Madre e Hija esclavas del destino (1)

Una mujer y su hija descubren que el secreto de la felicidad estaba en ser esclavas del novio de su hija. Relato escrito por JP con colaboración de su fiel esclavo Alexxx.

Madre e Hija esclavas del destino Pt 1

Una mujer y su hija descubren que el secreto de la felicidad estaba en ser esclavas del novio de su hija.

Relato escrito por JP con colaboración de su fiel esclavo Alexxx.

Mi marido Luis me anunció el lunes que tenía que viajar el viernes de la misma semana a Berlín para un congreso y que no regresaría hasta la tarde del lunes siguiente.

Inmediatamente se lo dije a mi hija Paula para que se lo comunicase a nuestro Amo. Después de un mes por fin podría disponer de las dos juntas. Desde entonces solo había podido usarnos por separado, más a Paula que a mi. Ella no tenía impedimentos matrimoniales como yo y por esa razón su explotación por el Amo era superior a la mía provocando mis celos.

Además, no se podían comparar sus 17 añitos con mis 42. Ella era rubita, esbelta y hermosamente conformada, de 1,75 de estatura, cara angelical, unos pechos regulares y perfectamente erguidos, cinturita estrecha que resaltaba sus redondeadas caderas y su culito respingón. Los muslos y las piernas estaban perfectamente torneados. En fin, llamaba la atención por la calle tanto de hombres como de mujeres.

Yo había estado orgullosa del fruto de mi vientre hasta que el Amo entró en nuestra vida hace un año y mi amor por mi hija se convirtió en celos, envidia y rencor. Lo conocí como su novio, cuando ella contaba 16 y él 20. Me pareció un gran chico y pronto lo admitimos en casa hasta que me cautivó y convirtió en su sierva más sumisa hacía ya un par de meses.

De esposa normalita, ama de casa y abogada de una empresa de construcción pasé a ser su puta subyugada, dispuesta a hacer por él cualquier cosa por muy perversa o repulsiva que fuese. A mis 42 años eso significó una revolución en mis hábitos y en mi vestir que tuve que justificar a mi marido con alardes de imaginación basados en que, pasados los 40, quería aprovechar mi vida antes de entrar en la vejez. Mi marido, 12 años mayor que yo, en crisis y con cierto decaimiento por haber sobrepasado la cincuentena, se tragó los cuentos.

Así comencé a "acudir" a actos sociales a los que siempre había sido remisa, me apunté a un gimnasio y a una ONG para ayuda a los niños desnutridos. Por supuesto nunca me verían el pelo en esos sitios. Era una excusa para estar a disposición de mi dueño.

Al Amo le encantaba disfrutar de madre e hija simultáneamente, pero era difícil compaginar la disponibilidad de ambas, y más por las noches o todo un fin de semana como él quería.

Paula me confirmó que el Amo nos admitía para el fin de semana en que mi marido viajaría. No cabíamos en nosotras mismas de gozo y de ansiedad. Cuando de ofrecer agrado al Amo se trataba, mi aversión por mi hija se quedaba en segundo plano. Si él era dichoso teniendo a las dos juntas, yo me consideraba bienaventurada.

El jueves por la tarde acudimos las dos al salón de estética para una nueva sesión de fotodepilado. Ya casi no nos crecía nada de vello salvo en cabeza, pestañas y cejas. Pero queríamos ser perfectas para él y ofrecerle la piel más suave posible para su deleite, uso y abuso. Al Amo no le complacía cebarse en pieles curtidas por el maltrato. También nos hicimos la manicura. Paula se pintó sus perfectas uñas de corte recto de color rojo como le gusta al amo ya que acentúan la tersura de sus largos y esbeltos dedos. Mis uñas, algo más largas recibieron una laca nacarada que también hacía mis manos irresistibles y anunciadoras de voluptuosas caricias.

El viernes, después de salir mi marido para el aeropuerto, envié a mi hijo pequeño, Tomás, de 12 años, a la casa de mi madre, en el campo, con la excusa de que tenía que tomar el aire porque le veía algo paliducho.

No bien se fue Tomás, Paula y yo nos dedicamos a prepararnos para estar como quería el Amo que nos presentásemos ante él. Olvidé mi ojeriza con ella para que me administrase un enema que limpiase mis intestinos para tenerlos bien limpios ante nuestro dueño. Noté el caliente líquido fluyendo en mi interior y me imaginé que era el esperma o la orina del Amo la que me producía el efecto y que la cánula y el plug-in que Paula me insertó en el esfínter para contener el líquido hasta que surtiese efecto era su adorado pene. Paula, quiero creer que no exprofeso, se debió pasar en la dosis de la lavativa, porque mis dolores de vientre fueron inhabituales antes de que transcurriese el tiempo aconsejado para ablandar las heces y que ella se empeñó en observar antes de quitarme el tapón para poder evacuar.

Lo de cagar ante mi hija no me gusta nada, igual que orinar, pero es voluntad del Amo que, siempre que se pueda, cada una presencie los alivios físicos de la otra. También por deseo expreso suyo, en mi habitación de matrimonio hay una diminuta cámara oculta con micrófono para que Paula presencie mis actividades sexuales con mi marido, su padre.

Paula me impuso otro enema más y mientras me insertaba la cánula con una mano con la otra acariciaba mi vulva y metía dos de sus hermosos y largos dedos en mi cálida gruta que de inmediato comenzó a humedecerse. Me encantaba hacer el amor con mi hija y no había cosa que me produjese mayor placer que el amo nos ordenase ofrecerle números lésbicos.

Nuevamente hube de vaciar mi recto ante la atenta mirada de Paula y mi correspondiente sonrojo. Después fui yo la que le administró los enemas a Paula. Mientras introducía la cánula en su cerradito, pero elástico ano, contemplé con orgullo de madre y envidia de competidora sus perfectas nalgas y muslos.

Sentada ella en la taza para evacuar contemplé lo que más le envidiaba: Su decoración. Paula portaba en sus pezones unos atractivos aretes de titanio de gran grosor y diámetro que coronaban la perfecta curva de sus pechos plenos y descendiendo en un perfecto escorzo. En lo alto del pecho izquierdo mostraba un artístico tatuaje de atractivos colores que consistía en una mariposa encadenada y en cuyas alas estaban las iniciales del amo. También tenía un grueso anillo atravesando de pleno la pepitilla de su clítoris y otros cuatro en los labios mayores, dos a cada lado, que conferían el toque de perfección a su abultadísima, pelada y brillante vulva. Cuando se encontraba en pie el efecto de esa vulva así adornada era devastador para la libido de cualquier persona, hombre, mujer o niño. Cuando el amo exigía que le comiese el coño, el mío chorreaba de inmediato. Pasar la lengua entre aquellos pliegues forzando la separación de sus bien cerrados labios exteriores en medio de la suavísima piel de su pubis era lo más delicioso que nadie se pueda llevar a la boca.

La odiaba. ¿Cómo el amo iba a hacer uso de mi cuerpo si disponía de la propia Afrodita?. Ese uso se revelaba en los azulados verdugones que cruzaban sus nalgas y el propio pubis y que ella me mostraba orgullosamente para demostrarme que el amo la había flagelado recientemente.

Por odiar, odiaba hasta mi matrimonio y a mi cornudo esposo. Por culpa de él yo no podía ser anillada ni flagelada. No podía ofrecer al amo ningún uso que revelase mi condición de esclava a mi marido. Mi entrega al amo era frustrante, porque no podía demostrarle todo lo que estaría dispuesta a hacer y sufrir por él.

Las dos ofrecimos al amo la renuncia a nuestra vida y la entrega completa a él a todas horas del día, pero no lo admitió. Arguyó que aún no se encontraba en condiciones de poder alimentar y administrar debidamente a dos esclavas. Entonces le ofrecimos prostituirnos para atender los gastos que pudiésemos ocasionarle. Incluso encontramos burdel para trabajar juntas. También estaba dispuesta a admitirnos a trabajar como actrices una productora de cine porno duro con la condición de acreditar en las películas nuestro parentesco. Hubiéramos hecho cualquier cosa para estar siempre a su lado, a sabiendas de que por mi parte ya no podría ver nunca a mi hijo menor. Pero el Amo se mantuvo en sus trece diciendo que era demasiado joven para tanta responsabilidad.

Nos peinamos y maquillamos con sobriedad, como quería el Amo. Nos vestimos sin ropa interior. Paula con un vestidito infantil y yo con un austero traje de chaqueta, como solía ir a mi trabajo en la constructora, pero ambas con las faldas más cortas de lo habitual, de tal manera que un inclinación dejaba al descubierto nuestros pelados pubis y por tanto los rezumantes agujeros, ya brillantes de jugos por la excitación que nos producía la inmediata entrega al Amo.

Por último, siempre siguiendo las instrucciones, yo me introduje dos grandes bolas chinas en la vagina y un rosario de seis pequeñas en el recto. Para mi envidia, Paula tenia orden de envolver tres pesadas piedras en condones, metérselas en la vagina y cerrar la salida con dos candados de buen tamaño y peso pasados por los anillos de sus labios.

Tomamos un taxi. Durante el trayecto el taxista no paraba de mirar mis piernas por el retrovisor. Estoy segura de que estaba mostrándole mi húmedo y abierto chumino sin remedio asomando por él el cordon de extracción de las bolas, ya que la escasa tela de mi falda no alcanzaba bien a cubrirme y el tipo de género impedía la caida del tejido entre los muslos para tapar algo. La tela del vestidito de Paula, al ser más flexible la tapaba mejor.

El Amo nos había ordenado dejar el taxi a cinco manzanas de su casa y llegar andando. Ni que decir tiene que el andar fue penoso, singularmente para Paula, que notaba las piedras de su vagina pugnando por salir por su propio peso y estirando brutalmente los labios enlazados por los candados de los anillos. Yo fluctuaba entre el placer proporcionado por las bolas y el bochorno de que se me notase por la calle. El caso es que las dos, sobre todo mi hija, parecíamos pingüinos caminando y estaba espantosamente convencida que todo aquel que se cruzaba advertía inequívocamente lo que albergábamos dentro.

Llegamos al piso del Amo y nerviosas, ansiosas y ardientes llamamos a la puerta. Nos abrió él en persona y tras hacernos pasar al recibidor, las dos nos arrodillamos con la vista baja como estaba ordenado. Nos indicó con un gesto que nos levantásemos y nos condujo a la habitación de castigo. Me extrañó porque a esa habitación íbamos después de ser acusadas de alguna falta cuando nos usaba en su gran cama.

En la habitación de castigo se encontraba un gigantesco negro desnudo. Bueno, no totalmente desnudo. Tenía puesto un mecanismo metálico de castidad que aprisionaba su gran pene contra el escroto de manera que le fuera imposible la erección.

  • Este es Nadie, mi ayudante hoy. Hoy no estáis en esta sala para ser castigadas. No puede haber castigo si no hay falta. Hoy vuestros cuerpos serán usados para darme placer mediante el dolor. Sencillamente porque quiero.

No rechistamos. Así debía ser. Lo que él dispusiese se aceptaba sin discusión. Ni siquiera se nos pasaba por la cabeza analizar las causas de sus decisiones.

  • Desnudaos.

Paula obedeció de inmediato y dejó deslizar su vestidito al suelo quedando en pelotas ante los dos hombres. Yo era la primera vez que me tenía que desnudar ante alguien que no fuese el Amo o mi marido y dudé unos segundos. Los suficientes para merecerme un fustazo en las nalgas que me ascendió por la columna y restalló en la cabeza dejándome temblando de dolor.

Inmediatamente me desnudé y quedé en pie con la vista baja, abochornada y sonrojada por la presencia del negro.

El Amo colocó a Paula un collar metálico donde trabó sus manos a ambos lados con unas pulseras igualmente metálicas y la encadenó por el anillo del clítoris a una argolla de la pared.

  • Empecemos con la vieja. Dijo al negro.

El negro me tomó de un brazo con rudeza y me condujo a una gran mesa donde me hizo tender boca arriba. Entre él y el Amo me colocaron un collar postural de cuero y sendos grilletes en las muñecas. Me obligaron a doblar las rodillas y con unas anchas bandas de cuero ciñeron fuertemente mis muslos a los tobillos. Me colocaron otras bandas cerca de las rodillas con una barra separadora que ajustaron al máximo, hasta que me dolieron las caderas y los tendones de las ingles.

A continuación el negro me colocó una mordaza con un pene de goma hacia el interior que casi alcanzaba mi garganta, provocándome nauseas y arcadas. Un ancho cinturón de cuero ciñó fuertemente mi cintura y a él me trabaron los grilletes de las muñecas.

El Amo se dedicó entonces a mis agujeros. Extrajo bruscamente las bolas chinas de mi coño y el rosario de mi ano haciéndome daño. Insertó un espéculum en mi vagina y a través de él introdujo algo que me pareció como una bolsa elástica. También me insertó una cánula en el meato urinario. Sacó el aparato de mi vagina y me lo metió en el ano separando brutalmente el esfínter. Yo había dejado de ser virgen por ese agujero no hacía más de un mes, cuando el me lo inauguró. Y solamente me había vuelto a utilizar por ahí un par de veces más, por lo que mi esfínter aún no esta habituado a las penetraciones. Me dolió mucho, creyendo que iba a rasgarme, hasta que me lo quitó después de meterme otra bolsa en el recto.

Mis miradas se dirigían de cuando en cuando a mi hija Paula que miraba con suma atención las maniobras de los dos hombres sobre mi indefenso cuerpo. Nunca el Amo me había tratado tan severamente y Paula estaba asombrada. Supongo que, vistos los verdugones de sus nalgas y su pubis ella ya habría experimentado tratamientos duros. Me satisfizo que ella viera lo que el Amo me hacía, ya que denotaba su predilección por mi cuerpo mientras ella estaba postergada en un rincón.

El extremo del tubo de plástico de la cánula de mi meato me fue insertado en la mordaza, que debía tener otro conducto porque el poco rato noté mi orina en mi garganta. Con la repulsión que me produjo beber mi propia orina aumentaron las nauseas y arcadas y seguido de ellas una sensación de angustia y sofoco. Me pregunté si el Amo no se estaba excediendo.

El negro amarró mis tetas con unas anchas gomas elásticas y me colocó unas pinzas metálicas en los pezones que me produjeron un dolor insoportable. Pero ese dolor resultó insignificante ante el que me produjo otra pinza colocada en mi clítoris.

Cuando creí que ya no podía ser objeto de más saña, el Amo tomó un inflador de colchonetas o neumáticos dotado de un barómetro y conectando el tubo a una válvula de las bolsas insertas en mi recto y mi cavidad vaginal, comenzó a inflarlas, una tras otra hasta que creí que me reventaría interiormente. Entonces paró. Pasó dos finas tiras de cuero a los lados de mis labios vaginales que fueron enganchadas detrás y delante de mi cinturón de cuero estirando de ellas firmemente de tal forma que mis labios y mi meato sobresalieron grotescamente abultados hacia fuera y coronados por la pinza del clítoris. Tras colocar otras correas al cinturón noté como era elevada quedando suspendida en el aire boca abajo con gran parte del peso soportado por las correas de mi ingle a los lados de mis labios que se clavaban insoportablemente aumentando en mi interior la presión de las dos bolsas que abarrotaban ambas cavidades.

Dentro de mi suplicio no dejaba de satisfacerme ver la cara de mi hija, entre indignada y anhelante por el olvido de que era objeto. Y si creía no soportar ya más, el negro me colgó una plomadas de las pinzas de mis pezones y de la del clítoris, tras lo cual el Amo conecto unos cables a las cadenas de las plomadas cuyo otro extremo veía insertado a una extraño artilugio sin duda eléctrico. Aquello me angustió hasta el extremo de decir: ¡ Basta, me voy!. Pero como iba a poder decir nada con aquel pene artificial metido hasta casi mi garganta y con ésta ocupada en deglutir mi propia orina para no ahogarme.

El Amo manipuló los mandos en la caja, pegó dos electrodos en mis sienes con esparadrapo y él y su negro se alejaron hacia mi hija Paula a quien liberaron de sus ataduras. Yo veía toda la escena y me entraron celos nuevamente cuando pasaron a ocuparse de ella abandonándome a mi. Pero al poco noté como la caja eléctrica ejecutaba diabólicamente su función. Comencé a sentir un suave hormigueo muy agradable que se extendía desde mis pezones bajando por los lados del vientre hasta llegar a mi clítoris, después pasando por el perineo y subiendo por mi columna vertebral hasta concentrase en la nuca. Aquello calmó mi angustia por la posición y las restricciones y me entregué a disfrutar de la extraña sensación.

La agradable vibración me estaba conduciendo poco a poco hacia el clímax de una forma inexorable y en mi interior agradecía al Amo que mi entrega a su brutalidad tuviese tan apreciado premio. Cuando estaba deslizándome por el inicio del orgasmo un doloroso relámpago estalló en mi cerebro y todo mi cuerpo sufrió una bestial sacudida seguida de una formidable y dolorosa contracción muscular que me apartó completamente del placer hasta entonces sentido.

Confundida y aterrada por la dolorosa experiencia volví a fijarme en como los dos hombres trataban a Paula.

El Amo había ordenado a mi nena que lamiese el ojete del culo del negro y acariciase sus testículos y sus musculosos muslos. El hombre debía sufrir lo indecible con su pene constreñido por el artilugio de castidad que le impedía su consecuente reacción a las caricias de mi hermosísima hija. Por su parte ella debía sufrir por la humillación a que se veía sometida.

Nuevamente sentí el placentero cosquilleo de la máquina eléctrica y me entregué otra vez a él hasta que me llegó un profundo orgasmo que fue sofocado por un nuevo latigazo.

Así pasé cerca de media hora mientras veía el uso al que se veía sometida Paula. Cada vez que yo estaba al borde del orgasmo o éste se había iniciado, se malograba por la dolorosísima y violenta descarga que me dejaba absolutamente frustrada, destrozada y aterrada ante la expectativa de otra más, ya que por más que lo intenté era incapaz de sustraerme al hormigueo que me conducía inevitablemente al orgasmo. Comprendí que los electrodos de las sienes debían detectar la llegada de la ola de placer y enviaban a la diabólica máquina una señal para efectuar la descarga que quebraba el ansiado clímax.

Paula había sido liberada por el negro Nadie del candado que cerraba sus labios vaginales y el Amo le había ordenado saltar. Así lo hizo hasta que las piedras que albergaba en su íntima cavidad cayeron al suelo por su peso. Entonces el Amo ordenó a Nadie que le hiciese el amor a mi hija sobre una mesa. La caricias del negro acentuaron la dolorosa reclusión del pene de éste y pronto llevaron a mi hija al borde del orgasmo. El Amo dio una orden al negro para que colocase a Paula boca arriba y concentrase las caricias en su anillado clítoris. Cuando Paula se rindió al orgasmo, el negro se apartó de ella y el Amo le propinó un tremendo fustazo en el clítoris que hizo saltar de dolor y exhalar un inhumano aullido a mi nena. Tampoco ella obtendría el clímax.

Después Paula fue sujeta igual que yo. Con los tobillos ceñidos a los muslos y una barra separando las rodillas todo lo que se podía sin descoyuntarla. Las muñecas se ligaron a un collar postural como el mío y por último con una cadena que pendía del techo, levantaron la barra separadora de las rodillas, con lo cual mi pobre hija quedaba con sus agujeros expuestos totalmente a merced de lo que se quisiera hacer en ellos.

El Amo se ensañó con la fusta golpeando el pelado pubis y la cara interna de los muslos de Paula, sin olvidar de cuando en cuando dedicar algún golpe a sus perfectos pechos. El dolor de los fustazos se acentuaba por el efecto de los anillos que adornaban su cuerpo. Pronto tuvo su sexo hinchado y enrojecido. Entonces el Amo le aplicó vinagre y liberando sus ligaduras la obligó a sentarse a horcajadas sobre un listón de madera de sección triangular tendido entre dos caballetes. La altura de los caballetes estaba ajustada para que la pobre chica se mantuviese de puntillas con la afilada arista del listón incrustada en su vulva. Para realzar la atormentadora postura, de los anillos de sus labios vaginales colgaron dos plomadas, al igual que de los anillos de sus pezones. Las manos seguían trabadas al incómodo collar postural que obligaba a tener la cabeza incómodamente erguida.

El Amo rodaba con una cámara de video todo nuestro tormento cuando no estaba personalmente ocupado en el tratamiento.

Acababa yo de sufrir la enésima descarga interruptora del orgasmo y me encontraba desesperada cuando los dos hombres volvieron a prestarme atención. Me quitaron las bandas de goma que comprimían mis pechos y sufrí un extraordinario dolor al reanudarse la circulación sanguínea por ellos. Después me liberaron del resto de aparejos salvo de las dos bolsas hinchadas que rellenaban pujantes mis agujeros produciéndome una sensación de extraño sofoco y malestar. El Amo me ordenó correr alrededor de la habitación y mi malestar aumentó intensificado por el bochorno que me producía la grotesca manera de correr a que me veía obligada por la opresión de mis cavidades desnuda ante dos hombres, uno de los cuales era la primera vez que veía en mi vida.

Después me ordenó ponerme de rodillas en el centro de la habitación, con la cabeza apoyada en el suelo, el culo bien levantado en exposición y las manos separando mis glúteos para no obstaculizar la vista de mis taponados orificios.

Fueron a liberar a Paula de su intolerable asiento y la trajeron hasta mi sujetándola en pie ya que el periné debía dolerle cruelmente. No la libraron de las plomadas de los pechos pero si de las de los labios vaginales, aunque una la pasaron a colgar del anillo del clítoris distendiendo éste desmedidamente.

Ordenaron a Paula desinflar las bolsas y extraérmelas, con gran alivio para mi mis maltratadas cavidades. El Amo estuvo un buen rato enfocando con la cámara de video mis agujeros, que debían ofrecer un extravagante espectáculo dilatados como debían estar por las bolsas y mantenidos abiertos por mis propias manos.

Cuando ya creía que había terminado la sesión, Paula fue conminada a follar mi erguido culo con su puño y obedeció. Aunque mi ano era prácticamente virgen, la brutal y reciente dilatación provocada por el globo permitió a Paula introducir su puño en mi recto sin el menor esfuerzo.

Mi hija fue instruida de qué hacer y pronto me estaba follando el ano con un movimiento frenético mientras con la otra mano friccionaba mi clítoris. Las continuas frustraciones sufridas por la máquina eléctrica habían acumulado en mi tal deseo por llegar al clímax que no tardé mucho en conseguirlo ante los insultos de Amo relativos a la sucia ramera que yo era.

Después de correrme Paula cesó el movimiento de su puño, pero el Amo le ordenó seguir mientras él le quitaba a Nadie el artilugio de castidad que aprisionaba su polla.

El Negro debía saber controlarse bien, porque la misma no apareció erguida como el espectáculo debiera haberla dispuesto, sino más bien morcillona. Se le ordenó a Paula dejar de follar mi culo y sacar su puño y entonces fue el negro quien introdujo en mi agujero su bien equipado pene. Cuando estaba convencida de que iba a ser sodomizada de mala manera, porque poco placer podía sacar el negro de mi superensanchado orificio, noté un calor en los intestinos. El negro estaba orinando dentro de mi. Y debía llevar tiempo sin hacerlo, porque la meada fue interminable.

Cuando concluyó la meada, el Amo me introdujo un tapón anal para contener el asqueroso líquido hasta que empezó a hacerme efecto como un enema y mis intestinos exigieron la inmediata evacuación. Mientras, Nadie había colocado a Paula un separador de mandíbulas tremendamente forzado. El Amo colocó a Paula con su abierta boca tras mi ano y me despojó de un seco tirón de mi tapón anal.

Con toda mi repugnancia no pude contenerme y la orina del negro albergada en mi recto salió disparada a la boca de Paulita mientras el Amo la empujaba hasta cubrir mi ano con su boca ordenándola beber. La chica no pudo tragar todo y recibió varios latigazos en la espalda como castigo.

El Amo entregó a Nadie su aparato de castidad y éste se lo colocó dócilmente devolviendo después la llave a su dueño. A una orden de éste el negro nos empaquetó concienzudamente a mi hija y a mi: Los orificios de ambas fueron taponados concienzudamente mediante mordaza de bola y sendos tapones anales, uno para la vagina y otro para el ano, siendo descomunal el alojado en la vagina. Para descartar cualquier expulsión fueron bien retenidos con una correa de cuero que, pasando por la ingle, se ceñía fuertemente por los riñones y por el vientre a un ancho cinturón de cuero también muy apretado. Al pasar por la vulva, la fina y tensa correa se introducía incómodamente entre los labios vaginales. La muñecas fueron trabadas a unas argollas del cinturón y nos fijó con otras correas los tobillos a los muslos para aumentar nuestra incomodidad y dolor.

Nos colocó una capucha que nos impedía la visión y el oído y fuimos abandonadas durante varias horas en las que, yo al menos, sufrí numerosos y punzantes calambres en las piernas y ataques de ansiedad. La baba me caía por entre los labios debido a que la mordaza me impedía tragar saliva y los mocos se añadían a ella bañando todo mi pecho, lo que acentuaba mi sensación de miserable animal.

Cuando el Amo retornó ya era de día, Sábado. Aún tenía cuerenta y ocho horas para atormentarnos. Yo estaba segura de que regresaría a casa con marcas que sería inevitable que mi marido percibiese.

Me di cuenta de que Nadie había pasado la noche a nuestro lado, empaquetado también muy incómodamente y con su ojete trasero taponado como nosotras.

El Amo liberó las manos del negro y le permitió que él mismo se deshiciese de su tapón anal. Después Nadie nos liberó de nuestras restricciones y tapones y el Amo nos ordenó ir al baño para evacuar, cosa que necesitábamos los tres hacer imperiosamente.

Primero me ordenó defecar a mi en presencia de los tres. Ya he comentado que aquello me resultaba humillante en presencia de mi hija. La idea de hacerlo ante el Amo y Nadie me resultó ya insuperable y no obedecí. Ello me aportó un pellizco en un pezón que me hizo ver las estrellas. No soltó mi pezón hasta que no me senté en la taza.

Si antes tenía unas ganas enormes de cagar, ahora estaba estreñida y no me salía nada. Como Paula estaba poniéndose enferma de no hacerlo, el Amo le ordenó sentarse en mi regazo y cagar y mear entre mis piernas, lo que hizo que todo mi monte de Venus resultase pringado de sus excrementos. Para limpiarme ordenó al negro que me mease entre las piernas, lo que hizo ante mi bochorno y de forma tal, que si la vez anterior la meada fue extraordinariamente copiosa, ahora, tras toda la noche sin evacuar, aquello parecía un embalse vaciándose.

Para mayor vergüenza mía el Amo me ordenó mirar al negro a los ojos y darle las gracias por lavarme. Cuando la noche anterior meó dentro de mi recto no le veía, pero ahora mi bochorno fue tal que creí que mi sonrojo me haría estallar la piel de la cara.

En un momento dado el Amo me ordenó abrir la boca y Nadie dirigió inopinadamente su chorro hacia ella. Cerré la boca y me gané otro castigo. El Amo ordenó al negro que limpiase con su orina el culo de Paula y mientras, me colocó a mi el separador de mandíbulas. Me hizo arrodillar y metiendo su amado pene en mi forzada boca, alivió su vejiga en mi garganta, obligándome a beber para no ahogarme.

Después nos hizo meter a los tres juntos en la bañera y ducharnos con agua fría. Nos hizo enjabonar bien adentro nuestros dilatados orificios y ordenó a Nadie quitar la alcachofa de la manguera de la ducha para metérnosla por los agujeros e irrigarnos a presión las cavidades. Una vez terminado el exhaustivo aseo volvimos a la sala de torturas.

Allí, Nadie nos colocó un ancho collar de cuero a cada una que forzaba nuestro mentón hacia arriba obligándonos a una postura altanera de la cabeza. El negro Nadie nos volvió a tapar los tres agujeros. Los míos inferiores fueron asegurados por medio del mismo cinturón y correa con que había pasado la noche. Los tapones de Paula fueron asegurados enganchando una cadenita desde su base al anillo del clítoris de la niña. A ese mismo anillo le fue enganchada una cadena para conducirla y a mi otra en una argolla del collar.

El Amo y Nadie se vistieron con unos elegantes trajes que les caían muy bien a sus gallardos cuerpos. Tomando el Amo la cadena de Paula y Nadie la mía nos condujeron a la puerta, completamente desnudas salvo por nuestras restricciones.

Nuevamente volví a sofocarme al pensar que alguien nos pudiese ver en la escalera. Supuse que nos llevaban al aparcamiento del sótano pues no podía ni imaginar que nos llevasen así por la calle.

Y sucedió lo que temía. Al salir del ascensor en el aparcamiento nos encontramos con una venerable pareja.

  • ¡Por Dios, pero qué hacen ustedes!. ¡Qué obscenidad! ¡Pero qué les hacen a estas mujeres! ¡Llamaré a la policía!

Ya me veía en los periódicos acusada de atentar contra la moral pública y con mi marido pidiendo el divorcio. Y encima se quedaría con la custodia de mi hijo pequeño.

  • Señora: Qué le importa lo que yo haga con estas putas, Váyase a la mierda y llame, llame a la policía. No me va a ver más por aquí.

Sentí el tirón del cuello y oí el gemido de Paula cuando debió recibir el correspondiente en el anillo de su dulce botoncito, ya de por sí bastante torturado por el peso de la cadena, y seguimos andando tras nuestros mentores mientras la pareja seguía insultándonos y amenazándonos.

En un momento llegamos a un coche con cristales tintados y fuimos obligadas a acomodarnos en el maletero. Al poco notamos emprender la marcha y estuvimos cuatro horas de viaje sin una sola parada.

Cuando nos dejaron salir del maletero nos encontrábamos en los jardines de una imponente mansión. Buena cantidad de hombres, mujeres y bastantes adolescentes paseaban por el jardín elegantemente vestidos y no prestaron atención al hecho de que estuviéramos totalmente desnudas ante ellos, incluso saludaron al Amo sin preguntar por nuestra anómala situación. Paula y yo estábamos absolutamente granates de vergüenza por estar desnudas ante tanto hombre con aquellas restricciones tan humillantes, los agujeros taponados y reclamando ya la necesidad de orinar.

No obstante, pronto me percaté de que, de cuando en cuando, hacía acto de presencia alguna mujer u hombre también semidesnudos con prendas de criados que servían bebidas a las otras personas.

No había escuchado los saludos dirigidos al Amo y me di cuenta de que le expresaban el pésame por la muerte de su padre.

  • Nadie, quiero ver a mi madre. Ve a buscarla.

Nadie enganchó mi cadena al pasamanos de la escalinata que conducía al pórtico de entrada de la gran casa y desapareció diligentemente para cumplir la orden. Nuevamente me abochorné por el hecho de que la madre del novio de mi hija y dueño de ambas nos viese en aquel humillante estado.

Pero, para mi sorpresa Nadie regresó con una mujer también desnuda. Madura, de unos 50 años, pero muy hermosa. Con un porte aristocrático y una elegancia en el caminar que acentuaba la perfecta y extraordinariamente conservada arrogancia de su cuerpo y sus atributos. Llevaba, como Paula, los pezones y el clítoris anillados con unas argollas de oro de descomunal espesor que realzaban el donaire de la señora. Aparte de eso, unos zapatos de tacón alto, un collar metálico y una ajorca en el brazo derecho eran su única vestimenta. Ni tan siquiera tenía un pelo en el pubis, por lo demás suave, blanquísimo y brillante,

  • Buenos días Amo Hijo. Te doy mi más sentido pésame por la muerte de tu padre.

  • Hola esclava madre. Igualmente siento el fallecimiento de tu amo esposo.

  • Tus amistades están ya todas aquí para darte el pésame y escuchar tus disposiciones sobre el futuro de la hacienda y la cuadra de esclavos que te ha legado mi amo esposo.

  • Bien, dispón que pasen al salón de exhibiciones y llévate a estas dos bestias nuevas. Ponlas en condiciones de uso para hoy hasta que disponga como clasificarlas, si es que aceptan entregarse.

  • Como tu digas, Amo hijo.

Mientras hablaba con el Amo de espaldas a mi pude ver que tenía unas grandes letras tatuadas en la espalda donde se leía sin dificultad "GESTADORA12" y sobre la nalga izquierda una marca hecha al hierro candente y un rótulo que decía "DOMINACIÓN" que, como después supe era el nombre de la casa y la extensa finca que la rodeaba. "Gestadora12" también estaba escrito en su pelado monte de Venus, justo sobre la capucha del clítoris.

La mujer tomó nuestras cadenas y tiró de ellas para conducirnos a otro lugar. Paula no pudo dejar de gemir ante el estirón de su clítoris. Si hace unas horas, en casa, hubiera pagado por verla sufrir debido a mis celos, ahora volvía a ser mi querida hija y sufría por ella. No pude menos que notar la gran elongación, hinchazón y enrojecimiento de su clítoris, absolutamente expuesto sin la protección de su capucha. Los latigazos de la noche anterior mostraban su efecto en forma de grandes verdugones cruzando todo su cuerpo, incluyendo su siempre suave y delicado monte de Venus.

Se nos volvió a liberar de nuestras restricciones, nos dejó evacuar ante su inescrutable mirada y nos llevó a una sala donde se nos dio una escudilla con arroz hervido y un cuenco de agua. No nos permitió usar las manos, debimos comer y beber a gatas sobre el suelo como los animales. Nuevamente fuimos duchadas con agua fría y sometidas a irrigaciones vaginales y anales, todo ello delante de un buen grupo de esclavas y algún esclavo que esperaban turno para lo mismo. A ellas les resultaba indiferente el asunto, pero Paula y yo estábamos totalmente abochornadas de ser sometidas a aquellas cosas íntimas de forma tan impúdica

Tras secarnos se nos colocó a ambas un collar metálico, Paula recibió unas plomadas en forma de bolas doradas colgando de sus anillos de los pezones y de los labios. Esta vez se salvó el clítoris sin duda debido al aspecto tan lamentable que presentaba tras las últimas horas de suplicio. A mi me colocaron unas pinzas metálicas en los pezones unidas por una cadena y otras en los labios vaginales también unidas igualmente por otra cadena.

La esclava madre del Amo nos ordenó esperar a que las demás estuviesen limpias y, todas en grupo fuimos conducidas a un gran salón de actos sobre un estrado detrás del Amo. En el patio de butacas se sentaba la gente vestida que habíamos visto pasear por los jardines.

Las esclavas se encontraban todas desnudas como nosotras y todas estaban tatuadas, marcadas a hierro al rojo y anilladas de forma parecida a la madre del Amo. Entre los rótulos de las esclavas pude leer algunos como: "VACA95", "PONY34", "COÑO925", "SODOM675", "CHUPADORA342" ...

Me atreví a preguntarle en un susurro a "VACA95", que estaba a mi lado, la causa de esos nombres.

  • Cada una lleva el nombre de la utilidad principal que se le ha asignado. Yo soy vaca porque doy leche y se me ordeña todos los días para el Amo o para quien él quiera. "SODOM" son aquellas que follan particularmente bien por el ano.

  • Y cuando pierdes la leche?.

  • Se tarda mucho porque el ordeño es diario. Pero si sucede se me hace preñar otra vez.

  • Y "GESTADORA"?.

  • Esas son las que el Amo utiliza en calidad de esposa para que le den hijos. Hay solo una o dos. Ahora solamente hay una y es mi madre. El Amo elegirá otra más joven ya que mi madre ha dejado de ser fértil. Si no fuera por eso ella le daría los hijos, siempre ha sido así, por eso hay pocas gestadoras.

  • Entonces tu eres hermana del Amo.

  • Si.

  • Y el número que sigue al nombre?.

  • Dice cuantas ha habido desde que se fundó esta casa en el año 1835. Yo soy la vaca número 95 desde entonces.

Dos restallidos nos hicieron callar al recibir cada una un fuerte fustazo en las nalgas por parte de una mujer alta y fuerte que llevaba el rótulo"POLICÍA254".

Entonces comenzó a hablar el Amo dirigiéndose al público para agradecer su visita de pésame. Les aseguró que. Siguiendo la tradición, esa noche habría una orgía en la que se podría utilizar su cuadra de esclavas a discreción.

Continua

Idea Original: J.P.

Colaboración: Alexxx

alexanderjunior@hotmail.com