Mal de amores
La soledad puede hacer que paguemos por conseguir cualquier tipo de calor.
Encendí el quinto cigarrillo en lo que iba de hora mientras bajaba por las ramblas una fría noche de domingo. Sólo llevaba puesta una chaqueta verde, estilo militar, con la bandera alemana cosida en lo alto de las mangas y bajo ella una camiseta de los Nine Inch Nails. El ambiente estaba demasiado frío para ir tan poco abrigado, pero eso era lo de menos. Mi novia acaba de dejarme y llevaba varias horas vagando sin saber exactamente a donde ir. Debían rondar las 4 de la madrugada cuando llegué a una zona donde todo eran putas y vendedores de cerveza.
A medida que avanzaba me iba tentando la posibilidad de pararme y hacerme con una. La idea iba creciendo junto con la sensación de frío hasta que llegó un momento en que no me pareció tan absurda. En un momento una me dijo algo, yo la miré y un "qué?" salió despedido de mi interior, como por acción de un resorte, mientras mis piernas empezaban a temblar y a alejar a mi aturdido ser de ella. Mis pasos se aceleraron y me crucé a unos chavales extranjeros que repartían entradas para la discoteca Moog de entre los cuales una chica empezó a gritar el nombre del grupo que llevaba en la camiseta. Ni siquiera me paré. Solo conseguí atisbar una sonrisa, aunque aquello tenía más de mueca que de sonrisa. Sin darme cuenta me encontraba frente a la estatua de Colón.
Una primera idea fue acercarme al puerto y permanecer, como buen poeta, contemplando el mar hasta que los primeros rayos del alba me dorasen la frente, pero al cruzar la calle y bordear la estatua, esta idea se desvaneció por completo. Di media vuelta y decidí volver al encuentro de los extranjeros. Quería preguntarles que iban a hacer esta noche, que si me dejaban acompañarles, que me habías dejado la novia y que me sentía muy desorientado.
Hubiese sido un buen plan de no ser por el hecho de que no llegué a encontrarles. Seguí subiendo, deshaciendo mi camino hasta que una prostituta se agarró de mi brazo diciendo "vente, mi amor". Lo dijo con el típico acento que pondría una mala imitadora de prostituta en una teleserie sudamericana. Yo me aparté enseguida. Las piernas volvían a temblarme. Delante de mí otra prostituta asaltaba a un joven muy elegantemente arreglado que consiguió sortearla durante bastantes metros. Me día la vuelta y la miré. Era negra, tenía una gran nariz, unos labios demasiado hinchados, unos rasgos que carecían de toda la gracia que suelo encontrar en la mujer y una expresión que me provocaba más miedo que otra cosa. Di un paso hacia ella y rápidamente se pegó a mi brazo. "Cuanto?" pregunté con una voz demasiado aguda y temblorosa.
Sus problemas con el idioma me dificultaron el trato, pero la costumbre le había dotado tristemente de lo necesario para realizar el negocio. Iríamos a uno de los bancos del puerto y ahí me haría poco más que una mamada. 85 euros. No tengo ni idea de si me timó o la timé. Ni idea de cuales son las tarifas. Tampoco es que llevase mucho más. Fijé mi vista en el suelo mientras nos dirigíamos al puerto; no quería enfrentarme a las miradas de la escasa humanidad que paseaba por la calle a esas horas. No abrí la boca, pero ella no se hartaba de decir los mil y un tópicos, sin desprenderse de ese odioso acento. Casi empiezo a huir cuando encontramos un banco, oculto del viento y las miradas (de que miradas tenía miedo? aquello era un desierto).
Sin más dilación me bajó la bragueta, apartó mi calzoncillo, me sacó el pene y se lo puso en la boca. Entre el frío y la angustia vital no conseguía una erección, y sus exagerados ruidos de succión no ayudaron demasiado más bien lo contrario. Ella, experta, supo enseguida cambiar la situación; sus manos desabrocharon mi cinturón y mi pantalón y bajaron a ambos hasta dejarme con el culo al aire. Yo dejé los brazos colgando por el respaldo y dejé caer hacía atrás mi cabeza. Las nubes no permitían ver ninguna estrella. Sólo se escuchaba el débil murmullo del agua, el lejano estruendo de los coches y el pringoso sonido del chupeteo.
Una de sus manos se metió bajo mi camiseta y la otra se puso a acariciar mis huevos. Ahora había sitio para eso. El tiempo pasaba y si bien había conseguido una erección, no veía que estuviese cerca del orgasmo. Decidí entonces poner un poco de mi parte. Dejé que mis manos se activasen también, haciéndoles colarse por el escote, que había dejado al descubierto al desabrocharse el viejo y mal oliente anorak gris (auque sospecho que en su día fue verde), y por su pantalón.
Ella paraba a veces para decirme con falsedad lo bien que la hacía y lo cachonda que la ponía. Lo que hace el dinero. La situación me estaba poniendo enfermo. No consiguió mejorar nada cuando mis dedos siguieron la ruta de su culo, sorteando con torpeza su tanga, y llegaron a su vagina. Metí con facilidad uno de ellos cuando ella, siempre atenta, se desabrochó sus tejanos para permitirme maniobrar con más comodidad y con sorprendente facilidad conseguí meter un segundo. Nunca me había sido tan fácil meterle el segundo dedo a ninguna chica. Con curiosidad metí un tercer dedo y me quedé perplejo por la falta de resistencia física que encontré. Esta mal decirlo pero más que lástima lo que sentí fue sorpresa, curiosidad
No sabría decir cuanto más duró aquello pero al final sentí ese famoso cosquilleo que nos anuncia a los hombres la eyaculación y acabé en su boca. Se lo tragó todo. No dejó que se derramase ninguna gota. No fue una eyaculación espectacular pero me costaba imaginarme que pudiese tragárselo todo. Y esa imaginación me daba nauseas.
Mientras el olvidado frío volvía a calarse en mi piel y la testosterona volvía a bajar bajo cero, me sentí como la persona más miserable del planeta, casi tenía ganas de llorar.
Imaginaos la escena: mi insignificante persona con los pantalones y calzoncillos en los tobillos, las piernas bien abiertas, la cabeza mirando el cielo y entre mis piernas una pobre negra que tenía que vender su cuerpo para sobrevivir a base de gentuza como yo, con sus pechos salidos del top y con pantalones tejanos y tanga a la altura de sus rodillas.
No pasó ni un minuto pero a mí me pareció una eternidad. Ella se puso en pie, se arregló y me tendió la mano. Yo le extendí un billete de cien y le hice entender que quería su tanga rosa de recuerdo. Mientras volvía a desvestirse yo aproveché para volver a colocarme los pantalones e intentar recuperar una dignidad perdida para siempre. Le di el billete y ella me dio su viejo, raído, sucio y usado tanga. Permanecí un rato más sentado en aquel banco, hundido en mi propio vacío interior. Ojalá me hubiese encontrado a aquellos extranjeros.
Cuando mis parpados empezaron a pesar decidí tomar rumbo a casa. No me atrevía a volver a enfrentarme a las ramblas y me decanté por el paralel. A mitad de camino vi una parada de taxis y decidí pillar uno para el camino que me quedaba. Estuve callado durante todo el trayecto y pedí que me dejasen a unas manzanas de mi casa. Me tomé el camino de vuelta con calma, me encendí un cigarro y en cuanto vi un container lancé el tanga ahí dentro. Acabé el cigarrillo entré en casa y dormí de un tirón. Evidentemente, llegué tarde a trabajar al día siguiente.
Si hubiese sido Bécquer me hubiese quedado toda la noche sentado mirando el mar que le jodan a Bécquer. El está muerto y yo vivo. Sólo se trata de sobrevivir un día más.