Madres
No ha sido infiel, sino leal a sí misma. Consecuente con sus necesidades. Tenía que redescubrirse mediante el placer filofálico.
MADRES
Subo las escaleras. Hemos quedado a y media pero llego a y cuarto para pillarla sin prevenir. Entro sutil a su cuarto y me siento en su cama, en frente del baño. Sale vapor por la puerta entrecerrada... el cristal del espejo ancho se ensombrece con el vaho. Ella que, envuelta en un paño blanco, recogidita en el algodón, se va dando la vuelta y se destapa, por zonas, examinando con nostalgia el cuerpo de la joven que un día fue. Ha engordado algo el culo, que lo tiene suelto; se ha quedado chupaíta y las tetas le cuelgan un poco más abajo que cuando no se las chupaban. Tiene el rostro cansado. No pierde la alegría y se mueve con soltura, pisando fuerte, tarareando y moviendo la carne igual que cuando no hay nadie. En bolas, va de media en media vuelta, acariciando sus nalgas, el muslo desnudo, por todito el vientre va rozándose las uñas... no se ha conservado mal. La grasa del glúteo lo hace más vibrante, y menos compacto, como con vida propia. Se rasca los dedos con el pelo del hoyo; vulva poblada, no muy frondosa, que en su día era apuesta y le gustaba estar suave.
Ahí, mojadita y con arrugas, joven pero no mucho, se examina los labios y se toca el papo, graciosa e impulsiva por verme... Cómo es.
Yo ya he bajado a la entrada. Timbro y me responde, desde dentro. Me dice que espere, que está desnuda. Lo hace por provocar. Me quiere nervioso y con ansia. Ya va a ver. A los cinco minutos me viene boquirroja, en albornoz y zapatillas, escondiendo un camisón granate, que trae buena suerte. Lo poco que le va a durar puesto...
Ese hola es de susurro pero puedo escucharlo hasta mañana, lejos de ahí, seductora y femenina como en la piel de una monroe. También es rubita, como el colega de su amante. No lo he dicho pero salió de su coño. Que le den. Es de buen hijo comprender a las madres; y la suya quiere acomodarse en mi cintura.
Ella es gritona y de ánimo fuerte, ávida, humorosa... política. Me hace un par de bromas de poca risa, aunque ella la exagera y grita sus gracias. Está suelta y va de lo más espontánea. Anda con media teta fuera y huele a licor viejo. Suena a bebida. Sabe a jabón y a demasiado perfume. Parece necesitada de que le dé lo que su hombre no tiene. Quiere pegarse un viaje, darse un homenaje... soltar un pepinazo; exclamar toda su locura. Es demasiado purista y debería ensuciarse un poquito. Le gustaría que la empotre. Me lo va a pedir sin más, libre y sin cuerdas. Es normal. Estamos en la casa de mi amigo.
Se ha cerrado la puerta y nosotros ya estamos en el sofá. Me he quitado la camiseta porque sobraba tela. Se sienta en mis bermudas y se apoya en mis hombros. Con su cuello en la cara, me pongo ciego de cariño, mimando con detalle cada poro de su pecosa piel, que tiene lunares por cada espacio. Me embriago de su pecho y su sensibilidad, sus necesidades, qué tanto cubre y protege con el calor de una madre... y me amparo en su seno, en su eco de cuidados, su rol en el nido.
Le pruebo la boca (que por fin ha callado) y me mancho de sus colores. Nos abrazamos y retorcemos, levemente, con mi falo engrandecido por las artes de mi anfitriona; y hago gala de las mías, mi amable aliento y mi pausa impulsiva, con temple, que quiero que esto dure. Tenía el pelo recogido pero la gomita se ha perdido por algún rincón. No vamos a utilizar ninguna otra. Poco decir queda de la ropa; ese batín no viene a cuento. Alarga la alfombra tras tirarse al suelo, y la mujer queda en tirantes.
No es lo más erótico pero sus hombros me pierden. Cuánta responsabilidad ha cargado, que por poco e pudo salir chepa (aunque sigue larga y esbelta como siempre); cuántas dudas le habrán dado sus hijos, que ni compensa lo que hizo pa sacarlos de su adentro. Deja que los toque, que los roce y los acaricie, si el roce hace el cariño, la caricia hace el amor.
Las tiras de cada brazo me están pidiendo que le suelte la prenda, que ya empieza a marcar ubre; y allá voy arrastrándola. Me suelta y se levanta, lo termina ella, bajándose la ropa. Y me enseña los pechos. No les queda tanta leche como cuando la tomaban los chicos, pero a mí casi me gustan más así. No están tan firmes como cuando el gordo se los salivaba sin conocerles, pero no me estorba. No está en su Prime, pero así está más relajada. Me necesita más.
Lleva las bragas negras, de luto por su casado, que va a recibir un sablazo insalvable. Las lleva hinchaditas. La panocha le marca la enagua, la engorda, porque está excitada. Quiere que la calme. Quiere que la cuide, que la sane, que juegue con ella... Quiere pito. Se dice que en ocasiones los problemas más exigentes precisan tan sólo de una solución sencilla, indolora. Quizás su abatimiento, pueda batirse batiendo un par de huevos.
Se me ha arrodillado como rogándome lo que yo ya sé; y sus manos pegaditas, en actitud penitente, esconden su lengua y sus labios, que se los relame, con la ilusión de toda una niña. Yo vengo fresco, porque en verano siempre es primavera; y sólo tiene que deslizarme el pantalón pa descubrirme. La polla se sale del calzón, porque después del café y las guarradas que nos dijimos se ha inflado cual peso argentino. Desorbita los ojos y alaba, sin ninguna discreción, el grosor de mi tamaño (está enorme): "¡Hijo mío!", "¡Pero qué tenemos aquí!"... Ya tuvo que sacar sus modales de madraza española.
Me mira juguetona y me besa los cojones: los estimula; los hace más chicos, que lo blanco viaja ya hacia el tronco. Se nota que lleva tiempo sin hacerlo. Apenas suelta baba. Realmente no creo que haya comido mucha berenjena en su vida. Pero es un trámite que hay que pasar, y el cariño con que se alimenta suple sus carencias como sopladora. Sueña conmigo. Me lo ha dicho entre pausa y arcada, que me ha imaginado desnudo y caliente, bronceado y sin pelito, con más cuerpo y menos estaca. Pero qué le voy a hacer si mis padres fuman. Tampoco como pan...
Está yendo más rápida, y acompasa sus tragos con la cabeza que mueve, rítmica. Se echa el pelo hacia un lado. Accidentalmente, el glande ha chocado con la campanilla, y la molestia le ha hecho saltar una lagrimilla. Nada importante. Cierra los ojos. Frota el palo, suelto por la boca, y lo pasa por su frente. Se lo está aplicando por la cara, como una loción rejuvenecedora, y lo cuida y lo toca con sumo mimo, como si no fuera yo íntimo de su hijo. No comprendo qué pasa, así que la acaricio el pelito, cada vez más seco después de limpiarse el cuerpo. Me responde con otra sonrisa fuerte y un bofetón en el testículo. Lo gozo más que nunca.
Con el pitorro ardiendo y el pubis pidiendo crema, subimos a los cuartos. Me enseña el piano del niño más chico, con ilusión orgullosa. Se lo entregó ella. Son sus amores. Ha sacrificado el placer por los disgustos... se ha acostumbrado a ver un pene como un elemento antierótico, sin desarrollar, de condición familiar; y el de su marido no llena su voluntad. Menos mal que me tiene a mí, listo para colmarla unos meses de la fuerza que hace años que no atesora en su adentro.
Entramos en el dormitorio. Resulta del todo conveniente cerrar la ventana y correr todas las persianas. Como se ha avistado, la dama es de grito fácil, propicia al escándalo y los arañazos. Pero no cerraremos la puerta por si viene otro residente. No podrían superar ver a su madre en paños menores, aliviándose con un mozalbete que podría ser otro hermano.
Enfrente de la cama, dentro de la habitación matrimonial, hay un baño con bidé. Después nos va a venir de perlas.
Nos estamos poniendo perdidos de besos y de sudor, banalizando la familia y desmitificando la piel. Hace ya un rato que la estoy tocando el culo. Mis dedos se han separado por entre sus posaderas, que temblorosas por el toque y suaves por el músculo, ceden a mi tacto con la facilidad del que desea ser amado. La abrazo y la levanto, la acomodo y la acuesto en el tálamo. Estoy caliente y un tanto impaciente, tengo unas ganas locas por metérsela y sacar todo mi flujo, pero antes he de comérselo. No se me da bien.
Me arrodillo ante el lecho e inicio a masturbar. Voy lento y torpe, succiono con dudas y me ayudo del dedo. La pobre se está despollando. Sus risas me llegan a lo más hondo; pero me río igualmente por no perder complicidad.
Cuando ya cojo costumbre, coloco la lengua y se sitia entre sus labios (los de abajo). La remuevo, de arriba a abajo, mecánicamente sobre los nervios de la mujer, eréctiles. Calla y torna seria, serena, suspirando en susurros, aspirando entre dientes y jadeando silenciosamente. Al tiempo sube el volumen y comienzan los gritos, exagerando el placer que siente. Se ha acostumbrado a fingir.
Estoy abarcando su abdomen, rozando su cintura con las muñecas, comiendo carne. Su vulva ya me empieza a mojar la frente. Con las piernas dobladas, en alto como si pariera; la boca curvada y suelta, dibujando uys y onomatopeyas; y los ojos cerrados, con la pupila mirando al techo. Inspira más oxígeno, y suelta el aire, acompañado por gemidos guturales de aprobación.
La estampa es curiosa, llamativa, con un joven y una señora pegados, infieles, el uno en posición fetal sobre la otra, con pose de dar a luz, acariciando con ternura, al hombre que acaba de comerle el coño. Van a jugar un rato más y después van a darse un par de petardazos.
Yo me siento en el suelo, como un niño chico bobo. Ella se acuesta, en toda la cama, de espaldas al techo con la pompa hacia fuera. Es totalmente simbólico... yo, el hombre amigo de la familia, joven, inocente, sentado sobre el cuarto de vivir del matrimonio. Y ella tumbada, expectante, sola todita para mí. Estoy desnudo, con los cojones sobre el piso del marido, fríos, a punto de follarme a su esposa.
Mientras él trabaja a destajo, sudando la gota gorda por mantener a una familia, yo me tiro horas encima de su amada. Mientras él envejece y se deja los riñones, todos los días por más de diez horas, yo me dejo las gónadas; y aprieto con fiereza mi pelvis contra las nalgas turgentes de su mujer, que se menean y danzan al tempo de sus quejidos, disfrutando el viaje que mis espermatozoides realizan hasta sus paredes tunelosas; y me pide más, y más, y más, todo el rato. Mientras para en la comida, se lava las manos y se observa, bajito, calvo y grasiento, yo me la estoy zurrando hasta lo más profundo de su amor... pobre hombre... le estoy haciendo daño con tal de darla placer a ella, que la tiene muy desatendida porque tiene que traerla de comer. Seguro que piensa que es cruel, pero su parienta es un trozo de pan.
Suenan las llaves. Su tintineo no alcanza la alcoba del piso superior. Las ondas del ruido no consiguen penetrar en el dormitorio, porque estamos ocupados queriéndonos. Él saluda alguna que otra vez, pero por los ruidos que escucha sabe que le he atacado. Sube a su cuartito y allí estamos los dos, sacando jugo a la vida que para algo es tan corta.
En el amor hay que hablar, entenderse... y hemos decidido hacerlo a pelo. Sin cambiar su posición (se la ve muy a gusto), me he acostado sobre su espalda, acomodando el miembro sobre sus nalgas finas, como pasando pan por sobre el óleo. Dibujando círculos, besando el cuello y su sonrisa, la aparto el pelo de la cara. Quiero que sienta mi aliento en su oído, pa que me oiga esforzarme, quiero que sepa que trabajo todos mis músculos al cabalgar.
Todo va a comenzar. Le estoy acariciando la dermis, pasando la mano por la esponjosa elevación adiposa, que tiene entre muslo y espalda. Respiro hondo. Expiro. Me acerco a su cara. Muevo ambas manos y las extiendo hacia los pechos, los cuales aprieto firme, como aferrándome a ellos. El rabo está que estalla, y por fin entra en el cuerpo de la hembra; una hembra dubitativa, entrada en edad, que debilitada y consumida por los años, recibe con alivio la carga de un alma joven, desorientada, con ganas de disfrutar junto a ella y joder todo lo posible al hombre que ya ha llegado.
La mujerona cede, se me concede, como no lo hacía desde su juventud más adulta, hará unos treinta años. Me apoyo en las sábanas y resoplo, con decisión, que la estoy embistiendo; la estoy empotrando en el somier, como ella quería. Los muelles van crujiendo, sonando como hélices de helicóptero. Y la matriarca goza a más no poder. Yo la sostengo a mí con el brazo izquierdo, mientras con el derecho acomodo el pene y la hago olvidar los dramas.
El hombre nos ve. Observa a su esposa, despeinada, totalmente rendida a mis encantos. Tiene el pito dentro. Está colorada: llevan rato amándose. Cuando percibe la velocidad del acto y la decisión de su mujer, decidida a que otro le empape el hoyito, menos estrecho de lo qué el pensaba, con jadeos incontrolados y un elevado gesto de placer, en sus ojitos cubiertos por los párpados; y el tono agudo y chilloso, algo desagradable, propio de su "amada", cómplice del nabo perteneciente a otro pavo, se pone a pensar y se fuerza a reflexionar.
Yo no tengo trabajo, ni estudios superiores. Apenas llego a las veinte; y estoy yaciendo en el lecho de un hombre pudiente, colocando cuernos, sobre una mujer veterana en el amor. Por su pubis ha pasado de todo, hasta dos cesáreas.
Él se parte el pecho, y yo eyaculo en los suyos. Él se va de vacaciones con ella, y yo la doy el viaje de su vida sin irse de la cama. Él le paga hasta la peluquera y yo la tiro de los pelos. Cuando va jugar al pin pon, nosotros hacemos deporte de verdad, ante el torpe recuerdo del marido ausente, nos hartamos de engañarle. Está mirando cómo la abarco entera, y analiza la escena con crítica nostalgia. Que se joda. Ella gana más que tú.
Entra a la habitación. Estoy agarrándola la frente de modo suave, totalmente recostado en ella, con el culete en mi abdomen, dando palmitas. Todo el nabo en su adentro, salvo el hueso y los testículos. Penetro fuerte. Por cada vez que me acerco, empujo más intensamente. Hasta que los coxis se ponen de acuerdo y ceden a las presiones. Con los gritos en alto y la polla hacia dentro, los dos gritamos el desfase, para disgusto de él, que arroja una lágrima. En el último empujón, con la cremita a puntito, se oye el disparo semental, certero, desde mi sexo a su sexo, que la deja prendadita de leche pa lo que queda de semana. En ese mismo momento, la mujer se ve con el marido, sorprendida, afectada, mientras expulsa, con un sonido sutil y jugoso, la leche que le corre por los labios vaginales.
Dos miradas penetrantes, sinceras, duras y dramáticas. Se lo dicen todo sin hablar. Aliviado, cansado, aún erecto, cojo mi ropa y me voy para fuera, bajando las escaleras y tocando el hombro del señor, cuya esposa ha recibido mi esperma. Familia numerosa...