Madre Florero

Un adolescente pasa el verano entre un padre ausente, una madre florero, sus amigos y la piscina.

Madre Florero

Jacobo Carlos del Castro-Mora Florero, un nombre el mío tan rimbombante como explicativo. Hijo de José Enrique del Castro-Mora, conde de Infante, y Carla Florero, pues eso…un florero. En el caso de mi madre su apellido, más que explicativo, premonitorio.

Mi padre se casó tres veces, repartiendo así la fortuna a base de divorcios, propiedades y celebraciones. Con su primera esposa, la hija de un barón venido a menos, tuvo dos hijos. Se divorciaron a los diez años y contrajo matrimonio con su segunda esposa, una refutada neuróloga con la que tuvo una hija. El último en llegar a la familia fui yo, fruto de su tercer matrimonio. Los rumores son que mi padre y mi madre eran amantes ya antes de que se divorciara por segunda vez, pero lo que sí tengo claro es que con mi madre ya desistió de guardar las apariencias. Hija de unos fruteros, mi padre se convirtió en el mejor chollo y mi madre en algo bonito que mostrar en las fiestas, como un coche de lujo o un jarrón chino milenario.

Y así he pasado mis dieciséis años, en el seno de una familia tan pudiente como artificial. Con un padre ausente al que le molesto más que otra cosa y una madre voluntariosa que intenta encajar, aún hoy, en un mundo que no es el suyo.

1

—Hijo, ¿qué vas a hacer hoy? Es tu primer día de vacaciones, ¿verdad? —preguntó ella desde el salón al oírme bajar las escaleras que separaban los dos pisos del chalé.

—Vienen Andrés y Gonzalo a bañarse a la piscina.

—¡Ah! Muy bien. Os prepararé algo de comer, ¿vale?

—Sí por favor, bocadillitos de nocilla y zumitos —contesté un poco indignado, con ironía, al encontrarme ya con ella.

—Bueno, vale, vale… —respondió algo contrariada—. ¿Les han ido bien las notas?

—Mucho, Andrés ha suspendido cinco y le han comprado una moto nueva, supongo que agradeciéndole el esfuerzo, y a Gonzalo le han aprobado todo al ser su padre un gran contribuyente del colegio.

—Te has despertado de mal humor, eh.

Me fijé en mi madre, las once de la mañana y parecía que fuera con uniforme. Faldita blanca, camiseta de tirantes blanca, calcetines blancos y deportivas blancas.

—¿Vas a jugar al tenis?

—Hoy no, ¿por qué? —preguntó ella extrañada.

—Nada, señorita Wimbledon —dije yo sin ganas de explicarle el sarcasmo—. ¿Hoy no ha venido Ximena?

Ximena era nuestra criada, asistenta, esclava, sirvienta, chacha, trabajadora del hogar o como demonios se llamen ahora. Una chica peruana complaciente y agradable a la par que aburrida.

—Sí, claro que ha venido. ¿Por qué lo dices?

—Como decías que nos harías algo de picar…

—¡Ah! Bueno, era para tratar bien a tus amigos. Me gusta hacer algunas cosas yo misma.

—Sí, ya…

El tedio se apoderó de mí de tal forma que tuve ganas de gritar. Por suerte veinte minutos después mis amigos y yo ya estábamos instalados en las butacas de la piscina.

—¿Habéis visto el último capítulo de la serie esta de las colegialas de Netflix? —preguntó Andrés mientras rebuscaba en su mochila el paquete de tabaco.

—No —contestamos Gonzalo y yo.

—Brutal tíos, ¿sabéis Amanda y Allison?

—Sí, claro —dije yo.

Andrés hizo un pequeño paréntesis, se puso el cigarrillo en la boca y me miró buscando mi aprobación. En cuanto asentí siguió con la historia.

—Pues bien, se han liado. ¡Pero a lo bestia eh!

—¡No jodas! —interrumpió Gonzalo—. Pero si Allison no es lesbiana.

—Joder, pues para no ser lesbiana —siguió él—. Y se ve todo eh, como La vida de Adèle pero aún más heavy . La pinza birmana, la tijera, se chupan los coños, ¡lo que quieras!

Los tres reíamos al sol, cociéndonos por sus rayos y molestos por el humo del tabaco.

—Pero qué dices imbécil, sabrás tú lo que es la pinza birmana, esa es una práctica para los tíos —incordié yo.

—Bueno, yo qué sé. Lo que sea. Pero la hostia el final de temporada, y vaya peras que tiene Alison, las tendría que enseñar más.

El jocoso y testosterónico ambiente fue interrumpido por mi madre, que apareció sonriente con una bandeja repleta de bocadillos pijos.

—Hola chicos, ¿qué tal estáis? ¿Queréis unos bocadillitos?

—Gracias señora Florero —dijo Gonzalo aun a sabiendas que odiaba que le llamase así—. ¿De qué son?

—Pues son de pavo caliente en una base de aguacate, de jamón ibérico en pan de aceituna y de pollo con cebolla caramelizada —contestó ella inclinándose para que pudiéramos verlos.

—Yo cogeré dos de estos.

—Yo este.

—Gracias, mamá —dije yo molesto porque nunca me hiciera caso, agarrando el primero que vi.

—De nada mi amor —respondió inocente ajena a mi enfado, como siempre, incapaz de pillar la ironía.

Se disponía a irse con la bandeja cuando Gonzalo volvió a llamarla.

—Perdone señora Florero, ¿puedo coger otro?

—¡¡Claro!! Todos los que quieras —insistió ella volviéndolos a ofrecer, feliz de contentarnos.

Gonzalo rebuscó un poco, hizo un par de preguntas más absurdas y finalmente se decidió por uno. Andrés no paraba de reír observando la escena. Cuando mi madre se fue las risas de mis dos amigos seguían descontroladas.

—¿Qué coño os pasa? ¿De qué reís? ¿Y tú para qué coño quieres tres bocadillos? ¿Tu madrastra no te da de comer o qué?

Ambos se excusaban con gestos, pero eran incapaces de detenerse. Insistí hasta que acabé cabreándome. Terminamos de comernos el refrigerio, Andrés volvió a hablar de la dichosa serie mientras que Gonzalo insistía en que nos fuéramos a bañar.

—Aquí no se bañará nadie hasta que me digáis qué os hacía tanta gracia —afirmé con rotundidad.

—Joder Jacobo, nada, yo que sé, la escena de los bocadillos que ha sido graciosa —dijo Andrés.

—Eso es, nada más —confirmó el otro.

Los miré atentamente, detectando sus miradas cómplices.

—Ni de coña, ya os podéis ir a vuestra casa.

Los dos callaron unos segundos hasta que Gonzalo dijo:

—Joder, no lo dirás en serio.

—Y tan en serio, id a ver las series estas de mierda que os gustan, anda —insistí poniéndome las gafas de sol en un gesto de desprecio.

Murmuraron algo entre ellos, como si hubieran improvisado un cónclave de Maestres Gilipollas, hasta que finalmente dijo Andrés:

—Oye, una pregunta Jako, ¿tu madre nunca lleva sujetador?

Fue como si me quitaran la venda de los ojos. El pedirle varias veces bocadillos, el tardar en decidirse, todo era una obscena maniobra para que, al agacharse, pudieran verle más allá del escote. Malditos salidos.

—Sois un par de gilipollas.

—¡¡Jajajajaajajaj!! Joder, perdona, es que nos lo ha puesto a huevo.

—¡Ya te digo! Jajajajaja.

—Que os den, niñatos. Me voy a follar yo a tu madrastra, Gonzalo. A tu madre no —le dije a Andrés—. Que es una puta obesa.

Mi contraataque no parecía surgir efecto, ya que las risas iban incluso a más.

—Suerte con mi madrastra, no creo que se la folle ni mi padre —contestó uno.

—Mi madre no es gorda, es de huesos grandes, jajajaja.

Al rato, viendo que no me hacía gracia y que mi semblante cada vez era más amenazante, fueron cesando las risas. Parecía que podríamos ir por fin a bañarnos cuando dijo Andrés.

—Ostia Jako, es que tu madre está buena eh. No tiene las tetas de Alison, son más bien pequeñas, pero buena lo está un rato.

—Un puto comentario más y os juro que os echo de verdad.

2

La semana fue monótona y calurosa. Las mañanas las pasábamos en mi piscina, entre bromas y las involuntarias humillaciones de mi entregada madre, y por las tardes Gonzalo y yo jugábamos en su casa a la consola mientras nos burlábamos vía whatsapp de Andrés, que recluido cual eremita, estudiaba para los exámenes de septiembre en la suya.

Aquella mañana teníamos una novedad, la compañía del Boyero de Berna de Andrés. Lo solía cuidar su asistenta, pero por un problema nadie se había podido quedar con él y no lo quería dejar tantas horas solo en casa. Era un perro encantador, grande, cariñoso y muy tranquilo. Llevaba rato dormitando en el césped, levantando solo la cabeza si el humo de los cigarrillos le molestaba o para recibir alguna que otra caricia.

Nos acabábamos de bañar y nos secábamos al sol cuando apareció, como de costumbre, mi madre con cualquier excusa. Ese día su uniforme era más original: sandalias, faldita especialmente corta y blanca y camiseta de tirantes blanca con rayas rosas horizontales.

—¡Hola chicos! ¿Necesitáis algo?

—No, gracias señora Florero.

—Nada, muchas gracias.

—El sol pega fuerte, ¿verdad? —insistió ella poniendo la mano en forma de visera para no deslumbrarse, comenzando una conversación vacía típica de ascensor.

Pareció darse por vencida con las respuestas poco elaboradas de los tres, pero entonces, el perro se levantó y fue trotando a ella moviendo la cola.

—¡Qué preciosidad! —dijo ella acariciándole la cabeza y por debajo del hocico—. Es tuyo, ¿verdad Andrés?

—Sí, es el perro de la familia, se llama Tender .

—¡Es una pasada! —exclamó ella.

Ambos parecían disfrutar de la compañía, una dando y el otro recibiendo carantoñas. Tender siguió arrimándose, lamiéndole las manos y dando pequeños saltitos, cada vez más nervioso.

—¡Oy! ¡Oy oy oy! Qué perro tan cariñoso. ¿Te gusta? ¡Te gusta, eh!

Siguieron jugando cuando vi que mis dos amigos parecían mostrar más interés, quitándose ambos las gafas de sol y sin perderse detalle.

—¡Te gusta eh! ¡¡Te gusta eh!! ¡¡Oy oy oy!! Perro guapo, perro guapo.

Ahora mi madre le besaba los morros, poniéndose en una posición en pompa y regalándole a mis inmaduros amigos una perfecta vista de su trasero, asomándose por la raja de la diminuta faldita lo que parecían ser unas braguitas rosas.

—¡¡Oy!! ¡¡Oy!! ¡¡Oyy!! ¡¡Guapo!! ¡Guapo tú! ¡¡Guapo!!

Las cándidas expresiones de mi madre se habían convertido, en pocos segundos, en un doblaje perfecto de película porno, y mis dos compañeros de clase lo tenían clarísimo. Era como una pesadilla.

—¡¿Te gusta aquí?! ¿Te gusta? —insistía ella acariciándole ahora el vientre—. ¡¿A que sí?! ¿Eh? ¿¿Ehh?? ¿A que te encanta que te toquen por aquí?

La sesión de mimos fue aumentando hasta que el perro se puso tan nervioso que acabó derribándola. Cayó mi madre sobre el césped quedándose a cuatro patas, momento que el chucho aprovechó para meter su enorme hocico entre las piernas de mi madre, restregándoselo impúdicamente por la entrepierna. De reojo vi como mis dos amigos alucinaban, incluso a Gonzalo acariciándose inconscientemente el bulto del bañador.

—¡Auch! —se quejó ella, más por la caída que por la actitud del perro.

Creí que la escena no podía ser más bochornosa cuando pude ver, con total certeza, como el miembro de Tender crecía. De un bote se abalanzó sobre mi madre, le agarró la cintura con ambas patas, y se colocó detrás moviendo las caderas obscenamente, intentando montarla. Sin demorarlo más, me levanté como un rayo y le retiré el perro de un fuerte empujón, tanto que el perro se quejó con un pequeño aullido y casi cae a la piscina. Los cinco, si contamos al perro, nos mirábamos perplejos.

—Tranquilo cariño, que no pasa nada hombre —me dijo mi madre con su voz casi infantil.

—No pasa nada mis cojones, coño, dos minutos más y te viola, pareces tonta joder.

3

Pasamos una semana tranquila. Lo acontecido con el perro de Andrés era tan surrealista que nadie volvió a hablar del tema. Como cada mañana, a eso de las doce, mi madre hizo acto de presencia con uno de sus modelitos veraniegos.

—¡Hola muchachos! ¿No os bañáis? Hace un calor horroroso.

—Somos auténticos tritones, mamá —contesté yo asqueado.

—¡Eso está bien! Pues nada…os dejo chicos.

Por un glorioso instante pareció que la cosa iba a acabar allí cuando intervino Gonzalo:

—¿No se baña usted, señora Florero?

—¿Yo? —se sorprendió entre ruborizada y contenta—. Bueno, suelo dejar las mañanas para que estéis tranquilos.

—Por favor no diga tonterías señora Florero, quiero decir que nos podemos bañar todos perfectamente.

—¡Ah! Bueno…pues… ¿Por qué no? Eso sí, nada de señora ni de llamarme de usted eh, llamadme Carla por favor —dijo ella para irse después a buscar el bañador.

—¿Y esto? —le pregunté a Gonzalo dándole un golpe en el brazo.

—Joder, pues nada. Estamos de gorra aquí todos los días entre semana, que menos que se pueda bañar cuando quiera, ¿no? —respondió él.

Le odié, pero tampoco tenía argumentos para seguir con la discusión. Pasó un rato más que considerable, supongo que ampliado por lo presumida que es mi madre, cuando volvió a escena. Estaba acostumbrado a verla siempre en bañador, pero justo ese día decidió ponerse un bikini. Percibí al momento las pícaras miradas de mis amigos. Reconozco que tiene un tipo envidiable, incluso si la comparas con otras mujeres de treinta y seis años como ella que nunca hayan tenido hijos. El bikini era amarillo chillón, con algo de relleno arriba para disimular sus pequeños pechos y escaso en la parte de abajo pero tampoco obsceno.

Nos miró y, haciendo una especie de mueca ridícula, se tiró ingenuamente a la piscina haciendo una infantil bomba. Apareció entonces tapándose la nariz y con la larga cabellera rubia pegada a la cara.

—¿Qué? ¿Os animáis?

Al par de pervertidos les faltó tiempo para acompañarla, pero yo preferí quedarme en la tumbona. Me asqueaban las apariciones de mi madre. Era como si quisiera ser nuestra amiga. Al fin y al cabo, se llevaba menos años con nosotros que con mi padre. Además, seamos realistas, no era exactamente Miss Inteligencia.

Desde mi posición pude ver al trío jugueteando en el agua, haciendo ahogadillas e incluso Andrés se animó a agarrarla en brazos como el novio a la novia la noche de bodas y lanzarla por los aires.

—¡Eres un bruto! —exclamó ella entre risas.

Ellos proponían estupideces cada vez mayores y ella aceptaba sin rechistar, era realmente patético. La veía ahora a caballito sobre Gonzalo, que entre su peso y lo profundo de la piscina tenía que ponerse de puntillas para respirar.

—Bueno, creo que es suficiente por hoy —dijo mi madre frotándose los enrojecidos ojos por el cloro, andando pasito a pasito hasta la parte menos honda de la piscina en busca de las escaleras.

—¿Ya se va señora Florero? —preguntó Andrés.

—Creo que sí, estoy agotada jovencitos, y hemos quedado que nada de tratarme de usted.

Gonzalo nadó hasta su posición. Al ponerse de pie se dio cuenta que en esa parte de la piscina el agua le llegaba solo algo por encima de las rodillas y se miró el bañador, consciente de que tenía una erección descomunal. Me miró, y confiando en que no me hubiera dado cuenta por la distancia, disimuló.

—Pero no te vayas aún, Carla, nos lo estamos pasando genial.

—Lo siento cariño, es que si hundo demasiado la cabeza enseguida se me irritan los ojos.

Ahora fue Andrés el que fue en su encuentro, con el mismo bulto en la entrepierna. Sentí un calor que no provenía de los rayos del sol. Era rabia, estaba a punto de explotar. Mis dos amigos forcejeaban con ella, salpicándola, hundiéndola, molestándola en general. Estaban muy cerca, arrimándose cada vez con menos disimulo. Me incorporé, dejando de estar estirado sobre la tumbona para sentarme en el borde. Quería verlos mejor.

—¡Chicos! ¡No es justo! Sois dos contra mí.

Los tres se divertían, con mi madre completamente ajena a las verdaderas intenciones de ellos. Gonzalo se había colocado detrás de ella, podía ver claramente como había juntado su erección al trasero de mi madre, presionando su sable contra las nalgas. Andrés le agarraba del pelo y, con la excusa de intentar ahogarla, acercaba su cara al bulto de su traje de baño. Aprovechó la ocasión y su posición de nuevo Gonzalo, agarrándole de las caderas y simulando el acto sexual, con cierto cuidado de que mi progenitora no se diera cuenta. Consiguió ponerse de pie la presa y Gonzalo atacó de nuevo, abrazándola desde detrás y aprovechando la maniobra para magrearle el pecho izquierdo con disimulo.

—¡¡Ya vale no!! —grité encolerizado y poniéndome de pie.

Los tres me miraron estupefactos, percibí que mis amigos se sabían pillados, pero no mi madre, que realmente no tenía ni idea de a qué venía mi reacción,

—Salid ya del agua, os vais a convertir en unas pasas —sentencié.

4

Los siguientes días no invité a mis amigos a casa. Ni siquiera contesté sus mensajes o llamadas. Estaba muy enfadado, pero curiosamente aún lo estaba más con mi madre. Era consciente de que ni sospechaba lo que había ocurrido en la piscina, pero no la podía perdonar. ¿De verdad era así de tonta? No pude dejar de pensar en la cantidad de hombres que se habrían beneficiado de su candidez. Me revolvía las tripas.

Salí al jardín y la vi tumbada boca abajo en una de las tumbonas.

—Hijo, ¿me pones crema? —preguntó al oírme.

Decidí acceder al ver que su piel empezaba a convertirse en una gamba. De nuevo llevaba un bikini, más usual si lo que quería era tomar el sol y no bañarse. Comencé a extender el protector por sus brazos y la espalda, inclinándome de tal manera que se cargaban mis riñones.

—¿Por todas partes?

—Sí, por favor.

Seguí después por sus piernas. Por sus largas y torneadas piernas. A mi cabeza vinieron fragmentos de los arrimones de mis dos amigos con ella. Objetivamente lo podía entender, pero no por eso se me pasaban las ganas de aniquilarlos. Me sorprendí a mí mismo recreándome en los muslos, animándome incluso a embadurnar la parte de sus glúteos que no cubría la parte inferior del bikini.

—¿Ya no vienen tus amigos?

—Andrés tiene que estudiar y Gonzalo ayuda a su padre en el negocio por las mañanas —mentí.

—¿Sabes que papá vuelve el fin de semana?

—Qué novedad —ironicé.

—Pues sí, por fin tiene un descanso. Estaba agotado pobre. Creo que propondrá planes para hacer algo en agosto.

No contesté, seguí con mi cada vez más extraño masaje, malgastando el protector solar. Le desabroché la parte de arriba del sujetador diciéndole:

—Te quito esto para que no te quede marca.

—Ahá —fue lo único que contestó.

Repasé la espalda por segunda vez, haciendo especial hincapié en los laterales del torso, incluso rozando sus pequeños senos aplastados contra la lona de la tumbona.

—Ojalá no viajara tanto —siguió ella en su mundo.

Note una incipiente y vergonzosa erección, algo que jamás me había pasado en nada que tuviera que ver remotamente con ella. Decidí seguir experimentando, e introduje mis dedos, disimuladamente, entre sus pechos y la tumbona para tocarlos, como si las maniobras de extensión de la crema se hubieran descontrolado ligeramente. Ella no dijo absolutamente nada, ni pareció molesta en absoluto. Si fue incapaz de detectar que mis salidos amigos aprovecharon para restregarse era aún más improbable que fuera capaz de malpensar de su propio hijo.

Me llené de nuevo las palmas de las manos y volví a las piernas, acariciando de nuevo muslos y nalgas, incluso retirando un poco la tela para abarcar más carne.

—¿Y por las tardes tampoco vas a casa de Gonzalo?

No contesté, seguí manoseándola y notando como crecía mi desconcertado falo. Me atreví incluso a meter la mano en la madriguera, como si me hubiera despistado. Rozándole el sexo con la yema de mis dedos mientras el pulgar se apoyaba en su trasero. Fue en ese momento como percibí el cuerpo de mi madre contraerse, haciendo un pequeño e inequívoco respingo. Nervioso, tapé la casi agotada crema y me despedí a toda prisa diciendo:

—Creo que ya está.

5

El día del protector solar fue raro, casi insólito. Me pasé la tarde escudriñando por internet entre las diferentes páginas de relatos eróticos, buscando en las secciones de incesto y amor filial. Me parecieron todas patéticas y asquerosas. Fantasías inverosímiles, absurdas y descabelladas. Un tal Gambito Danés se llevaba la palma de la mediocridad y ponzoña, con relatos increíbles en los que incluso relataba tríos entre dos hijos y su madre. De dónde demonios habría salido un degenerado e inepto así.

Me tranquilizó ver que nada de lo que leía me excitaba, sintiendo más bien cada vez más rechazo. Al acostarme estaba como nuevo, con la mente tranquila y despejada. Al despertarme la mañana siguiente sentí que realmente me había reseteado por completo, incluso pensé en llamar a Epi y Blas para que vinieran a la piscina. Todo se encarrilaba hasta que llegué a la cocina y la vi.

—Hola hijo, ¿has dormido bien? Es un poco tarde, ¿no?

Llevaba puesta la faldita más sexy que le conocía, a mi ser poco entendido en moda y nuevas tendencias le falta léxico para describirla. Era blanca, de una tela parecida a la que usaría una abuela para su mantel. Corta, de la medida perfecta para insinuar, pero nunca mostrando más allá. El final de la misma estaba troquelado, formando una cenefa que la convertía en una prenda más elegante. La parte de arriba me pareció irrelevante después de ver esa maléfica falda, consistía en una simple camiseta de tirantes rosa.

—He dormido muy bien.

—¿Sabes qué? Esta mañana he ido al club, tenía clase de tenis, y me he encontrado con la madre de Gonzalo.

—La madrastra —corregí.

—Eso, con Kate. ¿Sabías que era inglesa?

—Me lo podía imaginar —ironicé mientras me preparaba un bol con leche y cereales.

—Pues sí, es de Liverpool, y me ha contado que ella para dormir mejor se toma todas las noches un Bloody Mary , por lo visto la reina también lo hace, pero ahora no sé si se refieren a la suya o a la nuestra.

—La nuestra no creo que beba nada, tiene pinta de ser una vegana amargada —dije.

—A mí en verano me cuesta más dormir —siguió ella—. Quizás debería hacer lo mismo.

—Pero si tu no bebes, mamá.

—Ya, pero por una copa…

—No le hagas ni caso, te duermes antes, pero descansas peor. El sueño es poco reparador.

—¿Ah sí?

—Claro. Fíjate en los ingleses, ellos lo hacen y mira, con el tiempo el cerebro sufre, le falta oxígeno porque roncas más, y acabas por adquirir unos gustos terribles. Te despiertas un día y te gustan las moquetas, las fachadas de ladrillo, el fish&chips y luego la cosa va a peor, decides que lo mejor para ir a la playa es llevar chanclas con calcetines, y todo, todo, por el Bloody Mary.

Mi madre me miró muy seria, estudiándome, hasta que explotó en una carcajada. Una de esas risas contagiosas con la que acabé uniéndome.

—Pero mira que eres tonto, me lo había creído.

Los dos reímos un rato más, recuperé un poco la fe en ella, por fin había entendido una ironía. Además, riéndose a carcajadas estaba radiante.

—Por cierto, me ha dicho que Gonzalo no está ayudando a su padre con el negocio, ¿es que os habéis enfadado?

—No, que va, es que creo que solo fueron un par de días, hoy seguramente le llamaré —disimulé.

Seguí desayunando mientras ella se preparaba un café, hablando de chorradas, comentando sobre las posibles vacaciones en familia de agosto.

—Bueno, yo me voy a comprar ropa, que se me hará tarde.

—¡Me vengo! —exclamé sorprendiéndome a mí mismo.

—¿Tú?

—Sí, ¿qué pasa?

—Si que debes estar aburrido, pero me voy ya eh.

—Que sí mamá, en diez minutos estoy cambiado.

Paseando por una de esas moles llenas de galerías con celdas de tortura llamada centro comercial percibí como, disimuladamente, me las apañaba para andar siempre un par de pasos por detrás de ella, ganando una perfecta perspectiva de sus andares, su falda y sus piernas. Nunca me había fijado en su manera de caminar, era perfecta. Armoniosa, rítmica, desenfadada y sensual a la vez. Sus nalgas se movían de lado a lado lo justo para llamar la atención sin que pareciese una provocación. Y joder, qué bien le quedaba aquella dichosa falda.

Llevamos a la que parecía una de sus tiendas favoritas y fue recolectando todo tipo de modelitos mientras hablaba con las dependientas, pidiéndoles consejo de algunas y tallas de otras. Cargada, se encerró en el probador mientras yo la esperé en el pasillo. Podía oírla canturrear y de vez en cuando me informaba de cómo iba el proceso.

—Me estoy probando el vestidito ese blanco y azul.

—Muy bien…

Estuvo un rato callada hasta que me animé a preguntar:

—¿Todo bien? ¿Falta mucho?

—Me he probado el pantalón vaquero, pero no lo tengo claro.

—¿Quieres una opinión masculina?

No llegó a contestar, pero enseguida oí el ruido del cerrojo y la puerta se abrió. Por discreción decidí entrar y entornar la puerta tras de mí en el espacioso, casi lujoso, probador. Allí estaba ella, mirándose al espejo con aquel short diminuto, más típico entre las adolescentes. Descalza aún me pareció que tenía las piernas más largas, y en la parte de arriba solo llevaba un sujetador blanco.

—¿Crees que soy mayor para esto?

—A ver… No, yo creo que no, de hecho te queda genial.

—¿Tú crees? —insistió contorsionando su cuerpo para verse desde todos los ángulos.

El pantaloncito le hacía un culo extraordinario, una especie de jugosa y deseable cereza. Estaba ahora de espaldas al espejo, girando la cabeza de tal manera para verse que casi parecía un búho.

—Es que no lo veo claro.

Seguía con sus dudas y yo le miraba ahora los pechos, pequeños pero bonitos. No usaba un sujetador con relleno, siendo la tela tan fina que en ella se marcaban sus pequeños y puntiagudos pezones. El improvisado pase de modelos terminó de desequilibrarme, excitándome de nuevo igual que el día anterior. Hubo una pequeña pero intensa batalla interior entre el morbo y la cordura, ganó el primero.

—Bueno —dijo quitándose el pantalón—. Me lo sigo pensando mientras me pruebo lo que me falta.

En un momento la tenía delante de mí en ropa interior, cerré con cuidado la puerta entornada aprovechando que no había sido invitado a salir del probador e, instintivamente, me apoyé en la pared. Se probó entonces un bikini rojo, sin mucho conflicto en la parte de abajo, ya que se tuvo que poner, por normas higiénicas, la prenda por encima de sus propias braguitas. Lo peor fue con la parte de arriba, ya que se quitó el sujetador para probárselo. Estaba de espaldas a mí, pero el espejo fue mi mejor aliado para verle, aunque fuera de refilón, sus dulces peritas.

Repitió el método, moviéndose, contorsionando, poniéndose de espaldas, de lado y de cara para verse en el espejo.

—¿Y este como lo ves? Yo era más de bañadores, pero últimamente se me hacen todos como de mujeres mayores.

Al acercarme fui consciente de la violenta erección que habitaba debajo de mi pantalón. Le puse las manos en las caderas desde detrás y la moví a mi antojo, como un fotógrafo que guía a su musa para la sesión.

—A ver… —dije mientras le repasaba todo el cuerpo con lujuria—. ¿Te parece cómodo?

—Bueno, sí…no sé.

Mis manos le rozaban los glúteos, duros, trabajados. También el vientre firme y las lumbares, moviéndola como una peonza.

—Es que tienes que sentirte cómoda tú, mamá, lo importante es eso. Al fin y al cabo, es un bikini normal y corriente.

—Jo es que no sé cariño, esto de tenerte que probar la ropa así…

—¿Así cómo? —pregunté realmente intrigado.

—Pues eso, con la ropa encima de mi ropa —dijo como eufemismo a “el bikini encima de las bragas”.

Tragué saliva, estaba muy cerca, demasiado confundido y ella con bastante poca ropa.

—Mamá —comencé con voz queda—. No se va a enterar nadie eh, pruébatelo como quieras.

—Sí, ya, pero es que es una guarrada, la verdad.

—Solo si alguien lo ha hecho antes que tú.

Ella me miró fijamente, estudió el comentario y tal y como había pasado a la hora de desayunar carcajeó de tal forma que pensé que nos echarían de la tienda.

—Pero mira que eres cochino.

—No seas tonta, de verdad, ¿quién se va a enterar?

Volvió a observarme, como buscando un cómplice. Miro hacia los lados como un ladrón de segunda, de manera ridícula ya que estábamos en un espacio cerrado, y se quitó la parte inferior del bikini. Agarró entonces la goma de las braguitas y volvió a observarme, buscando que la animase de nuevo. En su inocencia ni siquiera pensó en que un adolescente la observaba ansioso, ¿cómo iba a hacerlo? No es que en casa se tratara la desnudez de manera excesivamente sana o natural, pero era demasiado inocente para ver mis verdaderas intenciones. Yo era como un galgo que desea que se abran las puertas para correr. Bajó ligeramente, casi de manera imperceptible, las braguitas. Suficiente para que pudiera ver el contraste de color de su piel, la marca blanca del bikini en sus ingles. Fue entonces cuando cambió de opinión, apartando las manos de la prenda para decir:

—Mira, ¿sabes qué? Que da igual, me lo pruebo en casa y ya está, si no me gusta le digo a Ximena que lo devuelva.

Mi decepción fue gigantesca, tanto como mi calentón. Me sentí como Moisés frente al mar rojo, solo que esta vez las aguas no se abrieron. Ahora la veía hurgar en el suelo, buscando entre su ropa para volver a vestirse. Su culo en pompa era lo más tentador que jamás tendría en frente, mis dedos revoloteaban nerviosos, esperando una orden que les permitiera estamparse contra la ansiada carne, pero era consciente de lo descabellada que era la idea. Pensé incluso en abrazarla, sentirla fugazmente entre mis brazos, apretar mi piel contra la suya. Pero mi histórico de hijo poco cariñoso tampoco ayudó.

Finalmente nos fuimos. Recogimos, pagamos, y volvimos a mi pequeña cárcel de lujo.

6

Me he cambiado el nombre: Jacobo Carlos Cortocircuito Florero. Así estaba yo, con el cerebro completamente cortocircuitado. De momento es un cambio interior, pero pronto pediré hora al registro civil.

Me tiré horas leyendo sobre el complejo de Edipo, pero no encajaba. Era demasiado mayor, de niño no me había pasado, no podía rivalizar con mi padre porque nunca estaba en casa. Hasta hace unos días ni siquiera me caía bien mi madre, me parecía una persona simplona, vacía, inocente. Pero ahora todo había dado un vuelco, a mi atracción física se le unía la emocional. Lo que me parecían defectos poco antes, ahora eran grandes virtudes. Dulce, complaciente, cariñosa. Incluso esa especie de asperger no diagnosticado que la incapacitaba para entender los doble sentidos había quedado en un segundo plano. Pronto terminaría con mi cinismo, a este paso.

Estuve toda la mañana nadando. Agotando mis músculos, sepultando mis instintos. Exhausto, fui a la cocina y allí vi a mi madre y Ximena preparando la comida. De espaldas a mí parecían un gran equipo, picando cosas por separado. Ambos traseros se movían al compás de la receta, armoniosos. Las comparé. En cuestión de culos mi madre no tenía rival, ni en casa ni en ningún lado, pero a Ximena se le veían de refilón un par de pechos mucho más generosos. La piel de mi madre estaba bronceada, pero nada que ver con el color trigueño de la peruana. Las melenas, ambas largas, pero una rubia y la otra morena. Supe entonces del tremendo fracaso de la natación, notando la bayoneta armada en tiempo récord bajo el bañador.

—Hola cariño, ya nos ves, preparando una comida especial.

Me acerqué disimuladamente y coloqué mi cuerpo detrás del de Ximena, rozando disimuladamente mi bulto contra sus caderas. Llevaba una falda gris de uniforme, bastante larga, pero de tela muy fina.

—¿Tú que haces? —le pregunté a la asistenta.

—Estoy picando cebollino —me informó.

Con la excusa de ver cómo lo hacía, acerqué aún más el cuerpo, restregando mi miembro contra sus considerables caderas. No era muy alta, y quizás algo grande, aunque sus grandes senos le daban equilibrio al conjunto. Mientras seguía arrimándome, observaba a mi madre a la izquierda, concentrada en quitarle el hueso a un aguacate. Llevaba unos leggins grises que aún le hacían las nalgas más perfectas.

—Tu padre al final no viene el fin de semana, espera poder volver el siguiente.

No contesté, la alegría iba por dentro. Apretaba ahora mi erección con tanta fuerza contra Ximena que casi podía traspasar su falda y su ropa interior, mientras sentía mi glande recorrer la raja de su culo preguntaba cualquier estupidez para disimular, como si observara atento el fino corte del cebollino. En este momento era imposible que Ximena no se sintiera violentada, pero aguantó estoicamente. Extendí mi brazo para señalar la pimienta, preguntando por ella y aprovechando al recogerlo para restregarlo contra su pecho derecho.

Ajena a mi pequeño mundo, mi madre se puso a picar perejil haciendo unos movimientos con los glúteos tan sensuales que difícilmente hubiese podido mejorarlos ni ensayando. Yo movía mis caderas adelante y hacia atrás, propinando pequeñas embestidas a las carnosas nalgas de la sirvienta que, ahora sí, podía notársela claramente incómoda. Por alguna razón supe que no me iba a delatar. Disimuladamente, subí su falda algo zíngara por el lateral más alejado a mi madre, cuidando mucho de protegerme con las perspectivas. Podía verle ahora la pierna derecha y parte del trasero descubiertos, me parecieron más deseables de lo imaginado. O quizás fuese el calentón. Ella seguía picando el cebollino como una autómata, sin saber exactamente qué hacía.

Liberé lo justo mi miembro por encima del bañador, tieso como un bote de laca, y lo refregué contra su culo semidesnudo. Con la mano derecha le agarré el pecho, manoseándolo con disimulo y constatando que era, definitivamente, la parte más apetecible de su anatomía. Estaba a punto de estallar cuando volví en sí, fue como si mi alma saliera del cuerpo y me observara, avergonzada, desde el techo de la cocina. Me excitaba mirando a mi madre mientras le metía mano a la asistenta, probablemente, en contra de su voluntad. ¿En qué clase de monstruo me había convertido?

Adecenté con cuidado la ropa de Ximena, devolví mi culebra a la cueva y me sentí realmente abochornado.

—Avisadme si necesitáis ayuda —dije saliendo de la cocina casi a la carrera.

7

La mañana la pasé entrenando y nadando y lo mismo hice después de comer. Tenía mucha energía que quemar, por lo menos debía aprovechar la instalada calentura para mejorar mi estado físico. En la piscina no solo me tonificaba, también me servía para reflexionar y ordenar las ideas. Dejé el ejercicio al ver que el cielo empezaba a nublarse y entré en casa, yendo directo al cuarto de la plancha, una habitación habilitada exclusivamente para este fin. Allí estaba Ximena, hacendosa, ordenando unos montoncitos de ropa.

—Ximena —dije con cuidado para no asustarla—. ¿Podemos hablar?

—Sí claro, señorito —me dijo ella algo sorprendida, dejando sus quehaceres y acercándose.

—Mira, solo quería pedirte perdón por lo que pasó ayer en la cocina. No sé qué me pasó, será la edad o que soy un imbécil, pero quería decírtelo.

La disculpa era sincera, me sentía mal por lo ocurrido, llevaba tres años con nosotros y me había tratado siempre muy bien.

—No señorito no, no se preocupe —contestó ella.

—No Ximena, estuvo mal, y es justo que te lo diga.

Ella parecía no entender. Se acercó aún más y me puso la palma de su mano en la mejilla.

—No se preocupe, fue por su madre.

Me extrañó un poco su comportamiento. La miré como interrogándola.

—Su madre estaba al lado y yo sufría, sufría mucho, pero no pasa nada, está todo bien.

Ahora me agarraba la cara con ambas manos, con dulzura y comprensión. Tanta que pensé por un momento que se me insinuaba. Decidí cortar la escena, le separé las manos con cuidado e insistí antes de salir de la habitación:

—Gracias por la comprensión Ximena.

Pensativo, me fui directo al salón donde vi a mi madre hablando por el móvil. Parecía afectada.

—Bueno, vale… —decía—. Pues si no puede ser, no puede ser.

Seguí estudiando la situación hasta que comprendí que al otro lado hablaba mi padre.

—No pasa nada, de verdad. ¿Quieres hablar con tu hijo?

Por la expresión de mi madre supe que la respuesta era no, cualquier excusa le habría servido. Al colgar, su semblante seguía siendo triste.

—¿Qué pasa mamá? ¿Qué no viene, no?

—Por lo visto no puede, dice que además quizás no pueda volver hasta mediados de agosto. Tiene que ir a Panamá o algo así.

No podía entender por qué le echaba de menos, pero decidí no echar más leña al fuego y consolarla.

—Bueno, no te preocupes, nos lo pasaremos bien eh.

Ella me miró dubitativa. La abracé, algo que no hacía, como mínimo, desde los once años. La estreché con fuerza entre mis manos intentando que fuera lo más reparador posible.

—Iremos al cine, de compras, de excursión, y ya cuando venga viajaremos a cualquier sitio con playa, ¿vale? —insistí.

Ella me apretó también con fuerza, colocando su cabeza contra mi hombro. Yo seguí animándola mientras le daba pequeños y castos besos en la frente y en la sien. Me sentía bien, su dulzura me traspasaba por completo de una manera que nunca había percibido. La quería más que nunca, o quizás como siempre, pero me acababa de dar cuenta. Me vinieron a la mente imágenes de mis amigos aprovechándose de ella, incluso del puto perro de Andrés, y me apeteció visitar al Dúo Sacapuntas y contarles un par de cosas.

Ella pareció tranquilizarse, lo contrario a mi entrepierna, que decidió crecer sin autorización. Mi falo se endureció, sorprendentemente rápido, y quedó apretujado contra su ingle. Estaba convencido de que no se daba cuenta, pero me sentí mal igual. No quería que pasara esto. ¿Por qué tenía que excitarme en un momento así? ¿Por qué con mi propia madre? Solo quería estar con ella, abrazados, queriéndonos, pero mis hormonas tenían un plan completamente distinto. Era como si mi cuerpo y mi corazón fueran por caminos totalmente distintos. Habían bastado un par de semanas para que mi madre arrancara mi coraza compuesta de cinismo e ironía y dejara al descubierto una especie de perrito faldero. Era tan patético como agradable.

Me alejé un poco al fin, la reacción me incomodaba mucho más a mí que a ella, y dije:

—¿Sabes qué? ¡A la mierda tus dietas, la vida sana y todo! Ximena. ¡¡Ximena!!

Apareció la asistenta con cara de sorpresa y continué:

—Esta noche no cocinas, llamaremos pizzas, beberemos, tomaremos helado y veremos películas en la tele, ¿qué te parece?

—Yo… ¿yo también señorito?

—Pues claro que tú también, ¿o es que no eres de la familia? Pediré las pizzas para las ocho en punto, os quiero en el salón preparadas para la fiesta de pijamas.

Veía sus caras, mezcla de asombro y alegría, cuando un trueno hizo vibrar los cristales de la casa.

—Ye está decidido, pizzas, helado, copas y película de miedo.

Cuando horas después hice acto de presencia en el salón me sorprendió que las dos fueran tan puntuales y obedientes. La peruana vestida como nunca la había visto, con un top blanco de tirantes y un pantaloncito azul clarito, y mi madre aún más insólito, vestida solo con un culote negro y una camisa de mi padre a modo de camisón, tenía toda la pinta de ser la primera víctima en un slasher de segunda. Me arrepentí de ir solo en calzoncillos y camiseta, supliqué internamente para que una reacción biológica, antes o después, no delatara mis más perversos pensamientos.

—Las pizzas llegan en unos cinco minutos —informé mientras oía la lluvia torrencial fuera—. Espero que el repartidor lleve chubasquero.

Nos acomodamos en una pequeña mesa circular que usábamos poco, parecía más concebida para realizar espiritismo que para cenar. Mientras degustábamos las grasientas porciones de pizza le pregunté a Ximena:

—¿Y estas bebidas?

—Son piscos señorito, pisco sours. Una bebida típica de mi tierra.

—¿Ah sí? ¿Y qué llevan? —interrogué viendo los espumosos brebajes.

—Lleva pisco, zumo de limón, jarabe de goma, clara de huevo, angostura…

—¿Pero tiene alcohol? —interrumpí sin entender ni la mitad de los ingredientes.

—Uy sí, hay que beber con cuidado, son muy traicioneros —respondió casi tímida.

—Bien pues, ¡pizzas y piscos! ¡A tu salud!

Ximena tenía razón, el cóctel además de estar francamente rico engañaba, y a la segunda copa los tres estábamos algo avispados, fue entonces cuando comenzaron las preguntas.

—¿Y tú Ximena? ¿Tienes novio? Sales poco de casa —comenzó mi madre.

—¡No! —dijo con un tono amargo, frustrado, casi gracioso—. Desde que me vine a España hace tres años nada de nada, y en este barrio no hay ningún sitio donde salir a bailar o algo.

Los dos nos reímos de ella con cariño, sorprendidos por su catártica respuesta.

—Pero mujer, yo te puedo llevar a la ciudad y recogerte luego —se ofreció mi madre entre risas.

—No, no, que como se entere el señor… —dijo ella.

—El señor no se entera de nada —dijo mi madre—. ¿Y tú hijo, tienes novia? Jo, nunca me presentas a nadie.

—No hay nadie que presentar —dije con cara pícara.

Vi que pretendía insistir en el tema y contraataqué, aunque no sé si con la mejor pregunta:

—Mamá, dime una cosa. ¿Por qué eres tan ingenua? No, espera, quiero decir… ¿Por qué nunca piensas mal de la gente?

Ella me miró sorprendida, quizás sintiéndose un poco ofendida. Me disponía a matizar mis palabras cuando explicó:

—Supongo que lo heredé de mi abuelo. Luchó en la Guerra Civil, lo pasó realmente mal. Y decidió perdonar. Recuerdo que de niña, estando un día sentada sobre su regazo, me dijo: “Carlita, hay que pensar siempre bien de la gente. La gente te puede decepcionar, pero lo grave es decepcionarse a uno mismo. Hay que esperar siempre lo mejor, luego que cada uno decida lo que está dispuesto a dar”.

La profundidad de la respuesta me dejó completamente anonadado, la conversación había entrado en un dimensión distinta. Observé a mi madre, su expresión era dulce, melancólica. Fue Ximena la que nos sacó de aquella especie de trance:

—Usted con un abuelo genial y yo sin novio.

Los tres reímos a carcajadas. Seguimos con la conversación y bebiendo para espachurrarnos al rato en el sofá. En la tele ponían El jovencito Frankenstein, una de las debilidades de mi madre. Ella y yo nos pusimos en el sofá más centrado mientras que Ximena eligió uno para ella sola a nuestra izquierda.

—¿Voy a por el helado? —pregunté.

—Por mí no hace falta —respondió con voz algo narcotizada mi madre.

La asistenta ni siquiera me oyó, parecía estar ya en un profundo sueño. La lluvia no cesaba y aquella noche un tanto infantil se había convertido en mi mejor día en meses. Adormilados por el alcohol mi madre y yo terminamos estirados en el mismo sofá, con su cuerpo justo por delante del mío. Mi brazo pasaba justo por debajo de su axila, abrazándola, con sus pequeños pechos aprisionados. La peor parte fue cuando su culo terminó por acomodarse contra mi entrepierna, encajando ambos como si fuéramos la misma pieza de montaje. Podía oír su respiración profunda, ya se había dormido, atrapándome.

A mi izquierda roncaba Ximena, pero yo me había despejado por la situación, como si alguien me hubiese tirado un cubo de agua fría para después secarme con su cuerpo caliente. Cuanto más me concentraba para pensar en otra cosa más sentía a mi madre, pecho contra brazo, espalda contra torso, trasero contra miembro, cubriendo todas sus zonas erógenas. Inevitablemente me excité, mutando mi falo de la carne al hierro. Sentía mis partes clavadas en sus nalgas, me costaba incluso respirar. Intenté estar lo más quieto posible, minimizar cualquier tipo de fricción, pero fue inútil.

Conseguí liberar mi brazo con sumo cuidado y, con mi madre medio inconsciente, llevé mi mano hasta el bóxer y lo bajé lo justo para liberar mi erección. Ahora tenía parte de mi pene presionando sobre su culote y la punta, humedecida, restregándose contra sus lumbares desnudas. Fui incapaz de reprimir un pequeño gemido, pensé que si mi madre se despertara en ese preciso instante, y fuera consciente de lo que estaba pasando, moriría al momento en una mezcla de horror y tristeza. Desesperado por aliviarme intenté masturbarme, casi a cámara lenta, disfrutando de los involuntarios roces que me proporcionaba mi madre, pero era demasiado arriesgado. Sentía el sofá vibrar debajo de mí.

Escondí de nuevo mi excitación debajo de la ropa interior y me levanté con exquisita cautela. Mi madre farfulló algo entre sueños, pero no se despertó. Estaba decidido a irme a mi habitación para aliviarme, pero me fijé de nuevo en la asistenta, descompuesta en su sofá. Ximena era guapa de cara, y probablemente con cuatro kilos menos sería una auténtica reina inca, pero con la excitación, el alcohol en vena y la abstinencia sus algo rotundas piernas me parecían más que apetecibles. Sin hablar de ese par de melones que tenía por pechos.

Cerciorándome de que mi madre seguía en estado comatoso, y es que siempre había tenido el sueño profundo, me quité el calzoncillo y me tumbé sobre la peruana tapándole suavemente la boca con la mano, evitando que hiciera algún ruido al despertase. Cuando lo hizo estaba ya completamente amoldado sobre ella, con mi sable apretándole la entrepierna por encima del pantaloncito. Retiré la mano y la besé en los labios, acción esta que fue ampliamente correspondida. Seguimos besándonos mientras restregaba mi polla contra su anatomía con movimientos pélvicos largos y lentos, ella se excitó muy rápido.

Ambos intentábamos reprimir los pequeños gemidos que emitíamos cuando nuestras lenguas se desenredaban. De refilón vigilaba a mi madre, lo que me daba un extra de excitación. Con cuidado le retiré el top, ayudado por ella que levantó los brazos sumisa, y liberé dos grandes y carnosos pechos de areolas igualmente grandes y oscuras. Siguieron los besos y los magreos, sobándole yo el par de tetazas mientras ella me agarraba el culo con fuerza.

—Mmm, mm…

Estaba a punto de explotar, también con su ayuda y no sin cierta dificultad conseguimos quitarle el pantalón del pijama, mostrando al fin su sexo, ansioso y con el vello recortado. La penetré con suavidad, haciéndome paso por el lubricado conducto hasta que mis testículos chocaron contra sus ingles. Gemimos, demasiado fuerte, pero la suerte nos sonrió y mi madre no se despertó.

Me moví dentro suyo, excitadísimo, intercalando la mirada entre las piernas de mi madre, su cara de placer y sus enormes mamas, que se movían ligeramente y caían a los lados por el propio peso.

—¡Ohh!

Los gemidos ahogados se escapaban, inevitablemente, cuando mi glande llegaba a lo más profundo después de una controlada y larga embestida.

—¡Mmm!

Le agarré un pecho y aprovechando su tamaño me lo llevé a la boca, mordisqueando su pezón sin dejar ni un momento de mover las caderas.

—¡Ahh!

Ella cerraba los ojos por el placer, intentando reprimirse. Me dijo:

—Me voy a correr.

Fue como un lamento. Como una advertencia.

—Yo también, no te preocupes, déjate llevar —le susurré.

Le agarré las generosas nalgas para acometerla con más fuerza y aumenté el ritmo, Ximena se mordisqueaba el labio inferior casi compulsivamente. Su cuerpo se estremeció, levantando incluso su trasero del sofá para disfrutar más del orgasmo. Segundos después llegué yo, eyaculando entre espasmos y descargando toda mi simiente en su interior. Exhausto, le di un cariñoso beso en la mejilla y con las pocas fuerzas que me quedaban me levanté. Agarré el bóxer del suelo y me retiré, casi a hurtadillas del salón. Esperé que ella hiciera lo mismo, o la sorpresa de mi madre al verla desnuda y sudada en el sofá de al lado sería apoteósica.

8

Después de aquella torrencial noche que poco tenía que envidiar a la de Villa Diodati, conseguí un cierto equilibrio. Los encuentros entre Ximena y yo eran esporádicos pero frecuentes. Los dos disfrutábamos, nos utilizábamos. Ella satisfaciendo sus necesidades y yo aliviando la tensión sexual producida por mi madre. Con ella, la señora Florero, iba a todas partes. Al cine, a comer fuera, a pasear, nos habíamos vuelto inseparables. Mi madre estaba feliz por nuestra relación, y yo aprovechaba cada instante, roce, caricia, contacto, para aliviarme con la asistenta con su recuerdo. La casa subsistía en una especie de armoniosa anarquía.

Todo iba bien hasta que llegó él.

Era un viernes por la tarde, mi madre, Ximena y yo mirábamos la tele mientras comíamos palomitas caseras. Compartíamos los tres sofá, cuando oímos la puerta de la casa.

—Sorpresa —dijo mi padre irrumpiendo en el salón.

Mi madre se levantó casi eufórica, corriendo a abrazarle. Él se lo devolvió algo menos afectuoso.

—¡¿Cómo que has venido?!

—Al final he podido escaparme antes, aunque el lunes me vuelvo a ir.

La señora Florero expresaba su alegría ante el estupor de la sirvienta y yo, que mirábamos la escena como si fuéramos meros invitados. El conde de Infante consiguió librarse momentáneamente de su esposa y se dirijo a mí.

—Hola hijo, ya veo que estás aprovechando el tiempo —dijo con retintín.

No contesté, no quise. Observó entonces a Ximena, con el bol de palomitas en la mano y vestida de manera, seguramente, inadecuada.

—Y usted, Ximena, ¿tampoco tiene nada qué hacer?

La peruana se retiró enseguida, abochornada, entre lamentos y disculpas.

—No seas duro con ella, trabaja mucho —intercedió mi madre.

—Hay que ir con cuidado con esta gente, si les das la mano te cogen el brazo —contestó él con su clasismo, o quizás racismo, habitual.

—Bueno —continuó—. Ponte guapa, esta noche tenemos cena en el club.

—¿Ah sí? —preguntó mi madre algo descolocada—. ¿Puede venir también Jacobo?

—¿Jacobo? —dijo mirándome con cierto desprecio—. Jacobo seguro que tiene cosas peores que hacer.

Hubo un momento que pensé que mis sarcasmos eran parecidos a los suyos, que éramos iguales, que era incluso un signo de inteligencia, pero en ese momento de mi vida mi padre me parecía un ser de lo más despreciable. Había sido toda una entrada triunfal la suya, solo esperaba que cumpliera su palabra y desapareciera el lunes. El resto de la tarde y de la noche estuve frustrado, sin salir de mi habitación. Ximena intentó seducirme, no sé si pensando en ella o en mí, pero no tenía cuerpo para sus hospitalarias carnes.

Sobre las dos de la madrugada oí ruido en casa, deduje que los tortolitos estaban de vuelta. Entorné la puerta y los oí claramente en el piso de abajo.

—¿Desde cuándo bebes? —le preguntó mi padre con tono recriminatorio.

—No sé… —balbuceó ella.

—Bueno, pues te vas sacando la costumbre, ¿eh cariño? No sabes beber, nunca has sabido.

Oí como subían las escaleras y apagué la luz de mi habitación para no ser descubierto asomado en la puerta. El sonido de los pasos de mi madre eran patosos, descoordinados. Tuve la tentación de ir a ayudarla, pero supuse que ya lo estaba haciendo mi padre.

—Quítate los tacones anda, te vas a abrir la cabeza —le ordenó él.

Llegaron a mi planta con dificultades y oí un pequeño estruendo, como si se hubieran empotrado contra un muro. Asomé con cuidado la cabeza y los vi, en el pasillo, con mi madre apoyada contra la pared, justo al lado de la puerta del dormitorio. Mi padre le acariciaba un pecho por encima de la ropa con cierto desdén. Ella iba vestida muy sexy, con un top lencero negro y una falda dorada corta, muy corta. Descalza, tal y como le habían exigido.

—¿Es que no me has echado de menos? —le recriminó él sin dejar de sobarle el seno.

—No cariño, no es eso… —farfulló—. Es que estoy muy mareada.

Arrastraba las sílabas y apenas se mantenía en pie, con los ojos entrecerrados seguía recibiendo las lascivas y repugnantes caricias de su marido. Le manoseaba la cara interna del muslo, subiéndole la falda hasta que mostró las finas y semitransparentes braguitas negras, frotándole ahora el sexo por encima de las mismas.

—Antes solía gustarte esto —dijo.

—Cariño…grsa es que n pdkkf…

Siguió metiéndole mano ante mis ojos ocultos en la penumbra, llenando mi cuerpo de química. Hormonas, adrenalina, una mezcla de rabia y excitación inundaba cada palmo de mi ser. Frustrado, abrió la puerta del dormitorio y la entró. No pude ver qué pasaba en el interior, pero a los dos minutos vi salir a mi padre refunfuñando:

—Pues nada, me voy abajo a beberme un whisky.

Cuando sus pasos se perdieron en las escaleras salí al pasillo a hurtadillas y asomé la cabeza por la puerta entornada del dormitorio de mis padres. Allí estaba ella, con medio cuerpo sobre el borde de la cama y las piernas colgando. Odié a esa sabandija, ni siquiera había sido capaz de tumbarla entera. La perspectiva, por otro lado, era sensacional. Con su culo en pompa, desprotegido por la falda que, supongo del forcejeo, se había convertido en un improvisado cinturón. Vi entonces que lo que en el pasillo parecían unas delicadas braguitas era en realidad un tanga negro, una prenda tan escasa que mostraba completamente sus espectaculares nalgas.

Me acerqué hipnotizado, frotándome la entrepierna por encima del pijama compulsivamente. Su cara estaba sobre el colchón con un hilillo de saliva que iba de los labios a la sábana y tenía los ojos completamente cerrados.

—¿Mamá? —susurré.

No recibí respuesta.

—¿¿Mamá?? —insistí alzando la voz.

Nada. No reaccionaba. A su sueño profundo se le había unido el exceso de alcohol y su casi intolerancia al mismo. Salí de nuevo al pasillo, paré la oreja y pude oír el televisor del salón. Imaginé a mi padre bebiendo y viendo la caja tonta y volví a entrar al dormitorio, sin cerrar del todo la puerta para estar atento a cualquier ruido exterior. De nuevo su trasero. Su imponente, deseable y lujurioso pandero.

Envalentonado por la situación, consciente de que difícilmente se repetiría, lo acaricié delicadamente con la yema de los dedos. Su tacto era delicioso, suave, pero a la vez firme, sin un gramo de grasa o celulitis. Viendo que seguía inmóvil me fui animando, apretujándolo y sobándolo impunemente. No había disfrutado tanto de su cuerpo desde la mañana en la que la embadurné de crema solar, desde ese día todo habían sido roces, disimuladas caricias y arrimones casi involuntarios. Tuve tentaciones también de magrearle sus pequeños y dulces pechos, pero dada la postura en la que estaba, con estos apretujados contra el colchón, era demasiado arriesgado.

Me deleité con sus nalgas cada vez más excitado, decidiendo dónde estaba el límite. Introduje la mano con delicadeza entre sus muslos y logré acceder a su sexo, palpándolo desde detrás con cierta dificultad. Ella seguía completamente inconsciente, era como una fantasía erótica, mejor que muchos de los sueños húmedos que había tenido. Le manoseaba el culo y le frotaba el coño, esperando una reacción suya que me detuviese, pero no llegó. Por un momento me pareció que susurraba algo, pero fue tan imperceptible que no supe si era real o fruto de mi imaginación.

Mis sentidos se habían agudizado tanto que podía oír la televisión desde allí, dándome eso una cierta seguridad de no ser descubierto. Pensé en masturbarme sobre ella, pero me daba miedo que la acción no tuviera retorno. Minutos después, estaba tan cachondo que lo de pajearme me sabía a poco. Le agarré de las caderas y la levanté un poco más, lo suficiente para poder quitarle el tanga con bastante dificultad. Uno no es consciente de lo difícil que es manipular un cuerpo inmóvil hasta que tiene que hacerlo. De nuevo, farfulló algo casi inaudible.

—Shhh, no pasa nada —la tranquilicé.

Seguí con mis manoseos, infiltrando mis dedos entre sus partes íntimas y la cama, ahora podía acariciarla sin que ninguna prenda me estorbase. Los movía por toda la vulva, frotándola, acariciándole el clítoris de manera circular.

—Mgrgg.

Emitió una especie de gemido-gruñido anestesiado, pero no me detuve, siguiendo con los tocamientos hasta que, sorprendentemente, pude sentir como se le humedecía la entrepierna. Aquello me excitó aún mucho más y continué metiéndole mano. Ella gemía, bajito, muy bajito, como si el sonido viniera de sus sueños en vez de provenir de su boca. También le escuchaba la respiración acelerada. Le introduje un par de dedos en el lubricado coño y escudriñé en su interior en busca del punto G. Era difícil saber si lo estaba consiguiendo, con mis dedos en forma de garfio hurgando en la parte rugosa de su cavidad, pero no tenía ninguna duda de que sí disfrutaba.

—Mmm, ¡mm!

Me sentí a punto de explotar y decidí jugármelo todo a una carta, a doble o nada, al negro o rojo. Me bajé el pijama hasta los tobillos e intenté amoldarme sobre ella, acomodándome a su anatomía que seguía reposando en el borde de la cama, agarrándola por las caderas y la cintura para ayudarme. Coloqué con cuidado mi erecto miembro en su sexo, con el glande buscando desesperadamente su entrada del placer. Me costó un poco, a pesar de lo lubricada que estaba la postura no era la ideal. Finalmente pude ver como la punta de mi herramienta encajaba, abriéndome paso en su interior como si fuéramos anatómicamente perfectos.

La penetré. Me introduje hasta al fondo, hasta que mis testículos chocaron contra sus glúteos de acero. Ya no jugaba al casino, sino a la ruleta rusa. Ella seguía emitiendo pequeños gemidos y yo me retuve como pude para no gritar de puro placer. Jamás había pensado que podría estar dentro de mi madre, ni en mis perversiones más inconfesables. Era una experiencia casi mística. Empecé entonces a mover las caderas, a meterla y sacarla lentamente, disfrutando de cada segundo, de cada fricción.

A pesar del cuidado la cama chirriaba con cada una de mis controladas embestidas, también el cabezal chocando contra la pared. Su coño era perfecto, bien lubricado pero lo suficientemente estrecho para sentir el máximo gozo. En medio del delirante acto no pude evitar que, entre acometida y acometida, me invadieran perturbadores flashes.

No era yo, era Tender, el gigantesco Boyero de Berna el que copulaba con mi madre aullando.

Seguí follándomela, cegado por el deseo e intentando luchar contra mi propia mente.

No era yo, eran Andrés y Gonzalo los que se turnaban para penetrarla.

—¡Mm! ¡¡Mm!! ¡¡Oh!! —no pude evitar gemir mientras aumentaba el ritmo de los movimientos.

No era yo, era mi padre quién la violaba, dominándola a voluntad.

—¡Ah! ¡Ahh! ¡¡Ah!!

La cama pareció que iba a desmontarse y yo no atendía a nada que no fuera mi propio placer, ni vigilaba la puerta, ni intentaba oír la televisión ni mucho menos me cercioraba de que mi madre siguiera adormilada.

No era yo, eran decenas de hombres, desde profesores a antiguos jefes, los que disfrutaban del perfecto cuerpo de la señora Flores.

Los maldije a todos. A cualquiera que hubiera rozado su piel. A cualquiera que se hubiera aprovechado de su candidez para gastarle una broma o fantasear con ella. A sus exnovios, a mi padre, a Andrés y Gonzalo, al perro e incluso a mi bisabuelo. Mi madre era mía, solo podía ser mía.

—¡Mm! ¡¡Mm!! ¡¡Mmm!!

Entre imprecaciones y acometidas me corrí, expulsando toda mi leche en su interior con furia, como un animal que marca su territorio, alcanzando un bestial orgasmo que hizo incluso que perdiera el equilibrio y cayera de culo contra el suelo. Exhausto, tardé varios minutos en recuperar el aliento y ser capaz de levantarme y vestirme. Volví a oír la tele de fondo y eso me tranquilizó. Mi madre seguía en la misma posición que la había dejado, su rostro era de una relajación absoluta. La agarré por las axilas y la tumbé completamente sobre el colchón, asegurándome de no hacerle ningún daño. Luego le adecenté la ropa, especialmente la maltrecha y arrugada falda.

—Te quiero —le dije a modo de despedida.

Vi su tanga tirado en el suelo, lo recogí y me lo puse en el bolsillo a modo de recuerdo. Me disponía a salir de la habitación cuando oí que decía con voz aún narcotizada:

—Yo también te quiero, cariño.

Cariño. Una palabra que despertaba mil dudas. Podía referirse a mí o a mi padre. ¿Era consciente de lo que había ocurrido? ¿Sabía que la persona que le había hecho el amor era la misma que la había arropado?

Iba a ser una noche muy larga.