Madres sacrificadas: Clara.

Este relato pertenece a las categorías de sexo con maduras, infidelidad, no consentido y dominación. Es una historia cien por ciento ficticia, y hay escenas de humillación hacia algunos de los personajes. Quedan advertidos de su contenido. No se a aceptarán quejas al respecto.

Madres sacrificadas

Clara se enfrenta a los abusadores de su hijo

De verdad estaba pasando. Tenía la vaga esperanza de que fuese una broma. O que no tuvieran las agallas para llevar a cabo sus amenazas. Pero ahí estaban. ¡Si solo eran unos críos de dieciocho años! Sin embargo, los tres avanzaban hacia mí. Sus vergas, como amenazantes lanzas, estaban completamente erectas dentro de sus pantalones.

Se habían metido en la casa con la excusa de que debían hacer un trabajo práctico con mi hijo Manuel. Pero se las arreglaron para enviarlo a hacer unos mandados, quedándose a solas conmigo. Desde el momento en que pusieron un pie en mi casa, me di cuenta de que un caballo de Troya se nos había infiltrado, pero no atiné a hacer nada para deshacerme de ellos, y ahora estaba pagando por mi error.

Me quedé sin palabras. Intenté retroceder, pero sólo me encontré con la pared de la cocina. Eran tres lobos hambrientos que rodeaban a su presa.

— Nosotros cumplimos con nuestra parte. Ahora le toca a usted —dijo Santino, el líder del grupo, y el más perverso de ellos. Era un rubiecito de mejillas sonrosadas. De esos que cuando una recién lo conoce cree que es un chico ejemplar, ideal para que haga amistad con tu hijo. Pero el dicho de que las apariencias a veces engañan, iba perfecto con ese sociópata.

Yo tenía la vista a un costado, como para no ver las erecciones que desvergonzadamente bamboleaban frente a mis ojos. Santino me agarró del mentón y me hizo girar la cabeza. Me daba miedo. Sabía de lo que era capaz. Tenía ganas de gritar, pero me sentía tan impotente, que no me salía la voz. Además, mi casa estaba en un terreno enorme, y difícilmente sería escuchada por algún vecino.

Mientras el rubiecito me tenía hipnotizada con su mirada penetrante, Diego se arrimó a mí. Agarró el vestido en la parte inferior, y lo subió un poco, dejando el muslo a la vista. No pude evitar pensar que si hubiese llevado un pantalón, sería mucho más difícil que se aprovechen de mí.

— ¿Por qué tan reacia? Si nosotros lo cuidamos bien a Manuelito. ¿O acaso quiere que dejemos de ser sus amigos? —dijo Diego, quien era un muchacho gordo y alto. Un oso con lentes.

Nos habíamos mudado hacía poco tiempo. Por cuestiones económicas nos vimos obligados a vivir en un barrio más accesible, y enviamos a Manuel a una escuela pública. Sabía que íbamos a encontrarnos con personas diferentes a las que conocíamos. Menos sofisticados, más humildes. Pero nunca imaginé que sus compañeros de clase fueran de esa calaña.

— No puedo. Manuel va a volver en cualquier momento. Y mi marido puede llegar temprano del trabajo — argüí.

— ¿Escucharon? —dijo Leonardo. Un muchacho delgado, de pelo largo, con barba frondosa. Era el último engranaje de ese equipo de perturbados—. Dijo que no puede, pero no dijo que no quiere.

— Eso es un avance —acotó Santino—. Por tu bebé no te preocupes. Lo está entreteniendo una golfa que finge estar enamorada de él —cuando dijo esto, los tres soltaron unas odiosas risas—. Bueno, hay que dejar que la pase bien el chico… Y por tu marido tenemos que preocuparnos menos aún. Por lo que estuvimos averiguando, trabaja muy lejos de acá. Y si hubiese salido temprano, seguro te hubiese avisado ¿Cierto?

— Eso es lo que hacen todos los cornudos —comentó Diego—. Y así les va después… Si yo tuviera una hembra como esta, le caería siempre en horarios diferentes, para que la muy puta no crea que puede burlarse de mí —al decir esto, subió más el vestido. Mi ropa interior blanca quedó a la vista de los mocosos.

— Por favor —alcancé a decir en un balbuceo que me hizo sentir como si fuera una niña de diez años, intimidada por chicos más grandes que yo—. Yo les agradezco que cuiden de mi hijo. Y por eso… con más razón… ahora que son amigos de Manuel, les pido que también me traten bien a mí —mientras decía eso, tironeé el vestido hacia abajo, para cubrirme nuevamente. Realmente me resultaba muy humillante estar a la merced de esos críos.

En los primeros días le hicieron la vida imposible al pobre Manuel. Lo notaba con un humor lúgubre, que no se explicaba simplemente por el cambio de ciudad y de escuela. Él siempre fue de tener muchos amigos, pero acá, sus modales de chico de clase media resultaban chocantes para algunos resentidos sociales. No tardó en aparecer con moretones. Se la pasaba encerrado en su habitación, y se negaba a salir. La gota que rebalsó el vaso fue cuando un día, después de llegar de la escuela, lo vi con la nariz sangrando, llorando en el baño. Luego noté que su ropa estaba empapada. Cuando se la quise quitar para que se seque, me largó un grito, cosa que nunca había hecho, y me dijo que él se encargaría de lavarla. En ese momento me di cuenta del fuerte olor a orina que tenían sus prendas. Los acosadores no sólo lo habían golpeado, sino que lo habían humillado, meándose en él. Cuando tenía su edad, había sufrido algo parecido, por lo que sabía perfectamente del calvario que estaba viviendo.

Mi marido Arturo es un cobarde que siempre evita cualquier tipo de enfrentamiento. Pero esta vez se enfureció. Fue a quejarse a la escuela. Pero como supuestamente los hechos sucedieron fuera del predio escolar, las autoridades de la misma dijeron que no podían hacer nada al respecto. Después averiguó dónde vivían los padres de uno de los abusones —los padres de Diego—. Si ir a la escuela había sido una pérdida de tiempo, esto empeoró más las cosas. Cuando fue a hablar con ellos para que regañaran a su hijo, se encontró recibiendo el mismo trato que Manuel. Apareció en casa con un chichón en la cabeza, y con los labios partidos. Luego me dijo que también le habían apuntado con un arma de fuego en la frente. Nos habíamos mudado al lejano oeste, y no nos habíamos dado cuenta hasta ahora. Hicimos una denuncia que, como suele suceder en Argentina, no llegó a nada. Optamos por recomendarle a mi hijo que evitara todo lo que pudiera a esos chicos. Mientras tanto, intentaríamos cambiarlo de escuela, cosa difícil a esas alturas del año.

Somos una familia de cobardes, hay que reconocerlo. Cobardes y débiles. Ahora yo misma estaba temblando como una hoja frente a esos chicos siniestros. Y en el fondo de mi corazón sabía que en cuestión de minutos debería darles lo que tanto deseaban.

Al igual que mi esposo, yo había tenido un último acto de valentía. Sabía que los acosadores se quedaban a fumar marihuana en un quiosco que estaba muy cerca del colegio. Fui con la intención de hablar educadamente con ellos. Me dije que seguramente eran unos chicos con muchos problemas en sus casas, y que ellos mismos eran víctimas de sus progenitores. La violencia que había demostrado el papá de Diego era prueba de ello. Si trataba directamente con ellos, en lugar de con sus padres, podía ser que me escucharan. Estaba decidida, pero apenas abrí la boca, sentí que mis palabras salían todas entrecortadas. Estaba tartamudeando, como no lo hacía desde hacía un par de décadas. Además, otra cosa que me intimidaba mucho era el hecho de que los chicos me miraran arriba abajo, con lascivia, sin molestarse en disimularlo. Así y todo, había podido transmitirle el mensaje. Manuel era un buen chico, que no le hacía daño a nadie, así qué, ¿Podrían dejar de atacarlo, por favor? Si lo hacían, estaría eternamente agradecida.

— Y si dejamos de molestar a su hijo ¿Usted qué nos da a cambio? —había dicho Santino. Me quedé muda. Mientras decía esas palabras me miraba las tetas con descaro. SI bien no había hecho explícito qué era lo que esperaba como retribución, implícitamente sí estaba claro—. Está bien. Desde hoy vamos a dejar de pegarle… No... No solo vamos a dejar de pegarle. Vamos a tratarlo bien, y vamos a defenderlo cuando los del otro curso lo quieran golpear —aseguró. Se suponía que en ese momento debería haberme sentido aliviada, pero estaba con la guardia en alto debido a su comentario anterior.

— Créanos señora. Su hijo es muy fifi. No crea que somos los únicos que lo tenemos entre ceja y ceja —acotó Diego.

— Vamos a hacer todo eso… —siguió diciendo Santino—. Pero usted a cambio, va a ser nuestra puta. ¿Qué le parece el trato?

Los miré uno a uno, indignada e impotente, esperando a que al menos alguno dijera que toda esa palabrería era una broma de mal gusto. Pero se limitaron a seguir desnudándome con la mirada.

— Son unos pendejos delincuentes —alcancé a responder. Les di la espalda, y me fui, caminando lo más rápido que pude.

Opté por no decirle nada a Arturo, y mucho menos a Manuel. El pobre de mi marido ya no tenía nada que hacer. Lo único que ganaría con atormentarlo, sería que le dieran una nueva paliza, y que se sintiera más humillado aún. Por otra parte, con respecto a mi hijo, tenía miedo de que ese trío le contara la conversación que habían tenido conmigo, vanagloriándose de cómo me habían tratado. Sin embargo, no parecía haberse enterado. Y de hecho, poco a poco lo fui viendo de mejor humor. Pasó una semana, y luego dos, y tres. Manuel recuperaba la candidez que siempre lo caracterizó. Estaba de buen humor, y empezaba a salir con amigos. Por lo visto, el hecho de dejar de ser un parea, le había permitido acercarse a otros chicos, que seguramente antes se veían intimidados por los abusones, y por eso no se animaban a hacerse amigos de suyos.

Pero todo eso no iba a salir gratis, tal como lo había prometido Santino.

Sentí cómo las tres vergas se apoyaban en mi cuerpo. Dos de ellas en mis caderas, y la otra en mi pelvis. De alguna manera, estaba pagando el precio por ser una madre joven y atractiva. Me había costado mucho mantenerme fiel, pues los pretendientes no me faltaban, pero ahora pretendían inducirme a traicionar a Arturo. Tengo treinta y seis años, pero siempre me dicen que parezco de menos. La genética estuvo de mi lado desde el primer momento. Ni siquiera después de parir a Manuel sufrí grandes cambios. Mi piel blanca es suave, y casi no tengo signos de arrugas. Soy pequeña, peso apenas cuarenta y cinco kilos, por lo que el hecho de que mis acosadores fueran unos críos no cambiaba el hecho de que estaba en enorme desventaja, no sólo numérica. Uno solo de ellos bastaría para dominarme.

— Si hago lo que quieren… —cedí al fin, no sin sentir una enorme humillación y vergüenza—. Si hago lo quieren, me tienen que prometer tres cosas —dije. Sentí cómo Diego metía la mano por debajo del vestido, para empezar a magrear mi trasero. Todavía no había dicho mis condiciones, pero el gordo no podía contenerse. Sus manos me ultrajaban con impunidad.

— A ver putita, qué es lo que querés que te prometamos — inquirió Santino.

— Primero, que van a seguir tratando bien a Manuel, y que lo van a defender de cualquiera que lo quiera lastimar. Segundo, que esto quede entre nosotros. Y por favor, tienen que ser rápidos. Aunque me digan que Manuel está ocupado, seguramente puede llegar en cualquier momento. Y tercero, que después de esto, no me pidan nunca más que vuelva a hacerlo. Quizás en su imaginación esto es excitante, pero les aseguro que para mí es terriblemente traumático, ya que me están obligando a hacer algo que no quiero hacer. Tendrán que vivir sabiendo eso. Y ojalá que algún día maduren y recapaciten.

Las palabras me habían salido casi sin interrupciones. Sólo en dos o tres ocasiones tartamudeé, o me vi obligada a tomar aire. Era difícil pensar mientras los pendejos no dejaban de frotarme con sus pijas, pero me pareció que el trato era más que justo. Por mi hijo era capaz de someterme a tres adolescentes, e incluso a  mucho más, pero debía poner un límite.

— A ver doña Mengibar, creo que no está entendiendo la situación. Acá los que ponemos las reglas somos nosotros —dijo Santino, haciendo que el alma se me cayera al suelo. Pero no pude evitar pensar que tenía razón. Estaban a punto de cogerme, y no había necesidad de su parte de hacer ningún tipo de concesión—. De todas formas, lo de defender a tu hijito, ya lo venimos haciendo, y bien que nos cuesta. Si no, fíjese los puños de Leo —el chico alto extendió su mano frente a mí, mostrándome los nudillos con las cicatrices que le dejó algún enemigo con sus dientes—. Y ni que hablar de que ya nos ganamos nuevos enemigos por andar con un pelele como Manuel —siguió diciendo Santino—. Por lo segundo, no se preocupe, que nosotros también estamos interesados en que esto no salga de acá. Por su hijo tampoco se haga problema. Le arreglamos una cita con una trolita que lo va a hacer debutar sexualmente, así que va a estar ocupado durante una hora.  Ahora, con respecto a eso de que sea la última vez que la cojamos… Ya puede sacárselo de la cabeza.

— Pero… No pueden… No puedo… ¡No puedo coger con ustedes cada vez que quieran!

— Creo que ya es hora de dejar de hablar, y de pasar a la acción —dijo Santino como única respuesta.

Ahora ya no era solo la mano de Diego la que se metía por debajo del vestido. Un montón de dedos torpes y ansiosos hurgaban en mis partes íntimas, haciendo que el estampado floreado se moviera. No tardé en sentir que alguien me bajaba las bragas, creo que fue Leonardo. Pero otro de los rufianes tironeó de ella, hasta arrancármela, haciéndola hilachas. Diego tiró la tela destrozada a un costado. Me empujó un poco hacia adelante, como para que me saliera de ese rincón pegada a la pared. Se colocó detrás de mí, se inclinó con una agilidad asombrosa, teniendo en cuenta su físico, y me lamió el trasero. Leonardo, por su parte, empezó a hurgar en mi sexo. Lo penetró con un dedo sin ningún preámbulo. Santino no paraba de magrear mis tetas, sin dejar de mirarme fijamente. Parecía disfrutar de ver mi cara de resignación.

— Ey, que nos haga una buena mamada ¿No? —propuso Leonardo.

— No seas mandón —lo retó Santino—. Vamos a dejar que ella elija cómo quiere que lo hagamos. ¿Eh señora Mengibar? ¿Quiere mamárnosla, o quiere que la cojamos? —Agarró mi mentón y me hizo levantar la cabeza, ya que en ese momento no le había podido sostener la mirada—. Ande, dígalo en voz alta.

— Prefiero chupárselas —respondí, sin dilatar más de lo necesario ese denigrante momento.

Me agaché, poniéndome en cuclillas, ya que si me ponía de rodillas, me las iba a lastimar. El primero que arrimó su verga fue Santino. Era pequeña, aunque su glande era enorme en comparación al tronco, como si fuera un hongo. Su pelvis apenas tenía vello. Maldito niño, pensé. No le habían crecido los pendejos y ya quería abusar de una mujer de treinta y seis años. El mundo se estaba volviendo loco. Agarré del pequeño instrumento, y me lo llevé a la boca. Sabía salado, y mi lengua enseguida se encontró con la viscosidad del presemen. Santino gimió y se retorció de placer. Era muy fácil metérmela en la boca. Incluso si separaba mucho mis labios podría llegar a tragarme tanto la verga como los pequeños testículos que le colgaban.

— Pero que nos las chupe a los tres a la vez ¿No? Como hacen en las películas porno —propuso el troglodita de  Diego.

Maldije para mis adentros. Estos malditos críos lo único que sabían de sexo era lo que habían visto en las películas, y ahora querían practicar conmigo. Más que cogerme, me usarían como una muñeca inflable. Escuché el sonido de los cierres bajarse, y de los cinturones cayendo al piso junto a los pantalones, que quedaron en los tobillos. Levanté la mirada y me encontré con que ahora tenía las tres vergas frente a mí. El olor de esos falos era muy intenso, pues además de estar transpirados, pues era una época calurosa, todos ellos empezaban a soltar el líquido preseminal. Lo bueno era que por un momento dejaron de meter mano en todos mis orificios.

— Vamos zorra, andá mamando una a una, mientras masturbás a los otros —dijo Diego.

— ¡No es fácil chupar sin la ayuda de las manos! —me quejé. Pero apenas terminé de hablar, ya tenía su pija en mi boca.

Era la más grande de todas. Bastante gorda. Los otros dos me agarraron uno de cada mano, y las llevaron a sus respectivas vergas, para que las masajeara mientras mamaba. Tuve que ponerme de rodillas, para no perder el equilibrio. Diego me agarró de la nuca, y empujó hacia adelante mi cabeza, para que me tragara su gruesa verga. Si fuese por él, me la metería hasta la garganta, pero con las pocas fuerzas que tenía, me las arreglaba para que no lo lograra. De todas formas, empecé a lagrimear.

Leonardo lo empujó para avisarle que ya era su turno. Ahora me arrimaba su tiesa verga delgada. La lamí, sin metérmela en la boca. Mi lengua se frotó con intensidad en el prepucio. Mi idea era concentrarme en esa zona, para hacerlo acabar lo antes posible. Y funcionó, aunque mi aspecto era patético, semejante a una perrita que bebe desesperadamente en un plato de agua. El chico eyectó un potente chorro de semen que dio en mi rostro. Me percaté de que desde hacía años que Arturo no me acababa en la cara. Nuestro matrimonio se había vuelto muy monótono, y la cama no era la excepción. No quería imaginar su cara si me viera en ese momento, comportándome como una puta.

La leche quedó chorreando en los labios y en la nariz. A Santino poco pareció importarle, pues no tardó en meterme su pija de nuevo. Ahora que Leonardo tenía su miembro fláccido, ocuparme de dos era más fácil. El rubiecito no tardó en ir a la saga de su amigo. Pero él acabó adentró. Como no sabía qué hacer con su semen, me lo tragué.

— Vaya puta, miren como le gusta tomar leche —se ufanó el chico.

Por lo visto a ninguno parecía molestarle el hecho de que no duraran ni cinco minutos. Fui a por Diego, dispuesta a hacer lo mismo que lo que hice con sus amigos. Si ellos me humillaban de esa manera, yo atacaría su hombría. Si ahora no se percataban de lo poco viriles que resultaban al ser tan precoces, ya lo harían más adelante. De repente sentí cómo Diego me golpeaba el rostro con su sexo, como dándome latigazos. Luego me la metió de nuevo.

— Tragate toda, zorra —dijo. Apoyó las manos a los costados de mi cara, y empujó la pelvis. La verga entró con violencia. Incluso mis labios hicieron contacto con sus peludos testículos—. Muy bien —dijo.

Dejó su instrumento, ahogándome con él. Golpeé con fuerza sus piernas, para que lo retirara, pues me estaba ahogando. Cuando por fin lo hizo, parecía haber pasado una eternidad. Tosí, y escupí abundante saliva en el piso, a la vez que largaba la leche que había escupido Diego.

— Por favor —dije, agitada—, vístanse y vuelvan a la mesa, con sus cuadernos.

Me levanté, no sin sentir dolor en las rodillas. No me había raspado, pero estaban coloradas por el peso que imprimí en ellas durante esos minutos. Me limpié la cara manchada de fluidos con mi brazo. Fui por un trapo húmedo, y limpié ahí donde había escupido saliva y semen. Los chicos se habían levantado los pantalones. Pero no habían vuelto a la mesa. Me miraban mientras intentaba que todo quedase tal cual estaba, para que Manuel no sospechara nada cuando volviera. Me estiré para alcanzar una repisa, para agarrar un desodorante de ambiente, pues supuse que el olor a sexo quedaría en el aire, y lo mejor sería taparlo con algo. Cuando lo tomé, sentí que dos manos se apoyaban en mi cintura.

— Ya hice lo que querían. Por favor, déjenme en paz —supliqué.

Se trataba de Santino. Apoyó su verga en mis nalgas, haciéndome sentir que ya estaba al palo de nuevo. No había tenido en cuenta eso. Los chicos como él todavía no saben controlar la eyaculación, pero como contrapartida, no necesitan descansar mucho para tener una nueva erección. Hacía tanto que solo tenía relaciones con Arturo, que me había olvidado de lo potentes que podían ser los adolescentes.

— No tenemos tiempo —me quejé—. ¡No tenemos tiempo para que me cojan los tres!

Santino levantó el vestido.

— Qué hermoso culo —escuché decir a Leonardo.

Separé las piernas, resignada. Me apoyé sobre la mesada que tenía frente a mí. Al menos no tenía que ver su cara prepotente mientras me violaba.

Era patético. Estuvo un rato buscando el agujero donde tenía que meter su corta verga. Empujó hacia adelante, pero no me penetró. Tuve que abrirme más de piernas, y flexionarlas un poco, para que el chico encontrara el blanco. Me agarró con violencia de las caderas, y por fin lo enterró. Si bien era pequeña, su gruesa cabeza no pasaba inadvertida en mi sexo. No pude evitar soltar un débil gemido, que ellos festejaron como si su equipo de fútbol hubiese metido un gol. Envalentonado por la reacción involuntaria de mi cuerpo, me penetró con mayor vehemencia. Mientras lo hacía, me daba nalgadas, y me recordaba lo puta que estaba siendo.

— Esto se siente muy rico chicos. Y encima, a esta milf le está gustando.

Esta vez no acabó en tres minutos. Estuvo al menos diez montándome. Al final, largó el semen sobre mi trasero. Cuando me bajó el vestido, la tela de este terminó absorbiendo sus fluidos.

— Bueno, ahora me toca a mí —dijo Diego.

— No. Por favor. Si entra Manuel, me muero, y ustedes no van a poder poseerme nunca más. ¿Eso es lo que quieren?

Santino miró la hora. Dijo que faltaban al menos quince minutos para que llegara Manuel, y que además, le había dicho a su amiguita que le avisara apenas saliera de su casa. Era cerca, pero tendrían el tiempo suficiente para vestirse y fingir que no pasaba nada.

Diego me agarró de la cintura, y de un movimiento me puso sobre la mesada. Era una bestia. A pesar de que tenía la mitad de mi edad, pesaba casi el doble. Me sentía una muñequita manipulada por un gorila. Se inclinó como para ver de cerca mi sexo.

— Qué lindo es. Y cuánta piel tiene —dijo, haciéndome avergonzar.

Lamió la vulva. Era evidente que nunca en su vida había hecho sexo oral. La lamía de punta a punta, y saboreaba los labios vaginales, como queriendo encontrar algo en ellos, pasando por alto el clítoris. Metió un dedo, pero no logró hacerme gemir. Frustrado, dejó su tarea oral, se irguió, y asomó su verga.

Me cogió de parado. Su voluminoso abdomen le complicaba la tarea por momentos, pero como era el más prodigioso de los amigos, lograba llegar a su destino. Me agarró de las tetas y empezó a cogerme con violencia. Yo hacía todo lo posible por mirar a otro lado con apatía. No participaba más que en lo mínimo e indispensable. Quería que se fueran con la idea de que si me estaba dejando coger por ellos, era porque no me quedaba más remedio que hacerlo. Sin embargo, mi cuerpo no es de madera, y otra vez solté algunos gemidos cuando el chico lograba enterrar la verga al completo. Vi, por encima del hombro de Diego, la expresión de satisfacción de sus secuaces.

Su gordo cuerpo se apretaba con el mío, mientras daba sus embestidas. Jadeaba afanosamente en mi oído. Estaba tardando en eyacular, cosa que me hacía temblar de miedo.

— Tranquila, recién está saliendo de allá —dijo Santino, quien había leído un mensaje del celular.

Diego empezó a masturbarse frente a mí con frenesí, hasta que gimió como cerdo y soltó sus espermatozoides en mi muslo.

Me bajé de la mesada de un salto. Por esta vez no había nada en el piso. Todos los fluidos habían quedado en mi cuerpo. Me metí en mi habitación para limpiarme. Después de unos minutos, escuché la voz de Manuel, que entraba a casa. Santino le decía algo, y luego reían. La risa de Judas, pensé yo. Me quité el vestido, y lo usé para limpiar el semen que aún estaba impregnado en mi cuerpo. Era un lindo vestido, de tela negra con estampado de flores rojas, azules, y blancas. Tendría que tirarlo a la basura. No quería volver a usar esa prenda con la que me ultrajaron esos tres críos, estando con Arturo o Manuel. Al pensar en ellos, no pude contenerme más y me largué a llorar.

De repente alguien abrió mi puerta. Se trataba de Leonardo.

— ¡Que hacés! ¿Estás loco? —le dije.

Me encontraba completamente desnuda. Aún no me había bañado, por lo que mi piel se sentía algo pegajosa en las partes donde había recibido los orgasmos de los chicos.

— Le dije a Manuel que necesitaba ir al baño. Mientras más tardes en entregarte, más va a sospechar de que algo raro está pasando —dijo el pelilargo.

Pendejo hijo de puta, pensé. Pero tenía razón. Estaba segura de que no se iría sin cogerme, como lo habían hecho sus amigos. Mis lágrimas no lo enternecían ni un poco. Me tiré en la cama, boca arriba, mirando el techo, sin poder evitar seguir llorando. Esto no sólo no le importó, sino que pareció excitarlo más aún. Me violó haciendo el menor ruido posible. Su delgada verga se enterraba con violencia en mí. Pensé en Manuel. Debía aguantar por él. Yo me sacrificaría para que su estadía en la escuela no fuera un infierno. Ocuparía su lugar y dejaría que esos abusones se desquitaran conmigo. Soportaría que me bañen con litros de leche con tal de que no volvieran a orinar sobre él. Ni tampoco quería que Arturo pusiera su vida en riesgo por defendernos.

— Santino dijo que vayas a ofrecernos algo para tomar. Cambiate rápido y andá —dijo, una vez que terminó, mientras se abrochaba el cinturón. Yo había quedado inmóvil sobre la cama, como esperando a que en cualquier momento viniese otro de ellos y usara mi cuerpo a su antojo.

Con mucho esfuerzo me levanté, tratando de no pensar en lo que acababa de suceder. Me metí bajo la ducha, y me froté con jabón en donde estaba sucia, sin mojarme el pelo. No dudaba de que si demoraba mucho, Santino haría alguna cosa que me perjudicaría. Me puse ropa interior limpia, y me vestí con un vestido azul. Quizás no era la mejor idea volver a usar un vestido cerca de esos depravados, pero era lo más práctico, si quería vestirme rápidamente. Pero por otra parte, el hecho de que me convocara, me hacía pensar que tenía una última humillación para mí.

Fui a la cocina, y serví refrescos en cuatro vasos. Manuel estaba con la cabeza metida en su cuaderno, escribiendo sin parar. El enorme cuerpo de Diego cubría su visión del lado derecho. Me incliné para apoyar la bandeja. Como era de esperar, mientras mi hijo estaba distraído con sus deberes, y además tapado por Diego, Santino aprovechó para manosearme el culo en sus propias narices. Cuando vio que no se daba cuenta de nada, fue a por más, y deslizó su pezuña por debajo del vestido.

Pero eso no había sido todo. Diego no dejaba de preguntarle tonterías a Manuel, para asegurarse de que continúe sumergido en su cuaderno. La mano del rubiecito seguía magreando mis nalgas. Pero luego hizo algo que me puso los pelos en punta. Tironeó de la braguita que llevaba. Yo junté las piernas, mientras extendía el brazo para alcanzarle el refresco a Leonardo. Pero Santino siguió tironeando de mi ropa íntima. Vi, aterrorizada, la cara de Manuel.

— ¿Todo bien ma? —preguntó.

— Sí —contesté. Supuse que desde el ángulo donde se encontraba, sólo podía ver que yo estaba al lado de Santino, mientras que de él sólo vería su hombro y apenas parte de su brazo. No tenía manera de saber que con ese mismo brazo, su supuesto amigo seguía tironeando de la bombacha. Yo sentía el elástico ya a la altura de mis rodillas. Tuve que ceder, y separar las piernas. Ahí la prenda cayó sola hasta los tobillos. La pequeña tela verde quedó en el piso cuando di un paso al costado, para acercarle el refresco a Diego y a Manuel. Santino fingió que se la cayó al piso una birome, y cuando se inclinó, agarró la braga que me acababa de sacar. Con esa eran dos, ya que la otra que había quedado hecha trizas se la había guardado Diego. Una especie de trofeo de guerra, imaginaba yo.

Estuve con el corazón en la boca, esperando que se fueran. Creo que sólo estuvieron una hora más, pero fue la hora más larga de mi vida. Al final, Manuel me llamó, diciendo que los chicos se querían despedir.

— Adiós señora Mengibar —dijo Santino, dándome un beso en la boca.

Manuel estaba en el umbral de la puerta, con los otros dos chicos. Pareció confundido cuando vio el beso. Pero como Santino le daba la espalda, supuse que no lo había visto con claridad.

Me sentí infinitamente aliviada. Aunque sabía que era un sentimiento pasajero. Le di un efusivo abrazo a Manuel, quien pareció confundido. A la noche, hice el amor con Arturo. Mientras él dormía, me llegó el mensaje de Santino. “Una vez por semana. Vas a ser nuestra una vez por semana”, decía. Se me puso la piel de gallina.

Pero ya tenía un plan. Evitaría por todos los medios que esos chicos volvieran a casa. Le inventaría una excusa a mi hijo. Por otra parte, le insistiría a Arturo que nos mudásemos. De todas formas, fuéramos a donde fuéramos, no encontraríamos un lugar peor que ese. Pero no iba a dejar que volvieran a abusar de mí. No lo haría.

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Ser linda no es algo fácil, a diferencia de lo que la mayoría de las personas creen. Desde aguantar la envidia de las mujeres que te rodean, hasta tener que evitar todo el tiempo a los hombres que te ofrecen sus vergas. Una tiene que pasar por muchas situaciones incómodas, y hasta violentas. De chica, cuando empecé en un nuevo colegio, no tardé en entrar en el radar de las chicas malas. Como siempre tuve una personalidad débil, nunca había podido capitalizar mi belleza, convirtiéndola en un arma que me sirviera para manipular a los demás, ya sea convirtiéndome en una líder dentro de mi grupo de amigas, o seduciendo a los chicos, por lo que en mi adolescencia me encontraba totalmente indefensa. Siempre fui de perfil bajo, y si llamé la atención indeseada de chicas celosas, y hombres mayores sedientos de lujuria, no fue algo adrede, sino que salía de forma natural.

Sin darme cuenta, me había convertido en la enemiga pública de un grupo numeroso de compañeras. Las que no me odiaban, no tenían el coraje para ponerse de mi lado. Y no las culpaba, pues yo era una debilucha, tanto en lo físico como en el carácter. Algunos chicos eran muy amables conmigo, pero siempre, indefectiblemente, en algún momento mostraban sus garras. Las frases bonitas y la cordialidad no eran cosas gratuitas. Todos querían que le entregara lo que escondía mi falda tableada. Además, la atención despertada en los hombres, generaba el mayor repudio de mis enemigas. No tardé en ser blanco de burlas y amenazas. Se inventaron todo tipo de historias sobre mí. Ante mi completa perplejidad, me había ganado el mote de puta. Para ser exacta, me decían Clarita, la putita.

Pero a pesar de esas injurias, apenas había besado a algún que otro chico hasta el momento. Con la mayoría de ellos no sentía más que una pasajera atracción. Los pocos que me gustaron de verdad, tenían novias, o simplemente estaban en la mira de alguna de mis enemigas, por lo que no tardaba en alejarme de ellos. Esto trajo como consecuencia que esos chicos que primero se desvivían por conquistarme, luego me tacharan de histérica. Puta e histérica. No había muchos calificativos peores que esos dos para una adolescente.

En esa época la palara bullyng no existía, pero yo la sufría en carne propia. Los tres años de secundaria fueron los más solitarios de mi vida. Sin haber hecho algo malo, fui condenada al ostracismo. Cuando tenía el suficiente valor para enfrentarme a mis acosadoras, terminaba siendo humillada en la salida de la escuela. Recuerdo particularmente una de esas ocasiones. Melisa, la líder de las chicas que me molestaban, me obligó a que dijese en voz alta que era una puta. “Decí que sos una puta, o te pego”, me había dicho. Me tenía agarrada del brazo, para  no dejarme ir, y alrededor de nosotras estaban sus aliadas, dispuestas a evitar que huyera. Y un poco más alejados, formando un círculo enorme, estaban un montón de otros alumnos, que miraban todo con morbosidad. “Soy una puta ¿y qué?”, dije al fin. En esa ocasión me liberé de la paliza, pero esa frase que dije quedó en la historia. No pasaba día sin que me recordaran esa tarde en la que, frente a la mitad de la escuela, afirmé que era una puta. Hasta los compañeros que parecían ser más buenos, y que incluso eran acosados por otros chicos, no podían evitar burlarse de mí. Era el chivo expiatorio perfecto, para que, por una vez, no fueran ellos las víctimas.

Como en una especie de rebelión, pero a la inversa, terminé por aceptar ese papel que me obligaban a representar. En los últimos meses de clases, cuando ya contaba con dieciocho años, me había convertido en la puta que tanto querían que fuera. Pero me cuidaba mucho de no hacerlo en la escuela, pues tenía mucho miedo a las palizas que solían darme cuando hacía algo que pudiera ofender a mis acosadoras. Salía todos los fines de semana a algún boliche, y me dejaba meter mano por desconocidos en los rincones más oscuros del local. Hacía mamadas a los patovicas para poder entrar gratuitamente, o para conseguir tragos sin costo alguno. Y me dejaba llevar a los pestilentes baños por cualquiera que quisiera cogerme en uno de los pequeños cubículos. Estaba completamente descarriada. Hasta que conocí a Arturo.

Era un gordito tímido que cursaba en la otra división. Siempre me había mirado como si estuviera enamorado de mí. Su expresión era muy transparente. Nunca me había fijado en él, y probablemente, si en lugar de ser la parea de la escuela, hubiera sido la líder ególatra que podría haber sido de solo quererlo, jamás lo hubiera mirado más de dos veces. Pero cuando estaba en ese camino de autodestrucción, Arturito se atrevió a hablarme en el patio de la escuela. Me pareció un acto sumamente valiente, pues yo estaba en una liga muy superior a la suya, teniendo en cuenta sólo lo estético, por supuesto. No se me escapaba que en parte, su valentía se debía a que nadie parecía quererme, por lo que se imaginó con alguna posibilidad, pero no por eso dejaba de valorar su actitud.

Lo dejé invitarme al cine. Descubrí que cuando se soltaba, era gracioso e inteligente. Pero debo ser sincera, lo que me hizo bajar la guardia fue el hecho de que me encontraba tan terriblemente sola, que necesitaba a alguien que me quisiera de verdad. Y Arturo no solo me quería, sino que me adoraba. Tuve mucha suerte, porque estaba con el autoestima tan baja, que podría haber terminado con cualquiera en lugar de con él. De a poco, dejé las noches de alcohol y sexo, y me ocupé de armar una relación con él. Cuando por fin terminaron las clases, formalizamos nuestro noviazgo. Pero la alegría no duró mucho. Había pasado algo que no me dejaba dormir, y amenazaba con quitarme la felicidad que tanto me había costado conseguir.

Alguno de aquellos desconocidos a los que me entregué en el baño del boliche, o en el estacionamiento, en la parte trasera de algún auto, me había dejado embarazada. Estuve durante semanas con el corazón en la boca, sin saber qué haría. Incluso había estado averiguando lugares donde podía practicarme un aborto. Pero las historias que se contaban de esos sitios eran tan atroces, que no me animaba a hacerlo. Cuando la panza empezó a crecer, no pude más y le confesé todo a Arturo.

— Es mi hijo —dijo él, acariciando mi barriga con ternura.

— No Arturo, no entendés… —dije, pensando que el pobre ni siquiera recordaba que recién hacía un mes habíamos empezado a hacer el amor, y que además siempre lo hacíamos tomándonos todos los cuidados necesarios—. Es que… Yo no sé de quién es —agregué, largándome a llorar.

Él me abrazó. Apoyé mi cara en su hombro, como cubriéndome de la vergüenza.

— No digas tonterías. Claro que es mío —insistió.

Cinco meses después, nacía Manuel.

Tuvimos una vida feliz casi en todo momento. Los años más difíciles fueron los primeros, cuando nos convertimos en adultos, a la vez que Manuel cumplía sus primeros años. La cuestión económica era complicada, pero mis suegros nos ayudaban mucho. Con el tiempo, Arturo fue escalando posiciones en la empresa donde trabajaba, hasta que logró tener un cargo con cierta jerarquía, que se traducía en un excelente sueldo.

Pero después de más de una década, la empresa se fue a la quiebra, y ese fue el desencadenante de todo lo malo que nos sucedería en el futuro.

Dieciocho años después de haber dejado atrás a aquella adolescente descarriada, me veía obligada nuevamente a ser la puta que los demás querían que fuera. El destino parecía ensañarse conmigo.

Me había mentido diciéndome que sólo me iba a dejar abusar por esos críos aquella vez, pues prácticamente me veía obligada a ello. Pero sacarme de encima al depravado de Santino y sus secuaces, no había sido nada fácil, más bien al contrario.

Me rehusé a leer los mensajes que me enviaba. En todo caso, podría invernar cualquier excusa que justificase no haberlo hecho. Por otra parte, Cuando no encontraba excusa para negarle a Manuel que los invitara a casa, yo me iba toda la tarde a hacer cualquier cosa por ahí. Así pasó un mes. En ese tiempo le insistí a Arturo para que nos mudásemos. Pero él decía que ahora que parecía marchar todo bien en la escuela de Manuel, no había motivos para irnos. Amaba a Arturo, pero a veces era tan inconsciente de lo que sucedía a su alrededor, que me exasperaba.

Tenía todo el tiempo el corazón en la boca, pues sabía que sólo era cuestión de tiempo para no poder evitar caer en las garras de mis acosadores. Pero debía resistir un poco más. Sólo faltaban unos meses para que terminaran las clases, y Manuel se recibiera. Una vez que sucediera eso podría alejarse de ese ambiente tan tóxico, y no tendría esa amenaza constante sobre su cabeza.

Tenía mucho miedo de que mi hijo recibiera las agresiones en mi lugar, debido a que los estuve esquivando durante todo ese tiempo. Y ese miedo no tardó en confirmarse. Un día apareció con los labios partidos. Le pregunté si habían sido sus amigos. Pero me dijo que no rotundamente. Habían sido los del otro curso. Sus amigos no estaban cerca para defenderlo en ese momento. Sin embargo, a mí no se me escapaba la verdad. Santino aún no lo agredía, pero ya le había quitado su protección. Era un claro mensaje para mí. Si no cedía a sus caprichos, el próximo paso sería volver a hacerle la vida imposible a mi hijo.

Pensar en el sufrimiento de Manuel me retrotrajo a ese pasado de soledad absoluta. Sabía perfectamente lo que era ser discriminada por todos. Y si Santino se lo proponía, haría de su vida un infierno nuevamente. En mis momentos más oscuros, había pensado incluso en quitarme la vida. El solo hecho de pensar que mi hijo pasaría por ese mismo sufrimiento, me desesperaba.

No tenía muchas alternativas. Tarde o temprano, debería someterme.

Sin embargo ese día llegó de manera intempestiva. Me maldije a mí misma por ser tan testaruda. Debía haber manejado la situación de manera más inteligente. Pero ahora me veía en una situación mucho más incómoda de lo que había imaginado.

Era viernes. Había ido al gimnasio, el cual era una de las pocas distracciones que tenía en esa época. Cuando llegué a casa me encontré con que tanto Arturo como Manuel ya se encontraban en la casa. Al verlos sentí una inmensa alegría. Eran todo lo que tenía, y era capaz de hacer cualquier cosa para cuidarlos. Fui a darme una ducha. Tenía ganas de estar cómoda, así que me puse un short bastante corto, una remera, y unas sandalias.

Cuando bajé, me encontré con la desagradable sorpresa. El trío de depravados que habían abusado de mí, estaba en la casa. El disgusto fue imposible de disimular, ya que tanto Arturo como Manuel lo notaron.

— Papá me dijo que podía invitarlos —dijo mi hijo, dejando a los degenerados en el living.

No había contado con eso. Manuel no se había molestado en avisarme a mí que vendrían sus amigos, porque ya contaba con la autorización de su padre. Para colmo, ya eran las siete de la tarde, y no tenía una excusa a mano para irme por unas horas.

Los dejamos jugando a los videojuegos y riéndose de quién sabía qué tonterías.

— Tranquila, ya sé que son los mismos chicos que lo molestaban —me dijo Arturo, cuando estuvimos a solas. Él había interpretado que mi malestar era debido a que yo creía que aún no conocía la identidad de esos tres—. Son chicos… están a tiempo de ser buenas personas —agregó el inocente.

— Pero el padre del gordo fue el que te apuntó a la cabeza —dije.

— Pero el pibe no tiene la culpa de que su viejo sea un violento —contestó mi marido, usando un argumento que yo misma había creído correcto hacía muy poco tiempo. El pobre era tan ingenuo como yo. No tenía idea de lo corrompido que ya estaba Diego y el resto de los chicos.

En vano, le dije que saliéramos a pasear durante la noche, mientras los chicos pasaban las horas sin que tuviéramos que molestarlos. Me respondió que estaba cansado, y prefería quedarse en casa.

Un par de horas después, tuvimos la cena más incómoda de mi vida. Pedí unas pizas, pues no pensaba cocinar para esos hijos de putas. Los tres no dejaban de lanzarme miradas libidinosas, sobre todo a mis tetas. Arturo se dio cuenta de la atracción que generaba en los adolescentes, pero no se molestó en absoluto. Incluso me hizo algún chiste al respecto cuando fuimos a la alcoba.

Me metí a la cocina, a lavar los utensilios que habíamos utilizado. Tal como lo había imaginado, uno de los chicos me había seguido, con la excusa de colaborar. Se trataba de Santino.

— Voy a estar con ustedes. Pero hoy no. Por favor, acá no podemos hacer nada —dije, con la voz temblorosa, y con mi cuerpo atravesado por un escalofrío.

Santino se arrimó por detrás. Puso sus manos en mis caderas, y apoyó su pelvis en mi trasero, haciéndome sentir cómo su verga pasaba de ser semifláccida, a estar totalmente sólida.  Me dio un beso en el cuello, que me hizo morirme de miedo. ¡Podría entrar cualquiera a la cocina! Luego deslizó una de sus manos, y empezó a palparme el trasero, mientras yo seguía lavando los cubiertos.

— Nos hizo esperar mucho, así que la tenemos que castigar. No sabe cómo me costó mantener a raya a los otros dos —dijo el chico, susurrando—. Me taladraron la cabeza durante todo el mes. Que cuándo nos vamos a coger a la mamá de Manu, que por qué no le mandás un mensaje, que si la mina es una puta, ¿por qué ahora se hace la difícil? ¡Están insoportables! Hasta estuvieron a punto de venir por su cuenta. No puedo dejar que se me rebelen los esbirros. Ahora va a tener que pagar.

— Pero acá es imposible…

— No se preocupe, vamos a encontrar la manera de que su familia no se dé cuenta. Manténgase despierta hasta la madrugada.

— ¿Se van a quedar  dormir? —pregunté.

— Por su puesto. Y usted misma nos va a invitar, sin que nadie se lo pida.

Cuando volvimos a la sala de estar, sintiendo un profundo repudio hacia mi propia persona, pregunté que por qué no se quedaban a dormir. Todos estuvieron de acuerdo, por supuesto.

Los dejamos solos, pero Arturo les dijo que no se quedaran hasta muy tarde. Yo hubiera preferido que siguieran con los videojuegos hasta altas horas de la madrugada, como lo hacían los chicos normales.

Mi marido quiso hacer el amor cuando estuvimos en nuestra habitación. Pero le dije que no tenía ganas de hacerlo estando los amigos de Manuel en casa. Quizás al otro día estaría de humor, lo consolé. Como era de esperarse, antes de la medianoche ya estaba dormido.

Por mi parte, no pegué un ojo en toda la noche. Cuando dejé de escuchar las voces de los chicos, me di cuenta de que era cuestión de minutos para que debiera sacrificarme nuevamente. Los cuatro estarían durmiendo en la habitación de Manuel. Habíamos puesto dos colchones en el piso. Agucé los oídos. Parecía que se estaban acomodando. Unos minutos después, hubo un silencio absoluto.

Esperaba un mensaje de Santino, que me dijera que fuera a la cocina, o a la sala de estar. No pude evitar pensar que después de todo, realmente era una puta. ¿Quién en su sano juicio estaría meditando sobre las cosas que yo meditaba en ese momento? Pero tampoco podía evitar sentir que estaba obligada a actuar así. No sólo por Manuel, sino por Arturo, quien podría salir gravemente lastimado si se enemistaba con esos delincuentes.

El tiempo pasaba, cosa que me llenaba de ansiedad. Por primera vez, me vi embargada de unas inmensas ganas de que todo sucediera de una vez. Ya no aguantaba la incertidumbre.  Decidí que si no recibía mensaje en los próximos diez minutos, yo misma bajaría. Ellos, que seguramente estaban despiertos, me escucharían salir de la habitación, y entenderían que ya era hora de abusar nuevamente de la señora Mengibar.

Pero no debí esperar esos diez minutos. Debí salir del cuarto en ese mismo instante, porque lo que me esperaba, era peor de lo que me había imaginado.

La puerta del cuarto se abrió. Estaba todo oscuro, pero un pequeño haz de luz apuntó a la cama. Cuando el intruso pareció comprobar en qué posición me encontraba, la luz, la cual supuse que era la linterna del celular, se apagó. Una mano se apoyó en mi pierna. Agarré esa mima mano, y usé el brazo como una ruta hasta llegar a su rostro. Me erguí, y cuando encontré su oreja, le hablé en voz muy baja.

— Acá no. Por favor. Pueden hacerme lo que quieran. Les juro que de acá en más voy a ser su puta. Pero acá no podemos —supliqué.

Las pequeñas manos, las cuales estaba segura de que le pertenecían a Santino, se posaron sobre mi rostro. Sentí cómo algo se acercaba. Y entonces, unos labios fríos se estamparon en los míos.

— Si tu marido se llega a despertar, me escondo debajo de la cama —dijo el chico—. Y ya no hablemos. Si no, se nos puede acabar la fiesta.

Me dio otro beso, esta vez metiendo la lengua adentro de mi boca. Escuché el sonido de un cierre al abrirse. Me tomó de la mano, y la guió hasta su sexo. Estaba igual a como se encontraba cuando me abordó en la cocina. Todavía blando, pero ya empezando a hincharse. Resignada, lo masajeé, sintiendo cómo se endurecía hasta tener una firmeza que Arturo hacía años no conseguía.

Santino apoyó su mano en mi nuca, impaciente. Yo me estiré, tratando de hacer el menor movimiento posible, y me llevé esa verga pequeña pero cabezona a la boca. A mi lado, mi marido dormía plácidamente. No era de roncar, pero su respiración era mucho más profunda que cuando estaba despierto. Era fácil de adivinar cuando estaba a punto de despertarse, pues esa respiración profunda desaparecía.

Acaricié los testículos llenos de leche del mocoso, y manipulé mi lengua, haciendo movimientos de víbora sobre su glande, toda para lograr que acabase lo más rápido posible. Pero me di cuenta de que había cometido un grave error. Hacer eso contribuía a que el orgasmo del hombre llegara más rápidamente, pero a la vez, su excitación era mucho mayor. Cuando mi lengua jugueteaba con el prepucio, Santino no pudo evitar largar un fuerte jadeo, a consecuencia de la enorme excitación que estaba sintiendo. Fue en ese momento en el que dejé de oír la característica respiración de Arturo.

Mi corazón se detuvo por un instante. Arturo se removió en la cama. Balbuceó algo que no alcancé a entender. Pareció darse vuelta y acomodarse. Me di cuenta de que Santino no se había metido debajo de la cama, tal como había prometido. Pero lo cierto era que  esa era la mejor decisión, pues hacer cualquier ruido era muy riesgoso en ese momento, y de todas formas, el cuarto estaba completamente oscuro.

Unos instantes después, Arturo volvió a dormirse.

Ahora me veía obligada a complacer al chico sin poder acelerar el proceso. Dejé de concentrarme en la cabeza, para empezar a saborear el tronco, y también los testículos. Mi mano se deslizaba sobre el sexo, sintiendo la humedad que yo misma dejaba en él. El chico ya no emitió ese poderoso jadeo, pero se lo escuchaba gemir débilmente, mientras le comía la pija con maestría. Había vuelto a ser Clarita, la putita. Después de todo, las chicas de la escuela no estaban tan equivocadas.

Me agarró con fuerza de la cabeza. Supuse que estaba a punto de acabar. Abrí la boca, y empecé a masturbarlo. El pendejo me agarró del pelo, haciéndome doler. Tuve que reprimir el gritito que normalmente largaría. La leche tibia saltó para impactar en mi cara. Esperaba que nada haya caído en la cama, o en el piso. Pero no tenía manera de asegurarme.

Ese era mi castigo por rebelarme, por rehusarme a ser una puta durante un mes entero. Le había dado una mamada a un adolescente frente a las narices de mi marido. Lo único bueno de todo eso, era que sería muy difícil caer más bajo.

Cuando el rubiecito malvado salió de la habitación, lo seguí.

— No puedo dejar que me cojan todos ahí. Es demasiado peligroso —dije.

Santino me agarró de la muñeca y me llevó al baño. Encendió la luz. Al verme, sonrió, divertido. No entendía cuál era la gracia, hasta que me vi en el espejo. Un chorro de semen había caído en mi cabello, y ahora colgaba de él. Una imagen más patética no podría haber.

Abrí la canilla de la piletita, y me lo limpié. Estaba vestida con un camisón blanco que me llegaba hasta las rodillas. No era el atuendo más sensual que tenía, pero a Santino pareció gustarle, porque mientras me lavaba, no dejaba de meter mano en mi trasero.

— Es usted una puta muy hermosa ¿Sabía?

— Sí. Lo sé perfectamente. Ese siempre fue mi carma —dije. Me miró sorprendido por mi sinceridad—. Decile a tus amigos que vengan acá. Que no tarden, y que no despierten a mi hijo por favor.

— Manuelito es de sueño pesado, como el cornudo de tu marido —dijo Santino.

Me indignó oír cómo insultaba al pobre de Arturo. Pero en realidad tenía razón. Yo era una puta, y él un cornudo.

El segundo en poseerme fue Leonardo. Estaba vestido únicamente con un bóxer. Su torso estaba lleno de pelo, al igual que su rostro. Se sentó en el inodoro, que tenía la tapa baja. Me agarró de la muñeca y me atrajo hacia él. Besó mi abdomen, por encima del camisón. Sus manos no tardaron en ir a mis nalgas. Me subí el camisón, y él metió mano por debajo para despojarme de mi braga.

Di media vuelta, y me senté en cuclillas sobre él. Leonardo apuntó su lanza, y cuando bajé lo suficiente, se enterró en mi sexo. El chico gimió de placer. Sus manos fueron a por mis tetas.

— Qué suaves se sienten —comentó, para luego pellizcar los pezones con violencia. No pude contener un gritito de dolor.

— No podemos hacer ruido —dije—. Dejate de juegos, y limítate a cogerme.

Me moví adelante atrás, sintiendo la delgada verga en mi interior. Frente al inodoro, estaba el espejo, por lo que alcanzaba a ver perfectamente mi rostro mientras era violada por ese chico. Era un rostro de sometimiento y  humillación, aunque no pude evitar notar que había un rastro de gozo en él. Me sentí avergonzada por eso. Si iba a traicionar de esa manera a mi esposo, lo menos que podía hacer era no disfrutarlo. Pero las manos masajeando mis pechos mientras era penetrada, inevitablemente me hicieron calentarme.

Me erguí, sacándome su sexo de adentro, para luego bajar nuevamente. Repetí este acto una y otra vez, cosa que era una tarea extremadamente ardua, como hacer un montón de sentadillas. Pero gracias a eso, el pelilargo se corrió en cuestión de minutos. El abundante semen cayó sobre su propio ombligo.

Me puse de pie, y me coloqué nuevamente la ropa interior. Estaba lista para el tercer degenerado, pero Leonardo hizo algo que no me esperaba. Me agarró de la muñeca, tironeándome hacia él. Cuando estuve muy cerca suyo, apoyó una mano en mi cabeza, y empujó hacia abajo.

— Quiero que te la tomes toda —dijo.

Tenía mis ojos a la altura de su abdomen. El semen empezaba a deslizarse hacia abajo. Me acerqué un poco más. Abrí la boca, y empecé a lamer esa parte. Realmente era mucho semen. Tuve que tragar tres veces hasta que su pansa quedó impecable, sólo impregnada de mi saliva.

Diego me levantó en el aire con una sola mano, mientras que con la otra me despojaba de mi braga nuevamente, para tirarla al suelo. Quedé pegada contra la pared, y fue ahí donde me cogió de parado. Fue el más difícil de los tres, porque como era el más prodigioso del grupo, no pude contener los gemidos. Además, él me penetraba con ímpetu.

Tuve que morder su hombro para reprimir el efecto que generaba su venosa poronga en mi interior. El chico no dejaba de recordarme lo puta que estaba siendo mientras me sometía a sus deseos.

— Es muy divertido estar con usted señora Mengibar —dijo, cuando hubo acabado, aunque todavía me retenía en el aire, y su verga blanda aún estaba adentro mío—. Y no sólo lo digo por lo buena que está. Tiene algo que nos vuelve locos. Creo que es su actitud.

— ¿Cuál actitud? —pregunté.

— No lo sé. Pero tiene algo que vuelve loco a cualquiera.

— Andá a dormir por favor. Y por hoy déjenme en paz.

— Pero no nos evite como hizo antes. Sino, la próxima vez a Santino se le va a ocurrir algo peor.

Se limpió su sexo en la pileta del baño, y me dejó sola. Me metí en la ducha, lavé mis partes íntimas. Esta vez las lágrimas no salían, aunque por dentro sentía que estaba llorando.

Al día siguiente ya no estaban en casa, cosa que me alivió muchísimo. Aunque no faltaría mucho para tener que verlos de nuevo. Decidí en ese momento, que la próxima vez yo misma concertaría la cita, para de esa manera, correr el menor riesgo posible.

En los siguientes meses acepté, definitivamente, ser el juguete sexual de esos críos. Manuel terminó el año escolar sin muchos sobresaltos. Se lo veía alegre. El chico deprimido que había iniciado la escuela, había desaparecido por completo. Me alegraba por él.

Pero en enero sucedió algo que debía haber previsto: Estaba encinta.

Todos mis planes se vinieron abajo. Con una boca más que alimentar, debíamos ahorrar hasta el último peso. La mudanza quedó suspendida.

Por enésima vez, sentí que mi vida caía al más oscuro de los abismos.

Pero el bebé me ayudaba a aferrarme a la vida. Eso sí, no tenía idea de quién era el padre. Los tres me habían obligado incontables veces a tener sexo sin protección.

Por suerte, a Arturo no pareció asombrarle el repentino embarazo. De hecho estaba muy contento. Lo habíamos intentado durante años, cuando Manuel era apenas un niño de tres o cuatro años. Queríamos darle un hermanito, pero no lo habíamos conseguido. Y ahora lo teníamos. Quizás algo tarde, pero qué más daba.

Le envié un mensaje a Santino, contándole las novedades. Le dije que deberían dejarme en paz por un tiempo. No le dije que era muy probable que el chico fuera suyo, o de alguno de sus amigos. Quizás pensaban que yo tomaba mis recaudos luego de estar con ellos. Pero eso sólo lo había hecho algunas veces. La pastilla del día después era muy cara, y además, ya no me daba la cara para ir a las mismas farmacias a comprarla.

El rubiecito degenerado me contestó que no me hiciera ilusiones, pues sabía perfectamente que las mujeres embarazadas podían mantener relaciones sexuales con normalidad. No le respondí, pues ya sabía cuál era mi futuro.

Lo único que me quedaba era aferrarme a mi querida familia. Algún día el calvario tendría que acabar.

Fin

Nota: Les cuento que esta nueva serie es una antología. Es decir, los capítulos tienen una temática en cuestión, que es que en todos ellos hay madres que se sacrifican por sus hijos, sus parejas, o sus familias en general, haciendo cosas que en otras circunstancias no harían.