Maestros de la Perversión 3: Duelo

El desenlace a una trilogía empezada tres años ha. (Se recomienda leer con tiempo)

Tres años contemplaban la alianza forjada por dos hombres cuyo único nexo en común era una vocación compartida, si bien cada uno movido por intereses muy dispares. En todo ese lapso mucho había cambiado; aquel frívolo pasatiempo original había sido reemplazado por el vigoroso negocio actual, incluso a pesar de la clandestinidad inherente al oficio. La clientela era variopinta, aunque existía un denominador común entre todos ellos: un colosal poder adquisitivo.

La dicha no era completa. El virtuoso precursor del arte había perdido gran parte de su motivación, otrora inagotable. Necesitaba nuevos retos, desafíos que acometer y barreras que romper. A David le acompañaba a todas horas una oscura nostalgia, recordando épocas en las que su trabajo no era tal sino una dedicación ciega. Evocaba con especial añoranza sus primeros éxitos: la metamorfosis de Victoria y la posterior conversión de su amiga íntima, Lucía; sin olvidar la inolvidable transformación del trío de liberales amigas: Rosa, Carmen y Ana. Y ahí acababa el listado de lo que David consideraba como sus obras . El resto no habían sido más que encargos de terceros en los cuales se limitaba a manipular mentes al gusto del cliente. A muy pocas había imprimido su sello personal, las únicas con quien todavía mantenía frecuente contacto.

Una llamada interrumpió su profunda remembranza, la realidad reclamaba a David. Era Vicky, quien nerviosa y acelerada le pidió que la viniera a recoger inmediatamente con el coche. Sin demora, David, manos firmes al volante, ya conducía el portentoso automóvil, que aventajaba al resto de vehículos cual purasangre entre rocines.

La oscuridad se había adueñado de las calles cuando David llegó al lugar donde le habían citado. La nula iluminación de aquel parque semi abandonado no fue impedimento para distinguir de inmediato a Vicky y compañía. Sus ropas no las ayudaban precisamente a pasar desapercibidas. Una escueta minifalda de cuero negro se adhería fantásticamente al trasero respingón de Vicky, quien además llevaba un top-corsé que realzaba sobremanera el resto de sus atributos. Las otras dos, Lucy y Rosy, vestían con el mismo descaro, luciendo prendas a cuál más impudente. Sin embargo, a pesar del innegable atractivo del trío de féminas, la mirada de David estaba fija en la jovencita desmayada que sostenían en brazos Lucy y Rosy. Vicky entró decidida al coche.

—¿Quién es esa y por qué está inconsciente? —preguntó David a quemarropa, señalando a la joven del exterior.

—La vimos en la biblioteca y se nos ocurrió que podíamos... Bueno, ya sabes —respondió Vicky vagamente.

—Pe...

Antes de que pudiera seguir con la objeción, la juguetona lengua de Vicky le interrumpió. Conocía de sobra a David, si quería convencerlo tendría que echar mano de todos sus recursos. Después de la sensual lisonja, Vicky dijo en tono de súplica infantil:

-—Por fa... Sólo queremos jugar un poco con ella. Tú nunca nos permites hacer nada con tus pacientes —recriminó poniéndose de morros—. Vamos, ¿no querrás negar un caprichito a tus leales enfermeras?

Sonrió con picardía y reanudó las caricias. Mientras Vicky se desvivía en mimos hacía David, éste sopesaba fríamente la idea. Se zafó de las caricias de Vicky, no sin esfuerzo, y dijo:

-—Está bien; pero vigilaré todo lo que hagáis. Por cierto, ¿no os habrá visto alguien? —inquirió recelosamente.

—No. La asaltamos en un callejón y la llevamos hasta aquí —respondió Vicky, mostrándole a su vez un pañuelo impregnado de una sustancia clorofórmica.

La exultante sonrisa de Vicky fue gesto suficiente para las chicas; inmediatamente se situaron en los asientos traseros junto con la joven durmiente. Una vez dentro, David la observó minuciosamente. Largos mechones de cabello cobrizo caían sobre sus mejillas pálidas, confiriéndola un aire angelical, impresión reforzada por lo ausente de su semblante; gozaba de unos rasgos delicados, donde destacaban unos lindos labios sonrosados; ninguna clase de maquillaje adulteraba ni un ápice de su piel, tal era su pureza. Aparentaba ser mayor de edad, aunque su modesta vestimenta, un sencillo jersey de cuello vuelto y vaqueros lisos, no daba mayores pistas al respecto.

—¿No es una ricura? —dijo Lucy, mientras acariciaba tiernamente el ondulado cabello de la joven.

—Cuando la vi en la biblioteca, tan seria y concentrada, me recordó a mí misma antes de conocerte —confesó Vicky, perfilándose en su cara una mueca entre pícara y maliciosa.

David apretó el acelerador, su oscura ambición volvía a consumirle.


Regresaron a su destino. David cargó sin problemas con la ligera joven hasta una amplia habitación donde la situó en un sillón reclinable, parecido al de un dentista. Se distanció unos pocos metros, a partir de ese momento las chicas se encargarían de ella, él sólo supervisaría.

Se las veía muy excitadas, eran como chiquillas con juguete a estrenar, no paraban de retozar entre sí. Aguardaron con creciente impaciencia hasta que la inocente recuperó la consciencia.

—¿Quiénes sois? —pronunció una tímida y trémula voz.

—Yo soy Vicky —se presentó teatralmente—. Y ellas dos son mis mejores amigas: Lucy y Rosy. ¿Cómo te llamas tú? —preguntó en tono meloso.

—Cristina —se lamentó tras revelar su nombre, un súbito pavor la sobrevino al fijarse en las pintas de quienes la rodeaban—. ¿Qué hago aquí?, ¿qué vais a hacerme? —interpeló con patente temor en sus grandes y claros ojos.

—Nada malo, Cristina. Ya verás como dentro de poco todas seremos muy amigas —dijo Rosy en un tono nada tranquilizador.

Cristina miraba frenéticamente la jeringa que sujetaba Vicky.

—¿Qué es eso? —preguntó tartamudeando.

—A este líquido rosa le llamamos el elixir de la felicidad —explicó Vicky mientras daba golpecitos con los dedos a la jeringa—. ¡Chicas, agarradla!

—¡Por favor, por favor! No me hagáis daño... —dijo en tono lastimero Cristina, mirando fijamente a los ojos de Lucy que la agarraba sólidamente, a lo que ella contestó—: "Es por tu bien".

—No temas, cariño. A partir de ahora todo va a ser muy placentero —dijo Vicky con una sonrisa retorcida mientras inoculaba la sustancia en el cuello de la muchacha.

"Esto no me puede estar pasando", pensaba Cristina, a quien la situación se le antojaba completamente surrealista: secuestrada por un grupo de fulanas dementes que la estaban usando como conejillo de indias. La sensación de angustia remitió en cuanto retiraron la jeringuilla de su cuello y comprobó, pasados unos segundos, que conservaba intactas todas sus facultades. No obstante, había algo repulsivo en la manera en que la estaban observando aquellas fulanas, expectantes a cada uno de sus movimientos, anhelantes de cosas inimaginables para una mente inmaculada como la suya.

El primer embate la cogió, así, de improviso; una ráfaga de indescriptible impresión sacudió su cuerpo. No podía detener aquella sensación, no había defensa posible frente a aquello. Sintió como liberaban sus muñecas, pero no hizo amago de huida, ocupada como estaba en resistir las oleadas de desconcertante placer. Encogida en la silla, con los ojos apretados fuertemente, luchaba tenazmente por mantener el control, pues intuía que algo terrible sucedería si se rendía.

—Mira cómo se retuerce —dijo una de ellas en tono divertido.

—Adoro cuando se resisten, me excita tanto… ¿A vosotras no os pasa lo mismo? —añadió, jocosa, otra de ellas, a lo que siguió una risotada general.

El blanco de aquellas burlas redobló sus esfuerzos. Lo último que quería era dar la más mínima satisfacción a esas voces.

—No luches más, es en vano —incitó, por último, la voz más meliflua de todas.

El acelerado vaivén que describía su pecho delataba sus esfuerzos; no aguantaría mucho más. Extrañas sensaciones recorrían en esos momentos su cuerpo y su mente: miedo, felicidad, ardor, angustia… Sumida en semejante confusión, su voluntad claudicó finalmente, justo después de captar estas palabras: "… encargo de sugestionarla".

Lucy retiró los flácidos párpados de la muchacha para toparse con unos ojos vidriosos, desprovistos de espíritu; tal como esperaban, era la hora de actuar. Manteniendo sus párpados abiertos, y con aquella mirada extinta sobre ellas, Vicky comenzó su labor.

—Se que puedes oírme… Y verme también…, en lo profundo de tu ser, en tu subconsciente

Hablaba prolongando artificiosamente cada vocablo, dirigiéndose a un cuerpo exclusivamente animado por ocasionales e involuntarias sacudidas.

—Cristina, ¿sabes quiénes somos nosotras? —pregunta cuya respuesta se materializó a través de una leve tensión en su rostro—. ¡Vaya, pero si aún opone resistencia! —comentó Vicky a sus amigas—. En fin, tendremos que demostrarla que puede confiar en nosotras.

Tras una breve conversación entre ellas, Vicky se acercó hasta el oído de la jovencita y le susurró lo siguiente:

—Es verdad que no hemos empezado con buen pie nuestra relación, pero seguro que te haremos cambiar de opinión.

Acto seguido, besos rebosantes de amor provocaban dulces cosquillas en su cuello. Distraída por las agradables caricias, persuadirla era lo próximo.

—Eso es, relájate... —decía Vicky mientras otra ocupaba su puesto—. Sólo queremos ser tus amigas y que te sientas cómoda con nosotras… —escrutaba con interés el gesto de la muchacha que iba tornándose risueño y distendido—. Te sientes bien en nuestra compañía y, por lo tanto, confías en nosotras… tus amigas.

Del mismo modo, Vicky continuó reforzando la inducción preliminar con ayuda de sus resueltas camaradas, aprovechándose del maleable estado de la joven. Minutos más tarde, Cristina mostraba una sonrisa relajada; la aprensión que en un principio había sentido hacia las chicas se había transformado en un sentimiento de plena confianza. El trabajo en su subconsciente había dado sus frutos.

El próximo paso no se demoró más.

—Cris, escucha atentamente. Si haces todo lo que te digo podrás ser nuestra amiga —dijo Vicky como si le estuviera haciendo un favor—.Yo te guiaré en todo momento.

—Fíjate bien en nosotras: en nuestras caras, en nuestros cuerpos, en nuestras ropas… —se detuvo un tiempo para que Cris las observara—. ¿Tienes fija nuestra imagen? Bien, entonces te habrás dado cuenta de que tú no encajarías en nuestro círculo de amistades… y es una pena, porque tienes mucho potencial —dejó caer con sutileza—. Pero no te preocupes, cuando te hayamos moldeado a nuestra imagen y semejanza nadie podrá diferenciarte de nosotras —dijo alegremente, dejando correr su imaginación.

Años de estricta educación juzgaban inaceptable lo que representaban esas mujeres; desde sus provocadores modelitos hasta su comportamiento juguetón y lascivo, todo apuntaba a lo mismo. Eran la clase de chicas con las que Cristina jamás se relacionaría, y sin embargo, algo dentro de sí empezaba a encontrar atrayente la idea de ser como ellas.

—Piensas que somos completamente diferentes a ti, pero estás muy equivocada —dijo oportunamente Vicky, leyéndola el pensamiento—. En su tiempo fuimos estudiantes. Yo, por ejemplo, me pasaba el día entero en la biblioteca, igual que tú. ¡Qué desperdicio! —buscó con la mirada a sus amigas que asintieron al unísono—. Ya ves, éramos tan ingenuas como tú… Hasta que descubrimos todo lo que nos estábamos perdiendo… y una vez lo has probado… —insinuaba con una media sonrisa.

—¿No estás cansada de ser la niña buena, de comportarte como los demás esperan de ti? ¿No te gustaría explorar lo prohibido con nosotras?

Entre tanto, Lucy y Rosy habían dado comienzo a un fogoso intercambio de saliva.

—¿Ves como disfrutan? No hay nada de malo en ello —dijo Vicky, que a cada palabra se aproximaba más a Cristina—. Dime, ¿no las envidias? —apenas se encontraba a un palmo de su cara—. Déjate llevar —dijo suavemente, y plantó un húmedo beso en los morros de la jovencita.

Fue el preludio de lo inevitable. La mecha prendió, la chispa incendiaria: la cálida conquista de su boca. Un maremágnum de emociones se agolpaban y pugnaban en su cabeza; sus mecanismos de represión y recta moral en porfía con una enardecida pulsión sexual. En definitiva, su viejo yo contra su incipiente persona en efervescencia.

—¡Fuera esa ropa insulsa! —dijo Vicky, que había comenzado a despojar a la jovencita del grueso jersey, al mismo tiempo que Lucy se encargaba de los vaqueros y zapatillas.

Encantada y suspendida entre tantas y tan nuevas sensaciones, gustosamente se dejaba hacer igual que una muñeca de trapo. Ya, sin ropa que la cubriese, a excepción de sus prendas íntimas, sentía como un intensísimo calor se expandía por todo su cuerpo, sofocante y pegajoso. Su piel ardía de deseo.

—Ese calor que te invade, Cris, se llama excitación —le explicó Vicky en semiburla, mientras las chicas jugaban con ella.

—Tienes un cuerpo muy bonito… Destapada estás mucho mejor, ya lo creo… —halagó Rosy a Cris, aprovechando que la estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja.

Vicky hizo cesar las caricias para captar plenamente su atención.

—¿Te ha gustado?, pues sólo ha sido un aperitivo —dijo en un soplo—. Ahora necesito que tú hagas algo por nosotras. Escucha y obedece a mi voz. Cierra los ojos y forma en tu mente la imagen de nosotras tres.

La joven seguía las instrucciones como revelaba su gesto concentrado.

—¿Puedes ver mis mechas rubias, o mi culito respingón y mis sedosas piernas? Fíjate bien… ¿Acaso puedes deleitarte con la encantadora sonrisa de Lucy, o con sus despampanantes curvas? ¿Y qué me dices de Rosy, de su mirada felina y de esos labios carnosos que piden ser besados; no es una monada? —describió superficialmente a sus amigas, y a ella misma, guiando conveniente a Cris en la reconstrucción visual.

—Ahora quiero que te visualices a ti misma, Cris, entre nosotras… ¿Ya está? Perfecto, ahora sueña, nada más, sueña

¡Qué grata sensación! ¿Qué estaba causando en sus dedos esas cosquillas? Ah, era su amiga Lucy… pero, ¿qué estaba haciendo? Parecía como si le lamiese las manos, dedicándole cada vez más, y más, feroces lengüetazos. Le gustaba, pero había algo que no le encajaba. Por entonces, la boca de otra de sus amigas, Rosy, se entretenía en su vientre, succionando y chupando de tal manera que Cris perdió todo tren de pensamiento. Vicky emergió por sorpresa de entre sus pechos. En una de sus manos llevaba el sujetador depuesto, la dedicó una sonrisa y volvió a sobar sus tetas endurecidas. Tenía que reconocerlo, sus amigas eran muy traviesas, pero sabían lo que había que hacer para entretener a una chica.

—¿Estás disfrutando, Cris? —preguntó jadeante Vicky—. Creo que ya sabes el tipo de chicas que somos… —dijo, y la regaló un apasionado beso con lengua—. Espera, sé de algo que te va a encantar.

Las manos de Vicky bajaron hasta su zona púbica. Le quitó las braguitas y las aproximó a la cara de su dueña.

—Aquí lo tienes, este es el aroma de tu sexo —Vicky observaba contenta como Cris olfateaba con frenesí animal sus braguitas—. Imprégnate bien de tu olor a hembra. Siente como te enloquece…, como te envuelve…, como te excita… y te transforma en una persona completamente distinta…; en una copia de tus nuevas amigas

Enajenada por la calentura que se había disparado entre sus piernas no podía pensar con claridad. Cristina sentía cómo las palabras surtían efecto, cómo los recuerdos de aquella niña responsable y estudiosa desaparecían poco a poco. Cuando la dulce Cristina ya no era más que un lejano recuerdo, comenzó a erigirse la nueva Cris. Tomando como modelo a sus nuevas amistades, en su mente se formaba su nueva autoimagen, la de una chica juerguista, alocada y, sobre todo, tremendamente sexy.

Cris sentía como un caudal de fluidos resbalaban por entre sus muslos, su sexo vibraba impaciente. Lucy cogió la mano izquierda de Cris y la guió hasta su epicentro de placer.

—Es tu turno, Cris —le susurró al oído Vicky.

Primeriza como era, comenzó a frotar sus genitales con poca destreza, pero, más pronto que tarde, sus urgentes caricias acabaron por dar resultado. Jamás había sido tan feliz, a las puertas del clímax, sólo quería prolongar aquella sensación. Cris gemía descontrolada, un temblor sin parangón se apoderó de su cuerpo, y, al fin, el vertiginoso torrente fluyó por todo su ser.

Tras el orgasmo, despertó su nueva personalidad.

—Bienvenida de vuelta, Cris —Vicky la saludó primero, contemplándola con curiosidad.

La jovencita soltó una alegre risotada, sus ojos tenían un brillo especial. Regaló una abierta sonrisa a sus amigas, y, sin un ápice de vergüenza, comenzó a relamerse las manos bañadas en jugos.

—Siempre supe que detrás de esa cara de niña buena se escondía una pequeña viciosilla —dijo Rosy.

Cristina, la niña buena, había dejado de existir, y su lugar lo ocupaba la joven que se tocaba con lujuria enfrente de sus nuevas amigas. Su recién adquirido apetito se encontraba lejos de ser satisfecho.

—Cris, deja eso por ahora —la interrumpió Vicky—. Todavía tenemos que enseñarte a vestirte y maquillarte como nosotras. Ven, acompáñanos a nuestro cuarto.

—¡Bien! —exclamó con entusiasmo Cris, cuyo mayor deseo era el de parecerse lo más posible a ellas, sus mentoras.

Las cuatro féminas se perdieron, tras una puerta, de la vista del único varón que había presenciado la erótica metamorfosis.

David había saboreado cada segundo del primoroso espectáculo. Ver cómo sus propias perversiones habían corrompido a esa dulce jovencita… era impagable. Lo sucedido superaba con creces sus expectativas. Jamás hubiese imaginado que sus primeras discípulas desarrollarían, y, además, por iniciativa propia, su misma pasión: pervertir por pura diversión.

El inoportuno sonido de su móvil le devolvió al presente. David mantuvo una fugaz charla con Oscar, quien le apremió para que acudiera a reunirse con él; según Oscar, había un asunto muy importante que tratar cara a cara. Apagó el móvil y se dirigió a la salida, aunque allí le aguardaba una particular emboscada.

—¿Adónde vas? ¿No te marcharás ahora, verdad? —se precipitó sobre él Lucy.

—Tengo que irme —masculló David, adusto como de costumbre, librándose de su agarre.

—No puedes irte ahora. Cris te necesita. ¡Ya! —Vicky se interponía en su camino.

—No tengo tie... —estaba diciendo David cuando detuvo su mirada sobre la jovencita.

Las chicas se habían esmerado a fondo con ella, no cabía duda. Llevaba una escandalosa minifalda sujeta a su cintura por un finísimo lazo; la faldita contaba con unas aberturas laterales a través de las cuales se podían ver sus redondas nalgas; a juego con la minifalda, un tanga negro asomaba insinuante sobre sus caderas. La única pieza que la cubría (por decir algo) de cintura para arriba era un top diminuto que dejaba casi a la vista sus pechos erguidos de incipiente mujer; el top lo llevaba anudado al cuello, dejando hombros, espalda y vientre al descubierto. Un par de sandalias con plataforma y fino tacón muy sexys la ayudaban a lucir sus piernas. Sus hermosas facciones relucían, aún más si cabe, con un maquillaje muy atrevido: los labios brillaban humedecidos por un pigmento rojo encendido, en consonancia con el denso colorete que realzaba sus pómulos; el contraste conseguido con la combinación de un rímel oscuro y una sombra de ojos clara, resaltaba la intensa mirada que partía de sus preciosos ojos esmeralda. ¡Hasta el pelo le habían retocado! Ahora llevaba su resplandeciente cabello pelirrojo recogido en una alta cola de caballo, confiriéndole el peinado un look muy agresivo.

Costaba creer que el pedazo de bombón que tenía delante de sus narices fuese la misma chica de aspecto angelical que había recogido en el coche apenas horas antes.

—No seas tímido... lo estás deseando tanto como yo —dijo Cris mientras se acercaba a él contoneando sus caderas—. Sáciame —dijo en su tono más sugerente, mordiéndose los labios inferiores.

David se debatía entre dos aguas. Intentó mantener la cabeza fría, pero Cris se lo estaba poniendo muy difícil; había empezado a palparle los pectorales por encima de la camisa. Pero entonces reaccionó:

—¡Basta! —salió de su boca sin saber cómo.

La jovencita se retiró entre asustada y sorprendida.

—Ya has hecho suficiente por mí hoy —le dijo a Cris enigmáticamente.

—¡Pues que sepas que si no me estreno contigo lo haré con cualquier otro! —proclamó a viva voz la despechada joven, viéndole marchar.

David se lamentó negando con la cabeza mientras sonreía irónicamente para sus adentros. ¡Cómo le recordaba a aquella ocasión en la biblioteca! Hay cosas que nunca cambiarían.

Treinta minutos después llegó al local que le había indicado Oscar. Irrumpió en el recóndito pub; el antro, en cuyo ambiente viciado se podía oler la desesperación, estaba prácticamente desierto. Al fondo de la barra advirtió la inconfundible cabellera dorada de su socio, quien tenía el rostro abatido. Se aproximó hasta él.

—Malas noticias... —se adelantó a decir Oscar—. Mi padre ha muerto. Suicidio, dicen... ¡Ja!, ¡eso es imposible! —golpeó el puño contra la barra—. La cuestión es que se ha acabado el grifo del dinero —sentenció secamente.

—¡¿Cómo?! ¿No eras tú el único heredero? —escupió David sin ocultar su desconcierto.

—Hasta hace unos meses lo era, pero... —se paró y cerró los ojos en un gesto contenido—. ¡Esa puta apareció y lo estropeó todo! —gritó, expulsando toda la furia acumulada—. Es curioso, mi padre siempre me dijo que tuviese cuidado con las arpías, que me cuidase de caer en sus redes... Y mira tú por dónde, una de esas zorras consiguió engatusar a mi padre y ahora tiene el poder de la empresa.

—No importa —templó David con ese aplomo que lo caracterizaba—. Podemos recurrir a alguno de nuestros clientes para que nos respalde y financie.

—¡No!; es una cuestión de orgullo. Esa furcia va a lamentar haberse cruzado en mi camino —dijo con los ojos inyectados en sangre.


Al día siguiente, Oscar esperaba con inquietud, sentado en una incómoda silla, justo enfrente de la cual se situaba la puerta que conducía al despacho en otro tiempo ocupado por su padre. Se hallaba a las puertas del despacho del director general de la farmacéutica Mesmer ; y ya no disponía de entrada franca a aquellos dominios. Todos los privilegios de los que había gozado con el amparo de su padre se habían desvanecido por culpa de una mujer. Aguardaba impaciente el momento de conocerla en persona. Se preguntaba cómo sería, en apariencia, aquella víbora.

De su enemiga no conocía mucho: su nombre, Yolanda, y, por supuesto, su meteórica ascensión en la jerarquía de la empresa. Según le habían comentado, Yolanda apenas se había incorporado a la empresa cuatro años antes como becaria, para, tan sólo dos después, conseguir el puesto de jefa en el departamento de bioquímica. Los rumores sobre ella pululaban por doquier, y todos ellos compartían un mismo argumento: las refinadas artes de la protagonista.

Un rato después, por fin, la secretaria avisó a Oscar de que podía reunirse con la directora en su despacho. Accedió al amplio y suntuoso despacho, estaba tal y como su padre lo había dejado, pero la persona allí sentada era bien distinta a su difunto progenitor. Calculó que rondaba la treintena, así que sería de su misma edad, muy joven para ocupar un puesto de tal envergadura. Oscar debía admitir que Yolanda era atractiva, excepcionalmente atractiva; su belleza recaía tanto en sus armoniosas facciones como en su seductora sonrisa. Parecía imposible que detrás de esa apariencia seráfica se ocultase un ser maquiavélico. No obstante, Oscar no se dejó encandilar, y con un gesto desdeñoso, ignoró la mano que le tendió Yolanda. Se sentó sin esperar a que le ofreciera asiento y, descaradamente, se dispuso a escudriñarla en pos del más mínimo indicio de su taimada inteligencia.

—Es una pena que nos conozcamos, por primera vez, después de la muerte de tu padre —dijo, arrojando veneno con su delicada y dulce voz, en tono de reproche.

—Sí, es una pena... —contestó mordiéndose la lengua—-. No he venido aquí para hablar de mi padre, he venido a reclamar lo que me pertenece —le dijo ásperamente.

—Entiendo... —dijo ella para ganar tiempo, mientras pensaba en una solución—. Te propongo una cosa: como ahora no dispongo del tiempo para atenderte debidamente, ¿qué te parece si vienes hoy a mi casa a cenar y tratamos tranquilamente y con tiempo el asunto? —sugirió con fingida afabilidad.

—De acuerdo —convino Oscar lacónicamente.

—A las diez en mi casa. Ya sabes donde vivo..., en la residencia de verano de tu padre —le indicó Yolanda.

Justo antes de entrar en su coche, Oscar volvió la vista hacia el imponente edificio coronado por la famosa serpiente de metal. La mandamás de aquella empresa le había desconcertado; su delicada imagen y actitud cordial no se correspondían con los rumores que circulaban sobre ella. Había resultado tan diplomática y atenta que Oscar no podía más que redoblar su recelo.

Aunque la cena fuera una ocasión idónea para subyugar a Yolanda, decidió aplazar su venganza para estudiarla con detenimiento. Si algo había aprendido de David en todo este tiempo, era a ser paciente y actuar con cautela. Oscar puso al corriente de todo a su socio, que estaba de viaje en el extranjero, quien le pidió que no ejecutara su vendetta personal hasta que él regresara; asimismo, le puso sobre aviso del potencial peligro que suponía Yolanda, puesto que ella tenía acceso franco a información relacionada con sus ilícitas actividades.

Mientras conducía, Oscar reflexionaba sobre los consejos de su socio. No había caído en la cuenta de la amenaza que entrañaba Yolanda, aunque dudaba que ella siquiera sospechara algo acerca de su peculiar trabajo. Aparte de él y David, y sus clientes, nadie más conocía la existencia del inmoral negocio. Ni siquiera el padre de Oscar llegó a saber nunca nada, y por extensión, nadie en la empresa. Aún así, existían ciertos indicios, como documentos atípicos y pedidos extraños, que para una mente concienzuda no pasarían desapercibidos. Al llegar al enorme chalé se disiparon todas sus cavilaciones; volvía a su antiguo hogar.

La barrera móvil se replegó mecánicamente permitiendo el acceso a la majestuosa propiedad. Allí estaba de nuevo. Le rodeaba una impresionante extensión ajardinada, la cual alcanzaba a entrever a través del alto seto de arbustos que flanqueaba el camino que conducía hasta la mansión. Aparcó el coche frente a la escalinata de mármol y, antes de llamar a la puerta, se paró a contemplar una alejada loma salpicada de robles, entre los cuales se divisaba el débil centelleo del agua de un pequeño lago… Tan sólo recuerdos de la infancia

Pulsó el timbre y esperó con la cabeza agachada, mirando al suelo; la anfitriona se demoraba. El leve chirrido producido por una bisagra oxidada despertó de la ensoñación a Oscar que levantó la vista. Estupefacto, tragó saliva; una sensacional Yolanda era la causante de ello. Ataviada en un elegante y breve vestido negro de una sola pieza, presumía de escultural figura; llamaba poderosamente la atención el escote cruzado en forma de "V", en el cual se distinguía un precioso colgante de nácar custodiado por dos joyas no menos vistosas. Donde el vestido acababa, en la parte superior de sus muslos, arrancaban unas medias negras de encaje que envolvían sus interminables piernas. Gozaba de una estatura privilegiada, aunque calzaba unos zapatos abiertos de tacón muy alto que estilizaban su figura todavía más. Al contrario que en la oficina, llevaba su lustroso cabello azabache suelto y ligeramente despeinado, dándola un aire salvaje y sexy.

—Buenas noches... ¿Pasas? —recibió Yolanda con su deslumbrante sonrisa al indeciso invitado.

—Buenas noches —devolvió el saludo con voz bronca—. ¡Cough, cough! —carraspeó un poco para aclararse la garganta.

Mientras seguía el rastro de su perfume hasta el salón, Oscar se deleitaba con el bamboleo de aquellas formas redondas que se adivinaban tras la fina tela del exiguo vestido. ¡Menudas curvas! No podía quitar la vista de encima de aquella mujer, aunque fuera su mortal enemiga.

Le guió hasta una mesa rectangular, preparada para dos; la cena ya estaba servida. Todo estaba dispuesto para una cena más que puramente formal. La mesa estaba decorada con velas y demás parafernalia romántica; más señas no eran necesarias, la noche se presagiaba larga y memorable.

Totalmente confiado, Oscar se acomodó en la silla. Dos suculentos bogavantes esperaban a ser degustados con el acompañamiento de un excelente vino blanco de aguja. Cada vez que se le agotaba la bebida, lo cual era muy frecuente, Yolanda acudía cortésmente a rellenar su copa, proporcionándole la ocasión para zambullirse de lleno en su generoso escote. Mientras colmaba el paladar con las exquisiteces que proveía el banquete, su atención se hallaba fija en ese par de apetitosos manjares que no estaban a su alcance. Masticaba y sorbía con ferocidad, del asunto que había venido a tratar esa noche ya casi ni se acordaba, lo único que tenía en la cabeza era abalanzarse sobre Yolanda y darse un último festín.

Acabada la cena, fue Yolanda quien propuso un brindis con su mejor champán y se retiró de la mesa, oportunidad que no desaprovechó el invitado para memorizar sus bien torneados muslos. Olvidando toda compostura, y vencido por su febril apetencia, decidió salir al encuentro de ella. Con ningún tino en sus pasos, debido a su deplorable estado, llegó hasta la cocina donde oía escanciar la espumosa bebida. Los últimos pasos los daba con deliberado sigilo, pretendía sorprenderla, y si bien lo hizo, no con el desenlace esperado. Yolanda, ajena al intruso, diluía una sustancia incolora en una de las copas hasta que un traspié delató la presencia de Oscar.

—Tu curiosidad sólo va a complicar más las cosas, querido Oscar —dijo, sin alterarse, mientras removía la copa tranquilamente—. Más te valdría haber esperado en el salón… Quizá incluso te hubiera permitido catar mi cuerpo —añadió con sarcasmo.

—¡¿Qué?! —alcanzó a decir Oscar envuelto en una nebulosa.

—Venga… ¿De verdad no te has percatado de que estado jugando contigo todo este tiempo? Sois tan previsibles los hombres: enseñar un poco de carne y convertiros en bestias primarias, es todo uno —dijo con absoluto desprecio—. ¿Todavía no lo captas? Vaya, pareces tan estúpido como tu padre… —le aguijoneó cruelmente—. Sin embargo, es de admirar el aguante que tienes; a estas horas, y con el cóctel de drogas que te he administrado durante la cena, ya deberías estar babeando y besando el suelo por donde piso —desveló, al fin, con retintín.

—¡Maldita furcia! —la insultó airadamente al comprenderlo todo y enseguida emprendió la huida, entre fuertes alucinaciones.

—¡Espera!; pero si ni siquiera hemos empezado —dijo Yolanda, entre risas, quien no tenía prisa por dar caza a Oscar, sabedora de sus mermadas facultades—. Sabes, he descubierto muchas irregularidades acerca de las actividades que realizas a expensas de mi empresa y creo que le debes una explicación a tu superiora , ¿no crees, Oscar?

Incapaz de coordinar sus movimientos, éste era presa fácil para Yolanda. Avanzó a duras penas hasta el salón donde recibió la zancadilla que le hizo caer de bruces sobre el sofá.

Lo tenía donde lo quería, derribado y completamente a su merced.

Dedicándole una pérfida sonrisa, Yolanda se subió al regazo de Oscar y, valiéndose de sus potentes muslos, le aprisionó las manos impidiéndole cualquier movimiento.

—¿No es así como querías que acabara la noche? Ya sabes, yo encima de ti, quitándome la ropa… —preguntó con socarronería Yolanda, mientras retiraba lentamente los tirantes de su vestido—. No eres el único que dispone de los conocimientos y los medios para influenciar a las personas… —desveló ella, revelando al mismo tiempo unos voluminosos pechos que danzaban libremente—. Aunque tu rostro refleje rabia, siento tu entrepierna gozosa y vivaracha —dijo, divertida, estrechando sus muslos contra el bulto.

Vertió un poco de champán sobre sus turgentes senos, rociándolos con el preciado vino, y los acercó hasta su cautivo en libidinosa invitación. Oscar no podía contenerse más; se moría por palpar, chupar, sentir aquellas afrodisíacas visiones. Fuera de sí, se lanzó a recorrer con su boca el edén de sus carnes. Cuando mayor era su entrega, notó cómo un líquido se deslizaba por su garganta, tenía el mismo sabor que sus pechos; Yolanda había aprovechado el momento para volcar el resto de la copa sobre las fauces de su apasionado amante. El efecto fue casi instantáneo; pronto quedó inconsciente.

Lenta y gradualmente recuperaba el conocimiento: sentía la mullida superficie sobre la que descansaba, la suavidad del tejido que rozaba su piel, el olor a incienso que lo impregnaba todo… Absorto en la captación de pequeños y delicados detalles, a cuál más sublime, no podía concebir mayor felicidad. Pronto, su enajenada percepción fue a dar con la fascinante visión de Yolanda; desprendía una luz que lo eclipsaba todo a su alrededor, estaba como envuelta en un halo de irrealidad y grandeza. No tardó en comprender que se hallaba ante una diosa, ante su diosa, a la que él sólo podía servir e idolatrar como su devoto esclavo.

Yolanda sonreía abiertamente saboreando su victoria sobre Oscar, quien la miraba completamente fascinado mientras un hilillo de baba resbalaba por su barbilla. Caminó hasta el sofá de terciopelo malva donde Oscar permanecía tumbado.

—Por tus ojos puedo ver que tu opinión sobre mí ha cambiado —dijo ella, acercando su cara a la de Oscar. Él no dijo nada, pero su expresión de adoración absoluta hablaba por sí sola—-. Dime, ¿vas a colaborar ahora? —dijo pellizcándole la nariz.

—Sí —respondió sumisamente.

—Buen chico —dijo ella, y como si se tratara de una recompensa comenzó a alborotarle el cabello como a un niño pequeño—. ¿No eres mi fiel cachorrillo? —preguntó, mezclando sorna y cariño en su tono.

—Ggsiii —respondió, repleto de gozo, rozando la ininteligibilidad.

—Los negocios pueden esperar… Más tarde responderás a mis preguntas —dijo Yolanda; se sentó en un sillón próximo y se descalzó— Veo que te mueres por lamer mis adorables pies, ¿no es así, Oscar?, ¿no son los pies más bonitos que has visto jamás? —sugirió directamente y extendió sus largas piernas, todavía enfundadas en las vistosas medias de encaje, hasta el sofá.

—Ahmm, con delicadeza... Uhmm, eso es...


Una oscura silueta contra los elementos luchaba, obstinada en avanzar ante una apocalíptica tormenta. Era una hora incierta, David estaba totalmente desorientado tras el largo viaje de avión; lo único que sabía es que el nocturno y tenebroso ambiente le hostigaba con insistencia. La falta de noticias acerca de Oscar le había obligado a regresar antes de lo esperado, aunque, al menos, le había dado tiempo a cerrar el acuerdo con los militares. El viaje no había sido del todo en balde.

El taxi que había tomado en el aeropuerto le había dejado a cierta distancia de su destino, como así lo había querido David, precavido hasta el extremo. A pesar de restar un buen trecho hasta su guarida, David divisó un tenue resplandor en una de las ventanas del edificio; apretó el paso. Aquello no era un buen presagio. "Oscar no puede ser, ya que él jamás estaría en el edificio a estas horas. Y las chicas... no creo", pensaba David. El destello de un relámpago reverberó en la serpiente incrustada en la fachada del edificio, ¡qué sombría bienvenida!

En contra de lo que cabría de esperar, a David no le sobrevino ninguna sensación de alivio tras guarecerse del vendaval y deshacerse de la gabardina empapada. Una imperturbable, serena, y casi insoportable atmósfera impregnaba cada palmo del edificio, y eso resultaba asaz siniestro. Ráfagas y estruendos habían sido sustituidos por una insondable quietud. La ausencia de todo sonido se manifestaba como antinatural y amenazador para el juicio, en extremo racional, de David. Una singular sensación en sus entrañas le puso sobre aviso: "¿Será esto lo que llaman... un presentimiento?", dijo para sí y dejó escapar una carcajada sorda. Con paso decidido dejaba atrás una habitación tras otra, con el sonido hueco de sus pasos como único acompañante. Sabía perfectamente a dónde le dirigían sus pasos, pero ignoraba qué le aguardaba allí.

Una leve claridad, la misma que había vislumbrado previamente desde el exterior, brotaba justo tras la puerta que estaba por atravesar. Titubeante, al fin reunió el valor suficiente y cruzó el umbral. Se adentró unos pocos pasos en la gran estancia y, de repente, frenó su marcha; no estaba preparado para lo que allí acontecía. La quebradiza llama de una vela proporcionaba escasamente el fulgor necesario para alumbrar la sala, no obstante, su tenue centelleo iluminaba perfectamente el escritorio donde la vela se apoyaba. Al otro lado del mismo, un desconocido rostro de mujer le observaba con interés, una mujer de peligrosa belleza. Pero ese no era el motivo por el que estaba allí parado, la razón por la que no podía mover ni un músculo de su cuerpo yacía en el suelo, junto a la desconocida; era el cuerpo semidesnudo de su socio Oscar que, al parecer, dormía plácidamente sobre la fría superficie.

—Bienvenido, David… ¿Qué tal el viaje? —le recibió la mujer en actitud cínica.

David hizo caso omiso del comentario mientras la miraba fijamente.

—¿Todavía no has descifrado quién soy? Te tomaba por alguien inteligente, David —le pinchó intencionadamente—. Seguro que Oscar te comentó maravillas sobre mí: soy Yolanda —dijo, e hizo una pausa para comprobar la reacción de un inexpresivo David—. Por favor, relájate. No represento ninguna amenaza para tus intereses.

Esas últimas palabras no habían conseguido disipar la suspicacia que se reflejaba en los ojos de David.

—Ya... supongo que es difícil dar crédito a mis palabras teniendo a tu socio postrado a mis pies —dijo, refiriéndose a Oscar por primera vez—. No voy a insultar a tu inteligencia adornando los hechos. Bien sabes que entre Oscar y yo existía un conflicto insalvable, y también sabes que tu socio estaba obcecado en desquitarse conmigo. Basta que te diga que yo fui más astuta que él, y ahora es tan manso y obediente como cualquiera de tus chicas , maravillosas, por cierto —apuntilló con gracia.

Conservó su mutismo. Reflexionaba sobre el testimonio de Yolanda, en apariencia verosímil, el cual le había servido para penetrar en la compleja y turbia psicología de la hermosísima mujer.

—Fiuu... —resopló Yolanda, bastante irritada por la nula cooperación de David—. Sólo quiero llegar a un acuerdo contigo. ¡Nada más! —enfatizó con aspavientos—. No miento, la garantía que te ofrezco es que todavía no he delatado ninguno de tus delitos. Si quisiera ya estarías entre rejas o rendido a mis pies, como aquí tu colega… —manifestó con soberbia, para dejar bien claro que ella era dueña de la situación.

Yolanda cambió de estrategia:

—En tu ausencia, y con la inestimable ayuda de Oscar, he pasado muchas horas leyendo, estudiando… cada documento, cada nota... de tus formidables investigaciones —culminó con intensidad la frase—. En realidad, tú y yo somos iguales: carecemos de escrúpulos y de todo código moral —declaró con suma naturalidad—. Lo único que pretendo es dotar a tus investigaciones y actividades de un alcance mucho mayor. Las posibilidades son ilimitadas como para tan sólo ocuparse de crear putitas a la carta... Podemos aspirar a mucho más, ¿me entiendes? —concluyó un tanto excitada.

David, con semblante dubitativo, bajó la mirada hasta encontrar el cuerpo de Oscar.

—¡No me lo puedo creer! Tú no eres de esa clase de personas; a ti no te importa nada este hombre —dijo ella, apuntando con el dedo a Oscar—. Olvídate de él, siempre ha sido un estorbo, no está a nuestro nivel —dijo con una mueca de desprecio—. ¿Y bien?, no tienes elección y lo sabes. Accede a mi propuesta..., sólo te estoy pidiendo un —presionó para forzar la respuesta del inédito David.

Él permaneció inalterable ante la demanda, envuelto en un enigmático silencio.

—¿Acaso te ha mordido la lengua el gato? —preguntó melodiosa e irónicamente—. Ante tu negativa a hablar, tendré que buscar una forma más original de sellar el acuerdo —se levantó del asiento—. ¿Qué te parece un beso para cerrar el trato? —decidió frívolamente—. Ardo en deseos de probar tus inflexibles labios.

Con un movimiento casi imperceptible de sus hombros, Yolanda se desembarazó de la bata oscura que la cubría. Mientras la prenda se deslizaba sobre su espalda, bajó la mirada simulando rubor, expresión que acompañó con una incitante sonrisa y luego contrastó con una mirada desafiante. Verla desplegar todas sus tretas de seducción era todo un espectáculo: su grácil e igualmente firme paso, sus arrolladores golpes de cadera, la cadencia de sus movimientos...

A cada paso de ella, y a pesar de la lobreguez de la sala, David la podía ver con mayor nitidez: llevaba un conjunto compuesto por un sujetador de media copa, un culotte-liguero y medias a juego, el cual ceñía las curvas precisas de su anatomía. Yolanda estaba disfrutando, cual niña presumida, con el coqueteo, como así lo reflejaba su sonrisa arqueada.

El eco, cada vez más fuerte, de sus tacones al golpear el suelo, embaldosado de cuadrados blancos y negros, al igual que la sombra alargada que proyectaba su cuerpo, anunciaban la cercanía de la mujer fatal. Ya sólo podía ver su sinuosa silueta recortada contra la luz de la llama; estaba justo enfrente de él.

Desde una posición ligeramente inferior, unos ojos ávidos se confrontaban con la máscara impenetrable que era el rostro de David. Tan fría era su mirada que paró en seco a Yolanda.

Aunque la distancia física entre ellos era mínima, entre los dos mediaba una barrera invisible que evitaba, por el momento, contacto alguno. Mirándose fijamente, atisbando en las profundidades del rival, continuaron así largo rato, librando un cerebral y agotador combate. En un determinado momento, David notó cómo se aceleraba el ritmo respiratorio de Yolanda, lo cual era una señal inequívoca de la inminencia de su ataque.

Se puso de puntillas para alcanzar su objetivo, unos labios gruesos e inamovibles. David, mientras tanto, ignoraba estoicamente a la demandante de sus labios, pero sabía perfectamente que la indiferencia no bastaría para desalentar a aquella mujer. En un arrebato, Yolanda atrajo con sus manos la cabeza de David; el anunciado beso se produjo por fin. Ese arrebato había dejado sin reacción posible a David, que estaba siendo lentamente sojuzgado por el buen hacer amatorio de Yolanda. Además de colmarle de ardientes besos, apretaba sus senos contra el duro tórax de David, regalándole todo su cuerpo. Mientras entretenía a David, Yolanda rebuscaba, disimuladamente, con su mano izquierda en la parte posterior del culotte-liguero. Con el objeto deseado en su poder, lo deslizó sigilosamente sobre su espalda. Yolanda volvió a atacar con saña la boca de David, momento en el cual sus miradas se encontraron. David había interceptado su mano, armada con una amenazadora jeringuilla, en pleno apogeo de su ataque. Repelió de inmediato a la mujer.

El rictus iracundo de la fémina daba buena muestra de su orgullo herido. Por el contrario, David esbozaba una mueca de superioridad que proclamaba, sin necesidad de palabras, su victoria sobre la fémina, a quien esa actitud arrogante la enfureció aún más.

—¡A mí nadie me rechaza! —gritó ella fuera de sus cabales— ¡Me oyes! ¡Nadie! —y a continuación, jeringuilla en ristre, se precipitó sobre David.

El atropellado ataque resultó fatal para Yolanda, que ahora se encontraba en una situación realmente comprometida. David había puesto fin a la amenaza con una simple zancadilla. Se habían vuelto las tornas: ahora era él quien empuñaba la jeringuilla y acorralaba a Yolanda, que retrocedía con ayuda de pies y manos a medida que David avanzaba. Tras un breve forcejeo, David consiguió inmovilizar a Yolanda y le clavó la aguja en un principio destinada a él.

David tuvo que cargar con el cuerpo inconsciente de Yolanda hasta situarlo en una silla de ruedas; iba a transportarla a otro lugar. Antes de salir del recinto, hizo una parada en su escritorio para realizar una breve llamada. Luego recogió una revista y echó un vistazo a su socio que descansaba en posición fetal a ras de suelo. Con las llaves del coche de Oscar en su poder, abandonó la sala; una silla de ruedas y su ocupante le acompañaban.

Los primeros brotes de un tímido sol anunciaban el fin de la noche, y con la nueva luz David pudo observar las secuelas de la tempestad: ramas de árboles esparcidas por la carretera y algunos contenedores volcados. A pesar de llevarle bastante más tiempo de lo previsto, alcanzó su objetivo, una exclusiva clínica de las afueras de la ciudad. David, junto con la paciente que trasladaba en silla de ruedas, atravesaron buena parte de las dependencias de la lujosa clínica hasta llegar a una zona aislada del resto: la sección de cirugía. David miró con desconfianza a su alrededor antes de abrir la puerta en cuyo rótulo se podía leer: "Dr. Marcos Córdoba López ~Jefe del departamento de Cirugía Plástica~".

Debería haber llamado: allí dentro un hombre de edad respetable, como indicaba su pelo canoso y frente arrugada, estaba recibiendo una entusiasta mamada de una joven enfermera. Como ninguno de los dos se percató de la presencia del extraño, David tuvo que hacerse notar mediante una tos fingida. La faena quedó a medio terminar. En cuanto la mujer se giró, David pudo confirmar su sospecha: se trataba del encargo especial del doctor.

—Usted debe ser el socio de Oscar... —dijo el doctor, aún algo agitado, tratando de recomponer sus pantalones.

—Así es; David Piro Collado. Encantado —se presentó con gravedad.

—Es un placer conocerlo. Siempre había tratado con Oscar los negocios, tenía mucha curiosidad por conocer a su otro socio... —dijo examinando de arriba a abajo a David—. Por cierto, ¿qué es de Oscar? —preguntó sospechando algo.

—Está en un pequeño aprieto, pero nada que no pueda solucionarse —aclaró sin entrar en detalles.

—Entonces, ¿cuál es la urgencia?, ¿para qué me llamaste a las cinco de la mañana? —preguntó con los brazos extendidos.

—Necesito de su contrastada capacidad con el bisturí.

—Y ahora dime algo que no sepa —dijo en tono sarcástico—. ¿Vas a explicarme por qué demonios me has hecho venir a la clínica a primera hora de la mañana?

—Doctor... esas no son formas —dijo muy sosegado—. Le recuerdo que hicimos un trato, ¿le refresco la memoria? Usted accedió a prestarnos sus servicios bajo cualquier circunstancia a cambio de lo que es ahora su querida sobrinita —dijo aludiendo a la enfermera que estaba al lado del doctor.

—Está bien —aceptó de mala gana el canoso hombre.

—Antes de nada, tengo que comentarle una serie de peculiaridades sobre esta paciente —dijo presentando a la dormida Yolanda a los ojos del doctor—. Normalmente, cuando se las envío, ya he manipulado sus mentes, pero este no es el caso. Lo que le pido es que mantenga, en todo momento, a la paciente dormida.

El doctor hizo un gesto de aquiescencia.

—De doctor a doctor, esta mujer va a ejercer de sujeto de pruebas para una tesis personal sobre el trastorno de identidad disociativo —confesó con insólita cercanía—. Respecto a la cirugía, sólo quiero unas determinadas modificaciones faciales, nada más. Consiga unas facciones lo más parecidas a la modelo de portada de esta revista.

—¿Seguro...? Esta mujer ya goza de unos rasgos muy atractivos —quiso asegurarse el especialista, y obtuvo un firme "sí" como respuesta—. Le aseguro que esta va a ser una de las cirugías más complicadas y desafiantes a las que me haya enfrentado nunca —aseveró el doctor.

—Ah..., un pequeño detalle —dijo David en el umbral de la puerta—. Modifique su registro vocal a uno más agudo. Sé que no es su especialidad, pero estoy seguro de que encontrará una solución

Y se marchó sin dar opción a la negativa del doctor.

—Adiós, David —se despidió la joven uniformada de enfermera, con mirada de enamorada, un instante después de que éste hubiera desaparecido de escena.


Dolorosamente recobraba el dominio de su ser, notaba su cuerpo entumecido, como si hubiera permanecido aletargado durante mucho tiempo. La primera sensación que tuvo fue la del suelo en contacto con su piel, entonces advirtió su completa desnudez. Estaba tirada y abandonada como un vulgar saco de patatas y no tenía las fuerzas suficientes para incorporarse, aquello resultaba más que humillante. Con el paso de lo que a Yolanda le parecieron horas, la agonía y debilidad cedieron paulatinamente a la pujanza de su voluntad. Apoyándose en sus debilitadas y temblorosas manos consiguió erguirse; estaba encerrada en una habitación minúscula. La visión de todo lo que la rodeaba le causaba náuseas. Esa insoportable sensación de opresión y asfixia la puso en jaque durante algunos minutos, pero, finalmente, recurriendo a ciertas técnicas de autocontrol, superó el trance.

El cuarto —o celda, según la opinión de Yolanda— estaba escasamente iluminado por unos focos halógenos situados en el techo; no había ninguna ventana y el único vínculo con el exterior eran unas diminutas ranuras de ventilación. Mareada, y avanzando a base de traspiés, deambulaba tanteando las paredes, acolchadas como en un psiquiátrico, buscando frenéticamente una salida. Se topó con una cama; la ignoró y siguió tanteando la pared. En una esquina se hallaba una ducha y junto a ella una taza de váter; prosiguió rastreando la pared. Encontró un resquicio que indicaba la posición de una puerta oculta, pero cualquier intento de forzarla era en vano, desde este lado no tenía apertura.

Derrotada, reposó sobre la cama, entonces se percató de la presencia de un espejo en el extremo opuesto de la habitación. "¡Ahhh!", gritó horrorizada Yolanda tras ver la imagen que reflejaba el espejo. Se echó hacia atrás, tapándose la boca en gesto de incredulidad, hasta golpearse la cabeza con la pared; tampoco aquella era su voz. Estaba aterrada, encogida sobre sí misma, exactamente igual que la mujer del espejo.

—¡¿Qué me habéis hecho?! —clamó, con su nueva y aguda voz, con toda sus fuerzas.

Cuando hubo superado el shock inicial, Yolanda, cautelosamente, se acercó al espejo, y con la cara pegada a su superficie, se puso a inspeccionar el desconocido rostro. Todos sus rasgos habían sido transfigurados, estaba irreconocible. Mientras pasaba sus dedos por el contorno de sus ojos cuasi rasgados, se iba familiarizando con su nuevo aspecto; tenía una pequeña y linda nariz, ligeramente levantada hacia arriba; sus morritos se apretaban en un mohín travieso, como de niña mala, lo cual, unido a su tentadora forma de corazón, los hacía del todo irresistibles; tanto sus pómulos como su mentón habían sido retocados con el propósito de dotar al conjunto de su rostro de una adorable y juvenil redondez. Y ahí acababan los cambios, puesto que el resto de su cuerpo estaba intacto, según pudo comprobar en el espejo. Tras un largo rato observando su nueva apariencia, Yolanda llegó a la conclusión de que, lejos de desagradarla su exótico aspecto, soberbia mezcla de rasgos orientales y occidentales, lo encontraba de una belleza hipnótica.

Yolanda puso fin a la contemplación de su rostro en cuanto cayó en la cuenta de lo que implicaba estar allí encerrada. Sabía que era presa de un experto manipulador de mentes, lo cual significaba que no podía confiar ni en sí misma. Arrastrada por una espiral de pensamientos paranoicos, se hundía lentamente en el abismo. Había leído muchos informes relativos a los experimentos con las chicas reeducadas ; conocía el inexorable proceso que la llevaría hasta el infame final, convertirse en una especie de juguete sexual. Sólo de pensarlo, un punzante escalofrío le recorrió la espina dorsal. Se apartó del espejo con lágrimas en los ojos y se acurrucó en el único lugar donde podía ocultar su fragilidad y desnudez: bajo las sábanas de la cama.

Tras un sinfín de sollozos, una extenuada Yolanda comenzó a percibir una extraña sensación. Al principio creyó que el malestar se debía al agotamiento provocado por su incesante llanto, pero el indescriptible mareo iba a más. Era como si su cabeza estuviese siendo bombardeada por algún tipo de señal electromagnética. Inútilmente se tapaba los oídos con ambas manos, pues el penetrante zumbido ya se había alojado dentro de su cabeza. Con los dientes apretados y el gesto contraído en una mueca de dolor, empezó a revolverse entre las sábanas; el zumbido era ya insoportable. Súbitamente la señal se interrumpió, y con ella el zumbido. Yolanda se incorporó creyendo que la tortura había acabado, sin embargo, el odioso zumbido volvió, y esta vez, acompañado por una voz.

"¡Ughh!", eso era lo más coherente que podía articular mientras se retorcía con convulsiones de dolor; al mismo tiempo, una voz en su interior repetía incesantemente: "Yumi... Yumi...".

Finalmente, su mente colapsó.

Yolanda se despertó violentamente empapada en un sudor frío, como si acabara de tener una pesadilla, pero al mirar a su alrededor comprendió que, en realidad, ya estaba inmersa en una. Seguía encerrada en la misma habitación, de eso no había duda, pero había ciertos detalles que no le cuadraban: se había despertado sobre el suelo y recordaba haber perdido el conocimiento encima de la cama, pero perfectamente podría haber llegado hasta allí rodando desde la cama; sin embargo, lo que no tenía explicación era el pequeño televisor que había al lado del espejo y, menos aún, el tanga fucsia que llevaba puesto. Todo aquello significaba, inequívocamente, que habían entrado en la habitación mientras ella permanecía inconsciente. La sobrevino un intenso sentimiento de vulnerabilidad. Apresuradamente se dirigió al espejo para comprobar que no la habían hecho nada. Con un breve vistazo comprobó que estaba intacta, pero apenas dio media vuelta, se detuvo visiblemente trastornada. Su parálisis no se debía a algo que hubiese visto, todo lo contrario, era por algo en lo que no había reparado. El motivo por el que estaba allí de pie, petrificada, era que al observar su rostro en el espejo no había notado nada raro, como si aquel hubiera sido su rostro de toda la vida; pero lo más alarmante no era eso, lo que la aterrorizaba realmente era que casi no recordaba su antigua apariencia. Volvió a mirarse en el espejo y éste le devolvió la imagen de una guapísima japonesa occidentalizada; la antigua Yolanda no volvería jamás.

El televisor captó su atención, se había encendido como por arte de magia. Sentada sobre sus rodillas, Yolanda se situó a dos palmos del televisor; entonces, un curioso título apareció en pantalla: "El despertar de Yumi"; una sensación gélida le revolvió las entrañas. Lo siguiente en aparecer fue una mujer desnuda encima de una cama; se trataba de una grabación que habían realizado mientras Yolanda estaba inconsciente. Mediante un zoom, la imagen mostró con detalle su rostro relajado, sin embargo, había algo que mantenía una leve actividad: los labios. Yolanda intentaba descifrar lo que estaban pronunciando aquellos labios, y, paradójicamente, la solución le fue revelada por su propia voz; por los altavoces del televisor se escuchaba: "Yumi... Me llamo Yumi... Soy Yumi".

Yolanda, que se llevó las manos a la boca atónita, no podía apartar la mirada a pesar del pavor que le infundían las imágenes: después de un largo rato repitiendo el mantra, Yumi comenzó a desperezarse, abrió los ojos y sonrió risueñamente. Al otro lado del televisor, Yolanda se negaba a creerlo: "No puedo ser yo, tiene que ser un montaje", trataba de convencerse sin éxito.

De repente, como si saliese de la nada, una jovencita apareció en pantalla, llevando consigo una bandeja con comida. La jovencita, que podría pasar por una adolescente crecidita, se presentó a sí misma como Cris. Yumi la miraba como embobada.

—¿Tienes hambre, cariño? —preguntó dulcemente Cris, a lo que Yumi respondió afirmando con la cabeza—. ¿Cómo te llamas, guapa? —dijo, mientras dejaba la bandeja sobre la cama.

—Me llamo Yumi —respondió con una voz exageradamente infantil y, en un abrir y cerrar de ojos, devoró la comida.

—Te he traído un regalito… Ven, vamos a probarte este tanguita —dijo cogiendo a Yumi de la mano.

La imagen cambió; esta vez el punto de vista se situaba por detrás del espejo. Dos cuerpos se repartían el encuadre: uno en todo su esplendor y el otro relegado a un segundo plano. Como Yumi parecía no saber, Cris tuvo que ayudarla con el tanga.

—¡Vaya!, si estás depiladita y todo… —comentó Cris fijándose en el pubis de Yumi.

La joven se entretenía colocando la prenda con un amor y una ternura rayano en lo indecente. La breve estimulación bastó para enderezar los pezones chocolate de Yumi que los miraba asombrada.

—Sí que te excitas fácilmente… —dijo Cris sonriendo con picardía—. Bueno, ¿te gusta el tanguita?, ¿no te sientes sexy? —le susurró suavemente al oído—. Me tengo que ir...; si te portas bien, la próxima vez que venga, traeré a mis amigas y podremos seguir divirtiéndonos

Ahora sólo quedaba Yumi en pantalla, con la vista extraviada en la contemplación de sí misma. "¿Sexy?", musitó apenas, dibujándose una extraña sonrisa en sus labios. Sus manos se posaron sobre el tanga: exploraba con sus traviesos dedos el tejido elástico que se pegaba a su vulva. Una mancha oscura se extendía por el tanga.

Vuelta al tiempo actual, Yolanda miraba inexpresivamente lo que sucedía en pantalla. Magnetizada por esos ojos oscuros, tan profundos y vacíos, se dejó poseer por su otra personalidad. Como una autómata, se regalaba placer al mismo ritmo que su doble en pantalla, de forma que lo que ocurría a uno y otro lado de la pantalla se fundía en una única realidad. En las paredes de la habitación comenzaron a resonar estas palabras: "Yumi es sexy... A Yumi le gusta sentirse sexy...".

—¿Has empezado la fiesta sin nosotras, Yumi?" —irrumpió Cris en el cuarto.

No había faltado a su promesa, la acompañaban dos chicas: una con el pelo teñido de caoba con mechas negras, y la otra rubia platino con mechas rosas. A pesar de la irrupción de las chicas, Yumi continuaba masturbándose mirando la televisión.

—¡Qué monada! —comentó la rubia a sus amigas—. Me llamo Lucy y ella es Vicky —se arrimó hasta Yumi para atraer su atención.

—Yo soy Yumi, ji,ji… Soy muy sexy, ji.ji.ji… —dijo alegremente, con la cara enrojecida, tras ponerse de pie.

—¡Te hemos traído más regalos! —anunció Cris, sacando de una gran bolsa un conjunto de lencería.

—Lo primero que vamos a hacer es dejarte bien limpita, Yumi —le comentó Vicky.

—Tienes el tanguita empapado. Dámelo, por favor —le pidió Cris amablemente, aunque no fuese más que un pretexto para saciar su fetichismo por los olores íntimos.

—Ven, con todo lo que has sudado, necesitas una buena ducha —propuso cariñosamente Lucy.

Resultaba muy cómica la manera en que Cris y Lucy tiraban de la mano a Yumi, quien las sacaba una cabeza, como si ésta fuera una chiquilla rebelde, para llevarla hasta la ducha. Como todavía se resistía a entrar, la empujaron sin miramientos bajo el chorro de agua caliente. Pronto se olvidó de cuantos temores pudiera tener. Al reconfortante chorro se unió un deleite aún mayor: el proporcionado por los agradables frotamientos que Cris y Lucy aplicaban, con sus manos jabonosas, sobre el cuerpo desnudo de Yumi.

—Frota un poco ahí abajo, pero sin pasarte; no queremos que se corra... todavía —sugirió con complicidad Cris a Lucy.

—¡Ja,ja,ja! ¿Entonces sólo la pongo a tono para después?...

Yumi acabó lo suficientemente acalorada al término de la ducha. Entre tanto, sus nuevas amigas seguían colmándola de cuidados.

—Tienes un pelo precioso —dijo Vicky, mientras repeinaba el brillante pelo negro de Yumi.

—Toma, pruébatelo —dijo Cris, entregando a Yumi el conjunto que antes le había enseñado.

La expectación entre las chicas era palpable, no veían el momento de admirar a supequeña luciendo el voluptuoso conjunto. La espera mereció la pena: una sucinta tira de lycra comprimía sus senos, apretujándolos, de tal manera que una buena porción de sus carnes turgentes sobresalían por la parte superior; hilvanado, a continuación del soporte de lycra, una tela transparente caía holgadamente cubriendo su torso, prolongándose hasta arribar en sus acentuadas caderas; detrás de la tela transparente se insinuaba un tanga mínimo. Por si esto fuera poco, Yumi estiraba hacia abajo el tejido vaporoso, lo cual, junto con su cándida expresión, la otorgaban la apariencia de una nínfula de latente sexualidad. Complacida por la atención que recibía, Yumi se animó a posar cual modelo de lencería, ofreciendo una panorámica de sus amplios glúteos.

—¿Estoy sexy, chicas? —preguntó Yumi con su particular timbre de voz.

—¿Acaso lo dudas...? Pero todavía te falta un último toque… Chicas... —dijo Cris, comunicándose por medio de la mirada con sus compañeras.

Sacaron un estuche de maquillaje enorme de la bolsa que habían traído. En torno al único espejo de la diminuta habitación se congregaron las cuatro mujeres. Frente al cristal, Yumi esperaba con ansias a ser maquillada.

—De esto se encarga Vicky, la experta en maquillaje —dijo, hablando de sí misma en tercera persona.

De espaldas al espejo, Vicky aplicaba minuciosamente toda la variedad de productos cosméticos que tenía a su disposición sobre la tez de Yumi. Varios minutos después, Vicky se apartó dando por concluida la sesión de maquillaje. Había optado por una base ligeramente pálida, que junto a lo sonrosado de sus mejillas, le hacían parecer una linda muñeca de porcelana; sus labios carnosos, recubiertos por un brillo de efecto mojado color rosa pálido, lucían más tentadores que nunca; pero si en algo había puesto particular esmero, eso eran sus ojos: un delineador oscuro repasaba el contorno de sus ojos acentuando su apariencia oriental, y, completando el look, una sombra de ojos de un rosa excesivo y unas preciosas pestañas rizadas enmarcaban su mirada. El pelo lo llevaba recogido en un moño alto decorado con un par de palillos cruzados, dejando algunos mechos sueltos sobre su frente en un efecto muy sexy.

—Déjame probar esos dulces labios —dijo una sobreexcitada Lucy, quien no podía permanecer impasible ante semejante profusión de erotismo.

Sus labios se fundieron en un jugoso beso de tornillo. Aunque para Yumi todo aquello era nuevo, su cuerpo reaccionaba instintivamente ante las ardientes caricias de su asaltante, quien la empujó hasta la cama. Aún sin comprender bien lo que la sucedía, Yumi reía en una mezcla confusa de placer y diversión; Lucy estaba lamiéndola amorosamente los dedos de la mano, al mismo tiempo que apretaba con fuerza sus carnosos y mullidos muslos. Dirigió su atención un momento hacia las otras dos chicas, Cris y Vicky, cuyos cuerpos, enlazados el uno sobre el otro, se revolvían gozosos. Mientras Lucy seguía cultivando besos sobre su cuello, Yumi no perdía detalle de lo que hacían las otras dos: cuando Cris descartó la última prenda de Vicky, un tanga rojo de encaje con lunares blancos, introdujo su cabeza entre los muslos de ésta; un rato después, emergió de entre las piernas el rostro encendido de la jovencita, que pasaba repetidamente la lengua sobre sus labios, intentado relamer cada pizca de la sustancia viscosa que manchaba su bonita cara. Parecía tan feliz a los ojos de Yumi que la invadió el vivo deseo de imitarla. Ni corta ni perezosa bajó hasta la ingle de Lucy, quien la ayudó a deshacerse rápidamente de los pocos estorbos que se interponían entre ella y su objetivo. Allí tenía la rajita, inflamada de excitación, cuya sola visión la revolucionó. No había imaginado que fuese tan maravilloso…, ver cómo Lucy se estremecía y retorcía con tan sólo una caricia de su lengua era una sensación indescriptible. Inconscientemente Yumi deslizó un par de dedos dentro de su propia vulva. Entonces, Lucy se arqueó pronunciadamente y dejó escapar un gemido sordo para, instantes después, agitarse en violentas contorsiones. Yumi sintió estallar el orgasmo sobre su rostro y contempló el éxtasis de su amiga, cuyos párpados se estremecían de placer. Ambas sonrieron al encontrarse sus miradas.

Yumi seguía jugando lascivamente con sus dedos, estaba en su propio mundo. Sintió como unas manos amigas liberaban de su confinamiento a sus pechos. Sin prendas de por medio, Lucy se lanzó a devorar sus tetas; como una posesa chupaba y rechupaba las magníficas mamas, a la vez que estrujaba sus pezones erectos. Oleadas de calor se propagaban por su cuerpo. El tacto de su piel sudorosa contra la de Lucy, las íntimas caricias de sus dedos, pero sobre todo, los dolorosos mordiscos en sus pezones, conducían irremediablemente a Yumi al súmmum del placer. Los fuertes jadeos dieron paso a una respiración entrecortada y acelerada; a partir de ese momento, toda percepción sensorial se extinguió, el cuerpo de Yumi se estremecía al unísono.


Con un despertar infinitamente más plácido que el anterior, Yolanda recobraba el dominio de su ser. Permaneció abatida en la cama, incapaz de asimilar lo ocurrido. A diferencia de la última ocasión, Yolanda era capaz de recordar todo lo que había hecho siendo Yumi. Temblaba aterrorizada, ya no sólo por el recuerdo de lo que había hecho, sino por lo que podría llegar a hacer. Se sabía una marioneta a manos de un cruel titiritero. Ya no era más la dueña de su ser, al menos no la única, subrepticiamente le estaban arrebatado su identidad, sustituyéndola por la de esa muñequita dócil llamada Yumi. Sentía cómo sus recuerdos y vivencias se diluían poco a poco en una extraña nebulosa, y cómo una sutil influencia se apoderaba de su mente. Pronto no quedaría ningún rastro de Yolanda en su memoria, y entonces Yumi tomaría por completo el control de su mente. Sin tiempo para profundizar en los fatales pensamientos, unas voces conocidas reclamaron su atención:

—Yumi, venga, levántate… Acércate al televisor —dijo la voz de Cris, amplificada por unos altavoces.

Yolanda se sintió impelida a obedecer, pero, empleando la poca fuerza de voluntad que la quedaba, desobedeció la orden.

—Sé buena chica. Acércate… ¿No querrás obligarnos a utilizar el aparato que se mete en tu cabecita? —amenazó la voz de Vicky.

Tras unos segundos de duda, Yolanda claudicó ante la visión de verse torturada por el infernal zumbido. Vicky, Lucy y Cris estaban en pantalla, enfundadas en mínimos conjuntos de lencería y en actitud retozona. La escenificación era digna de un espectáculo erótico, lo bastante explícita para incitar, pero sin llegar a la vulgaridad de lo pornográfico: las chicas estaban tendidas cuan largas eran sobre una gran superficie de aspecto esponjoso, repleta de plumas blancas, con las cuales se entretenían acariciándose mutuamente.

—Yumi, ¿quieres venir a divertirte con nosotras? —sugirió con travesura Cris.

—Puedes abandonar esa habitación y estar con nosotras si haces sólo una cosa. Escucha; en la bolsa que hemos dejado junto al espejo encontrarás todo lo necesario para ponerte guapa... Cuando te hayas arreglado ¡serás libre! —dijo Vicky.

—Te estaremos esperando… —dijo Lucy.

El plano en pantalla cambió: el televisor mostraba una panorámica de la habitación, inundada por una luminosidad cegadora, donde incontables plumas flotaban por doquier. Aunque las chicas estaban fuera de encuadre, el rumor de sus risas se percibía lejanamente, como si se tratara del distante eco de revoltosas ninfas.

No tenía más opción que seguirles el juego, al menos hasta que tuviese la oportunidad de escapar. O eso creía ella. Echó a andar en dirección a la bolsa, en cuyo interior se encontraba la única vía de escape del cuartucho donde la mantenían recluida. A mitad de camino, sus piernas flaquearon, se habían topado con una pila de ropa interior. Tangas, sujetadores, medias de colores, y por encima de todos ellos, el camisón con que se había vestido antes; irremediablemente se le vinieron a la cabeza las imágenes de la pequeña orgía que había protagonizado junto con las chicas. Por mucho que la disgustara, no podía evitar experimentar cierto hormigueo reviviendo aquello. Arrastraba los pies por el suelo, del que no levantaba la mirada por el miedo que la atenazaba a recordar más. Ni mucho menos las visiones habían cesado, al revés, ya no podía dar un paso sin que nuevas instantáneas de la orgía cruzaran su mente.

Para cuando Yolanda alcanzó la bolsa, ya había perdido todo sentido de la realidad. Sus manos bucearon por el interior de la bolsa hasta que atinaron con una prenda de tacto sedoso. Dejó resbalar la prenda de satén sobre su cuerpo maquinalmente. Se había enfundado un kimono cortísimo que llevaba bien ceñido a la cintura por un lazo; el relieve de sus senos, dos blancas medias lunas, dominaba el profundo escote, que exponía incluso el nacimiento de sus areolas morenas. Rescató del interior de la bolsa la pieza que le faltaba: una braguita de encaje a juego con el kimono.

Finalizado el vestuario, se puso a trabajar en su melena. Gobernadas por una fuerza invisible, sus manos recogían primero un mechón aquí, luego colocaban un rulo allá; y así, entre sprays fijadores y peines, remató el elaborado peinado: dos lindos moños adornados por sendas cintas rojas recogían parcialmente su espesa cabellera negra, dejando sueltos unos tirabuzones que le caían grácilmente a ambos lados de la cara.

No bien había acabado con su pelo y ya estaba maquillándose. Tras pintar sus labios de un rojo carmesí, a juego con las uñas, e iluminar sus mejillas gracias a las partículas brillantes del colorete, centró sus esfuerzos en los ojos. Aplicó una sombra de ojos púrpura sobre los párpados que difuminaba con una destreza propia de una maquilladora profesional; era como si sus miembros actuasen por cuenta propia, sin que su cerebro registrara sus movimientos. El dramático maquillaje le sentaba muy bien, en especial las pestañas postizas, las cuales daban gran profundidad a su mirada.

Plantada delante del espejo, contemplaba fascinada su reflejo. Atraída por lo insondable de aquellos ojos negros, sucumbió a su hechizo. Apenas se hubo esbozado una sonrisa de complacencia en el rostro de Yolanda, ésta despertó del trance. Se había sorprendido a sí misma pellizcándose el pezón izquierdo.

"¡Excitada por mi propia apariencia! ¿Qué me está pasando? ¡Pero si parezco salida de la imaginación de algún adolescente con predilección por las asiáticas! Y qué hubiera pasado si no hubiera vuelto en mí a tiempo", pensaba Yolanda.

Otra vez esa voz. Le decía que mirara al espejo; que mirase su preciosa cara y sus lindos ojos. Despacio, levantaba la mirada: ascendiendo por sus esbeltas piernas, recorriendo el exquisito kimono, memorizando cada palmo de su cuello… hasta llegar a su cara. Sí, la voz tenía razón. ¿Cómo podía no haber caído en la cuenta hasta ahora? Su rostro irradiaba sensualidad, y cuanto más lo contemplaba, más suyo lo sentía.

Sin embargo, sentía como si le faltara algo. No sabía porqué, pero lo sabía: dentro de la bolsa estaba lo que necesitaba. Hurgó por última vez allí dentro y, rápidamente, sus manos emergieron sosteniendo varias piezas de bisutería. Observándose en el espejo, se ajustaba con delicadeza unos pendientes alargados en forma de triángulo. El broche final consistía en una gargantilla gruesa de piel con incrustaciones de diamantes. Una vez abrochada, pudo leer la inscripción de cuatro letras: "Yumi". ¿Qué extraño? ¿No era ella Yolanda? ¿O no lo era?, se preguntaba confundida. Tratando de recordar sólo le venían a la memoria tórridas imágenes de ella con las chicas, que se sucedían como flashes de luz a una velocidad vertiginosa. Se le nubló la vista y cuando la recuperó se encontró con la imagen de una bella asiática jugueteando con una gargantilla.

—Yumi está lista, Yumi está sexy —dijo mordiéndose la uña del dedo meñique, mientras una lágrima furtiva resbalaba por su mejilla.

Un débil hilo de luz avisó que la puerta de salida estaba abierta, ya era libre. Por fin.