Madre necesitada seduce a su hijo

Una mujer aun joven, se queda sin sexo por una enfermedad de su marido y seduce a su hijo adolescente de acuerdo con su marido.

Este relato me lo ha enviado uno de mis lectores, contandome su propia experiencia, para que lo diera forma y lo publicara.

Ya he publicado otro relato en el que la relacion sexual entre madre he hijo estaba motivada por la impotencia del padre por diabetes, pero este caso tiene de especial el que el protagonista conoce el sexo por primera vez en su vida, con su madre, ya que era virgen cuando ella lo sedujo y como esta relación (tabú) resulta beneficiosa para toda la familia.

Lo cuenta el protagonista en primera persona (Tuneado por mi)

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Aún no tenía siete años y mi momento favorito de la semana era el sábado por la tarde.

Mis padres me dejaban sobre la mesita de la sala la merienda, dos tebeos y la tele encendida (a un volumen algo superior al habitual) para que me entretuviese con la película de la sobremesa y el programa infantil que le seguía.

“Agotados por una semana de trabajo”, ellos se retiraban a su cuarto para una siesta que se prolongaría casi hasta la hora de la cena.

Una de esas tardes no encontraba los tebeos, por lo que abrí sin llamar la puerta del cuarto de mis padres para preguntarles dónde estaban.

Me chocó lo que vi.

De espaldas a mí, los amplios hombros de mi padre ocultaban el torso y la cara de mi madre -debajo de él-, cuyas piernas intentaban rodear las firmes nalgas de mi padre, las cuales ascendían y bajaban sobre el cuerpo de mi madre, que yo no veía pero intuía, como según un ritmo que quizá solo ellos escuchaban.

Ella gemía mientras enlazaba el cuerpo de su esposo con los brazos.

Él debió de oírme entrar y, antes de que yo pudiera preguntar, o siquiera reaccionar ante una actitud nunca antes vista por mí entre ellos, giró la cabeza hacia mí y dijo. “También mamá y yo hacemos judo”.

Así despejó él cualquier duda que yo pudiera tener ante su comportamiento y, antes de que las pudiera formular yo, ya me había autorrespondido satisfactoriamente todo lo que hubiese podido preguntarle al respecto.

En mi mentalidad infantil, todo encajaba a la perfección.

Resulta que aquel curso escolar me habían apuntado a clases infantiles de judo.

En el randori, el combate sobre el suelo, los contrincantes acabábamos en la misma posición en que estaba contemplando a mis padres.

Pensé que, atendiendo a lo caluroso de la tarde, preferían combatir sin kimono.

Además, sabía que mis padres dormían desnudos y, sin ser nudistas, la desnudez accidental de cualquiera de nosotros nunca fue algo que nos incomodara.

Los gemidos de mi madre se debían al lógico esfuerzo de procurar derribar a su oponente y al abrumador peso del cuerpo de este sobre ella, tal como yo gemía cuando me debatía por desembarazarme de mi contrincante .

Ya que aquella escena no me despertaba mayor interés, y como entonces recordé que había dejado los tebeos en la mesita del recibidor, cerré la puerta y volví a enfrascarme en la televisión.

Años después, ya adolescente, me di cuenta de que mis padres no habían dedicado las tardes sabatinas a sestear sino a gozar del placer conyugal.

Habían procurado mantenerme entretenido y que el volumen del televisor ocultara los ruidos reveladores que hubieran podido salir de su dormitorio.

Me asombró la agilidad de reflejos de mi padre en aquel momento. Con una frase breve y que comprendí perfectamente, se desvaneció una escena que, según los sicólogos, podía haberme traumatizado y que, sin embargo, solo quedó en un recuerdo banal.

Cada vez que lo recordaba no pudia evitar reírme un buen rato ante la sagacidad de mi padre y cómo había reconducido una situación embarazosa para los tres.

Ya se encargó la adolescencia de que me volviera a la mente aquel recuerdo, pero ahora ya, con adornos de mi cosecha, gentileza de las revistas porno que solían circular entonces entre los jóvenes, que me hacían imaginar a mis padres reproduciendo fielmente todo el desenfreno sexual de aquellas páginas.

Una noche, que estaba desvelado, intenté conciliar el sueño, pero no lo lograba a causa de unos leves gemidos que llegaban a mi, en el silencio de la noche.

Instintivamente, supuse que aquellos ruidos debían de ser obra de mis padres, puesto que eran los unicos que estaban conmigo en la casa.

Me acerqué sigilosamente a la puerta cerrada de su cuarto, le apliqué la oreja y comprobé que los gemidos eran proferidos por ambos haciendo el amor.

Aquella constatación hizo que mi pene se diera por aludido y se pusiera firme.

Algo me decía que mi deber era retirarme, pero la testosterona de un adolescente impera sobre su raciocinio, asi es que introduje, pese a mi sentimiento de culpabilidad al excitarme ante algo que no debía de haber escuchado, la mano en la bragueta de mi slip para autosatisfacerme, llegando a coincidir mi orgasmo con el de ellos. Era la primera vez que me corria pensando que era yo el que se estaba follando a mi madre.

A partir de ahí, me convertí en espía auditivo de las sesiones de sexo de mis padres, al tiempo que empezaba a fijarme en los encantos de mi madre como mujer.

Aún por debajo de la cuarentena, era una mujer atractiva, con senos redondeados y tan firmes como sus nalgas, era lo que hoy se denomina una milf.

Como dije antes, no le suponía ningún problema salir de la bañera sin toalla, completamente desnuda y tropezarse conmigo en el pasillo.

Aquellas visiones, que hasta entonces no habian producido en mi ningun efecto, aunque fugaces, ahora potenciaban mis sueños eróticos en los que ella se entregaba a mí del todo, imitando lo que veía en las revistas y empecé a hacerme las pajas pensando en mi madre.

Así las cosas, me percaté de que se alargaban los espacios de tiempo entre dos veces en las que mis padres hacían el amor.

Como ya no tenía estímulos auditivos, a fin de masturbarme recurrí a la imaginación para suplir lo que no me daba el oído, recreándome en la fantasía de que follaba a mi madre por todos sus orificios y de que luego ella se arrodillaba para chupar mi verga y me corria en su boca.

Alcanzado el orgasmo y devuelto a la realidad, no sentía ninguna culpabilidad por haber pensado en la única mujer que la religión, la moral, etc. prohibían que figurara en mis sueños eróticos.

En ellos, no era mi madre, solo una mujer arrastrada hacia su macho joven por el deseo.

Sin embargo, el olfato sustituyo al oído en mis masturbaciones.

Un día llevé mi ropa al lavadero, cuando encontré unas bragas usadas caídas en el suelo. Las levanté para dejarlas en el canasto de la colada, pero no puede evitar sentirme atraído por un ligero aroma que despedían, suave y almizclado, que me despertó una erección: olor a hembra, a ganas de sexo, a orgasmo, a hormonas…

Descubrí el placer de masturbarme perdiéndome en el olor de sus bragas y salpicándolas con mi semen.

Pronto llegó la respuesta al motivo por el que mis padres habian dejado de tener sexo.

La noticia nos entristeció a todos: mi padre acababa de recibir un diagnóstico de diabetes.

Con ello, de su dormitorio ya no volvieron a salir más ruidos excitantes.

A principios de los ochenta, tal diagnóstico significaba la pérdida de la líbido y una disfunción eréctil, esto es, el fin de una vida sexual sana… cosa que, en mi juventud, yo desconocía.

Aquel verano nos fuimos al apartamento de la playa de veraneo.

Por su agenda de trabajo, mi padre aún tardaría unos dias en instalarse con nosotros.

Era una noche muy calurosa, de esas de agosto en que el bochorno apaga todos los sentidos pero se encarga de excitar los más inconfesables.

Mi madre y yo, juntos en el sofá, mirábamos la televisión.

El ventilador y las puertas abiertas de la terraza apenas combatían el calor.

La película era "Fuego en el cuerpo", un tanto erótica.

Algunas escenas me estaban causando una fuerte incomodidad.

La erección que mi slip apenas lograba contener me obligaba a cruzar y descruzar las piernas y a cambiar todo el rato de postura para evitarme una escena embarazosa con mi madre, la cual fomentaba mi excitación dado que lucía un sujetador de bikini y unos breves pantalones de tenis de tela ligera que la hacían más apetitosa que nunca, más que en la playa, donde me regodeaba observando su físico jugoso.

Al final, pese a mis intentos de disimular, mi prepucio logro rebasar la cinturilla de mi slip y ofrecerse a la vista de mi madre.

Antes de que yo pudiera obligar con la mano a mi erguido pene a volver a su escondite de tela, la mano de mi madre, abierta, se había posado sobre mi miembro a la vez que decía, acompañándose de una risilla:

  • ¿Pero qué le pasa a mi chico, que está tan alborotado?.

Rojo de la vergüenza por haberme mostrado así ante mi madre, y apurado por el contacto de su mano sobre mi miembro y su risilla, se abatió mi erección.

Pero la vergüenza se empezó a borrar ante la sorpresa que me produjo comprobar que su mano no se retiraba, sino que se aferraba a mi verga, al tiempo que se me arrimaba hasta que sus senos se aplastaron contra mi hombro.

  • Veo que eres todo un hombre ya...

Me susurró al oído.

Las emciones que sentía al ver comportarse a mi madre de una manera en absoluto acostumbrada entre madre e hijo chocaba con las imágenes que me volvían a la mente en la que mi madre se entregaba al desenfreno conmigo.

Mi miembro, rodeado por su mano, había recuperado su erección.

Ella aprovechaba mi incapacidad de reaccionar para manosearme el pene tal como yo lo había hecho en soledad, vamos, que me la estaba meneando.

Habia acercado su cara a la mia y me acariciaba la mejilla con la punta de la lengua.

Yo me debatía entre aprovechar la posibilidad de que se realizara mi sueño más prohibido y la obligación moral de apartarme de ella.

Mi mente sentenció por mí: “Si no sabes qué hacer, no hagas nada”.

Quizás ella se dio cuenta de tal decisión, porque en un instante ya me había despojado del slip, se había arrodillado ante mí y con su lengua recorría la extensión de mi pene... Bufff... No me lo podía creer... Mi madre me la estaba chupando...

Yo con la cabeza atrás y los ojos cerrados, me dejaba hacer, consciente de que nada que viniera de ella podía ser malo y que al fin mi deseo más oculto se estaba cumpliendo, sin yo hacer nada para conseguirlo...

Dejó mi pene bien empapado de saliva y se levantó.

Yo pensé que todo se habia acabado y que iba a necesitar hacerme una paja para correrme de forma inmediata.

Me equivocaba. En mi ignorancia no sabia que una mujer no deja algo así a medias.

Con la misma sonrisa en su cara, ahora mas roja de lo normal, me agarró de la mano y me llevo a su dormitorio.

Yo no sabiendo muy bien que hacer, me tendí en la cama, dejando a mi madre la libertad de acción.

Ella se puso en pie, encima de mí, se agachó sobre mis caderas y me encantó ver su vagina, coronada por un pequeño triángulo de vello rizado y corto.

Entendí por qué mis amigos le llamaban almeja y mejillón.

Ella me tomó el pene con una de sus manos y lo introdujo en su vagina despacito, dejándose caer lentamente sobre mí cuerpo, hasta que lo tuvo totalmente dentro de ella.

Cerré los ojos y me dejé llevar por la emoción de mi primer coito, bufffff...

¡Que sensacion!

No me lo podía creer, aquello superaba todo lo que yo me había imaginado y además estaba sucediendo de verdad.

Ella balanceó sus caderas y, antes de lo que yo hubiera querido, sin poder evitarlo, por el increible placer que estaba sintiendo, eyaculé por primera vez en mi vida, dentro del cuerpo de una mujer y ademas, esa mujer era mi madre...

Me desperté en su cama a la mañana siguiente como si saliera de un sueño.

Ella se había levantado ya. El recuerdo de lo sucedido la pasada noche me vino enseguida a la mente, con una mezcla de satisfacción sexual, vergüenza y miedo por cómo mi madre pudiera reaccionar, aunque, en realidad yo no habia hecho nada, lo habia hecho todo ella... Bueno...

Si, si que habia hecho algo... ¡Me habia corrido dentro del cuerpo de mi madre!

Pero... por parte de ella, nada.

Se comportó del todo ajena a nuestra noche de sexo, sin la más mínima alusión al respecto.

Eso me tranquilizó y me conduje con ella como siempre, como si no hubiera pasado nada entre nosotros.

Esa noche, en mi cuarto oyendo música, me preguntaba si aquello se repetiría o no.

No me tuve que autocontestar porque mi madre apareció en mi dormitorio, esta vez completamente desnuda, por lo que no hacían falta palabras por ninguna de las partes implicadas.

Sin decir nada, se sentó al borde de mi cama, me despojó del slip y se inclinó para unir su boca a la mía, enseñándome el placer del beso con lengua mientras con las manos se encargaba de provocarme la erección necesaria para que mi verga parada se volviera deslizar dentro de su vagina en cuanto ella se volvió a agachar sobre mis caderas.

Esta vez, aunque también me pilló por sorpresa, ya lo disfrute más y aunque ella era la que llevaba el ritmo, yo acariciaba todo su cuerpo. Sus tetas se bamboleaban al ritmo de sus movimientos de sube y baja sobre mi verga, que se metía hasta el fondo en cada bajada, produciendome un placer increíble.

Su cara era de auténtico placer, lo estaba disfrutando tanto o más que yo.

Gemia constantemente, con esos gemidos tan familiares para mi de cuando la espiaba follando con mi padre, pero ahora esos gemidos se los estaba provocando yo, o más bien el placer que sentía por el roce de mi verga en las estrechas paredes de su vagina.

Yo también gemia de placer y sin poder aguantar más, comencé a correrme por segunda vez dentro del cuerpo de mi madre, llenando de espermatozoides el lugar donde ella me tuvo durante nueve meses... Buffff... Que placer tan increíble.

Ella al sentir mi leche caliente dentro de su cuerpo, se echó hacia adelante y comenzó a devorar mi boca, metiéndome su lengua hasta dentro, a la vez que tenía un orgasmo intenso y llenaba mi pubis con una mezcla de mi semen y sus fluidos.

Despues se desplomó sobre la cama y así nos quedamos dormidos.

Aquella escena, sin mucha variación, se repitió un par de noches más, hasta que llegó mi padre para veranear con nosotros.

Durante aquellas cuatro noches mi madre me folló (porque ella fue la que llevó la iniciativa en todo momento) y yo encantado de la vida, me dejé follar, participando en lo que podía, dentro de mi total ignorancia y me corrí cuatro veces dentro de su cuerpo, sin tener la menor idea de las repercusiones que aquello podia tener (Mas tarde sabria que mi madre tomaba la píldora y por lo tanto no habia peligro de embarazo).

Para mi fue una experiencia única, que no he olvidado en mi vida.

En los próximos días, desde el dormitorio de ambos, seguí sin percibir ni el más mínimo ruido que me permitiera suponer que mis padres hacían lo que mi madre y yo habíamos practicado los dias anteriores.

Privado del coito, recuperé mis prácticas masturbatorias auxiliado ahora ya por los recuerdos de las experiencias vividas con mi madre y excitado por el sensual aroma de sus bragas, en las que derramaba mi semen imaginando que era su vagina la que lo recogía.

Concluidas las vacaciones, nuestros encuentros sexuales prosiguieron durante las ausencias de mi padre, pasando yo de sorprenderme a acostumbrarme a las enseñanzas de mi madre de cómo gozar del sexo y hacer gozar a una mujer.

Su comprensión ante mis “gatillazos” y mi torpeza me ayudó a tener confianza en mí, a esforzarme por complacerla, a la vez que me adentraba de su mano en el mundo del cunnilingus, la sodomización, la felacion, etc.

A buena maestra, mejor alumno, y un día dejé de colocarme debajo de ella para invertir la postura, situarme encima y, con firmeza y resolución, demostrarle que me había examinado con sobresaliente en la asignatura del sexo, penetrándola con embestidas rítmicas , marcándole que yo ya no era un juguete sino un macho que llevaría la batuta.

No me molesté en preguntarle por qué yo y no mi padre era quien la satisfacía íntimamente, me bastaba con gozar al máximo de aquella relación "secreta".

Así seguimos durante un año.

Una tarde, ambos desnudos en la cama matrimonial tras haber gozado de nuestros cuerpos, oímos la voz de mi padre saludándonos al abrir la puerta de casa.

Si no me morí en aquel momento, creo que nunca moriré.

No había tiempo de vestirnos, e idear algo viable que disculpara mi presencia en su dormitorio con la cama deshecha.

Cuando el corazón se me iba a salir por la boca al oír a mi padre preguntando desde el recibidor dónde estábamos.

Mi madre contestó: “En la habitación”.

-“Ah, vale, me voy a duchar al aseo y luego me hago la merienda. VOSOTROS SEGUID”, respondió el.

¿Qué siguiéramos? ¿Mi padre estaba al tanto de lo que estabamos haciendo?

Miré a mi madre buscando una respuesta a la pregunta que no me alcanzaba el resuello a formularle.

Ella, con toda tranquilidad, dijo que se iba a duchar al baño y que, como en el aseo estaba mi padre, fuera a su baño después.

Me había acostumbrado a ser el amante de mi madre, había aprendido el sexo con la única mujer que "moralmente" no debia, porque socialmente era tabu, pero que mi padre fuera consentidor, me rebasaba.

Salí disparado a encerrarme en mi cuarto por miedo a la reacción de mi padre, pues no creía en su aparente despreocupación y temía que reaccionase violentamente una vez se hubiera percatado de la conducta de su mujer e hijo.

A la mañana siguiente fallaron todos mis intentos por evitar a mi padre.

Para empeorarlo, se ofreció a llevarme al instituto en coche dado que tenía que pasar por allí.

Entré en el vehículo, buscando un botón en el suelo para ocultarme debajo, con las orejas enrojecidas de temor y ansiedad por lo que pudiera pasar.

Mi padre arrancó y dijo: “Creo que tengo que hablarte”.

Y me habló... despacio... con calma y con un detallismo que no me dejó ninguna pregunta que yo hubiera podido hacerle y que me convenció de que lo que había pasado entre mi madre y yo era tan necesario como justo, que nadie había resultado lastimado y que los tres habíamos quedado satisfechos.

Llegué a mi destino en el mismo estado de ánimo con que solía hacerlo cada día, pero recordando mentalmente cada unas de las palabras pronunciadas en el coche.

Como expuse antes, hace cuarenta años, un diagnóstico de diabetes para un hombre fuerte, de 42 años y, por lo demás, sano, implicaba la desaparición de su vida sexual.

Mis padres gozaban mucho de su vida marital y aquella noticia les devastó.

Mi madre se sintió tan apenada que cayó en un estado depresivo.

El siquiatra que la atendió se lo expuso sin ambages: la causa de su depresión era el fin de su vida sexual con su esposo, lo que no podía tratarse con fármacos, siendo la única solución que ella buscara un nuevo compañero sexual.

Situémonos hace 40 años. Mi madre se negaba a faltarle el respeto a su esposo de esa manera. Un amante no era una opcion aceptable para ninguno de los dos.

Un consolador le sirvió al principio, pero le acabó aburriendo.

Una noche, mi madre encontró en el lavadero unas de sus bragas en las que yo me había masturbado.

Su inicial reacción de enfado se reemplazó pronto por la de excitación al darse cuenta de que en la otra mano llevaba mi ropa para lavar, de la que sobresalía mi suspensorio de gimnasia, empapado de sudor y de testosterona adolescente porque lo había usado esa tarde.

Su excitación venció sus escrúpulos y se introdujo los dedos en la vagina, masturbándose mientras olía mi suspensorio, abundante en efluvios de macho joven pero inexperto y novicio.

Así se gratificó ella con un orgasmo que pensaba que nunca volvería a tener.

El día en que mi padre la sorprendió con una mano en su entrepierna y la otra frotándose por la cara uno de mis slips usados, él se sintió reconfortado al comprobar que mi madre volvía a gozar del sexo, aunque a solas.

Mi madre se había percatado de que el verano pasado en la playa yo le había prodigado miradas de las que un hombre en celo dirige a una hembra.

Ya dije que la desnudez accidental no nos incomodaba y ambos habían apreciado como mi cuerpo se transformaba con el tiempo, pasando de niño a púber y luego a un adolescente alto, fuerte, sano, guapete y listo para empezar a disfrutar del sexo.

Ambos hacían comentarios de mi crecimiento y, burla burlando, hasta bromeaban con la posibilidad de que mi madre y yo le pusiéramos los cuernos.

Sobre la base innegable de que mi madre y yo nos atraíamos sexualmente, no les costó a mis padres urdir un plan según el cual ella me seduciría y así se le aliviaría la depresión causada por la renuncia al sexo con su esposo enfermo.

Además, todo quedaba en casa, ella contenta, él contento al verla contenta y contento yo, porque a diferencia de mis compañeros de clase, yo sí que me iba a estrenar en sexo con todos los merecimientos y con la mejor maestra posible, la única mujer con derecho a gozar de mi cuerpo, el mismo que ella había formado en su seno.

Y así continuamos hasta los 22 años más o menos.

Hacíamos el amor cuando ella me invitaba a su habitación o entraba en la mía, independientemente de si mi padre estaba en casa o no.

El siempre respetó nuestra intimidad.

A veces estábamos viendo la tele los tres en el sofá y mi madre me decía: “¿Nos retiramos?”

Y mi padre se quedaba viendo la tele, mientras mi madre y yo nos sumergiamos en el mundo del placer.

Seis años después de haberlos iniciado, nuestros encuentros se empezaron a espaciar, sin que ninguno de los dos le dieramos importancia.

Yo no me percataba mucho de ello porque ya tenía una novia fija con la que mantenía relaciones sexuales.

Un día, extrañado porque hacía mucho que mi madre no entraba en mi cuarto, le pregunté al respecto y me respondió que ya había llegado a la menopausia, le había desaparecido la líbido y ya no necesitaba tanto el sexo.

-“Me has hecho muy feliz estos años, hijo, y a tu padre también”... Por supuesto yo estaré siempre a tu disposición si me necesitas.

Yo la respondí que ella también me habia hecho muy feliz a mi y que por supuesto, yo tambien estaria a su disposición si en algun momento su libido se activaba y necesitaba sexo de nuevo.

Pero nunca mas volvimos a aludir al tema, ambos convencidos que habíamos salvado una situación complicada y a gusto de todos, sin dañar a nadie.

Al cabo de estos años, no me arrepiento de nada de lo sucedido.

Sé que si mi madre me hubiese notado incomodo ante sus avances, se hubiera detenido en seco, pero tenía pruebas irrefutables de que esa experiencia iba a gustarme. Y no se equivocó.

Ella me enseñó todo lo que mis amigos aprendieron a salto de mata con novias asustadas por su torpeza e impetuosidad o con prostitutas.

Mas de una vez me pregunté si yo sería el único que practicaba el incesto, pero intuía que en sexo ya estaba todo descubierto desde mucho atrás y que, sin duda, había muchos más casos como el nuestro, por motivos similares o por cualquier otro motivo.

La demostración me llegó al venir a mi conocimiento por casualidad casos parecidos y al aparecer los chats, donde intercambié experiencias similares con otros.

Ya de más mayor, tuve la oportunidad de colaborar como traductor para un psiquiatra, que se doctoraba con una tesis sobre el incesto, lo que me permitió leer acerca de muchas personas con mis mismas vivencias.

Usease, que el incesto es una practica mucho mas habitual de lo que la sociedad está dispuesta a aceptar.

Ha existido desde siempre y seguira existiendo de la forma que lo hace...

(De puertas para adentro).