Magdalena, su padre y los demás. Parte 5.

Arrodillada entre las piernas de mi hijo, su verga dura a pocos centímetros de mi cara, por fin. “Chúpamela, mami”, me lo ordenó, suavemente. Sujeté su pene por la base y con mi mano izquierda acaricié su pecho, mientras hacía desaparecer su glande dentro de mi boca.

MAGDALENA, SU PADRE Y LOS DEMÁS, PARTE 5.

POR KLEIZER.

1

Enrique escogió aquél café ubicado en el extremo norte de la ciudad, pues contaba con terrazas V.I.P., lejos de mesas y de personas que pudieran escuchar la conversación atinente a temas tan particulares, que la  mayor parte de la gente considera tabú, que iba a llevarse a cabo entre el recio empresario de sienes entrecanas y de incipiente candado, y la elegante mujer que acababa de salir al ala exterior del café en cuestión.

Enrique ajustó sus gafas de sol, examinando a la mujer que se aproximaba hacia donde él estaba, Pamela, con quien solamente había conversado mediante chat y correo electrónico. Eran casi las cuatro de la tarde, así que Pamela venía saliendo de su trabajo, de la Asesoría Legal de una empresa importante. El traje azul marino ejecutivo se ceñía magníficamente a su cuerpo bien contorneado y voluptuoso a sus treinta y nueve años, digno de una odalisca de las Mil y Una Noches. Los zapatos de tacón azul oscuro realzaban su figura, y sus redondas y amplias caderas se balanceaban de modo provocativo. La chaqueta del traje se inflaba a causa del busto, y por debajo usaba una camisa blanca, apenas asomándose la hendidura entre los dos pechos que se anunciaban maravillosos.

Un delgado collar de plata rodeaba su cuello fino y blanco, sus orejas iban adornadas con aretes de plata también; sus mejillas estaban levemente maquilladas con rubor, porque no lo necesitaba tanto, y sus labios carnosos eran muy rojos. El cabello de Pamela era negro y algo ondulado, aunque no tanto como el de Magdalena, que era más rizado.

Enrique se puso de pie cuando ella se acercó lo suficiente, ambos se quitaron sus gafas para sol y sonrieron mutuamente, dándose la mano nada más, en un inicio. Enrique pudo percibir que había cierto nerviosismo en Pamela, y no la culpaba, ella no sabía a qué iba a encontrarse. Ambos tomaron asiento junto a la mesita redonda, acomodándose debajo de la sombrilla de sol. Vino el mesero y la pareja realizó sus pedidos. Pamela se limitó a pedir un mocca y un flan de coco.

-Finalmente nos vemos cara a cara –dijo Pamela, rompiendo el hielo, con su voz cálida, sensual y tropical, a pesar de su tono formal, propio de oficina y de juzgados.

-Debo confesar que me has impresionado mucho, Pamela, eres muy guapa –le respondió Enrique.

-Y, cuéntame, ¿cómo está tu hija? –quiso saber Pamela, adoptando un tono de voz más picaresco, apoyando su fina barbilla en su mano izquierda, de un modo muy grácil y elegante, al tiempo que coqueto.

-Magdalena está muy bien –dijo Enrique, sonriendo, diciéndolo en doble sentido. Pamela rió suavemente a su vez, mostrando su blanca y perfecta dentadura, habiendo captado a la perfección el mensaje subliminal en la frase de su interlocutor.

El rostro de Pamela era de un porte muy aristocrático, bien podría posar para un retrato a la usanza de los siglos 17 y 18, elucubraba Enrique, admirando las atractivas facciones de su nueva conocida. El rostro de Pamela era bastante simétrico, simplemente perfecto, sus cejas se arqueaban a voluntad para acentuar sus expresiones, y Enrique pudo darse cuenta que el nerviosismo iba desapareciendo en aquella hermosa mujer, y que estaba lista, incluso, para tomar la iniciativa de cualesquier dinámica o serie de eventos que fuera a desencadenarse a raíz de ese encuentro entre dos personas con algo en común: ambos eran amantes de sus retoños.

-¿Y cómo está tu hijo, Ariel, el jovencito más suertudo del mundo? –contraatacó Enrique, apreciando el sonrojo súbito que coloreó la cara de Pamela, quien no dejó de sonreír.

-Creo que cualquier caballero de su edad, se sentiría muy feliz y satisfecho de tener una concubina a su disposición en casa –replicó ella, sonriendo, su cara iluminada, ahora de audaz picardía, tocando fugazmente la gruesa y tibia mano de Enrique, riéndose un poco.

-No lo pongo en duda, creo que ya empiezo a envidiarlo –dijo Enrique, algo aturdido, contemplando las piernas de estatua griega de aquella diosa a su lado, cruzadas para que él pudiera admirarlas sin ningún tapujo.

-¿Cuánto tiempo tienes de estar comiéndote a tu hija, Enrique? –indagó Pamela, sin dejar de sonreír.

-Algo como ocho meses. ¿Y puedo saber cuánto llevas acostándote con tu hijo?

-Casi un año –repuso Pamela, indicando con su cabeza que se aproximaba el mesero, portando la bandeja metálica con los pedidos. Aguardaron a que todo estuviera colocado en la blanca mesita redonda, y cuando el empleado se hubo marchado, reanudaron la particular plática.

-Las damas primero, cuéntame cómo fue que empezaste a hacer el amor con tu hijo –dijo Enrique, enfatizando en la palabra hijo. Pamela suspiró, sonrojada, aunque no tanto como antes.

-Es la primera vez que hablo de esto con alguien que no es Ariel… y alguien más que lo sabe, pero eso no viene al caso por ahora –empezó a decir ella, clavando su vista en el paisaje de los cerros cubiertos de pinares tras los cuales podía atisbarse una sección de la ciudad, siendo visibles las diminutas edificaciones desde esa distancia.

“Cuando yo estaba más joven, en secundaria y en la universidad, yo fui toda una cabra loca. Mi única experiencia previa con el incesto, fue con dos primos con los que solía tener sexo en aquella época, aunque algunos opinan que acostarte con primos ya casi no cuenta como incesto. A los veintidós salí embarazada, tal y como debía suceder con ese tren de vida que llevaba. El padre biológico de Ariel nunca quiso hacerse cargo de él ni reconocerlo, aunque en su caso específico, debo ser justa y creo que si tú participaras en una serie de orgías y una de las chicas sale embarazada y de todos los tíos con los que tuvo sexo, precisamente te lo dice a ti, creo que también estarías escéptico.”

-Entonces tuviste muchas experiencias de sexo grupal aquellos días –intervino Enrique, muy interesado en la historia.

-Yo era más puta que una gallina, Enrique. Lo más alocado que hice fue cuando dos compañeras de la facultad y yo atendimos a once hombres. Te cuento esto para que veas que no soy una santa. Tras haber dado a luz a Ariel, senté cabeza un par de años, luego volví a las andadas, pero no al ritmo de antes, un par de novios, romances fugaces, affairs, tuve una relación con una colega abogada, pero fue muy tormentosa y quizás te lo cuente más detalladamente en alguna otra ocasión.

“Aunque, a pesar de que siempre he disfrutado del sexo y que soy muy perversa, también deseaba amar y ser amada, y los hombres –la mayoría de ellos, al menos-, estos días, sólo quieren comer, pringarnos la cara con leche, y largarse. El único amor puro y sincero que había experimentado, después del de mis padres, fue el de mi hijo. Por eso siempre fuimos muy unidos.

“Todo comenzó hace como un año, cuando me desperté en plena madrugada, tenía la garganta seca, así que decidí bajar a la cocina para beber un vaso de agua. Sólo llevaba puesta una bata carmesí, mis piernas muy visibles, el cordón apenas anudado, permitiendo atisbar una franja blanca de mi torso, y no me preocupé bajar así pues di por sentado que Ariel estaba muy dormido en su habitación.

“Cuando bajé por las gradas, y debido a que fui descalza, lo hice silenciosamente, sin malicia, pero ahí en la computadora de la salita al lado de la cocina, vi a Ariel, a oscuras, su rostro aún de niño clavado en el monitor. El ya era casi tan alto como yo, practica muchos deportes en el colegio, así que ya posee un cuerpo muy desarrollado para su edad. Al acercarme, escuché los gemidos de una mujer y entendí de inmediato que mi hijo estaba viendo pornografía, lo que no me sorprendió mucho. Sin embargo, cuando vi que Ariel estaba desnudo, con su pantalón de dormir enrollado en sus talones, cuando pude apreciar su cuerpo desnudo, su pecho terso y aún tierno, sus brazos bien delineados, sus piernas robustecidas por el fútbol, y especialmente, su verga bien dura, pues se masturbaba. Me quedé de piedra, semi oculta en la oscuridad, y no fui capaz de evitar comerme a mi propio hijo con la vista, su cuerpo, su órgano viril, me calenté casi al instante, de una manera desconocida para mí, me anegó una morbosidad, una voluptuosidad ignota hasta entonces, porque no me estaba calentando con cualquier hombre, sino con el hijo de mi vientre. Recuerdo que me acaricié la entrepierna y se me hizo agua la boca por Ariel.

“Subí cautelosamente, creo que Ariel estaba tan concentrado en el video porno que no reparó que lo estuve observando unos minutos. Te confieso que me moría de ganas por saltar sobre él y hacerlo mío, comérmelo todo, darle la vuelta entera, pero me detuvo la posible reacción de Ariel. Volví a mi habitación y me masturbé, imaginando que mi hijo me poseía, que me tiraba del cabello mientras me culeaba furiosamente.

“Durante los días siguientes, mientras Ariel estaba en el colegio o andaba con sus amigos o con alguna de sus novias, revisé su computadora de su dormitorio, y con la del primer piso, y pronto vi los sitios web para adultos que frecuentaba y la clase de videos y actrices que le gustaban. No sé si fue casualidad, algún psicólogo quizás diría que sí hay relación, pero la mayoría de las actrices porno que más le gustaban a Ariel eran culonas y pechugonas, justo como yo –y sonrió-. Pero me estaba cansando de espiar y anhelar, quería acostarme con él, convertirlo en mi hombre.

2

Tomé la iniciativa, no hay peor gestión que la que no se hace. Una noche de viernes, descendí de mi habitación, con un diminuto batín rojizo, casi traslúcido, a eso de la una de la madrugada. Efectivamente, ahí estaba Ariel en la computadora. Parece que el monitor de esa PC tenía mejor resolución que su laptop, por eso prefería ver su pornografía ahí, a altas horas de la noche. Imagino que durante el día también, cuando yo estaba ausente.

-¿Qué haces levantado tan tarde? –le pregunté, tras haberme acercado muy sigilosamente, como una ninja, intentando sonar lo más casual posible. Ariel dio un salto y de los puros nervios no pudo minimizar la ventana donde la exuberante actriz era brutalmente penetrada por un negro impresionante, un tal Mandingo, como pude enterarme días después.

Igual que la ocasión previa, Ariel estaba desnudo, bueno, llevaba puesta una bata de lana, pero desabrochada, y cuando posé mis manos ansiosas sobre sus hombros, tuve una panorámica memorable de su pecho y de su pija bien tiesa. Creo que me comporté como un hombre violador, pues no le permití atarse el cordón de la bata.

-Que no te de pena, ver pornografía es habitual –le dije, riéndome ante sus esfuerzos por cubrirse. Ariel boqueaba, queriendo disculparse. Yo rodeé su cuello con mis brazos y apoyé mi mentón en su cabello.- No quites lo bueno –le dije, para conmocionarlo aún más.

Creo que fui muy aventada, Ariel podría haberse incorporado para aclarar las cosas, pero su mente lo paralizó durante varios segundos, asimilando el hecho incontrovertible de que su propia madre, además de estar viendo pornografía interracial con él, había desplazado su mano derecha hacia su entrepierna y estaba acariciándole su pene enhiesto, que apenas y había perdido algo de temple, y ahora el contacto de mi mano estaba petrificándolo una vez más. Mi experiencia dio sus frutos y sentí cómo Ariel, todo su bello cuerpo tierno, se relajó y suspiró.

-Quiero hacerte una paja, ¿me dejas? –le pregunté, más por formalidad que otra cosa. Ni Superman podría separar mi mano de la palpitante y dura virilidad de mi hijo, Ariel. Lo masturbaba despacio. Él asintió. “Qué rico, no puedo creer que esto esté sucediendo, creí que estas cosas no pasaban”, musitó. Le pregunté si me quería, él me respondió que sí, mucho, yo también te quiero, mi amor, le repliqué, oprimiendo con más ganas su verga. No sé en qué momento empezamos a besarnos, primero tiernamente, de labio, después vino la lengua, luego nuestras bocas abiertas se topaban la una contra la otra. Entonces comprendí que Ariel también me traía ganas, que fantaseaba conmigo. “¿Cómo no te voy a morbosear cuando te vistes con esas batas casi traslúcidas todo el tiempo?”, me diría, tiempo después, mientras me montaba.

Su mano derecha ascendió hasta ubicarse sobre mi cabeza, acariciando mi melena primero, luego presionó mi cabeza contra la suya, y nos besamos más apasionadamente, mugiendo de puro júbilo, yo ya le acariciaba los huevos. Creo que fue en esos instantes que la bata cayó alrededor de mis pies. Nunca olvidaré la primera vez –bueno, desde que Ariel dejó de hacerlo por cuestiones alimenticias cuando era un bebé-, que Ariel se apoderó de mis pechos y empezó a manoseármelos y a chupármelos. “Muchas veces me he masturbado imaginando que hacíamos el amor, mami, ahora no puedo creer que esto esté ocurriendo realmente”, me confesó, poniéndome a mil.

Ariel acomodó la silla para encarar el corredor, a todo esto la única luz provenía del monitor de la computadora. Yo estaba de pie ante mi hijo, totalmente desnuda, a excepción de algunos anillos, un collar de perlas y unos pendientes de perlas también. Di la vuelta, lentamente, para que Ariel pudiera admirar mi cuerpo. Me complació mucho constatar cómo se calentaba y sonreía, me sentí tan zorra, como una bailarina nudista o stripper. Me incliné hacia él para besarnos otra vez. Aferré su pija durísima con ambas manos, pajeándola furiosamente, y Ariel se estremecía. Cuando sus manos se posaron sobre mi cabeza, y sentí la presión que ejercían, hacia abajo, adiviné lo que mi príncipe deseaba, y esta reina, reina de las putas, obedeció sus designios.

Heme ahí, en medio del corredor estrecho que conecta nuestra lujosa sala con la amplia cocina, en la madrugada, rodeados de la oscuridad cómplice, a excepción del resplandor originado por la pantalla de la computadora, que seguía mostrando escenas pornográficas, proveyendo los innumerables e inconfundibles ruidos de gemidos, gritos, succiones, obscenidades, la sinfonía idónea para ese incesto nocturno. Arrodillada entre las piernas de mi hijo, su verga dura a pocos centímetros de mi cara, por fin. “Chúpamela, mami”, me lo ordenó, suavemente. Sujeté su pene por la base y con mi mano izquierda acaricié su pecho, mientras hacía desaparecer su glande dentro de mi boca. Ariel volvió a estremecerse y jadeó, rezumando felicidad, y yo mugí, como puta, cuando al fin pude saborear la carne caliente de Ariel.

Me dediqué a lamer y a cubrir de besos la pija de mi hijo, me gusta lamerla de abajo hacia arriba, muy lentamente, y al llegar al pináculo, engullirla repentinamente. Ariel tembló cuando su cerebro le informó, tan vertiginosamente, que más de la mitad de su polla había sido tragada por la primera boca femenina en hacerlo, la que, ni más ni menos, pertenecía a su señora madre. Entonces empecé a chupársela como Dios manda, tratando de hacerlo igual o mejor que en las películas porno. Ariel suspiraba y gemía, trémulo, se llevaba las manos a la cabeza, sus ojos bien cerrados, sudoroso, a veces me acariciaba el pelo, en otras ocasiones, con sus manos trataba de imprimirme mayor velocidad a mis chupetones. A veces liberaba su pija para tragarme sus huevos o lamerle la cara interior de sus atléticos muslos.

Finalmente, reconocí los espasmos que se apoderaron de mi hijo, ya sabía lo que se aproximaba y succioné con más ahínco, mientras Ariel balbuceaba “Sí, sí, sí, ay mami, qué rico te la tragás”, con lo que conseguía calentarme al triple o cuádruple; mi boca se vio anegada por el semen de Ariel, explotó en mi boca y pronto la desbordó, rezumando por entre mis labios. Paladeé el sabor cálido y salado de mis nietos y abrí mi boca para que Ariel atestiguara la piscina de leche que había por causa suya, luego cerré mis labios y tragué, saboreando cada gota, cada instante, y volví a brir mi boca para que mi hijo-marido comprobara que su semen había descendido a mi estómago. Ariel sonrió satisfecho, me excitó mucho ver esa expresión de macho alfa en él, y se inclinó hacia mí, su madre-puta-hetaira-esposa y me besó, probando sin empachos los grumos aún tibios de su lefa que salpicaban mis labios y mi mentón. Acarició mi rostro con delicadeza, propia de amantes.

-¿Te gustó cómo te la chupé? –le pregunté.

-Muchísimo, me fascinó, me encantó –respondió él, sus ojos resplandecientes de lujuria. Era noche de viernes, así que no es necesario que agregue que todo ese fin de semana cogimos como conejos, esa misma madrugada lo desvirgué, lo hice hombre, hecho y derecho; y el sábado por la tarde le propuse penetrarme por el culo, así que mis tres orificios son la primer boca, vagina y culo que la verga de mi hijo ha explorado.

3

-Impresionante, tu experiencia como tu franqueza para narrarla –dijo Enrique, tocándose disimuladamente el bulto en sus pantalones, pues la confesión lo había calentado. Aunque, dicho gesto no pasó desapercibido para Pamela, quien sonrió y arqueó una ceja en un gesto muy sensual-. Deberías escribirlo y publicarlo en la internet, al fin y al cabo, así fue como nos conocimos, a través de la lectura de mis relatos.

-No se me da eso de escribir –dijo Pamela, algo ruborizada, y tocó la mano de Enrique, y los dos juguetearon con sus dedos. Pamela lo miró a los ojos y sonrió. Enrique recapituló lo que ella ya sabía, a través de la lectura de los relatos de RickyDaddy4320 (el número estaba compuesto por la edad de él y luego la de Magdalena cuando él empezó a escribir), cómo fue que inició el lío entre Enrique y su escultural hija.

-Fue algo casi de un relato erótico, cualquier otra hija en su situación hubiera llamado a la policía o no sé, descubrir los relatos pornográficos de su padre y reparar en el hecho de que todos o casi todos versan sobre fantasías incestuosas entre padre e hija, y que la hija casi siempre es descrita igual que ella. Pero encontré esa nota, narrándome que primero se conmocionó y asqueó, pero luego, la vanidad y el deseo fueron adueñándose de ella, y hasta llegó a sentirse orgullosa de la manera en que era deseada por su amado padre, y que deseaba que esas fantasías dejaran de serlo. Ella entró a mi dormitorio, desnuda, sus curvas al descubierto y se aproximó a mí como una felina. La abracé y nos besamos, no me di abasto acariciando todo su bello cuerpo de diosa –Pamela se relamía los labios mientras Enrique relataba-. El resto de la historia ya la conocemos. Magdalena y su padre hicieron el amor y desde entonces, ella se ha convertido, prácticamente, de facto, en la esposa de Enrique, ya casi no duerme en su habitación, sino que le corresponde a Enrique casi todas las noches. Luego, incluyeron a Clara, la esbelta y exquisita rubia de piel dorada, mejor amiga de Magdalena, y luego al tío de aquélla, Diego.

-Este fin de semana puedo ir a darles una visita –dijo Pamela-, me muero de ganas por conocer a esa belleza que tienes por hija y mujer.

El pacto sigue el proceso de consolidación…