Madre...sólo hay una
Y como Alicia, algunas personas agradecen a Dios por ello.
Alicia aderezó su filete con un poco de salsa. Tomó los cubiertos y justo cuando se disponía a cortar el primer trozo de su carne, alguien tocó a su puerta. Sumamente irritada, se levantó de la silla y caminó hacia la entrada. Si había algo que la molestara era precisamente que la interrumpieran a la hora de la comida, algo que, como si se tratara de una maldición, sucedía al menos tres veces a la semana. Respiró profundamente y agitó varias veces los brazos, tratando inútilmente de calmarse. Pensando que como de costumbre su plato se enfriaría, abrió la puerta nada más para que su enojo aumentara al descubrir quien estaba del otro lado.
¿Qué diablos haces aquí, maldita perra? - Preguntó, claramente furiosa.
A mí también me da mucho gusto verte, pero no seas maleducada y déjame pasar. - Respondió de lo más tranquila la inesperada visitante para inmediatamente después y sin permiso de la dueña, entrar a la casa, causando que la molestia de ésta se incrementara aún más.
Se trataba de Sara, madre de Alicia, quien después de cuatro años de recorrer el mundo regresaba a su país. La relación entre ellas nunca se pudo catalogar como buena, pero al menos se toleraban. A partir del suceso que motivó a la señora a tomar ese largo viaje, ni siquiera eso se les podía pedir. Cualquier rastro de respeto o muestra de afecto se perdió aquella noche, aquella última vez que se dirigieron la palabra. En esa ocasión, ambas acordaron no volver a verse. Durante cuatro años lo cumplieron. Ninguna hizo el más mínimo intento por saber de la otra, pero ya era tiempo de que Sara, siendo fiel a la tradición, rompiera con esa promesa y se presentara en la casa de su hija.
Te hice una pregunta. ¿Qué rayos haces aquí? Contéstame. - Gritaba Alicia, al mismo tiempo que perseguía a su madre.
Soy tu madre, no tiene que haber una razón para que venga a ver como te encuentras. - Le dijo ella.
¿Crees que soy tonta? Tú nunca vendrías si no tuvieras un motivo. Dime qué es lo que quieres o te sacó yo misma de mi casa, porque está es mi casa, esto no me lo quitaste. Empieza a hablar de una buena vez. - Ordenó Alicia, con un tono de voz que ya no delataba rabia sino tristeza y decepción.
Está bien. Si rompí el acuerdo que teníamos, esa tontería de no volver a vernos, es porque quiero pedirte perdón. Por eso estoy aquí. Tengo muchas cosas que decirte, pero antes me gustaría una cosa. ¿Puedo...quisiera...comer contigo como cuando eras una niña. - Exclamó con dificultad la conmovida mujer, haciendo un gran esfuerzo por no llorar.
Alicia quedó más que sorprendida con las palabras de su progenitora. Ella la conocía a la perfección y sabía lo mucho que le costaba pedir disculpas. Cuando la vio afuera de su casa sintió ganas de darle un tiro, pero esa sensación se transformó en ternura al observar a su madre doblegar su orgullo. Sin decir nada, colocó otro lugar en la mesa y la invitó a tomar asiento. Sara le dio las gracias y comenzaron a comer, sin hablar y sin mirarse, sólo comer. Con cada bocado y por estar juntas después de tanto tiempo, llegaron los recuerdos. Amargas memorias para una y satisfactorias imágenes para la otra. Ambas recordaban, pero sus pensamientos eran distintos.
Con una amplia sonrisa en el rostro, Sara se acordó de aquella noche de invierno en que le arrebató a su hija algo más que un hombre. Ella estaba enterada de que Alicia tendría una importante junta en su trabajo y, por lo tanto, llegaría tarde a casa. Con esa idea en la mente, tocó a la misma puerta y de la misma inesperada manera que hacía unos minutos, con la única diferencia de que la persona que le abrió no fue su retoño sino el entonces marido de ésta, Adrián, quien después de saludarla amablemente la invitó a pasar.
Si busca a Alicia, ella no está en casa. Me comentó en la mañana que llegaría pasadas las once. - Le notificó su atractivo yerno.
Ya se que mi hija no se encuentra. - Dijo con cinismo la mujer, mientras se deshacía del abrigo que llevaba puesto y se sentaba en el sofá.
Si ya lo sabe, ¿a qué ha venido? - La cuestionó el nervioso joven, temiendo por la respuesta.
He venido para verte a ti y...a él. - Contestó con voz sugestiva Sara, mirando fijamente la entrepierna de Adrián al momento de hablar.
Tal y como lo sospechaba, su suegra estaba ahí por él. Esa no era la primera vez que ella se le insinuaba, pero sí la primera en que lo hacía estando a solas. Siempre que coincidían, la señora no perdía oportunidad para demostrarle su cariño, uno más allá del que se siente por el esposo de una hija, pero esa vez era diferente. Esa vez no había alguien más que les impidiera ir más allá. Porque sí, ella no era la única interesada. Esos coqueteos, a él no le resultaban del todo indiferentes. Por esa razón su nerviosismo, por eso su temor.
Antes de casarse con Alicia se le conocía por su fama de mujeriego, pero frente al altar se prometió a sí mismo que no existiría para él, otra mujer que su esposa. Hasta entonces, hasta esa noche y gracias a un enorme esfuerzo, no había faltado a su juramento, pero tener enfrente la tentación era demasiado. Su consciencia le aconsejaba pedirle a esa bella mujer salir de su casa, pero lo oculto bajo sus pantalones le exigía algo muy diferente. De tan sólo sentir esa penetrante mirada sobre él, su miembro comenzó a despertar y sus vaqueros pronto parecieron una casa de campaña. Por más que intentara negar lo que deseaba, sus instintos lo traicionaban y Sara aprovechó ese detalle para atacar.
- Veo que tú también esperabas éste momento - aseguró la incitante mujer, poniéndose de pie -, tanto o más que yo. Eso facilita las cosas
- caminó lentamente hacia él, despojándose de sus prendas a cada paso que daba -, ya no será necesario perder el tiempo en tonterías. Al igual que yo, tú también quieres ir directo al grano. Y si no es así, estoy segura que él sí. - Afirmó, apretando el enorme bulto bajo la ropa del muchacho.
Adrián se quedó paralizado al sentir como una chispa, provocada por las caricias de su suegra, viajaba por su cuerpo y derribaba todos los obstáculos que aún quedaban en su mente. Y es que a pesar de ya no ser una niña, Sara seguía siendo una mujer muy atractiva y sensual, tal vez más que su propia hija. Poseía un cuerpo de atributos bien definidos que además, contaba con ese toque extra de madurez que a él tanto le gustaba. El turbado joven la tomó por la cintura y la apartó un poco para poder admirar su desnudez. La recorrió de arriba abajo, disfrutando sobre todo de aquellos senos con los que tantas veces había soñado. La apretó contra su pecho y le restregó la dureza de su verga, esa que muy pronto la haría suya. La miró a los ojos y, abandonado por completo a sus pasiones e ignorando el amor que por su esposa sentía, la besó.
Al contacto de los labios de su yerno sobre los suyos, Sara se estremeció y sintió como su sexo se humedecía. No es que el hombre besara muy bien, lo que realmente la excitaba era el hecho de que se tratara del esposo de su hija. Saberse tan atractiva como para seducir al marido de una jovencita, más siendo él tan atractivo y teniendo ella la edad que tenía, era la mejor estimulación que para ella podía existir.
De forma desesperada, la enloquecida mujer le arrancó la camisa a Adrián y lo llevó hasta el sofá. Lo tiró sobre el mueble y empezó a lamer su firme y peludo pecho, descendiendo poco a poco hacia su estómago. Luego de un rato de jugar con su ombligo y habiéndose librado del cinturón, bajó los pantalones y los calzones que la separaban de ese monumento a la masculinidad que tanto había deseado. Desde aquella vez que viajó con el matrimonio a la playa y vio al esposo de su niña en traje de baño, soñó con tener frente a su rostro aquello que tan bien lucía bajo la tela. Ese momento había llegado. En cuanto jaló del elástico de la ropa interior, el erecto pene de su yerno rebotó contra el vientre de éste y quedó a unos cuantos centímetros de su cara, a su entera y enorme disposición.
Embobada y sin hacer más nada, Sara permaneció mirando aquel pedazo de carne por unos segundos. Era hermoso, mucho más de lo que había imaginado. Grueso, ligeramente curveado hacia la derecha y con una cabeza rojiza y regordeta, ligeramente cubierta por el prepucio. Lo rodeó con una mano y con la otra lo descubrió. Recogió con su lengua las blanquecinas gotas que de éste ya brotaban y las saboreó como si de miel se tratara.
- Te voy a hacer gozar como nunca, mucho más que mi hija. - Prometió Sara, mirándolo de una forma que por poco lo hace terminar.
Dispuesta a cumplirlo, la lujuriosa mujer se metió en la boca aquel babeante falo e inició un frenético sube y baja que de inmediato, provocó los primeros gemidos en el complacido Adrián. Alicia siempre mostró algo de pudor a la hora del sexo oral, por lo que el joven estaba disfrutando como un niño de la boca de su suegra, que resultó ser toda una experta en la materia. Sus labios y lengua se movían de tal manera, que un placer nunca antes experimentado invadió al muchacho. Su boca no podía mantenerse cerrada, era una fuente interminable de eróticos sonidos. A pesar de no haber transcurrido ni siquiera cinco minutos, sus testículos se alistaban para descargar.
Sara se dio cuenta de que su yerno estaba a punto de eyacular, así que detuvo lo que hacía y se preparó para la penetración. Todo lo que ocurría era tan excitante para ella, que su concha estaba lo suficientemente mojada para hacerlo. Deteniendo su peso contra el respaldo, se dejó caer sobre la hinchada polla de Adrián y se la enterró hasta el fondo. Bastaron unos cuantos movimientos para que él se vaciara dentro de ella, en un orgasmo tan prolongado e intenso que lo dejó exhausto y le dio la razón a las palabras que ella antes le dijera.
Él pensó que ahí se acababa la noche, pero no conocía a su suegra. Después de que su vagina fuera inundada con espesos chorros de semen, Sara siguió saltando sobre el cada vez más flácido miembro del satisfecho joven. Él intentó convencerla de que era inútil, que necesitaba tiempo para recuperarse, pero ella no le hizo caso. Continuó moviéndose con tal maestría, que contra todo pronóstico volvió a ponérsela dura.
Gratamente sorprendido por el suceso, Adrián tomó a su suegra por la cintura y comenzó a follarla violentamente, justo como ella lo quería. Mientras la embestía con su potente virilidad, su boca se apoderaba de su cuello o de sus pechos. Ella por su parte, estrujaba entre sus dedos su clítoris para alcanzar un nivel mayor de gozo. En esos momentos, ya no fueron más suegra y yerno. Desde el instante en que sus sexos se unieron, fueron simplemente un hombre y una mujer ansiosos de satisfacer sus deseos carnales.
Entregados enteramente a ese propósito, prosiguieron cada uno con su tarea. Gracias a que él ya se había venido una vez, su aguante fue mucho mayor y ella experimentó múltiples orgasmos, los cuales incrementaron las placenteras sensaciones de ambos. Por un largo tiempo, él continuó atravesándola con su palpitante verga y ella siguió masajeando ésta como nadie más podía hacerlo, pero todo tiene un final. Ese cosquilleo característico del clímax, apareció nuevamente en el cuerpo de Adrián. Subiendo poco a poco desde sus testículos, llegó a la punta de su mástil y éste, tras una última y profunda estocada, estalló escandalosamente.
Es ahí donde los recuerdos de Alicia se hacen uno con los de su madre. Con la intención de llegar a casa sin que su marido lo supiera, la ilusionada chica abandonó la oficina antes de que la reunión con los proveedores se terminara. Quería sorprenderlo, pero al abrir la puerta la sorprendida fue ella. Como si estuviera en una escena de un mal programa de televisión, encontró a su esposo derramando su semen en el interior de otra mujer. Como si eso no fuera suficiente, esa mujer era quien le dio la vida, la misma que se supone debería desearle solamente felicidad.
Revivir ese doloroso instante en su mente, la imagen del hombre que amaba penetrando a la autora de sus días y eyaculando dentro de ella en medio de fuertes alaridos, llenó, de la misma forma que el alimento llenaba su estómago, su corazón de rabia, de esa que había sido reemplazada por ternura al escucharla pedirle perdón. Se preguntó qué estaría pensando al permitirle a la mujer que destruyó su vida sentarse a su mesa. Tomó los trastes sucios y, después de depositarlos en el lavabo y con una ola de sentimientos luchando dentro de su cuerpo, decidió ponerle fin al reencuentro familiar.
Muy bien. Ya comiste. Ahora, si no tienes nada más que decir, por favor vete. - Le pidió de la manera más educada que le fue posible.
Pero...hija. ¿Por qué me corres de tu casa? Creí que habías aceptado mis disculpas. - Dijo indignada Sara.
Por un momento lo hice. Por un momento, por ese amor que supongo un hijo nunca deja de tener hacia su madre quise olvidar todo, quise dejar lo sucedido atrás y recuperar nuestra relación, pero no puedo. Mientras comíamos, recordé aquella noche en que te encontré con Adrián y me invadieron unas ganas enormes de matarte. Creo que aunque así lo quisiera, las cosas no volverán a ser como antes, nunca más. No quiero que el odio se apodere de mí cada vez que te vea. Me has hecho mucho daño y no se si pueda contener mi sed de venganza. No quiero terminar en la cárcel, no por alguien que no vale la pena y de quien no tengo al menos un buen recuerdo. Quise darte...darnos una segunda oportunidad, porque después de todo eres mi madre, pero no tiene caso. Por favor vete. - Insistió Alicia.
Está bien. Me iré, pero no sin antes pedirte una última cosa. - Advirtió la triste mujer.
Con tal de que te vayas y no vuelvas, soy capaz de hacer lo que me pidas. ¿Qué quieres? - Preguntó su hija.
Que me permitas entrar a tu baño. - Exclamó entre risas la despreocupada madre.
Alicia suspiró, tal vez de alivio o por la decepción de confirmar que en realidad, a Sara nunca le importó que hubiera una reconciliación. Le indicó donde se encontraba el sanitario y comenzó a lavar los platos. Minutos más tarde, escuchó el sonido de la puerta. Su madre finalmente se había marchado, sin siquiera despedirse de ella. Ya ni lamentarse por ello era bueno. Continuó fregando la loza y después se dio una ducha. Esa noche, se realizaría la cena para recaudar fondos para los niños de la calle, evento del cual era miembro del comité organizador.
Se tomó su tiempo para asearse y, una vez que quedó satisfecha del agua y el jabón, subió a su recámara para vestirse. Se puso un sencillo pero elegante vestido negro y acomodó su cabello en un chongo. Abrió el cajón superior de su cómoda y sacó la caja donde guardaba sus joyas. Tenía pensado usar sus aretes de perla, pero estos no estaban en donde siempre Tampoco se encontraban el resto de sus alhajas. En su lugar, había un trozo de papel doblado. Alicia lo tomó y en éste estaba escrito un mensaje, el cual leyó suponiendo era de Sara.
"Querida hija:
En verdad me arrepiento de haber sido la causa del fracaso de tu matrimonio. Créeme que mi intención nunca fue hacerte daño. Si hubiera sido ese mi motivo, habría aceptado vivir con Adrián, pero como sabes no fue así. Te juro que me siento tan mal, que ni tus joyas podrían calmar mi pena, pero de cualquier manera me las llevo. Me excedí un poco estos cuatro años y necesito una base para empezar de nuevo. Espero que tu vida mejore. Ya verás que algún día, a pesar de no tener mi belleza, encontrarás a otro hombre. Cuando eso pase, por favor invítame a tu boda.
Me despido, no sin antes enviarte todo mi amor y desearte la mejor de las suertes.
Te quiere, tu madre".
Alicia no supo ni como reaccionar ante esas palabras. Una parte de ella le aconsejó que lo mejor sería denunciarla a la policía, otra le dijo que se pusiera a llorar y una más le recomendó que olvidara todo, que dejara rencores y venganzas atrás y siguiera con su vida. Al final, decidió hacer esto último. Estaba segura que después de ese día Sara jamás regresaría, pero si se equivocaba, ya entonces pensaría en otra solución. Tal vez no contaba con joyas que adornaran su cuerpo y su vestido esa noche, pero eso no le arruinaría la velada. Se miró al espejo y se sonrió. Salió de su casa y subió a su automóvil. Arrancó con dirección al salón donde sería la fiesta. En el camino pasó por una iglesia. Al mismo tiempo que se persignaba, le agradeció a Dios porque madre...sólo hay una.