Magdalena, su padre y los demás. Parte 6.

Donde se relata el trío sostenido entre Magdalena y su padre, Enrique, y Pamela, de 39 años, quien mantiene una relación sexual clandestina con su hijo adolescente.

MAGDALENA, SU PADRE Y LOS DEMÁS.- PARTE 6.

KLEIZER

1

El sábado a las dos de la tarde, la sensual mujer de treinta y nueve años, Pamela, que también mantenía una relación sexual clandestina e incestuosa con su propio hijo, menor de edad, ahora aguardaba muy ansiosa a sus dos invitados. Su hijo –y también amante- aún adolescente, Ariel, estaba ausente, en un campamento del colegio, así que Pamela tendría la casa para ella sola, el escenario idóneo para la experiencia tórrida y memorable que en pocos instantes iba a tener lugar.

Decidió ponerse un vestido de noche, carmesí, con una abertura a lo largo de su pierna izquierda, que se ceñía épicamente a su cuerpo voluptuoso. De la cintura hacia arriba, apenas dos tiras de tela rojiza que se anudaban detrás de su cuello de cisne, por lo que, su espalda sinuosa quedaba totalmente expuesta, y el escote vertical proporcionaba una muestra gloriosa de su generoso busto. Llevaba un collar dorado, aretes dorados y circulares, grandes, una pulsera de perlas en su muñeca izquierda y una esclava de oro en su muñeca derecha. Los tacones rojos que usaba realzaban su cuerpo magnífico y provocaban que a cada paso, sus redondas e impresionantes caderas se balancearan peligrosamente, de un modo tal, que de ir caminando por la calle, causaría una serie inenarrable de accidentes automovilísticos.

Recién había escanciado la primera copa de vino tinto cuando escuchó el sonido del timbre. Acudió al intercomunicador y confirmó que era el vehículo de Enrique, y oprimió el botón adecuado para abrir la reja. En pocos segundos, conocería mejor a su amigo Enrique y a su deliciosa hija Magdalena, de la que tantas historias había escuchado y leído.

Sus mejillas de por sí ya arreboladas tras los primeros sorbos de vino, acentuaron su tonalidad rojiza cuando ella sonrió, al imaginarse lo que sucedería dentro de poco.

Afuera, la camioneta se detuvo frente a la lujosa casa. Pamela abrió una de las puertas dobles de madera de la entrada principal. Había despachado a la criada, pues lo que se había planificado era mejor llevarlo a buen término sin testigos inconvenientes. Desde esa posición, pudo ver y escanear a Magdalena cuando ella se apeó del vehículo.

Pamela, al haber tenido experiencias bisexuales y lésbicas, sabía apreciar muy bien la belleza femenina. Y Magdalena la dejó sin aliento, aquella universitaria de tan sólo veintidós años, casi tan alta como ella, su piel igual o más nívea, luciendo sus piernas impresionantes, lisas, usando una calzoneta jeans bastante corta y ceñida a sus delineadas caderas, y unas sandalias de tacón no muy elevado, que se sujetaban con unas tiras café claro, por lo que sus piernas de ensueño no dejaban nada a la imaginación. Una blusa sin mangas, sujeta por unos lazos sobre sus hombros finos, de fondo blanco tenuemente teñido de rosado, y decorada por diminutas flores de un color violeta suave, no muy ceñido debajo del pecho, pero con un escote suficiente para revelar al mundo que Magdalena estaba equipada de una manera tal, que bien podría competir con Pamela. Sus brazos de piel blanca solamente iban decorados por una pulsera artesanal en su muñeca izquierda; su cabellera rizada y azabache sujeta en una trenza caía a lo largo de su sinuosa espalda, pero aún no pudo vislumbrar sus ojos debido a los lentes oscuros de aro redondo.

“Si yo fuera su padre, tampoco hubiera podido resistirme a esa tentación”, pensó Pamela, mientras se lamía fugazmente sus labios carnoso, también pintados en tonalidad carmesí. “La niña es toda una coca cola”. Y admiró cada paso que Magdalena dio, del brazo de su padre, contemplando esa pieza azul oscuro de jeans, bien rellena, albergando aquellas redondas caderas, firmes y juveniles, balanceándose de una manera casi retadora.

A medida que avanzaban rumbo al umbral de la residencia, los ojos de Magdalena buscaron la figura de la famosa Pamela, de quien su padre-esposo, Enrique, ya le había contado un par de cosas. Al verla, Magdalena no dejó de asombrarse al constatar la belleza y voluptuosidad aristocráticas de Pamela. “El tal Ariel ha de ser el adolescente más feliz del mundo, comiéndose ese manjar casi a diario”, pensó Magdalena, ruborizándose casi al instante, descubriendo inequívocamente el desarrollo de su bisexualidad.

Enrique, en cambio, vestía un pantalón blanco de tela, una camisa negra polo con mangas cortas y una chaqueta deportiva. Finalmente, ascendieron las gradas de la entrada y se encontraron cara a cara con Pamela.

-Buenas tardes, Pamela, déjame decirte que estás despampanante –la saludó Enrique, tomando una de las blancas manos de la anfitriona entre las suyas, y alzándola hacia su boca para besarla. Pamela sonrió ante el gesto caballeroso.- Y lo digo aún bajo riesgo de causarle celos a mi princesa, justo a mi lado. Te presento a Magdalena, mi hija y mi dueña.

Magdalena se sonrojó de nuevo, al escuchar a su padre y marido referirse a ella como dueña, puesto que la relación entre ambos solía distinguirse por una mayor sumisión de Magdalena hacia Enrique, sumisión que le agradaba más de lo que ella estaba dispuesta a admitir.

-La famosa Magdalena –dijo Pamela, inclinándose hacia la espléndida universitaria para besarle la mejilla. Magdalena vaciló un instante, pero se repuso luego y sonrió cortésmente. También tomó una mano de Pamela para saludarla: Es un placer, seguro que lo es, Enrique me ha hablado mucho de ti –dijo Magdalena. Cuando el ámbito o contexto era sexual, Magdalena se esforzaba para dirigirse a su padre por su nombre, puesto que se transmutaban los dos, ella dejaba de ser hija y él dejaba de ser padre, para pasar a ser mujer y marido.

A un gesto de Pamela, Magdalena y Enrique la acompañaron al interior de la vivienda. Cuando Pamela los encaminaba, a través del vestíbulo, hacia la sala alfombrada y provista de lujosos muebles, el padre y la hija contemplaron la divina silueta de su “nueva adquisición” y no hace falta agregar que a ambos se les hizo agua la boca e intercambiaron una efímera mirada cómplice. Magdalena y Enrique se ubicaron en un sofá, mientras que Pamela tomó asiento en un sillón, próxima a la muchacha, y tras servir vino tinto en sendas copas a sus particulares invitados, no tuvo empacho en cruzar su pierna izquierda, que quedó casi al descubierto, gozando con el par de miradas clavadas en su apetitosa extremidad. Enrique no pudo evitar percibir el parecido entre su hija-esclava sexual y Pamela, pues bien podrían pasar por madre e hija ante desconocidos.

-La famosa Magdalena, me han contado tanto de ti. Y a pesar de tus locuras te ves tan inocente, como incapaz de romper un plato –dijo entonces, Pamela, directa al grano, sin mayores trivialidades-. Me dijo Enrique que fuiste tú quien tomó la iniciativa de seducirlo.

Magdalena se sonrojó, pero lo pensó bien. Su padre, Enrique, tan solo fantaseaba con ella y desahogaba esas pecaminosas fantasías escribiendo sus relatos. Jamás le puso un dedo encima. Fue ella, tras descubrir tales escritos, quien decidió redactar aquella célebre nota manuscrita, invitando a su propio padre para acudir a sus aposentos y poseerla, como si fuera su mujer.

Magdalena se repuso, nuevamente, y contestó: Tras la impresión inicial, me sentí muy orgullosa cuando asimilé lo mucho que mi padre, Enrique, me deseaba y me quería, y me excité muchísimo, como nunca antes. Temblaba mientras escribía esa nota, pues ignoraba cuál iba a ser la reacción de Enrique –y pasó su brazo alrededor del de su padre-, pero al final, se comportó como un hombre y me lo demostró esa misma noche, haciéndome suya de una forma que nunca olvidaré –y ella sonrió, viendo a Enrique a los ojos. Sin ninguna pena o impedimento, se dieron un beso en la boca. Pamela jadeó con suavidad, sintiendo el calor como lava, subiendo por todo su cuerpo de diosa griega. La visión de aquella beldad universitaria, besándose con lengua con el hombre maduro, de cabello entrecano, de vientre no tan plano pero de contextura fornida, que para colmo era su progenitor, la impactó como si hubiera sido golpeada por un vehículo en marcha.

Los tres rieron nerviosamente, aunque los ojos relucientes de Pamela no se despegaban de Magdalena, apreciando todos los encantos físicos que aquella apsara salida de las ilustraciones del Ananga Ranga tenía que ofrecer. Sus ojos poseían un matiz café algo más claro que el de los de Pamela, y eran tenuemente rasgados, lo que daba a la exuberante veinteañera un aspecto asiático. “Quizás posea sangre china o japonesa en sus venas, del lado de su madre”, pensó Pamela, extremo que confirmaría cierto tiempo después.

-Dijo Enrique que ya habían tenido un trío con tu mejor amiga –dijo Pamela, tras un nuevo trago de vino, curiosísima, ansiosa por saber más acerca de la poco común relación entre el padre y la hija.

-Así es, en varias ocasiones, ella se llama Clara y es una rubia para chuparse los dedos –dijo Magdalena, quien tras probar el oloroso vino, iba perdiendo el corte y adaptándose al ambiente desinhibido. Luego le refirieron a Pamela sobre la orgía en la cabaña en las afueras de la ciudad, en la que participaron Magdalena, Enrique, Clara y su tío, Diego. Le relataron que en esa ocasión, su amiga Clara, de tan solo veinte años, recibió una doble penetración por parte de su tío y del padre de su mejor amiga.

-¿Y tú no te animaste a experimentar una doble penetración? –indagó Pamela, muy sonriente y excitada, por los tópicos tan picantes que estaban siendo tratados en esa tan particular tertulia.

-Creo que lo dejaré para después –dijo Magdalena, sonriendo e intercambiando una mirada con Enrique, y apretando su mano.

-Ariel y yo también tuvimos un trío… con mi hermana menor, Melissa, tía de Ariel. Ella tiene 30 años, y es guapísima. En un momento dado se metió con Ariel, pero ella ignoraba que mi hijo y yo manteníamos relaciones sexuales, pero él me lo confesó y orquestamos una escena para ella…. El caso es, para no hacerles tan larga la historia, que hicimos el amor, mi hermana, mi hijo y yo. Ariel es deportista y dio buena cuenta de ambas. Eso fue hace cosa de tres meses –relató ella, pausadamente, examinando la reacción que cada palabra, cada revelación, iba provocando en sus invitados.

-Qué caliente ha de haber estado eso –comentó Magdalena.

-En pocas semanas, será el cumpleaños de Ariel, me gustaría regalarle otro trío, pero esta vez quiero que la invitada lo aguarde totalmente desnuda en su cama, únicamente con un nudo de regalo, enorme, quizás en la cintura, por la espalda, y me gustaría que fueras tú, Magdalena, ese regalo para mi hijo –confesó entonces Pamela, sin ningún pudor.

Magdalena se sonrojó de nueva cuenta, aunque imaginarse a sí misma, desnuda, en una cama extraña, en la habitación de un adolescente, esperándolo y ansiosa de ver su reacción al encontrarla, su cara, la puso a mil. Pamela le sirvió más vino y con un gesto, les pidió que hicieran espacio en el sofá para ella. Se sentó junto a Magdalena. Lo que fuera a suceder, había dado inicio.

2

Enrique oprimía los pechos cálidos y generosos de su hija-concubina Magdalena, y ella reclinó su cabeza hacia atrás, para besar sin tapujos a su padre-esposo; ella acariciaba el rostro de su padre con su mano izquierda, mientras los dos enredaban sus lenguas, chasqueando, succionándoselas por turnos. Pamela chupaba gentilmente los dedos de la mano derecha de Magdalena, sumamente ruborizada, contemplando y disfrutando el tórrido beso francés que se convidaban el padre y la hija.

Magdalena, entonces, clavó sus ojos, fúlgidos de concupiscencia, en los de Pamela. Y mientras Enrique se inclinaba para manosear a su antojo las maravillosas piernas de Pamela, ella y Magdalena aproximaron sus hermosos rostros para unir sus labios sensuales. Pronto, la experiencia de Pamela derritió las últimas defensas y resquemores de Magdalena, y las dos emitían suaves gemidos, en tanto abrían sus bocas para saborear recíprocamente sus lenguas tibias, húmedas y aterciopeladas. Pamela, entonces, abrió su boca y atrapó la cabeza de Magdalena con sus manos, y la escultural universitaria recibió lo que ella describiría de ese día en adelante, como el mejor beso de su vida. “Mmmmmm”, escuchó Enrique, quien no pudo determinar cuál de las dos rameras que tenía a su disposición profirió ese candente mugido.

Enrique desabrochó la blusa de Magdalena y posteriormente su sostén color rosado tenue, mientras ella estaba arrobada por los inefables estímulos que la lengua perita de Pamela ocasionaba en el interior de su boca. Con su magnífico torso expuesto, Enrique empezó a chupar el seno izquierdo de su hija, mientras que Pamela se enfocó en el pecho derecho. Magdalena tuvo su boquita libre para jadear y suspirar, agradecida con aquellas dos bocas maduras manipulando sus carnosos y duros pezones.

Entonces, Enrique se apoderó del mentón de Pamela para besarla. Pamela no se cortó y le demostró al afortunado hombre cómo fue el origen del mugido emitido por su hija. Magdalena se sacó su calzoneta jeans sin dejar de ver, arrobada, el candente beso que su padre gozaba con Pamela.

Magdalena se encontraba desnuda, excepto por sus sandalias y brazaletes, así como el collar y aretes. La acostaron a lo largo del sofá, y una vez acomodada, Enrique se puso de pie para desvestirse. Pamela sólo tuvo que desabrocharse su vestido carmesí por detrás de su nuca, y la lujosa prenda cayó alrededor de sus pies, dejando al descubierto su maravilloso físico, permaneciendo únicamente con sus tacones altos y sus brazaletes, collar y pendientes. Luego, Pamela se posicionó entre las piernas de Magdalena. Acercó su cara al sexo de la veinteañera y le preguntó, seductoramente:

-¿Estás lista, Magdalena, para lo que viene a continuación?

Magdalena, con su cabeza recostada sobre un cojín, asintió, acariciando sus pechos, muy arrebolado su bello rostro, consciente que estaba a punto de recibir una comida de coño por parte de una auténtica veterana. Clara la podía transportar al cielo con sus labios y su lengua devorando su rajita, y Magdalena temblaba ante la expectativa de lo que esa mujer estaba a punto de hacerle.

Magdalena no pudo evitar arquear su espalda cuando los labios de Pamela hicieron contacto con el nudo de nervios que era su sexo. Pamela se había arrodillado sobre la alfombra, separando las piernas espléndidas de la universitaria, apoyando una sobre el respaldo del sofá y la otra hacia afuera. A cada lengüetazo hábil de la escultural madre, el cuerpo divino de Magdalena respondía con un espasmo y un gemido. Magdalena se apretaba los pechos o se metía sus dedos a la boca, sollozando de placer mientras Pamela se esmeraba con su boca y sus manos para convertir a la hija-ramera de Enrique en una muñeca sexual bajo su poder.

Enrique se pajeaba despacio, observando el magno espectáculo en primera fila, contemplando el enrojecido rostro de su princesita, descompuesto de lujuria, mientras la cara de Pamela se había contraído en una mueca sensual, muy apropiada para lo que debería ser la expresión general de un súcubo. Enrique se hincó junto a Pamela, para acariciarle descaradamente el redondo y portentoso trasero, a lo que ella correspondió con un suave mugidito, delatando lo sensitivos que eran sus maravillosos glúteos. Pronto, Enrique los manoseaba y apretaba con más descaros, y los jadeos y suspiros de Pamela se unieron a los de Magdalena, para componer la sinfonía carnal de ese pecaminoso trío.

Enrique unió su lengua a la de Pamela para convidar un estímulo doble a la vagina de Magdalena, que tantas satisfacciones le había proporcionado ya. Magdalena aullaba y lloriqueaba, siendo los berridos de su garganta el único sonido que reverberaba en toda la estancia. Pamela le metía dos dedos en el húmedo túnel, y a veces introducía uno en el trémulo esfínter de la joven, quien ya lagrimeaba de dicha.

Enrique volvió a besar a Pamela, apasionadamente, antes de ponerse de pie y exponer su tieso pene colgando a escasos milímetros del rostro de Pamela. Ella no titubeó al aferrarlo por la base y metérselo a la boca. Enrique cerró sus ojos y se llevó una mano a la cabeza, mientras Pamela le chupaba la verga con mucha pericia, mugiendo encantada, resonando los chupetones, su cabeza deslizándose de atrás a adelante a lo largo del estilete de carne que paladeaba. Magdalena observaba la escena, calentándose aún más, masturbándose, profiriendo gemidos dignos de una actriz porno.

-Quiero ver cómo te la chupa tu hija, quiero ver cómo la pones a cantar –confesó Pamela entonces, un hilillo de saliva colgando entre su grueso y sensual labio inferior y la punta del palpitante glande de Enrique.

Las dos diosas tomaron asiento en el sofá. Enrique se limitó a acercar su pene erecto, resplandeciente con la saliva de Pamela, al rostro de su hija, y Magdalena, ni corta ni perezosa, sin siquiera tomarla, abrió su boca y recibió la carne de su padre, para succionarla como si mañana se acabara el mundo. Pamela sonrió y se ruborizó al ver aquella incestuosa felación, y Enrique pudo notar que la noción de “lo prohibido” sí podía calentarla vertiginosamente, quizás esa misma sensación o fetiche fue lo que la impulsó a seducir a su propio hijo adolescente.

Magdalena le chupaba la verga lentamente, apretando sus sensuales labios contra la carne cálida de su padre-esposo, y Pamela besaba el cuello o la oreja de Magdalena. Entonces, se turnaron para comer verga. Pamela tragaba mientras Magdalena lamía la sección de pija que permanecía fuera de las fauces de Pamela, y luego intercambiaban posiciones. En un momento dado, Enrique alzó su pene y las dos bellezas bajo sus órdenes, captaron el mensaje y cada una se metió uno de sus testículos a la boca. Luego, Magdalena le explicó a Pamela que a su padre le encantaba sentir su pene prensado entre dos bocas que se deslizaban lamiendo coordinadamente, lo que en internet se conocía como un “doble whammy”.

-Le vieras la cara de felicidad que pone cuando Clara y yo se lo hacemos así –finalizó Magdalena, su explicación, y las dos mujeres sonrieron. Prensaron el pene duro de Enrique entre sus bocas y empezaron a lamerlo de atrás a adelante, de manera coordinada, ellas dos divirtiéndose de lo lindo, y Enrique suspirando y estremeciéndose ante tan exquisita caricia, con cada una de sus manos sobre las cabezas de sus dos amantes.

-Quiero ver… no, necesito ver cómo te garchas a tu hija –confesó Pamela, súbitamente.

3

Enrique se acomodó en el sofá, recostándose sobre dos cojines para que no resentir su espalda en el ángulo bajo del respaldo, de modo que sus piernas velludas quedaran en el aire, para que Magdalena, con una sonrisa pícara sin igual, pudiera montarlo y tuviera mayor “margen de maniobra”. Pamela atestiguó embelesada y presa del mayor morbo de su vida, incluso mayor que el que la dominó la primera vez que sedujo a su propio hijo adolescente, cómo la preciosa universitaria se colocaba a horcajadas sobre las caderas de su padre y marido, tomó el tieso pene de Enrique y lo guió a su húmeda vagina. Magdalena y Enrique suspiraron al unísono cuando el glande hinchado del progenitor desapareció entre los labios vaginales del retoño.

Magdalena se dejó caer despacio, empalándose en la barra de Enrique, hasta que su vientre de piel blanca como la nieve topó con la piel de su padre, y el pene palpitante de éste vibraba y emanaba sensaciones inefables al cuerpo de su hija, sincronizándose ambos para hacer el amor. Mientras Enrique manoseaba el magnífico busto de Magdalena, ella empezó la inigualable cabalgata. Magdalena tenía su cara muy enrojecida. “Coger es riquísimo, pero hacerlo con tu propia sangre es mucho más sabroso, ¿no es así?”, dijo Pamela, masturbándose, sumamente caliente. Con su mano derecha se manipulaba su intimidad, y con la izquierda acariciaba las nalgas perfectas de Magdalena, que poco a poco iban chocando con mayor rapidez contra los muslos de Enrique.

Magdalena se abrazó a Enrique, sus pechos restregándose contra el rostro de él. Los fornidos brazos del padre aprisionaron a la amantísima hija, cuyas caderas redondas y apetitosas se movían casi mecánicamente, velozmente, resonando como aplausos el choque estrepitoso de las carnes. Magdalena se quejaba, era muy ruidosa, quizás estaba excitada más de la cuenta por el morbo de saberse observados. Pamela se turnaba para besarlos, y en otras ocasiones se convidaban memorables besos triples.

Enrique extrajo su pene erecto y reluciente con los néctares íntimos de Magdalena, quien temblaba y resoplaba, poseída por la más primigenia lujuria o instinto reproductivo. Pamela chupó esa verga, sorbió el líquido como el más exquisito manjar y luego Magdalena volvió a ensartarse la pija del padre, para cabalgarlo con mayor frenesí, lloriqueando ella de manera descontrolada.

-Maravilloso, simplemente maravilloso, ¡de verdad te estás cogiendo a tu hija! –exclamó Pamela, fascinada, mientras propinaba suaves nalgadas a Magdalena, cuyo trasero de estatua griega ascendía y descendía vertiginosamente a lo largo de la pétrea pinga de Enrique, que resoplaba como todo un semental.

Magdalena se incorporó para hincarse, acto seguido, y tragarse la verga de Enrique hasta que su nariz rozó su vello púbico. Pamela se unió a la felación. Luego, Pamela se acomodó sobre Enrique, ganosa de ser penetrada por ese pene que había tenido ululando de gozo a la belleza universitaria. Magdalena se ubicó al lado de la pareja, para masturbarse frenéticamente, mientras Pamela gemía feliz, cuando su vientre hizo contacto con el de Enrique, su pija desaparecida en el interior de la hermosa mujer.

Pronto, la voz más cálida y sonora de Pamela, rellenó la estancia con sus gemidos, quejándose ruidosamente, mientras Enrique la escudriñaba con su pétreo apéndice. El hombre gruñía y aferraba a Pamela por su sinuosa cintura, ella gritaba y reía, Magdalena lloriqueaba de morbo y placer.

Enrique entonces, ubicó a Pamela a cuatro patas sobre el sofá, de modo que su boca se alimentara nuevamente del sexo de Magdalena. Enrique se arrodilló detrás de Pamela, con su pierna derecha apoyada en el piso alfombrado. La penetró de nuevo. Esta vez, las tres personas se fusionaron en una cadena de carne, nervios y deseo sexual desenfrenado. Enrique resoplaba y profería obscenidades que no hacían más que prender la más ardiente llama de la concupiscencia en las dos putas que tenía a su disposición. Pamela se reía y gemía, sin dejar de lamer la vagina de Magdalena, y ésta lloriqueaba como si fuera víctima de torturas más que como participante de un candente trío.

Enrique se aferraba de las nalgas carnosas de Pamela, bombeándola furiosamente, sus carnes chocando, aplaudiendo el acto sexual. Cuando Pamela y Magdalena reconocieron los bufidos característicos, previos a la eyaculación, se arrodillaron juntas y abrieron sus bocas, y Enrique apuntó su pene enrojecido y prácticamente, fusiló a lechazos los dos hermosos rostros bien dispuestos para ser untados de semen caliente. Pamela y Magdalena se esmeraron en limpiar con sus bocas el trémulo pene de Enrique, y luego asearon recíprocamente sus caras, hasta disipar cualquier resquicio de semen.

Finalmente, la faena cerró con broche de oro, con Pamela tendida sobre el sofá opuesto al otro, en el que estaba echado Enrique, y Magdalena se posó sobre ella, para regalarse un merecido 69. Las dos mujeres, muy escandalosas, se estremecían ante cada lengüetazo o succión a sus clítoris. Magdalena se corrió primero, pero agradeció el cataclísmico orgasmo lamiendo a Pamela, quien fue víctima de violentos espasmos hasta que se corrió a su vez, y la bella muchacha universitaria pudo saborear los jugos interiores de Pamela.

Más tarde, Pamela y Magdalena, apenas se colocaron unos delantales sobre sus cuerpos desnudos para preparar y servir la cena a su macho alfa.