Madres sacrificadas: Magui
En este capítulo de esta serie de antología, Magdalena conoce a sus suegros.
Magui conoce a sus suegros
— Tranquila, seguro que le vas a caer bien a mis viejos —le dijo Mateo, acariciando su barbilla, sin desviar la vista de la carretera—. Además ¿A quién podrías caerle mal? —agregó después.
Magui conocía a muchas personas a las que les caía mal. Aunque, siendo franca, sabía que en general eso se debía a la envidia y los celos que causaba la sensualidad natural de su cuerpo. Muchas parejas habían entrado en crisis sin que ella siquiera hubiera movido un dedo. Se había ganado la enemistad de vecinas, y el abandono de amigas, solo porque sus parejas no sabían diferenciar entre un trato cordial y una invitación sexual. Pero más allá de eso, Magui se daba cuenta de que ese intento de Mateo por tranquilizarla, no era más que palabras que se decía así mismo, pues él estaba más nervioso que ella.
No lo culpaba por eso. En el tiempo que llevaba de conocerlo, sabía que su madre, la doctora Graciela Arata, y su padre, el Licenciado Roberto Menéndez, ejercían una gran influencia en su novio. Sobre todo su padre, quien era una eminencia en la consultoría financiera. En las distintas charlas que tuvo con Mateo, había podido armarse un rompecabezas de ese hombre de cincuenta y cinco años. Era sumamente estricto. Valoraba, sobre todo, el intelecto y el nivel cultural de las personas. Había obtenido todo lo que le pertenecía con esfuerzo, y no respetaba a la gente que no sabía valerse por sí mismo. Y su hijo no estaba exento de esa rigurosidad. Magui tenía la teoría de que Mateo se había ido a vivir a San Luis, debido a que necesitaba un respiro de su padre. Una vez que logró recibirse de economista, había conseguido un trabajo como asesor de unas personas que querían abrir una cadena de hoteles esa zona, pero antes necesitaban saber si la inversión valdría la pena. Finalmente, el negocio no se había materializado, pues los números no cerraban por ningún lado. Pero el joven economista había estado largos meses investigando, haciendo cuentas, y cuando se quiso acordar, ya se sentía a gusto en Merlo, una pequeña ciudad turística en donde vivían un montón de bonaerenses rezagados como él. El licenciado Menéndez no había estado muy conforme con la independencia de su hijo. Según creyó entender Magui, el suegro admiraba la valentía de su niño, pero consideraba que hubiese aprendido mucho más rápido bajo sus alas. En fin, que cuando Mateo se convirtió en el profesor más joven de la Universidad de San Luis, su padre quedó conforme.
Ahora viajaban en auto para que ella conociera a sus suegros por primera vez. Podrían haber viajado en avión, pero como pensaban quedarse en Buenos Aires unas cuantas semanas, prefirieron llevarse el Volvo XC90. Un auto hermoso, de alta gama, pero con un diseño discreto. Magui no solo se sentía a gusto adentro de ese vehículo, sino que también se sentía a salvo. Como si esos asientos de cuero, ese interior amplio, y toda la tecnología destinada a resguardar la seguridad de sus pasajeros, la protegieran del mundo exterior, que muchas veces había sido hostil con ella.
El viaje duró casi seis horas, pero con los asientos confortables y el aire acondicionado, apenas se sintieron. Mateo deslizó las manos sobre la pierna desnuda de ella.
— Ahora no, Mate —lo reprendió, dándole un chirlo a la mano que ya se estaba aventurando debajo del vestido.
Conocía a su novio. Le gustaba ese rasgo apasionado de su pareja, pero no quería tener sexo con él, cuando faltaba menos de una hora para llegar a su destino.
Mateo se rindió, probablemente debido a que esperaba que por la noche le dieran una recompensa.
En ese momento Magui se preguntó si había sido una buena elección ponerse ese vestido color crema. No es que fuera particularmente provocativo. Se trataba de una prenda con un escote no muy pronunciado. Pero era algo corto, y dejaba al descubierto sus bellas piernas, que tenían un precioso color cobrizo, al igual que todo su cuerpo, debido a que hacía poco se había bronceado en el patio de su propia casa. Sabía que sus suegros eran estrictos, pero no estaba segura de qué tan chapados a la antigua estaban. Quizás preferían a alguien más recatada. En todo caso, ya era tarde para pensar en eso.
Se dio cuenta, mientras transitaban los últimos kilómetros de esa carretera que cada vez se tornaba más transitada, bajo el hermoso sol de febrero, de que Mateo se encontraba más silencioso y ensimismado que de costumbre. Por lo visto, al igual que ella, su novio también estaba haciendo sus propias cavilaciones.
— Ahora nos metemos por acá, y en quince minutos llegamos —comentó él, con una sonrisa en los labios, cuando por fin salían de la autopista.
Hacía bastante tiempo que no viajaba a Buenos Aires. Se había marchado porque había parte de su pasado que prefería dejar atrás. Y ahora que regresaba, se sentía un tanto incómoda. Aunque por suerte, el barrio al que se dirigían estaba bastante alejado de las ciudades que la vieron nacer, crecer, y convertirse en una hermosa mujer. Por su parte, durante el año en que fueron pareja, Mateo había ido sólo dos veces —sin ella—, por lo que ese encuentro resultaba muy especial.
Cuando llegaron al barrio privado donde vivían sus suegros, los hombres de seguridad les pidieron los documentos, para luego abrir la barrera y permitirles el paso. Magui había crecido en un barrio humilde, y nunca había estado en un lugar como ese. Debía reconocer que tenía ciertos prejuicios con esa clase de gente. Eran personas que se negaban a compartir la realidad que existía en el país, y se autorrecluían en esas fortalezas de lujo. Tendían a relacionarse únicamente con sus vecinos, o, en todo caso, con personas de su mismo nivel socioeconómico, y solían mirar por encima del hombro a chicas como ella. Pero en ese momento se dijo que era hora de dejar esos prejuicios de lado. Podía ser que en general fueran así, pero ahora iba a conocer a dos personas en particular, que no tenían por qué serlo. Además, si habían criado a Mateo, quien había resultado el más dulce y cariñoso de los seres, no podían ser malas personas.
Las casas que veía, mientras Mateo conducía a la velocidad mínima, eran no solo enormes, sino preciosas. Detrás de un extenso campo con el pasto perfectamente cortado, se alzaban esas propiedades ostentosas, que si bien no llegaban a ser mansiones, estaban muy cerca de serlo. Para colmo, la casa de sus suegros era la más grande de las que había alcanzado a ver. Esta sí entraba dentro de la categoría de mansión, según especuló Magui. Trató de no sentirse menos, aunque le fue difícil lograrlo. Su autoestima no era su punto más fuerte, y si le quedaba algo de ella, sólo era por su belleza, que la hacía brillar en cualquier lado que fuera. Pero en lo que respectaba a la cuestión económica, a lo académico, o incluso, a lo cultural, tendía a sentirse por debajo de la media.
Una pareja de personas mayores, pero que aún estaban muy lejos de convertirse en ancianos, esperaban afuera de la casa, delante de la enorme puerta doble de madera. Reconoció a sus suegros, pues los había visto en fotos. La doctora Graciela Arata tenía el pelo relativamente corto, con rulos. No parecía tener miedo a su vejez, pues lucía sus canas sin ningún problema. Usaba unos anteojos de montura cuadriculada, que la hacían parecer una intelectual. Era psicóloga, por lo que Magui se preguntaba si sería capaz de leer a través de sus expresiones y sus palabras. Había cosas que se guardaba para ella sola, incluso ocultándoselas a Mateo —aunque eso sólo era por el momento—, por lo que la idea la inquietaba. A su lado, un hombre enorme, con barriga prominente le sonreía. Mateo era alto, pero delgado. Medía un metro noventa. Sin embargo, su padre le sacaba media cabeza, y además, al ser gordo y ancho, daba la impresión de ser muchísimo más grande que su hijo, lo que era decir demasiado.
Se bajaron del auto, y fueron al encuentro de sus suegros.
— Hola, querida —saludó Graciela. Luego la estrechó en un cálido abrazo. A Magui la inundó un sentimiento de alegría cuando creyó percibir que ese abrazo iba acompañado de un sincero afecto. Había padres que se ponían felices sólo por saber que sus hijos habían encontrado el amor verdadero. Quizás Graciela era de esas mujeres, pensó.
Sin embargo, hubo algo que la inquietó. Mientras estaba abrazada a su suegra, Roberto había quedado a un costado, saludando a su hijo. Ellos también se fundieron en un fraternal abrazo. Magui había levantado la mirada, por encima del hombro de Graciela. Vio a los dos hombres. Su novio le daba la espalda. Su suegro, en cambio, le devolvía la mirada. Pero no era una mirada curiosa como la de ella. Era una mirada que había recibido de los hombres desde que su cuerpo comenzó a madurar. Una mirada inconfundible.
No obstante, se sacó esa idea de la cabeza. Seguramente estaba equivocada.
— Por fin te conocemos querida —comentó Graciela, cuando se separaron.
— Lo mismo digo señora —respondió ella.
— Ah no, no, no, ya empezamos mal —dijo Graciela, con visible cara de enojo. Magui se sintió confundida y algo asustada. Pero enseguida la expresión de su suegra se convirtió en una sonrisa divertida—. Es una broma, nena. Pero no hace falta que me digas señora. Ni mucho menos que me trates de usted. Para vos soy Graciela.
— Ah, claro, no se preocupe… digo, no te preocupes. Es que a veces me cuesta entrar en confianza —dijo Magui.
Se sintió una tonta. ¿Cómo no se había dado cuenta de que era una broma? Ahora su ingenuidad había quedado expuesta frente a todos.
Roberto se acercó a saludarla. Sus bigotes le pincharon la piel cuando besó su mejilla.
— Ya veo que mi hijo, además de sacar mi altura, también heredó el buen gusto con las mujeres —comentó el hombre.
Todos rieron la ocurrencia del patriarca. Y luego se metieron en la casa. Era realmente un lugar enorme. En la entrada colgaba un candelabro que seguramente costaba más de lo que Magui ganaba en un año en su trabajo en la compañía de turismo. La escalera se bifurcaba en dos sentidos, y era enorme, con escalones de madera que brillaban. Fueron a la sala de estar, que era cinco veces más grande que el pequeño living que tenía en la casa que alquilaba. Mateo tenía una cabaña bastante cómoda y espaciosa, que en realidad era donde pasaba más tiempo últimamente. Pero aun así, no se había imaginado que su familia era tan adinerada. Se sentaron sobre un coqueto sofá Chesterfield de cuero marrón. Sus suegros lo hicieron frente a ellos. Al fin había llegado la hora en la que comenzaría el interrogatorio. Por más simpáticos que fueran, y por más que hicieran intentos por distender el ambiente, como lo había hecho el suegro hacía un rato, era inevitable que pretendieran conocer a su nuera. Ella lo entendía a la perfección, pero no por eso le resultaba menos incómodo.
— Nos dijo Mateo que se conocieron en una excursión que hizo —comentó Graciela.
Magui se daba cuenta de que era una mujer amable, pero también muy astuta. Si sabía que se habían conocido en ese contexto, seguramente también sabía que los hechos no ocurrieron exactamente en la excursión. Ella no era guía turística, pues jamás había ido a la universidad. Su trabajo era en la oficina, ofreciendo los paquetes a los turistas. Mateo la conoció cuando, después de trabajar durante un año entero en Merlo, se había dignado a conocer los lugares turísticos de la zona. Había quedado impactado con esa morocha de ojos verdes, de pómulos afilados, y sonrisa atractiva. Había llamado a la agencia, al día siguiente, para agradecerle por recomendarle la excursión a los cerros Comechingones, y luego se había animado a invitarla a salir. Nunca había tenido muchos problemas al encarar a una mujer, pero ella lo intimidaba. Por suerte, le dijo que sí. Salieron una vez. Cenaron en una parrilla donde comieron chivito al disco con un delicioso Rutini de 1995. Ella se alarmó cuando se dio cuenta de que se trataba de uno de los vinos más caros de la carta. Si bien era la invitada, tenía pensado pagar la parte de su cuenta. Pero él, sin que ella le dijera nada, le aseguró que en la próxima cita Magui tendría la oportunidad de invitarlo, que por esa vez dejara que lo hiciera él.
Su agilidad mental y su actitud protectora la cautivaron enseguida. Además, era muy atractivo. Y Magui reconoció para sí misma, que le daba mucha curiosidad saber si su miembro viril tenía un tamaño acorde al tamaño de su cuerpo en general. De todas formas, la primera noche se negó a que lo acompañara a la casa. No era una reprimida, pero intuía que ese chico de barba desprolija y mirada sincera, era alguien con quien podría construir algo especial, y no quería que pensara que era una chica fácil. Salieron cuatro veces más hasta que le permitió entrar en su casa, y en su cuerpo. Efectivamente, tenía un instrumento enorme, pero además, sabía usarlo, por lo que la hizo alcanzar el orgasmo tres veces esa noche. Luego de eso, se vieron con más frecuencia, y en cuestión de semanas, ya tenían una relación formal.
Mientras la mucama apoyaba una bandeja con una tetera y masas finas sobre la coqueta mesa ratona de cristal, Magui fue haciéndoles un resumen de su historia amorosa con su hijo. Omitiendo los detalles obscenos, por supuesto.
Entre una cosa y otra, los suegros se enteraron del trabajo de la nuera, como así también de que contaba con apenas veintitrés años. Les dijo también que era originalmente de Buenos Aires, pero esquivó el tema cuando quisieron indagar en los motivos por los que se había ido a San Luis, dando una respuesta vaga. No se le escapó, sin embargo, que Graciela se había percatado de eso. Roberto, en cambio, era mucho más difícil de leer, cosa que no la dejaba nada tranquila.
A la tarde, la pareja salió a pasear por un shopping que estaba algo alejado del barrio. A Mateo le gustaba complacerla, pero también le gustaba complacerse a sí mismo, por lo que le hizo un regalo que disfrutarían ambos. Le compró lencería muy sensual, para que usara a la hora de hacer el amor.
Por la noche cenaron. Graciela no cocinaba, y la empleada ya se había marchado, así que ordenaron sushi, y brindaron con champagne en honor a la nueva integrante de la familia. Por suerte para ella, las preguntas esenciales sobre su vida ya habían sido respondidas, por lo que la velada fue mucho más amena que la reunión del té.
Se hizo de noche. Magui estaba agotada, debido a que se habían levantado muy temprano para terminar de resolver unas cosas antes de viajar. Se despidieron de sus suegros. Subieron por la escalera. Caminaron un largo trecho hasta llegar a su habitación.
— Les encantaste —dijo Mateo, abrazándola por detrás, dándole besos en el cuello.
— ¿Te parece? No sé. Quizás a tu mamá sí, pero a tu papá… no sé —dijo ella, ya que el suegro se había mostrado la mayor parte del tiempo serio y callado. De vez en cuando hacía algún comentario, pero enseguida se sumía de nuevo en el mutismo.
— Claro que sí. Él es así, no te preocupes —dijo Mateo, ahora metiendo la mano por debajo del vestido.
A Magui le hubiese gustado preguntarle cómo era su padre. Porque, al fin y al cabo, le resultaba imposible definirlo por el momento. Parecía un hombre tan observador como su mujer, sólo que, a diferencia de ella, no dejaba traslucir las conclusiones que sacaba. Además, estaba esa mirada… Pero desechó de nuevo esa idea.
— La verdad que no tengo ganas —le dijo a su novio, mientras este tironeaba del elástico de la ropa interior.
— Pero un rapidito al menos —insistió.
— No. En serio. Hoy no —reafirmó ella.
Mateo le dio una palmada en la cola, y la dejó en paz. Era un chico muy respetuoso. Tanto, que a veces Magui deseaba que no lo fuera. Más de una vez deseó que la tomara con brusquedad, incluso si ella le decía que no. Pero él nunca haría algo así. Y en todo caso, esa noche no era una de esas, en la que hubiera disfrutado ser tomada de prepo.
Le costó dormir, y eso que el enorme colchón King size era extremadamente cómodo. Todo lo que había en la casa era de altísima calidad. Magui no quería imaginar lo que costaba ese colchón, pero no dudaba de que era muchísimo. Pasada la medianoche, logró conciliar el sueño. Pero se despertó a las dos de la madrugada, con ganas de orinar.
Fue al baño, que estaba al lado de la alcoba. Cuando terminó de orinar se percató de que también tenía sed. Agarró su celular, y salió del cuarto. Habían sido algo tontos al no llevar un vaso de agua a la habitación. Al ser una casa tan grande, era todo un viaje ir hasta la cocina. Estaba todo oscuro. Encendió la linterna del celular, y así pudo ver su camino. Bajó por las escaleras, haciendo el menor ruido posible, pero, de todas formas, en medio del silencio absoluto que imperaba en la mansión, sus pasos se dejaban escuchar, e incluso producían eco. Llegó a la cocina. Abrió la heladera. Le sorprendió la cantidad de comida que había en ella. Eso no parecía ser solamente para una pareja, ni tampoco para cuatro personas. Pero supuso que la gente adinerada tendía a tener cosas de sobra.
— ¿No podés dormir? —preguntó alguien a su espalda.
Magui largó un grito de susto, y dio un salto involuntario. Por suerte no había alcanzado a agarrar un vaso, si no, estaría en el suelo hecho añicos.
— Tranquila —dijo la voz masculina. Una luz se encendió.
Roberto estaba sentado sobre una silla, al lado de la mesa. Vestía una bata azul, y su pecho lleno de vello gris estaba a la vista. En realidad, no se trataba de una mesa, sino de una enorme isla de mármol. Sobre ella, había un vaso de leche y un plato con galletitas de vainilla.
— Perdón, es que me asusté —dijo ella.
— No pasa nada. Es culpa mía, que tengo la mala costumbre de estar en la oscuridad —respondió él—. ¿Te sirvo un vaso de leche? —preguntó después.
De repente Magui se sintió una tonta, al percatarse de la apariencia que tenía. Vestía únicamente una remera musculosa —sin corpiño debajo—, y una braga blanca. Por suerte no era una tanga, pero de todas formas, se sentía desnuda frente a su suegro.
— Perdón, tendría que ponerme algo —dijo—. Es que me levanté medio dormida, y ni siquiera me percaté de que podría verme alguien. Soy una tonta.
— No sos ninguna tonta —dijo él. Magui creyó que en esas palabras había un doble sentido, aunque no alcanzaba a entenderlo del todo—. Y no te preocupes. Sentate, yo te sirvo la leche —agregó después.
Ella dudó. Debería tener la decencia de ir a vestirse. Pero Roberto ya le estaba sirviendo la leche. La verdad era que no solía tomar eso cuando tenía sed, pero no quería ser grosera. Además, el suegro sacó tres galletitas más de un frasco. Apoyó el vaso sobre la mesa. Al hacerlo, se arrimó demasiado a ella. Si no tuviera una barriga grande, su pelvis hubiera hecho contacto con las nalgas de su nuera. Magui decidió tomar la leche lo más rápido posible e irse a dormir. Se sentía incómoda, y no era sólo por encontrarse medio desnuda frente a su suegro.
— Las convenciones sociales son raras —comentó Roberto. Aún se encontraba parado, detrás de Magui. Muy cerca de ella—. Si estuvieras en una playa no sería problema que estuvieras con un diminuto bikini. Seguramente no te sentirías incómoda con esas prendas en la costa, a la media tarde. Así que podés hacer de cuenta que ahora estás ahí, en la playa, en bikini, tomando sol quizás. ¿Ese bronceado te lo hacés en alguna playa? —preguntó después. Su voz era gruesa, y a pesar de que hablaba en susurros, resonaba en toda la cocina.
— No… me lo hago en el patio de mi casa, o en el patio de la cabaña de Mateo —contestó ella, sorbiendo el primer trago de leche. Como le resultaba raro tener a su suegro detrás suyo, se levantó de la silla, dio media vuelta, y se apoyó sobre el mármol de la isla, para que estuvieran frente a frente. Trató de parecer natural, aunque le costaba lograrlo. Había algo que no terminaba de cerrarle.
— Sabés. Me doy cuenta de que Mateo te ama. Es fácil saberlo por la manera en que te mira. Mi hijo es un libro abierto —comentó. Magui no pudo evitar pensar que en ese sentido era totalmente opuesto a él. Roberto era alguien que no dejaba traslucir sus sentimientos. Aunque ahora, al igual que cuando estaba abrazada a Graciela, le pareció percibir una poderosa lujuria, apenas reprimida—. Además, no trae a cualquier chica acá a casa. Creo que está convencido de que sos la indicada.
— ¿En serio? —preguntó Magui.
— En serio —confirmó el licenciado Menéndez.
— Y usted… ustedes… ¿qué piensan? —quiso saber después.
No estaba segura de si era una buena idea hacer una pregunta tan directa. Lo justo sería que la conozcan antes de emitir cualquier opinión. Debería haberse guardado la pregunta para más adelante, pero ya estaba hecha.
— Bueno, Graciela diría que es demasiado pronto para realizar cualquier juicio —comentó él, confirmando que la suegra se hacía eco de los propios pensamientos de Magui—. Pero a mí no me gusta andar haciendo hipótesis en base a lo que me muestran las personas. Si algo aprendí en estos años, tratando con todo tipo de gente, es que todos tendemos a ocultar cosas, y a mentir. Es algo perfectamente natural. Pero tratándose de mi hijo, debo ir con mucho cuidado.
Magui tragó saliva. El hombre enorme estaba muy cercas de ella, y la observaba con una mirada imponente y severa. La misma mirada con la que había dominado a un joven Mateo, según supuso Magui.
— Bueno… no estoy segura de qué esperan de mí. Soy de un origen mucho más humilde que ustedes, y no tengo estudios como Mateo. Pero le puedo asegurar que lo quiero hacer feliz —aseguró ella, lamentando no tener mejores palabras en esos momentos.
— No me caben dudas de eso. Pero las intenciones no son suficientes. A pesar de que sos muy joven, seguramente lo entendés ¿No? Que vengas de un origen humilde me importa bien poco. Como creo que ya te conté, yo empecé de cero. No tuve padres con una buena posición económica, ni social, y nunca juzgaría a alguien que estuviera en esa misma situación. Y lo de no tener estudios… quedará en vos. Mientras tengas el apoyo de Mateo, podrías estudiar una carrera, siempre que quieras. El problema no es ninguna de esas cosas —dijo Roberto, fulminándola con una mirada acusadora.
— Y entonces… ¿Cuál es el problema? —preguntó Magui, con voz temblorosa. Dejó el vaso de leche sobre la mesa, pues temía que en cualquier momento se le resbalara de la mano.
— No seas tonta. Tomá la leche —dijo él. Agarró el vaso. Al hacerlo, se acercó mucho a ella, haciendo que Magui retroceda aún más, aplastando la cola en el mármol frío—. Tomá la leche —repitió él. Magui negó con la cabeza, pues no estaba de humor para tomar nada. Lo que quería era que le dijera qué había de malo en ella. Pero el suegro hizo caso omiso de su gesto. Acercó el vaso a los labios de su nuera, y la ayudó a tomar su contenido. Lo colocó en un ángulo tal, que la leche cayó en su boca en cantidad abundante. Tragó y tragó, pero los últimos restos no encontraron espacio, y se desbordaron, chorreando de su boca, ensuciándole la barbilla.
— Perdón —se disculpó ella.
— No pasa nada —dijo él, en tono tranquilizador, aunque ella nunca estuvo tan lejos de sentirse tranquila. Menos aun cuando Roberto limpió su barbilla con su propia mano. Además, su rostro seguía viéndose tan severo como antes—. Sabés, conseguir los antecedentes penales de alguien es muy fácil. Y averiguar sobre el pasado de las personas, en general, tampoco es muy difícil.
Ahí fue cuando todo cuadró para Magui.
Había estado un año en prisión, y jamás se lo había contado a Mateo. Cuando se fue de Buenos Aires para comenzar una nueva vida en Merlo, se dijo que iba a ser una nueva persona. Esa era la ventaja que tenía vivir en un lugar donde nadie la conocía. Podía ser quien quisiera ser. Ahora era una joven considerada por todos responsable y honesta. Pero en un pasado no muy lejano había incurrido en el delito.
Había tenido una infancia terrible. Su padrastro abusaba de ella, y su madre ignoraba las señales, y la golpeaba cuando sentía celos, sobre todo, cuando empezaron a crecerle los pechos. Su padre biológico era un pobre borracho del que no sabía nada. A pesar de esto, dentro de todo supo no cruzar ciertas líneas. No había caído ante las drogas, y sólo tomaba alcohol cuando se juntaba con amigas. Pero cuando sintió la imperiosa necesidad de huir de su hogar, y al percatarse de lo difícil que era conseguir trabajo para una chica de dieciocho años que no había terminado la escuela, se unió a una banda de mecheras que robaban supermercados, y las carteras y bolsos de los pasajeros desprevenidos en los transportes públicos.
No pasó mucho tiempo hasta que la atraparon. La primera vez que pisó una comisaría, tuvo que practicarle sexo oral a los cuatro oficiales de sexo masculino que en ese momento se encontraban de guardia. De esa manera la dejaron salir. Lo que ella ignoraba era que, por ser su primera vez, de todas formas, el delito, al ser menor, y por no haber utilizado armas ni incurrido en violencia, no quedaría en los registros. Pero los astutos policías habían notado que era una ignorante en esos asuntos. La asustaron, pintándole la cárcel como si fuera el mismísimo infierno, y así ella accedió a mamárselas a todos.
Era increíble, pero resultaba que habían sido más las veces en las que había mantenido relaciones sexuales por obligación que por placer. Luego de un par de años había incurrido en otros hurtos, hasta que finalmente sí fue apresada. Doce meses de condena efectiva por ser reincidente. En la prisión estuvo bajo la protección de una de las guardacárceles, y una de las líderes de las presidarias. Ambas la sometían a toda clase de vejaciones sexuales —a veces las dos juntas, pues lejos de competir por Magui, la compartían con gusto—, cosa que ella aceptaba, porque gracias a eso el resto del día era bastante pasable.
Cuando conoció a Mateo no tenía mucha fe en un futuro juntos, pues en la vida le había ido tan mal, que estaba segura de que ese chico alto y guapo la terminaría tratando como todos. Utilizándola solo para saciar sus instintos sexuales. Pero pronto le demostró que la felicidad era posible. La Metamorfosis que había iniciado cuando viajó a San Luis, se había completado ahora que contaba con su amoroso novio. Por nada del mundo quería volver a ser quien había sido alguna vez.
— Si mi hijo se enterara de eso… —murmuró Roberto. Ahora se arrimaba más, pegando su barriga a ella—. Además, yo me aseguraré de que por nada del mundo se case con vos. Y si conocés bien a mi hijo, sabrás que mi aprobación es muy importante para él.
— Pero… —balbuceó Magui.
Si se lo hubiera contado directamente ella tendría una oportunidad, aunque fuera pequeña, de ser perdonada. Pero Mateo siempre respetó el hecho de que no quisiera hablar de su pasado. Ella, cada tanto dejaba caer alguna cosa sobre su padrastro y su madre, cosa que le permitía a él deducir a qué se debía tanta reserva. Pero lo de la cárcel lo tomaría por sorpresa. Había dejado pasar el tiempo, prometiéndose que alguna vez se lo contaría, y así había pasado un año en donde le había ocultado una parte esencial de su vida. Además, Roberto tenía razón. Tenía mucha influencia sobre su hijo. Si él no le daba el visto bueno, y no la aceptaba en la familia, por más que Mateo quisiera seguir con ella —cosa de por sí improbable—, sería cuestión de tiempo para que la dejara.
— Pero todavía tenés una oportunidad —dijo el suegro, acariciando su mejilla con ternura. Ella lo miraba con los ojos vidriosos—. Puedo apoyarte, y dejar que te cases con él. Serías parte de nuestra familia. Tendrías tiempo de contarle tus secretos de una manera edulcorada, y yo le haría la cabeza, diciéndole que lo que más importa es el amor, y esas estupideces en las que le gusta creer. En unos años tendrían un hijo, y tu futuro quedaría solucionado. ¿Qué te parece? —dijo él. Ahora ella sintió la pelvis en la cadera. Debajo de la bata había algo muy grueso que se estaba endureciendo.
— Qué… ¿Qué quiere que haga?
Roberto la agarró del mentón, y la obligó a mirarlo a los ojos.
— Creo que sos lo suficientemente inteligente como para saber lo que quiero.
— No… No. No puedo. ¡Es tu hijo! —dijo ella. Quiso irse, pero él había extendido sus brazos, para apoyarlos en la mesa, haciendo que ella quedara entre ellos, como si estuviera nuevamente en una prisión.
— Él no se va a enterar de nada —aseguró él. Bajó una mano y agarró del elástico de la braga de su nuera—. Esto va a pasar solo una vez, y nunca vamos a volver a hablar sobre el tema —agregó, jugando con el elástico.
Magui había conocido a todo tipo de personas despreciables, por lo que no se sorprendió ante el trato que le ofrecía Roberto. De hecho, por más miserable y traicionero que fuera, seguía estando un escalón por debajo de su padrastro. Al menos Roberto no la estaba forzando, si no que le ofrecía una alternativa. Aún así, Magui era incapaz de tomar la iniciativa.
Si había algo que al Licenciado Menéndez lo excitaba, eran las sumisas reacias. Esas putitas que no demostraban entusiasmo, pero que aun así sucumbían a la presión, eran sus favoritas. Había conocido a muchas de ellas, tanto, que estaba convencido de que podía identificarlas con solo verlas. Y la hermosa jovencita de piel bronceada con ojos verdes, era una de ellas. Pero no iba a acceder sin que le diera un empujoncito. Así que apoyó su enorme mano sobre el hombro de la chica, y empujó hacia abajo. Magui se encontró en cuclillas en cuestión de un segundo. Estaba temblando. Y ella lo miraba desde abajo con indignación, pero toda resistencia ya se había esfumado.
Roberto se quitó la bata y la apoyó sobre la mesa. Debajo sólo tenía un bóxer. Su cuerpo era enorme, y tenía abundante vello, no solo en el pecho, sino también en la panza, en las piernas, y los brazos. Parecía un salvaje gorila.
— Dame tu mano —le ordenó. Ella titubeó—. Dame la mano —repitió con mayor determinación.
Magui levantó la mano derecha. Él la tomó y la llevó a su entrepierna, obligándola a palpar el enorme bulto que había debajo de la ropa interior. Era realmente impresionante. No pudo evitar preguntarse si era más grande que la de Mateo.
— Acariciala —dijo Roberto. Magui frotó la mano sobre la enorme verga de su suegro. Miró hacia la entrada, sintiendo miedo de que fueran descubiertos por alguien—. Tranquila. Si Graciela o Mateo salen de su cuarto, los vamos a escuchar, y vamos a tener tiempo de sobra para que yo me ponga la bata. Les decimos que nos encontramos de casualidad, como en realidad sucedió, y listo.
Magui suponía que el viejo tenía razón. Pero no por eso se sentía más segura. Si Mateo los veía, le haría pedazos el corazón. Realmente no entendía cómo era que aquel viejo se disponía a coger a la mujer de su propio hijo. Pero en todo caso, no podía juzgarlo, ya que ahora ella estaba cayendo tan bajo como él. El hecho de que lo hiciera por obligación y conveniencia, no la hacía sentirse mejor. Pero, en fin, ya tendría tiempo de reprochárselo.
Ahora sentía cómo la monstruosa verga crecía y se endurecía en su propia mano. El bóxer ya no podía contenerlo, por lo que el falo arrimó su cabeza, e incluso parte del tronco. Era realmente impresionante. Si Magui no hubiera sido penetrada incontables veces por el prodigioso miembro de Mateo, sentiría pavor al ver tremenda pija ante sus ojos. Ahora podía confirmarlo. Era más grande que la del propio Mateo. Quizás en su extensión eran iguales —cosa difícil de confirmar—, pero no le cabían dudas de que la que ahora tenía ante sí, era más gruesa. Ya se encontraba totalmente erecta, e impresionantemente dura, cosa que le sorprendió, debido a la edad de su portador. Lo envolvió con una mano, y el largo de sus dedos apenas alcanzaron para cubrir toda la circunferencia.
— Bajámelo —susurró el suegro.
Ella agarró del elástico del bóxer, y tironeó hacia abajo. La potente verga quedó al desnudo, en todo su esplendor. Era un falo que más bien parecía el de un africano. Dos grandes testículos peludos colgaban de él. Magui no necesitaba escuchar la siguiente orden. Había llegado la hora de que le chupara la pija. Aún con gesto reacio, debido a que había sido manipulada perversamente para encontrarse en esa posición, arrimó sus finos labios al palpitante glande que tenía frente a ella.
— Eso es —dijo el suegro—. Así me gusta.
Su boca debía abrirse mucho para poder metérsela adentro. No recordaba haber tenido que hacer tal esfuerzo con otro hombre. Su mandíbula se cansaría enseguida. Sacó la lengua y la frotó en el prepucio. El viejo gimió, apoyó su mano sobre la cabeza de ella, y tiró del pelo castaño con violencia contenida.
— Empezá por acá, y seguí hasta arriba —dijo el licenciado Menéndez, señalando la base del tronco, justo donde se unía con los testículos—. Y no uses las manos.
Maldito viejo fetichista, pensó ella. Se inclinó un poco más, para encontrarse con el inicio de esa bestial poronga. La punta de su lengua era ridículamente pequeña a su lado. Saboreó esa parte. Un vello púbico se metió en su boca. Tosió, y lo escupió, para enseguida seguir con su obligación. Le lengüita húmeda de la nuera parecía que jamás iba a terminar su recorrido. Lentamente se deslizaba por el tronco, dejando un camino de humedad a su paso. Cuando por fin alcanzó la cabeza, lamió el glande con ímpetu, haciendo que Roberto gima y tire de su cabello otra vez.
— Abrí la boca —ordenó él. Magui así lo hizo— Mirame mientras lo hacés —dijo después, pues ella estaba evitando el contacto visual. Ahora los preciosos ojos verdes, los cuales habían sido los que habían llamado la atención de Mateo en primer lugar, miraban directamente a los ojos a su suegro, mientras la verga se asomaba a la abertura que dejaban sus labios. El viejo hizo un movimiento y aproximadamente la mitad de su miembro se metió en ella. Era más que suficiente para que Magui ya no diera abasto. No había lugar para más carne en ese orificio. Pero a él poco pareció importarle. Hizo un segundo movimiento, con el que logró rozar su garganta.
Magui empujó la gruesa pierna peluda del hombre, y logró liberarse de ese instrumento imposible de tragar.
— Es más grande que la de mi hijo ¿Cierto? —preguntó, mientras ella tosía y escupía sobre el piso—. ¿No es cierto? —reiteró Roberto.
Ella no daba crédito a lo que oía. ¿Era necesario humillar así a su propio hijo? Evidentemente había cosas sobre la relación entre Roberto y Mateo que ella desconocía. Pero lo peor era que el propio Mateo parecía desconocer el encono que tenía su padre contra él, pues jamás había insinuado que lo odiara. Quizás el pobre había malinterpretado la extrema rigurosidad del viejo. Quizás esa personalidad tan estricta ocultaba algo mucho peor. De repente, algo la golpeó en el rostro.
— Te hice una pregunta —dijo Roberto, manipulando su verga, como para darle un segundo golpe.
Ella lo miró, ya asustada. Muy a su pesar, asintió con la cabeza, sintiéndose nuevamente miserable por todo lo que estaba haciendo.
— Quiero escucharte decirlo —rugió él.
— Es más grande… es más grande que la de tu hijo —dijo al fin, Magui.
Inesperadamente para ella, el hombre se inclinó con una agilidad impresionante considerando su enorme cuerpo, la agarró de la cintura, y la levantó con la misma facilidad con que un adulto alza a un bebé. La hizo sentarse sobre la mesa de mármol, apartada de los vasos que habían dejado ahí. Ella se sorprendió, pues pensaba que sólo debía mamársela, y ya. Era lo más lógico, dadas la circunstancias. Luego sería cuestión de enjuagarse la boca y listo, no quedarían rastros de lo sucedido. Pero ahora parecía que aquel hombre-bestia no se iba a conformar con eso.
Su verga no había perdido ningún poco de rigidez. Magui supuso que había tomado una pastilla azul para lograr una erección tan buena. Las venas resaltaban tanto como las venas de los brazos de un hombre que acababa de levantar pesas. Era apabullante. Ella no tenía idea, pero sus gestos de rechazo, de miedo, y de asombro, eran cosas que erotizaban de una manera retorcida a su suegro. Había tenido muchas secretarias que accedían a acostarse con él sólo porque se veían intimidadas debido a su poder. Secretarias jovencitas, con el culo suave como el de un bebé, que eran el sostén económico de sus casas. El licenciado Menéndez siempre exigía estas dos características en sus secretarias personales: tener un hermoso trasero, y la necesidad imperiosa de conservar el trabajo. Así era como desde hacía décadas se había acostado con incontables chicas a las que doblaba, o incluso triplicaba en edad. Pero la sumisión de su nuera significaba llevar su poder de persuasión a límites que nunca había imaginado alcanzar. Tenía mucha suerte de que su hijo realmente tuviera los mismos gustos que él en cuanto a mujeres. Magui podía pasar desapercibida si usara ropas holgadas. A simple vista, salvo sus ojos, no era especialmente llamativa. Pero su cuerpo delgado escondía voluptuosidades que no podrían verse a simple vista. Claro, el sensual vestido, y el perfecto bronceado que tenía ahora, ayudaban a resaltar sus atributos, pero si hubiera ido vestida como una zarrapastrosa, él no tardaría en darse cuenta del escultural cuerpo que escondía la chica. Esa sensualidad avasallante, combinada con esa sumisión reacia, era lo que más le gustaba en las mujeres. Mateo quizás no lo había notado de manera consciente, pero seguramente también se había sentido atraído por eso.
Roberto le bajó la bombacha y se la quitó. La carnosa vulva de su nuera apareció ante sus extasiados ojos. Estaba depilada, con apenas una línea fina de vello en la pelvis, que se la había dejado a propósito, por una cuestión meramente estética.
Dio unos pasos atrás, para verla al completo. Realmente esa chica era una obra de arte. Su delgado y atlético cuerpo cobrizo tenía las proporciones perfectas. Las piernas, que ahora colgaban en el aire, eran largas. Los pechos, ni grandes ni pequeños, pero perfectamente simétricos, y totalmente firmes. Ya había perdido la cuenta de cuánto tiempo había pasado de que Graciela tuviera las tetas así. Los labios vaginales cubrían en parte, un sexo rosado, que rebosaba juventud. De repente se dio cuenta de un detalle que le llamó la atención.
— Cuando tomás sol, te ponés en bolas, ¿eh? —comentó, notando que toda la parte donde estaba cubierta por su ropa interior, tenía el mismo bronceado que el resto de su cuerpo.
— Sí. Es que allá los terrenos son grandes, y las casas no están tan juntas como acá.
Además de todo era un maldita exhibicionista, concluyó Roberto. Pero ya no dijo nada. No estaba de humor para explicaciones. Se acercó a ella. Se sentó sobre uno de los bancos que rodeaban la isla. Mojó su dedo índice con saliva, y se lo enterró, sin perder de vista la expresión de su cara. La chica estaba seria, y no podía ocultar su desprecio. Eso le excitaba sobremanera. Apoyó las manos en los muslos de Magui, y arrimó la cara a su entrepierna. El sabor de la concha de su nuera le pareció el manjar más delicioso que había probado en los últimos tiempos. Se lo notaba algo húmedo, aunque era evidente que aún no se había dejado llevar por la excitación. El licenciado Menéndez lamió, y apretó con sus labios, los labios de ella. Luego su lengua se frotó con fruición en el clítoris. Magui, por primera vez en esa tormentosa noche, gimió.
Se arrepintió inmediatamente de hacerlo. Aunque en realidad no era justo arrepentirse de algo que no podía controlar. No importaba el hecho de que el que estuviera enterrando su rostro entre sus piernas fuera un maldito hijo de puta. La lengua babosa frotándose con fuerza en esa parte tan erógena, le causaba placer, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. El suegro, que hasta el momento se había mostrado mandón y egoísta, preocupado sólo por su propio goce, se vio incentivado cuando oyó el gemido de perra en celo de esa mocosa de veintitrés años. Para más deleite, metió la mano por debajo de la chica, la agarró de las pulposas nalgas, y la obligó a hacer movimientos pélvicos. Ahora la concha se frotaba en su rostro bigotudo. A los pocos minutos, empezó a largar fluidos, cosa que la atormentó. Ahora el majar que devoraba Roberto, estaba perfectamente condimentado. Degustó esa carnosa concha un buen rato. Cada minuto que pasaba el temor en Magui aumentaba. ¿Qué pasaba si Mateo se despertaba y notaba su ausencia? El suegro le había dicho que escucharía cualquier sonido, y así sabría si su esposa o su hijo salían de sus habitaciones. Era cierto que, en medio del silencio, el sonido de una puerta abrirse sería fácilmente detectable, pero también se daba cuenta de que cuando esa lengua se frotaba en su sexo y la hacía gozar, perdía la noción de lo que la rodeaba. Sus sentidos estaban todos concentrados en ese espacio reducido que ahora compartía con aquel animal. Y no podía estar segura de si a él le sucedía lo mismo. Alguien podría estar observándolos ahora mismo y ellos no se darían cuenta.
De todas formas, no había nada en el mundo que hiciera que Roberto dejara de poseerla. Tal como temía, no se conformaría con practicar sexo oral. Dejó de lamerla, y arrimó su verga al sexo abierto de su nuera.
— ¿Por qué no vas a buscar un preservativo? —preguntó ella.
Roberto hiso oídos sordos al comentario de Magui. La agarró de la cintura. Y la acercó a la orilla de la mesa. Apuntó su cañón al objetivo. Tenía suerte de que esa hermosa concha ya estuviera acostumbrada a miembros masculinos enormes. Todos pensaban que ser superdotado era lo mejor que le podía pasar a un hombre, pero no era cierto. Había que tener demasiado cuidado, y casi no había mujeres que soportaran una cogida salvaje como a él le gustaba darles. Y de sexo anal ni hablar.
Enterró su falo en su sumisa nuera. La agarró del cuello. Le fascinó sus desorbitados ojos, que reflejaban miedo. Pero no la apretó con fuerza, solo apenas, mientras le enterraba, lentamente, centímetro a centímetro, su poderosa pija. Los labios de la chica se abrieron, y él aprovechó para meterle el dedo gordo adentro. Ella lo chupó, interrumpiéndose para dejar escapar un gemido cuando el viejo le volvía a clavar la verga. Sus hermosas tetas estaban hinchadas. Roberto, comprobó que, por fin, la muy puta estaba excitada.
Su miembro arañaba las paredes vaginales. Esta ofrecía resistencia, pero de a poco, se iban dilatando, dejando paso a más y más centímetros de esa carne caliente y dura.
— Decilo de nuevo —le dijo, agarrándola del mentón, haciendo que lo mire de nuevo a los ojos. Por esta vez, ella captó la orden al instante.
— Es muy grande —dijo, tartamudeando, entre gemidos—. Es más grande que la de tu hijo —aclaró después. Tenía los ojos brillosos. Parecía que en cualquier momento se iba a largar a llorar, pero no terminaba de hacerlo. Mejor para él. Le gustaba la contrariedad que dejaba entrever, pero no soportaba a las niñas lloronas. Lamió su rostro, como si fuera un perro.
En principio, Magui se había aferrado a la idea de que lo que estaba sucediendo era debido a que había sido chantajeada. En su fuero interno se negaba a reconocerse como una mujer infiel. Pero ahora que esa kilométrica verga se hundía en ella, no podía evitar sentir que una parte suya lo estaba disfrutando.
Roberto la agarró de las tetas, y ahora empezó a penetrarla con mayor ímpetu. Sus muslos tenían una fuerza impresionante. Llevó una de sus manos a la boca, y la mordíó, para reprimir los gemidos que ahora amenazaban con convertirse en alaridos.
— No vayas a acabar adentro mío —se alarmó, cuando intuyó que el orgasmo del viejo estaba cerca de producirse.
Su temor resultó no ser infundado. Roberto largó su eyaculación adentro.
— ¡¿Qué carajos hacés?! ¿Te volviste loco? —se quejó ella. Pero por supuesto, era demasiado tarde.
— No seas estúpida. Ya después tomarás las medidas necesarias —le dijo él.
Evidentemente estaba loco. Lo lógico hubiera sido que se cuidara y listo. ¿Es que quería dejarla embarazada?
— Ponete la bombacha y ándate —le dijo.
Ella lo hizo rápidamente. Fue, casi corriendo por las escaleras. Se metió en el baño, se lavó el sexo, y se cepilló los dientes. Cuando entró a la habitación, su corazón dio un vuelco. Mateo se encontraba despierto.
— Fui a tomar un vaso de leche, y después pasé al baño —dijo ella, de manera apresurada.
Se maldijo por eso. Debería mostrar mayor naturalidad, y no dar explicaciones cuando nadie se las pedía.
— Ya veo —dijo él—. Y anduviste por la casa así —agregó después, con una sonrisa burlona.
— Sí. Soy una tonta. Salí así, en ropa interior, como si estuviera en mi propia casa.
— No creo que mis viejos se escandalicen por eso.
— Ya lo sé, pero igual…
La cubrió con el cubrecama, e intentó despojarla de su bombacha.
— No mi amor. Hoy no. Te prometo que mañana lo hacemos, pero ahora estoy cansada —dijo ella.
A regañadientes, Mateo aceptó por tercera vez la negativa.
Durante los diez días que siguieron, Magui se sintió en todo momento con el corazón en la boca. Nunca volvió a bajar a la cocina por las noches, y evitaba todo lo que podía quedarse a solas con Roberto. Era increíble lo bien que disimulaba el suegro. Actuaba con la misma seriedad de siempre, lanzando algún chiste muy de vez en cuando, como para recordarles a todos que no era tan severo como aparentaba ser. Ella en cambio, no podía ocultar del todo su turbación, más aún en los primeros días después del encuentro con el suegro. Había sido fácil desentenderse de Mateo, inventando dolores de cabeza. Pero con Graciela la cosa era más complicada.
— Cuando necesites un oído femenino, contá conmigo querida —le había dicho una tarde.
Era obvio que había notado su incomodidad. Aunque rogaba que no se diera cuenta de que esa incomodidad tenía que ver con su marido. No había nada en la mujer que la hiciera pensar que así era, pero el miedo siempre estuvo presente. Por ese motivo se obligó a fingir un acercamiento con Roberto. Tomaban mate juntos, y se mostraban cómplices. Se sentía asqueada al percatarse de lo bien que le salía la actuación. Se sentía mal no solo por Mateo, sino también por su suegra, que parecía ser una mujer bondadosa y encantadora.
Por suerte, en licenciado Menéndez no volvió a intentar acostarse con ella. Magui se preguntaba qué era lo que podía haber en la cabeza de un tipo como ese.
Cuando se fueron, se sintió tan libre como cuando cumplió su condena en la cárcel. Se prometió que muy pronto le contaría a Mateo de su pasado. Se lo diría a su manera, largando la información de la forma que le resultara más conveniente, pero lo haría. No podía permitir que la extorsionaran nuevamente con eso. Además, ahora que supuestamente Roberto lo instaría a que la perdonase, debería ir todo bien.
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Roberto había quedado satisfecho. Aunque debió reconocerse que, si esa pendeja no se iba de la casa, no tardaría en querer poseerla de nuevo. La tentación era demasiado grande. De hecho, varias veces bajó hasta la cocina, quedándose durante un par de horas sumergido en la penumbra, con la esperanza de encontrarse nuevamente con la puta de su nuera. Pero las cosas no se habían dado como le hubiese gustado. Aunque, por otro lado, era mejor. El riesgo que había corrido aquella noche era mucho mayor a lo que estaba dispuesto admitir. Además, ahora que había cumplido su venganza, podía dejar el resentimiento de lado, y ser un mejor padre.
Lo cierto es que Roberto siempre dudó de su paternidad. En la misma época en la que Graciela se había quedado embarazada, le había sido infiel con un compañero de la universidad. Para ese entonces ya estaban casados, y Roberto se negaba a romper con ella. Pero tampoco quería caer en la humillación de verse obligado a perdonarla, por lo que jamás le dijo que la había descubierto. En cambio, la castigó, cogiéndose a cuanta mujer estuviera dispuesta a hacerlo con él. Graciela era una mujer chapada a la antigua, que entendía que los hombres tenían necesidades diferentes a las mujeres. Se sentía humillada, sí. Aunque no tanto por las infidelidades en sí mismas, si no, por la desprolijidad con las que las realizaba. Esto sacaba de quicio al licenciado Menéndez, quien necesitaba devolverle la humillación con algo del mismo nivel.
Nunca hubiese imaginado que la respuesta vendría de la mano de su supuesto hijo. Lo cierto era que lo quería como tal. Pero su resentimiento contra su madre, lo instaban a ser extremadamente distante y exigente. Esto terminó por hacer que el chico creciera con esa personalidad insegura, de continua necesidad de aceptación. Personalidad que lo llevó a los brazos de esa puta. Aunque era una hermosa puta, eso no podía negarlo. En fin, que si él no se daba cuenta de eso, era porque no quería hacerlo. Ya se llevaría un chasco más adelante. Al menos eso esperaba Roberto, quien, en el fondo, muy, muy en el fondo, quería lo mejor para Mateo.
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Magui alguna vez había escuchado un dicho que decía algo así como que todo lo que podía salir mal, finalmente salía mal. No recordaba quién había acuñado esa frase, ni le interesaba. Pero por lo visto estaba en lo cierto. Después de escapar de su suegro, pensó que la pesadilla había terminado. Pero tres semanas después notó que la menstruación no bajaba. Dejó pasar un par de días, y se hizo una prueba de embarazo. Cuando vio que daba positivo, se negó a creerlo. Así que fue al médico para que se lo confirmara. En efecto, estaba encinta.
Los números cuadraban de manera milimétrica. El ser que había en su vientre había sido concebido en su estadía en Buenos Aires. No podía creer lo estúpida que había sido. Pero no. Se dijo que no había manera de que fuera de Roberto, Al día siguiente había hecho el amor con Mateo. Y al siguiente también. Seguramente era suyo. Sí, claro, era de Mateo. No podía ser de nadie más.
La posibilidad del aborto rondó por su cabeza, pero la desechó por varios motivos. Primero, no se sentía capaz de deshacerse de un ser que crecía en su interior, por más que hasta el momento no fuera más que un feto que ni siquiera se había desarrollado lo suficiente como para considerarlo un ser vivo. Segundo, anhelaba ser madre. Estaba segura de que sería mucho mejor de lo que había sido su propia madre. Nunca dejaría desamparada a su hijo o hija. Y en tercer lugar, no podía negar que esa criatura terminaría por abrirle las puertas a una vida mejor. Incluso si se separaba de Mateo —cosa que deseaba con todo su ser que nunca sucediera—, seguramente él le pasaría una buena manutención, y le brindaría una excelente vivienda a ambos. Así de noble era su hombre. No le gustaba especular con eso, pero debía hacerlo.
Las cosas le salieron mejor de lo que esperaba. Cuando le contó a su novio la noticia, él inmediatamente le pidió que se casaran. Seis meses después, se convertía en la señora Magdalena belén Menéndez.
En la fiesta concurrieron principalmente familiares y amigos de él, pues la novia no quiso invitar a mucha gente. Magui se vistió con un hermoso vestido blanco, que le ayudó a elegir Graciela. Su padre había muerto hacía unos años, así que a Mateo se le ocurrió la brillante idea de que Roberto la llevara del brazo hasta el altar.
Y pretendieron ser felices para siempre.
Fin
L es comento que el siguiente capítulo de esta serie se llamará "Bea rompe con los tabúes" y tratará de una madre y un hijo que viven en un futuro distópico, aíslados de otros seres humanos. Dicho capítulo ya está disponible en mi cuenta de Patreon, para quienes quieran apoyarme como mis mecenas. Pueden encontrar el enlace de mi Patreon en mi perfil. En esta página publicaré el siguiente capítulo en algunas semanas.