azules ojos de la amiga de mi esposa e, inmediatamente, comprendí que mi única posibilidad de escapar era salir del agua.

En cuanto eché a andar hacia la orilla del río, la rubia adivinó mi intención y cesó en su asedio. Entonces huí hasta la orilla, donde mi esposa me esperaba con cara de pocos amigos. Su gélida mirada podría haber congelado aquel curso de agua y convertirlo en una escultura de hielo. De modo que, en lugar de quedarme a esperar, opté por poner tierra de por medio antes de que mi esposa me soltara una bofetada.

Cuando las chicas regresaron del río, mi esposa me cogió del brazo y me arrastró a la cocina como a un chiquillo. Sin dejar de hablar ni para respirar, María José me regañó por, según ella, haberme aprovechado de su amiga y de paso haberla puesto a ella en ridículo.

Evidentemente, tenía razón, de modo que en vez de replicar, me limité a aguantar el chaparrón. Como castigo por mi inmadurez, mi esposa sentenció que esa noche, además de cocinar para ellas, les serviría la cena igual que si estuviéramos en un restaurante.

Para no empeorar las cosas, decidí pasar la tarde a mi aire. Saqué de mi bolsa el libro que andaba leyendo por aquel entonces y me salí al patio. Coloqué una tumbona a la sombra de la noguera y me sumergí en la lectura de “Las leyes de la frontera”, de Javier Cercas. Era una novela sobre delincuentes juveniles que se desarrollaba en la España de la Transición, un país que el estado del bienestar había relegado al olvido.

Llevaba un rato leyendo cuando escuché como las chicas se marchaban a caminar. Como ya no hacía tanto calor, la imperceptible subida del camino del cementerio se les haría llevadera. Supuse que tomarían esa dirección, puesera la que mejores vistas ofrecía.

Resoplé aliviado, nunca había pensado que estar con tres mujeres fuera a resultar tan estresante. Dejé de sentir envidia de los maridos de esos lejanos lugares donde se practica la poligamia. Me había bastado con unas pocas horas para comprender que el único modo de convivir con tres mujeres era estar en casa el menor tiempo posible.

Dadas las constantes tiranteces que surgían entre ellas, no podía entender cómo mantenían, no ya una genuina amistad, sino el mero contacto. Tan pronto estaban formando alianzas para crucificar a algún ex marido u otro bribón, como conspirando las unas contra las otras para lograr imponer su voluntad.

En general, más que como amigas, las mujeres de edad similar solían verse las unas a las otras como peligrosas rivales. Al menos así era como había ocurrido mientras mi esposa y las demás fueron solteras, y también ahora que dos de las tres estaban ya divorciadas.

María José era la más reservada y discreta, hablaba poco y siempre iba a lo suyo. Teresa, en cambio, siempre se había comportado como una gregaria de las otras dos. Si Tere quería divertirse, sabía que la alta Beatriz siempre tenía algo en mente para pasarlo genial. En cambio, si lo que Tere necesitaba era un consejo sensato o un hombro sobre el que llorar, entonces a quien llamaba era a María José. Por último, cuando las tres hacían frente común, solía ser Beatriz quien tomaba las riendas de la manada.

— ¡Ah, estás aquí! —fue precisamente la voz de Bea la que me sobresaltó un buen rato después— Como no te he visto, pensé que también te habías ido.

— No, me salí a leer —aclaré, y sonriendo levemente añadí— Pero olvidé sacarme una cerveza.

— ¡Oye, pues sí! —conmino la rubia— Buena idea.

Cuando la amiga de mi mujer se giró para regresar adentro, mis ojos se desviaron hacia su trasero en un acto reflejo. Aquella joven madura, estaba tan delgada que apenas sí tenía culo. Al ver lo holgado que le quedaba el bikini recordé con escepticismo la confidencia que me había hecho mi esposa durante una memorable velada. Costaba creer que, con aquel minúsculo trasero, Beatriz tuviera en verdad ese gusto por la sodomía que mi esposa había sugerido. Sin embargo, “in vino veritas”, que decían en la antigua Roma para referirse a la incapacidad para mentir cuando uno está borracho. Aquel día María José se había tomado sus copas y las mías.

Cuando Bea volvió a salir, además de un par de cervezas, la alargada ninfa portaba también una bolsa de fritos de maíz. Curiosamente, en lugar de entregarme la cerveza que le había pedido, Beatriz dejó todo sobre la mesa y colocó una tumbona a pleno sol. Ante mi mirada de desconcierto, la rubia se tumbó al lado de la mesa y, sonriendo bajo sus grandes gafas de sol, se quitó la parte de arriba del bikini.

Si mis anteriores elucubraciones sobre los gustos sexuales de Bea habían fomentadouna leve erección, la exhibición de los pequeños pero bonitos senos terminó de consolidar el motín de mi verga. La luz del sol brillaba en su piel morena, todo lo morena que una rubia natural puede llegar a ser.

Al parecer, si quería beber aquella cerveza, iba a tener que levantarme yo mismo a cogerla. Evidentemente, eso revelaría mi vergonzoso estado, pero una cerveza fría es una cerveza fría. Además, los hombre hemos de ser valientes y demostrar arrojo incluso cuando las circunstancias son adversas. De modo que eso fue precisamente lo que hice, ponerme en pie y desfilar ante Beatriz demostrando lo hombre que era.

Al mismo tiempo que yo asía mi cerveza, una mano ajena agarró también mi verga. Lo cierto fue que aquello ya no me sorprendió. Miré a Beatriz con serenidad y resignación, pero ella no hizo gesto alguno ni tampoco ademán de soltarme la polla.

— Si no te importa… —rezongué con suma amabilidad.

La divorciada bajó ligeramente la cara y me miró por encima de sus gafas de sol.

— ¡Ups, creía que era mi cerveza! —dijo burlona.

Yo pensé que la amiga de mi esposaaccedería de buen grado a soltarme la polla, pero no fue así. Todo lo contrario, Beatriz la apretó con fuerza y comenzó a meneármela. Ante aquella franca provocación, a mí se me planteaban dos opciones. La primera era ponerme serio con ella y obligarla a soltarme, en cuyo caso corría el riesgo de hacerla sentir despreciada, cosa que yo detestaba. La segunda, obviamente, era dejarla hacer y que pasara lo que tuviera que pasar.

— ¡¡¡HOLA!!!

Salvado por la campana o, en aquel caso, por la voz de mi mujer anunciando su regreso a casa, si bien extrañamente pronto, dicho sea de paso.

— ¡Estamos aquí! —contestó Bea con mi erección todavía en su poder.

Casi me mato para regresar a la tumbona antes de que Tere y María José aparecieran en el patio. Aún así, no me libré de la escrutadora mirada de mi esposa. Si bien, nada más percatarse de que Beatriz estaba haciendo topless, ésta vertió en la rubia todo su genio.

Antes de ponerme a preparar la cena, enchufé un pen-drive en el pequeño pero potente altavoz y pulsé el botón del modo aleatorio. Luego cogí papel y bolígrafo.

“MENÚ: De primero, rodajas de calabacín a la plancha con un dado de queso semicurado de oveja fundido. De segundo, rebanadas de pan de pueblo tostadas en las brasas con aceite de oliva virgen extra, ralladura de tomate y jamón ibérico o salmón ahumado noruego, al gusto.”

La cena transcurría plácidamente. Las chicas se lo estaban pasando genial. Un buen vino es el mejor catalizador para una velada de confidencias y risas. Bea, Teresa, María José, todas estaban encantadas con su servicial camarero. Por suerte, sólo se habían cachondeado de mí al principio. Después de la primera botella de tinto era simplemente como si yo no estuviera allí.

Me encantaba verlas pasarlo bien, pero yo deseaba que aquella cena no cayera en el olvido, sino que pasara a ser una noche memorable que años después siguiera saliendo a relucir como una divertida anécdota. Lo malo era que ya sólo faltaba el postre y… entonces, tuve aquella genial idea.

Discretamente, me excusé sin que ninguna de ellas llegara a escucharme ya que, tras la segunda botella de vino, su capacidad perceptiva se había visto mermada considerablemente. Una vez en el cuarto baño, me despojé del calzoncillo, volví a ponerme el pantalón de senderismo sin nada debajo y, como si tal cosa, fui a preparar el postre.

Cuando mi mujer creyó oportuno, alzó la mano y me indicó que sacara el postre. Discretamente, le susurré unas palabras al oído. María José se quedó perpleja durante un par de segundos, pero su sonrisa me hizo saber que había bebido suficiente. De modo que me dijo que procediera a mi antojo.

Sin más, fui al frigorífico y saque tres mouse de chocolate y otros tantos flanes. Con la redonda bandeja sujeta con ambas manos, serví a mi señora en primer lugar. Con un chispeante destello de complicidad en sus ojos, María José cogió uno de los flanes. A continuación, rodeé a mi esposa para situarme junto a Tere.

— Hay mouse, flan y… fruta de temporada —dije apartando la bandeja para revelar el descarado bulto en la parte izquierda de mi entrepierna.

— ¡Guau! —exclamó Teresa— ¡Y eso!

— Plátano de Canarias—aclaré.

— ¿De Canarias? —repitió escéptica.

— Así es, señora.

— Pues parece más una banana —afirmó divertida— ¿Sabes cuánto mide?

— No —mentí.

Lo sabía de sobra, pero pregonarlo me parecía demasiado frívolo. Además, de nada sirve tener una gran herramienta si uno no la sabe utilizar. Así que en vez de alardear, añadí con malicia…

—Lo importante no es el tamaño, señora, sino el sabor.

— ¡El tamaño no importa, siempre que sea grande! —intervino de pronto Beatriz.

— “Duro y que dure”, decía mi abuela —puntualizó mi esposa añadiéndose al debate.

Sorprendido por aquella repentina controversia, apoyé la bandeja sobre la mesa y me saqué la polla allí mismo.

— Decida usted, señora —le sugerí a la más menuda de las tres amigas.

Si bien mi verga aún no estaba totalmente endurecida, la erección era más que incipiente. Habiendo alcanzado la horizontalidad, mi miembro seenderezaba a ojos vista.

Teresa se quedó embobada, anonadada porel crecimiento de mi miembro. A través de la cremallera, éste se erguía más y más, como una gruesa clavija en la que colgar las pesadas prendas de abrigo durante el invierno. Ahora ella misma podía estimar su tamaño. Sin embargo, sus dieciocho centímetros de longitud por cuatro y medio de diámetro, parecieron haber dejado a Tere sin palabras.

La recién divorciada se mostró indecisa ante mi polla. La maestra de escuela, que siempre había sido bastante cohibida, miró entonces a mi esposa y, sin necesidad de palabras, pareció pedirle permiso. De nada le sirvió, pues María José se limitó a encogerse de hombros, dando a entender que esa no era decisión suya.

— Si a ti no te apetece, yo me lo como.

Los tres: María José, Tere y yo, nos giramos hacia Beatriz, que era quien se había ofrecido voluntaria.

Bea sonreía con aire travieso, como una niña a la que hubieran sorprendido metiendo la mano en el bote de las galletas. Finalmente, la rubia giró una mano hacía arriba aparentando no entender qué ocurría.

Con todo, un súbito roce en mi glande llamó rápidamente mi atención. Después de tanta vacilación, la recién divorciada por fin se había decidido a comerme la polla en presencia de sus amigas. Sin duda, el ofrecimiento de Beatriz la había ayudado a decidirse.

Lo hacía bastante bien. Sujetando el tronco mi miembro con ayuda de su mano derecha, la maestra subía y bajaba hasta engullir la mitad de mi verga. De vez en cuando se detenía con mi glande en la boca y, entonces, era su juguetona lengua la que retorcía en el interior para hacerme gemir de gusto.

Estaba la morenita celebrando a lametones su divorcio cuando, de pronto, sentí a alguien a mi espalda. Los finos dedos de Beatriz se posaron sobre mis hombros, estrujando con ansia mis músculos. Luego fueron sus sonrosados labios los que me rozaron en la base del cuello provocándome un escalofrío.

Fue maravilloso comerle la boca a una mujer mientras otra hacía lo propio con mi verga. El aliento etílico de la rubia se fundía con la candela que Teresa parecía tener dentro en su boca. Aquello era totalmente nuevo para mí, y no porque nunca hubiese participado en un trío, sino porque esa era la primera vez que disponía de dos mujeres sólo para mí.

Siempre agradeceré aquel acto caritativo de mi esposa, y no me refiero a que no pusiera el grito en el cielo al ver como sus amigas se turnaban para comerme la polla, sino a quedarse al margen de aquella locura. No sé qué habría sido de mí si, en lugar de disfrutar del espectáculo, María José también se hubiera sumado a la fiesta, pero sí se que ésta habría durado bastante menos.

La razón para tal afirmación es que Bea y Tere se complementaban, por así decirlo. En su perpetuo afán de protagonismo, la rubia no tardó en asumir el papel de auténtica zorra, mamando mi verga igual que si le fuera la vida en ello y salivando como una auténtica cerda. En cambio, Teresa controlaba su pasión, manteniéndose comedida y sensata en todo momento. Disfrutaba de lo que le cabía en la boca y no tenía intención de atragantarse.

Mientras las amigas de mi mujer estaban a lo suyo, yo, además de gozar, tuve tiempo de trazar un plan. Estaba en inferioridad numérica y sabía que si me hacía el blando con ellas, Bea y Tere acabarían conmigo en un pis-plas. Por un lado, yo era perfectamente consciente de que no podía permitirme ser dócil con ellas. Dejar que aquellas dos hembras me avasallaran con sus demandas sexuales sería una temeridad. Por otro lado, tenía bastante claro que si ponía en práctica la estrategia “divide y vencerás”, eso aumentaría considerablemente mis posibilidades de supervivencia.

En efecto, necesitaba que una de ellas fuera mi aliada para poder dominarlas a las dos. Desde los primeros compases tuve claro cuál sería mi cómplice. Beatriz se había descartado a sí misma al mostrarse tan insaciable. Si ella y yo nos uniéramos contra Teresa, no tendríamos ni para empezar.

La elección estaba hecha, el problema era saber si Teresa accedería a mis requerimientos, y la única forma de saberlo sería intentarlo. Con ese fin, desabroché mi cinturón y tendiéndoselo a la maestra le dije:

—Sujétela las manos a la espalda.

No sé cuál de ellas se sorprendió más al oírme decir aquello, pero el caso es que ambas aceptaron participar en el juego. Así, cuando Beatriz cruzó voluntariamente las muñecas por detrás de la cintura, Teresa no vaciló ni un segundo en amarrarlas con varias vueltas del cinturón.

Mi intención no era otra que follar oralmente a la rubia. Con lo que yo no contaba era con que, Teresa comenzase a empujar la cabeza de su amiga obligándola a tragarse mi polla hasta la campanilla.

Atosigada por su presunta amiga, la pobre Beatriz comenzó a dar arcadas. A pesar de lo asombroso y placentero que resultaba, no tuve más remedio que intervenir y advertirle a la morenita que no se extralimitase en sus funciones.

—No seas bruta, o luego te haré lo mismo a ti.

Ante el moin de Teresa, la tomé del brazo y tiré de ella para ponerla justo a mi lado. De todas formas, estaba claro que a Bea no era necesario forzarla para que me mamara la polla, puesto que la rubia se desvivía haciéndolo. Mientras dejaba hacer a Beatriz, yo comencé a chuparle las tetas a la morenita.

Una ventaja de poder devorar aquellos bonitos senos, fue precisamente que ello me sirvió de distracción para aguantar la magistral mamada de la abogada. La rubia no paraba de hacer variaciones: lo mismo lamía que chupaba, lo mismo jugaba con la punta de la lengua que se deshacía en besos y mordisquitos, lo mismo guarreaba con su propia saliva que murmuraba con mi miembro llenando su boca.

Beatriz era una de esas mujeres que derrochaba sensualidad. Su forma de vestir, de gesticular y de hablar emanaban un erotismo elegante y sutil. Sin embargo, fue en aquel preciso instante cuando todos pudimos constatar que las aptitudes de la rubia iban mucho más allá de una exuberante feminidad. La alta amiga de mi esposa poseía un inusual talento para complacer oralmente a los hombres.

Mientras le comía las tetas a Tere, ésta no perdió el tiempo. De que quise dejar de chupar sus pezones, la maestra ya estaba casi desnuda. A diferencia de Bea, ella sí poseía unas curvas capaces de marear a cualquier hombre. Mis manos recorrieron el sinuoso trazado que iba desde el esbelto cuello de la maestra hasta el valle que señalaba el comienzo de sus piernas. En aquel remoto lugar hallé un manantial de aguas termales y, en su parte más alta, un punto especialmente sensible al roce de la yema de mis dedos.

Un inusitado primer orgasmo convirtió a la morena en una aliada aún más aférrima. Teresa no dudó a la hora de aplastar la cara de su amiga contra la mesa para que yo lamiera alternativamente el sexo y el ano de la rubia. De bruces sobre la dura superficie de madera de haya, la boca de Beatriz dejó escapar a jadeos su premonición. Sodomizar a aquella hembra era, en efecto, mi siguiente propósito y para ello pretendía emplear el mejor lubricante del mundo, los fluidos de su sexo.

Mi solícita sirvienta comenzó a masturbar a la apurada abogada para así hacer más llevadera la penetración. Echada de bruces sobre la mesa, la rubia aguantó con bravura la intrusión de mi miembro viril entre sus escuálidas nalgas. Doblemente martirizada, la alta mujer se retorcía presa de una ansiedad tal que Tere y yo tuvimos que emplearnos a fondo con todo lo que teníamos a mano.

Con mi polla clavada en el trasero de Bea igual que una gruesa jeringa, emprendí el contundente vaivén que terminaría por anestesiarla. Por su parte, al estar masturbando a su amiga, Tere sólo disponía de una mano para contener los intentos de incorporarse de aquella.

El estricto tratamiento vía anal no tardó en provocar el efecto narcótico deseado en la estilizada amiga de mujer. Sólo entonces se relajó su esfínter y mi polla comenzó a entrar y salir sin dificultad de su trasero.

¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!

El familiar y apoteótico golpeteo proclamó el éxito de aquella unión anal que, junto al buen hacer de Tere, avivaría el desenfreno de la rubia hasta hacerla alcanzar el más atroz de los orgasmos que yo hubiera visto en mi vida.

Tumbada en el amplio sofá en donde la habíamos recostado, Beatriz continuaba aturdida. Después de la concatenación de orgasmos, la abogada no lograba hacerse viva. Mientras que nos minutos antes su rostro desencajado había exteriorizado un placer insufrible, ahora sólo una liviana reminiscencia de aquel se distinguía en sus facciones. Era pues hora de cumplir la promesa hecha a la otra divorciada.

Cuando regresé de lavarme un poco, Tere estaba repantigada en el único sillón que quedaba libre. Me miró en silencio, permitiendo negligentemente que la blusa dejara a la vista uno de sus pechos. La pequeña maestra de escuela intuía que a partir de ese momento pasaría a ser la indiscutible protagonista.

Mi esposa continuaba sin decir ni una sola palabra. Se había acomodado para presenciar y disfrutar del espectáculo. Prueba de ello era que, en mi ausencia, María José se había servido un gin-tónic y lo alzó hacia mí en señal de bienvenida y, tras dar un pequeño sorbo, lo dejó sobre la mesa.

Pensé qué hacer durante unos breves segundos. Una sola imagen formada en mi cerebro bastó como inspiración. Ya sabía qué hacer o, al menos, por dónde empezar, pero antes fui hacia mi esposa y tomé prestado un trago de aquella copa.

—Vamos a por la segunda —anuncié guiñándole un ojo.

A continuación, me recliné sobre Teresa y, al mismo tiempo que con una mano tomaba uno de sus senos, posé mis labios sobre su boca. La morenita no pudo controlarse y emitió un leve gemido de aprobación. Hundí mi boca en su cuello como un vampiro, cogiéndola por sorpresa. En ese mismo instante, supe que Tere se había entregado a mí como algo más que una mera aliada.

Recorrí lentamente su cuerpo con la mirada. Aquella era una fascinante mujer que había sabido mantenerse bien aún habiendo pasado de los cuarenta hacía años.

A partir de ese momento las cosas siguieron un lento y placentero transcurrir. Mis manos no buscaron rápidamente su sexo, como hubieran hecho otros. No, yo acaricié sus pies, sus pantorrillas, pasé de sus muslos a las caderas y rodeé sus pechos para llegar a su oreja desde atrás, desde la nuca.

Tere buscaba mis besos, entregándose más y más a mí. La tomé entonces de la mano y le indiqué que se girara, que colocara la espalda en un apoyabrazos y las corvas en el otro. Nuevamente, recorrí todo su cuerpo con mis dedos, Acaricié su piel desde los pies a lo más profundo de su ombligo.

La morena se deshacía por momentos, y prueba de ello fue que asió mi polla en cuanto la tuvo al alcance. Yo se la retiré cortésmente y le pedí que se relajara, ya habría tiempo para eso. Luego hice que cerrara los ojos y le rogué que me dejara hacerla disfrutar.

En cuanto Tere sintió mis labios besar el interior de sus muslos, todo su cuerpo se estremeció. Acuclillado entre sus piernas, pasé la punta de mi lengua a lo largo de su sexo. Para mi deleite, descubrí que la precavida divorciada se había arreglado el pubis para la ocasión, sólo una ancha tira de vello cortito adornaba su sexo.

Continué besando sus entumecidos labios mayores, intermitentemente, combinando los besos con certeras lamidas sobre el clítoris que arrancaron de Teresa algo más que gemidos. Desaforada, la maestra tomó mi cabeza con ambas manos en un torpe intento de dirigir su propia tortura.

Mi lengua emergía de lo más hondo de su ser, mezclando su humedad con mi saliva. Las manos de Tere retenían mi cabeza mientras repetía una y otra vez la misma palabra: “¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!”. Ante aquella insistencia, no paré de lamer su sexo hasta que la mujer experimentó el orgasmo que debía llevar meses esperando.

Aunque el sexo de Tere se licuaba agitando todo su ser, yo no interrumpí ni un instante aquella dulce agonía. Continué pues lamiendo aquí y allá, ayudándome incluso de los dedos hasta encontrar un nuevo orgasmo entre sus piernas.

Yo desconocía cómo habría sido la vida sexual de Tere antes de aquel día, pero el desconcierto que vi en sus ojos me indicó que no debía estar familiarizada con lo que acababa de hacerle.

—¿Alfonso la tenía grande? —le pregunté.

La amiga de mi esposa no pareció entender, pero luego negó precipitadamente con unos nerviosos movimientos de cabeza.

—Yo, sí —afirmé sin dejar de mirarla.

La dirección del movimiento cambió bruscamente de horizontal a vertical.

—Pero no es “sólo” cuestión de tamaño —enfaticé— sino de cómo voy a usar mi polla para volverte loca, sabes.

Sin más, hice que Tere se volviera a sentar correctamente, separé sus piernas y me arrodillé entre ellas. En lugar de penetrarla directamente, hice renacer su excitación separando los labios de su vulva con mi polla y dando refriegas a su clítoris con mi hinchado glande.

Finalmente, la menuda mujercita me urgió que se la metiera ya. A pesar de lo grande y gorda que la tenía, mi verga se adentró con suavidad en su sexo. Los ojos deTere se pusieron en blanco, como si la hubiera drogado. Conté hasta cinco antes de empezar a follarla lo más delicadamente que pude y, aún así, el estupor no se desvaneció de su cara.

Aunque Teresa necesitaba que la follaran más que el comer, tuve miedo de que se empachara. Paradójicamente, a medida que mis movimientos ganaron fuerza y profundidad, la recién divorciada comenzó a entusiasmarse de verdad.

Tan pequeña y frágil como parecía, tuve la impresión de que la iba a desarmar. Pero no, al abrigo de su sexo, el enérgico vaivén de mi polla transformó el rozamiento en descargas de placer que la recorrieron en todas direcciones, desde los lóbulos de las orejas a los dedos de los pies.

La maestra clamó que se corría y jadeó siguiendo el compás de mis caderas. Cuando más bufaba, se la clavé entera y, sin previo aviso, la alcé en volandas. Tere no pasaría de los cincuenta kilos, prácticamente la mitad que yo.

Sus ojos se abrieron como platos, no sé si porque en esa postura mi miembro viril ocupaba hasta el último rincón de su vagina, o porque nunca antes la habían ensartado de pie.

Sin darle tiempo a protestar por el riesgo de caída, empecé a hacerla botar. Tere no tuvo más remedio que enroscarse a mí como una serpiente, apretando sus brazos entorno a mi cuello y entrelazando sus piernas por detrás de mi cintura. Mi polla me servía de guía sobre la que alzarla para luego dejarla caer. A medida que subía y bajaba, la excitación de la amiga de mi mujer aumentó y aumentó hasta hacer explosión como una botella de champán a la que se ha agitado demasiado.

Tere gritó como loca que se corría y me clavó las uñas con tanta fuerza que tuve que apretar los dientes para no gritar yo también. Aquella arpía me estaba haciendo daño y eso sacó, a un tiempo, lo mejor y lo peor de mí.

La empotré contra la pared, pasé los brazos por debajo de sus muslos y la sujeté del culo. Ahora la tenía a mi merced, de modo que empecé a embestirla sin miramientos, sin preocuparme siquiera de que se golpease con la pared.

En realidad, ella estaba encantada, algo asustada tal vez, pero encantada y yo también. Tanto fue así que, con unas cuantas arremetidas secas y violentas empecé a eyacular en el sexo de Tere. Evidentemente, aquella fogosa hembra volvió a correrse en cuanto sintió mi semen arder dentro de su coño.

Cuando los espasmos de la morenita cesaron, la bajé al suelo. Las piernas le temblaban y no la sostuvieron. Dejé pues, que Tere se fuera escurriendo entre mis brazos hasta quedar de rodillas y, sin más, guié mi miembro entre sus labios. La amiguita de mi esposa saboreó el cóctel que cubría una erección ya venida a menos. Chupó mi miembro hasta dejarlo reluciente, pero cuando hizo ademán de desentenderse, ocurrió algo que ninguno de los dos esperábamos.

—Sigue —ordenó una voz de mujer.

De repente junto a nosotros, María José agarró del pelo a su amiga y empezó a moverle la cabeza adelante y atrás.

—¡Pequeña zorra! —bramó mi esposa— ¡Se la vas a chupar hasta dejársela como estaba!

Pude ver entonces el febril deseo en los ojos de mi esposa. Aquella pasión desbocada me empujó a entrelazar mis dedos con los suyos tras la nuca de Teresa y pronto mi verga comenzó a resucitar en la agradecida boca de su amiga.

Mucho después, cuando todo hubo pasado. Teresa le preguntó a mi esposa con genuina curiosidad, si alguna vez habíamos hecho algo así.

Mi esposa guardó silencio mientras elaboraba la respuesta idónea a aquella indiscreta pregunta. Aquel siempre había sido nuestro gran secreto.

— No con dos zorras como vosotras —sentenció.

A Eva, por su altruista derroche de sensualidad.