Madre y humillación 2
Continuación de relato. Antonia y su hija
Quince días le tomó arribar a Nápoles y cerca de un mes a Buenos Aires, donde llegó con un embarazo de casi siete meses y con la promesa de una nueva vida.
El comienzo fue durísimo, porque a tanta soledad y tanto destierro, se le sumaron dos bocas gemelas, quien relata – Isabella – y Fabrizio.
El hambre y el frío no iban a doblegarla y a fuerza de caminar y golpear puertas de fábricas finalmente consiguió ubicarse en un taller de costura, donde rápidamente sobresalió por su empeño y su capacidad.
Mis primeros recuerdos sobre Antonia la retratan alta, rubia, con el pelo recogido y un mechón cayendo sobre su frente. También la recuerdan sentada en el borde de la cama, llamándome, por muchos años, a su vuelta del trabajo, desabotonando lentamente su blusa y quitándose el sujetador para ofrecer su generoso busto a mi boca de niña, recibiendo yo su pezón entre extasiada y plácida, sintiendo sus caricias en mi pelo, escuchándola nombrar mi nombre, oyéndola gemir de pena.
No fue igual para mi hermano, quien se resignaba a mirar escondido tras el umbral de la puerta entornada, el modo en que nuestra madre me colocaba en su regazo y me entregaba su amor en forma de perlas de leche, perlas que yo recibía succionando hasta dormirme.
Estando yo más crecidita, Antonia también gustaba de compartir el baño conmigo. Llenaba la tina con agua calentita y nos sumergíamos, yo con el agua casi hasta los hombros y a ella cubriéndola sólo un poco sobre su cintura. Yo me sentaba entre sus piernas flexionadas, mi espalda reclinada contra su cuerpo y mi cabeza apoyada entre sus pechos. Ella humedecía la esponja y tiraba el agua sobre mi pelo, enjabonando lentamente mi espalda y mi torso, en el que ya asomaban unos pequeños pechitos que denunciaban el inicio mi pubertad.
Me enseñó a enjabonar mis partes más íntimas pasando una y otra vez su mano enjabonada entre mis glúteos y también dentro de mi rajita, yo me dejaba llevar con los ojos entrecerrados y luego probaba de hacerlo solita, pero nunca era lo mismo.
Una tarde me pidió que practicara sobre su cuerpo, pues quería constatar que yo hubiera aprendido lo que me enseñara sobre el aseo personal. Así, una vez sumergidas en la tina soltó su cabellera, me coloqué en cuclillas a su espalda, vertí agua tibia sobre su pelo y llené mis manos con agua jabonosa frotando suavemente con la yema de mis dedos todo su cuero cabelludo durante minutos, para luego frotar detrás de sus orejas y sobre sus lóbulos. Antonia tenía los ojos entornados y se dejaba hacer, emitiendo apenas de tanto en tanto un sonido de aprobación. Enjaboné su espalda y le pedí que también se pusiera en cuclillas para poder limpiar su cola, frotando entonces su interior e introduciendo luego mi dedo medio dentro de su ano, moviéndolo en círculos tal y como ella hacía conmigo. Sí …. así vas muy bien hijita, seguí limpiando un poquito más … así … así … Saber que lo estaba haciendo bien me dio más fuerzas para continuar y arremetí con ganas a limpiar su raja, frotando una y otra vez en su interior, prestando particular atención al botoncito, que por cierto parecía muy crecido. Antonia no me lo estaba haciendo sencillo, ya que empezó a moverse y a quejarse cada vez con más insistencia, más .. ! me decía, más … más …. Maaaaás me ordenaba, más adentro, más arriba , ahí … ahiiiií, si mijita, ahiiiií, al cabo puso su mano sobre mi mano frotando cada vez más intensamente, ahora sí decididamente haciéndome limpiar sólo su botoncito, me hacía daño con su fuerza y yo no entendía la razón de tanto movimiento, pero de repente lanzó un grito apagado y se quedó quieta, aflojando su mano y relajando su cuerpo todo. Entonces me pidió que la abrace y me dio las gracias. No estoy segura, pero me pareció que lloraba.
Entonces no lo comprendí, pero esa fue la última vez que nos bañamos juntas.
Para esa época, explorando mi cuerpo descubrí que tenía algunos puntos sensibles, cada uno de los cuales aprendí a recorrer en las noches. Inevitablemente, al contacto con las yemas de mis dedos la imagen de Antonia crecía en mi mente, la recordaba desabrochando su blusa, quitando su corpiño, dándome a beber el almíbar de sus enormes pechos. La pensaba también más cercana, durante el baño de cada día, preocupándose en que yo aprendiera a cuidar mi higiene, frotando cuidadosamente con la esponja o sus manos cada parte de mi cuerpecito trémulo y sentía nostalgia por lo perdido.
Pasaron un par de años y mi cuerpo se transformó definitivamente, no era tan alta como Antonia, pero la naturaleza me regaló unos pechos gigantescos, que de sólo estar provocaban las miradas de hombres y mujeres de cualquier edad. Yo me daba cuenta y entonces me ponía remeras sin corpiño, o blusas transparentes con algún conjuntito de encaje negro, me divertía provocando, sobre todo a Fabrizio que para esa época se mataba a pajas. Tengo que confesar que a propósito dejaba a la vista en el canasto de la ropa sucia mis bombachas usadas, las que inevitablemente desaparecían por un par de días. Me imaginaba a Fabrizio oliendo mis bombachas o lamiendo el flujo y me excitaba a morir, luego yo también me tiraba en la cama, e introducía un dedo en mi clítoris; cerraba los ojos y soñaba que estaba siendo penetrada, pero la imagen de la persona que me penetraba nunca era nítida, ni tampoco definidamente masculina.
Fabrizio tuvo que partir a la milicia y pensé para mi, se acabóla diversión. ConAntoniaya hacía un largo tiempo que estábamos distantes, no por mi, sino porque ella no aprobaba mi forma de actuar y de vestirme. Tampoco le gustaban mis compañeras de curso y mucho menos una pareja de amigas bastante mayores que de tanto en tanto traía a casa, a sabiendas de sus preferencias sexuales. Nunca tuve nada con ellas pero reconozco que me daba morbo verlas besarse e imaginaba como actuarían en la intimidad, cual sería el rol de cada una a la hora de hacer el amor, bueno a veces me mojaba con esos pensamientos, pero seguía siendo virgen.
Siendo que ya no estaba Fabrizio, me llamó la atención encontrar mi ropa interior un poco desordenada, o al menos ordenada de un modo diferente al mío, sin embargo la primera vez relativicé el hecho atribuyéndolo a algún descuido propio. La segunda vez ya no me pareció casual y decidí buscar en los demás cajones de la casa porque indudablemente mi ropa se habría mezclado con otra. Así es que, desnuda como estaba, fui directo al cuarto de Antonia, a sabiendas de que a esa hora ella no solía estar. No tuve que revolver demasiado, mi conjunto de encaje estaba en el primer cajón, arriba de toda la demás ropa interior de ella; tomé mi conjuntito pero no pude evitar ver la lencería de mi madre y sólo verla, fue desear tocarla y luego olerla. Cerré los ojos y de súbito su aroma refrescó el recuerdo de sus pechos en mi boca, el olor de su cuerpo enjabonado en la tina, su figura matronal abrazando mi cuerpo pequeño, deslizando sus manos entre todos mis pliegues.
Me tiré sobre su lecho y mientras olía su corpiño, con mi mano derecha introduje su bombacha en mi rajita, comenzando un movimiento cadencioso e irrefrenable de masturbación, entré en un estado de excitación violenta al tiempo que llamaba a mi madre por su nombre. En ese instante ya no supe comprender si lo que estaba sucediendo era real o producto de mi mente.
Observé una figura parada en la puerta de su cuarto, la vi avanzar hacia mi, mientras jadeaba, era su silueta, era el cuerpo desnudo de mi madre que sin embargo tenía algo erguido entre sus piernas, se inclinó sobre mi cuerpo y se posicionó entré mis piernas que esperaban ansiosas su regalo. Tomó uno de sus pechos por la base ofreciendo su pezón a mi boca extasiada, introdujo su pene artificial en la humedad de mi cueva, tomó mi virginidad y estallando en un violento orgasmo, me hizo para siempre su mujer.
Ahora hace más de diez años que dormimos juntas y soy su amante devota e incondicional.