Madre e hija
Amor enfermizo.
Aurora ha despertado y se ha encontrado atada de pies y manos a la cama. Se siente sumamente aturdida y la cabeza le da vueltas. No sabe porque se encuentra en el cuarto de su hija, porque aunque su vista está un tanto nublada, puede ver entre sombras la colección de muñecas de Julia, lo que significa que es la recámara de su niña. Está muy confundida, lo último que recuerda es estarse maquillando para su boda frente al espejo del baño. La última imagen clara que tiene en su mente es la de la brocha cubriendo sus mejillas con rubor y luego oscuridad. Todo volviéndose negro y después esto: su cuerpo tendido sobre el colchón y cuatro cuerdas sujetando sus extremidades.
No tiene la menor idea de cuanto tiempo ha estado durmiendo, de cuantos minutos u horas han transcurrido desde ese último reflejo, pero sí sabe que es muy tarde. Aunque el reloj que cuelga del muro no funciona, aunque sus manecillas no se mueven, sabe que se encuentra retrazada, que el sacerdote, los invitados y sobre todo el novio, la esperan en la iglesia preguntándose donde podrá estar, si se habrá arrepentido. No tiene la menor idea de que tan largo ha sido el lapso que ha pasado aquí, atada de pies y manos, pero puede adivinar que mucho pues las muñecas le duelen y las sogas han dejado ya una roja marca rodeándolas.
Su nerviosismo, sus dudas y su temor se incrementan haciéndole más difícil el respirar, algo que de por sí no es sencillo cuando un trapo está alojado en tu boca. No sabe por qué está aquí, no sabe desde qué hora, no sabe hasta cuándo vendrá alguien a decírselo o si esa persona que hizo los nudos se encuentra aún en el cuarto, acechándola desde un rincón y gozando con su incertidumbre, con su sufrimiento. Pensando en esa posibilidad y para tener una mejor perspectiva de la habitación, levanta un poco la cabeza, pero al hacerlo una fuerte punzada ataca su cerebro trayéndole nuevas imágenes, esas que le siguen a las últimas que recordaba, esas de un bat de madera estrellándose contra su nuca, las de su niña golpeándola por la espalda.
Terror es lo que siente ahora, al revivir esos momentos. Cierra los ojos y con voz callada repite para sí misma "no puede ser", una y otra vez, como tratando de convencerse de que nada es cierto, de que aún duerme y es la proximidad de su boda la que provoca tan crueles alucinaciones, tan lastimosos sentimientos. Intenta creer que todo es una pesadilla, las cuerdas sujetándola de muñecas y tobillos, el trapo en su boca y las imágenes que sin piedad bombardean su mente. Hace un gran esfuerzo por creerlo, pero el dolor es demasiado profundo como para lograrlo, las fotografías en su cerebro son demasiado reales para ser mentira. Su hija es esa persona que la ha atado a la cama, impidiendo así que llegue a tiempo a la iglesia para darle el sí a su amado Arturo. No sabe el porque y no sabe desde qué hora, pero de que Julia es la culpable no cabe duda.
¿Finalmente has despertado, madre? Me alegra. Comenzaba a preocuparme que el impacto hubiera sido demasiado fuerte, pero ya veo que no, ya veo que has vuelto a abrir los ojos. Seguramente has de estarte preguntando los motivos por los que hago esto, ¿verdad? Pues bien, voy a responderte esa duda. Si te he golpeado y después atado a la cama, impidiendo así que asistas a tu boda, es simplemente porque te amo. Sí, te amo, pero no como una hija ama a su madre sino como mujer, como una hembra que desde que se levanta hasta que se acuesta sueña con una sola de tus caricias, con uno solo de tus besos, como un animal deseoso de revolcarse con esa que lo excita, con esa que con su simple presencia lo enciende, que con una inocente mirada lo moja. Te amo, madre. Te amo y hoy vas a ser mía. Mía y de nadie más. Asegura la jovencita, abandonando su escondite y mostrándole a su madre su desnudez, su madurez, esa que debajo de los vestidos de niña que ella aún le compra se escondía.
Los ojos de Aurora amenazan con escapar de su órbita. Los pechos de su hija rasgando su corazón con ese, para ella, infantil vaivén y esas palabras apuñalando sus oídos, acostumbrados a escuchar misa cada mañana a las siete, no han hecho otra cosa que horrorizarla más de lo que ya estaba. Suponía que eran los celos los que habían llevado a Julia a cometer tan perversos actos, pero los celos de una hija, los celos de una niña que teme perder a su madre en los brazos de un extraño y no los de una mujer que desearía estar en el lugar de ese desconocido. Más imágenes vienen a su mente, esas en las que su muchacha la abraza de manera efusiva, esas en las que la besa muy cerca de los labios y junta los senos de una con los de la otra, frotándolos de una forma que ahora parece obscena, pecaminosa, sucia. Ahora se explica el porque de esos baños juntas, de ese pasar la esponja una por las partes más íntimas de la otra. Ahora sabe las verdaderas razones y no puede más que llorar, por pudor, por vergüenza o por culpa, ¿quién lo sabe? Sólo llorar.
Antes que otra cosa, quiero pedirte una disculpa. No era mi intención lastimarte, ¿cómo voy a querer hacerte daño si te amo?, pero no tuve otra opción. Si te lo hubiera pedido, si te hubiera pedido un poco de tu tiempo para demostrarte cuanto te quiero, cuanto te deseo, seguramente te habrías negado, me habrías soltado una bofetada como lo has hecho desde que lo conoces, cada vez que trato de advertirte que él no te merece, que él es un idiota. No me quedó más remedio que obligarte a estar conmigo, porque sí, aunque abras así los ojos como si te sorprendieran mis palabras, hace ya dos años que no charlamos, no como antes, cuando él no estaba para quitarme tu atención, cuando él no había llegado a robarme tu amor. No tuve de otra, pero ahora verás que no lo hice por maldad, ahora verás que todo lo que te digo es cierto, que te quiero y te deseo, que te amo y muero por uno de tus besos. Exclama Julia, sentándose a un lado de su madre y acercando lentamente su rostro al de ella.
Aurora, como si su boca no estuviera cubierta, gira su cabeza para que los labios de su hija no se topen con los suyos, pero Julia la obliga a recibir su beso, que a pesar de la barrera que representa la cinta no deja de saber a gloria para una, y a pecado para otra. La jovencita chupa y lame el plástico como si éste no existiera, como si el contacto fuera directo. Besa a su madre con verdadera pasión, esa acumulada a lo largo de los años. La besa y al mismo tiempo frota sus senos por encima del vestido de novia para después, con una navaja que ha sacado de debajo de su almohada, cortar la blanca tela y empatar su desnudez con la de ella. Esos pezones que de cría la amamantaran han quedado al alcance de sus ojos y de sus dedos, que juegan con ellos como si hubieran regresado a la infancia, como si nunca hubieran parado de adorarlos. Juegan con ellos hasta que la lengua ocupa su lugar, cansada de humedecer la cinta y queriendo obtener leche, esa que desde hace mucho ya no existe, esa que, al igual que su relación los últimos meses, se ha esfumado. La chica goza teniendo esas oscuras protuberancias entre sus dientes, recordando tiempos pasados. Goza mientras que su madre se reprocha y se castiga, por esas caricias y por otras mil y un cosas que de estar ya olvidadas, ahora en su mente se acopian.
Aurora sufre y se acongoja, más cuando descubre los dedos de su hija hurgando entre sus piernas, ya sin una esponja, ya sin vacilaciones, necesitados de placer. Cada sentir sobre su piel esas manos que a través de los años ha visto crecer, cada milímetro más cerca que estas de su sexo están, es un incremento a su dolor, ese que le complica el respirar más que el trapo que alojado en su boca está. Quiere que todo acabe, pero no puede pedirlo. Quiere que todo termine, pero Julia sigue incitándola, provocándola de tal manera que todo lo que no tiene que ver con esos dedos recorriendo la superficie de su vulva comienza a desaparecer. Su niña la trata con tal dulzura y maestría que su cuerpo, contrario a lo que ordena ya con debilidad su mente, empieza a reaccionar a las caricias. Su boca empieza a emitir gemidos que se ahogan antes de llegar a los oídos de la extasiada chica. No quiere responder a esos toqueteos perversos y pecaminosos, pero no puede evitarlo, un par de labios sobre su clítoris son demasiado. Sus músculos se tensan, sus pupilas se dilatan, su corazón se acelera y el mundo explota.
Cada una de sus células es estimulada por la avasalladora energía del clímax. Ha experimentado un intenso y placentero orgasmo que al mismo tiempo que la satisface, la lastima, le cala, pues ha sido provocado por su niña, esa que pensaba conocía, esa a la que desde hace unos minutos, más que querer, teme. Ha experimentado el mejor orgasmo de su vida y se siente culpable por ello, quisiera tener las manos libres para arrebatarle a su hija la navaja y terminar con su vida pues siente que ya nunca, suceda lo que suceda, podrá mirar a la gente a los ojos sin reflejar su vergüenza, su pena. Ha vivido un orgasmo mágico, de esos por los que se pagaría, y en lo único que piensa es en dónde pudo haberse equivocado, en qué pudo haber fallado, en qué diablos hizo ella para que su hija se allá enamorado. Julia se da un festín con la corrida de Aurora, la bebé como si se tratara de ese vino que cada domingo el padre le ofrece junto con la hostia, cuando asiste a misa de la mano de su madre, y ésta, atada de pies y manos, sufre y goza en silencio pues no puede hablar, no puede gritar, lo mucho que en éste momento se odia por haber disfrutado de esas prohibidas caricias, lo mucho que esa a quien considerara la mejor de las hijas la decepciona.
Sabía que te iba a gustar. Lo sabía, al igual que se que quieres más, pero no te desesperes. Aún falta lo mejor, pero para eso necesitaremos de un invitado, uno que nos proporcionará lo que a nosotras nos hace falta, por lo que seguramente ibas a casarte con Arturo. Sí, mamá, es lo que te estás imaginando. ¿Por qué sigues pensando que soy una niña que no sabe nada de la vida? ¿Por qué siegue abriendo los ojos de esa manera cada que digo o hago algo? Pensé que después de haberte hecho gozar como la puta que eres, a porque no creas que no estoy enterada de que te has acostado con medio personal docente, todos en la universidad lo dicen y no sabes como me duele, no por los insultos que mencionan cada vez que se refieren a ti o por la forma en que me miran por ser hija de una cualquiera, sino porque me has ignorado, con lo mucho que yo te amo y no me has regalado al menos un poco de ese amor que repartes a manos llenas a todo el que te lo pide. Sí, mamá, se que no eres esa santa que aparentas, pero no te juzgo por eso. Lo que me lastima es que no me hayas considerado para ser una en tu larga lista de amantes, pero ahora voy a demostrarte que puedo hacerte gozar más que cualquiera de esos cerdos que te la ha metido. Te voy a demostrar que ya no soy una niña y vas a llorar por no haberlo notado, por no haberme mirado. Vas a llorar, madre. Vas a llora, de eso como de que te amo puedes estar segura. Amenaza Julia, sacando del cajón de su buró un enorme pene de plástico con doble punta.
La aterrorizada mujer, al ver a su hija acercarse con ese instrumento entre sus manos, hace el intentó por zafarse de las ataduras, no es la descomunal y artificial verga la que le da miedo, los rumores que en la universidad se dicen son ciertos y todo tipo de miembros han pasado por su entrepierna, sino la nueva actitud de su niña, el repentino cambio en el tono de su voz y en su mirada, que antes destilaba amor y ahora parece estar hecha de rencor, de odio. Se esfuerza por librarse de las cuerdas, pero lo único que consigue es lastimarse aún más las muñecas. Julia ha colocado el consolador al nivel del sexo de su madre y, de un solo y violento golpe, la atraviesa causándole un agudo ardor que hace que arquee la espalda y muerda el trapo dentro de su boca, ahogando esos alaridos que le gustaría expulsar y tratando de aminorar la pena. Sólo ha quedado media herramienta fuera del cuerpo de Aurora, media herramienta sobre la que se sienta la enfurecida muchacha, auto penetrándose e, inmediatamente después, iniciando un vigoroso sube y baja.
Mientras que la chica se impulsa dejando gran parte de la verga falsa fuera de su vagina para después desplomarse sobre ella, enterrándosela hasta el alma y causándose tanto o más daño que a su madre, ésta, tal y como lo escuchara de boca de su hija, llora, pagando con cada una de sus lágrimas los minutos que le quitó a su niña por estar con esos cerdos, como ella los ha llamado. Llora porque, como Julia se lo ha prometido, goza más que si estuviera con alguno de esos sujetos, siente un placer más grande que su culpa y su vergüenza, incrementando por tal motivo su pesar. Disfruta y a la vez sufre con cada una de las embestidas, cada vez que el grueso, largo y frío instrumento se desliza por entre sus labios bajos y se introduce hasta el fondo de sus entrañas, trayendo recuerdos que la hacen sentir la peor de las madres, justo como Julia lo ha deseado. Disfruta y sufre al mismo tiempo, viendo como los senos de su hija, esos que tanto se parecen a los suyos, esos coronados por unos pezones duros y color marrón que en medio de esa tormenta de sentimientos se le antojan mamar, se contonean al ritmo de la doble cabalgata. Disfruta y a la vez sufre de saberse unida a su vástago, de ver como ésta la mira, a punto de cruzar el borde de esa delgada línea que separa al odio del amor. Llora y continúa llorando, haciendo que el maquillaje de sus ojos y sus mejillas, ese que se untara antes de ser golpeada y después llevada a la cama donde ahora pasa los momentos más agridulces de su vida, se corra.
¿Por qué lloras madre? ¿Lo haces porque te arrepientes de no haberte acostado antes conmigo? O ¿será que acaso te duele tener una polla, falsa pero al fin y al cabo polla, tan grande y gorda dentro? No, no lo creo. La de Arturo debe ser aún más impresionante, si lo sabré yo. Sí, no te sorprendas, se la he visto. Y no sólo eso, la he olido, la he probado, la he sentido y la he tenido dentro, cortando la poca dignidad que me quedaba. Cada noche que se quedaba a dormir contigo, después de darte lo tuyo y ver que te quedabas dormida, se metía en mi cuarto y luego en mi cama para darme lo mío, eso que yo nunca le pedí y que tuve que aguantar por miedo, por amor o no se porque diablos, pero lo aguanté, y te odié por no notarlo, te odié y me odié por amarte, por necesitar de ti, de tus caricias, de tus besos, de tus gemidos y tus orgasmos, esos que finalmente te he arrebatado aunque sea ya demasiado tarde. Sí, ya es muy tarde, ya no sueño con pasar una vida juntas, una vida no como madre e hija sino como pareja, acostándome con tus dedos en mi sexo y despertando con mi lengua entre tus piernas. Ya no lo sueño ni lo quiero. En lo único que pienso es en que no serás más de él como nunca lo fuiste de mí. Te dije que ibas a llorar y lo hiciste. Ahora te digo que vas a sufrir como nunca lo has hecho, vas a sentir un dolor tan fuerte que no te cabrá en el pecho, el mismo que yo sentía cada vez que él me violaba y cada vez que te besaba, llevándose de ésta casa lo poco que de ti quedaba. Vas a sufrir como nunca, vas a desear estar muerta y lo estarás, pero hasta que yo lo decida, hasta que yo así lo quiera porque, aunque no lo creas, aunque te cueste trabajo aceptarlo, te amo. Ha dicho Julia, tomando nuevamente la navaja y levantándola por encima del vientre de su madre al mismo tiempo que sigue, ayudada por el pene de plástico, con la doble penetración.
Con las últimas fuerzas que le quedan, esas que no se han ido con las duras palabras de su hija o no se han diluido en los jugos que de su sexo brotan por las heladas y artificiales caricias del fálico instrumento, Aurora intenta, otra vez, desamarrar las sogas que la atan a la cama para salvarse de lo que parece ser su fin. Trata de escapar, pero no lo logra y su sufrimiento, ese que su hija he mencionado será tan profundo que no le cabrá en el pecho, comienza con la primer puñalada, acertada justo arriba de su ombligo. La sangre se empieza a verter, manchando el cuerpo de ambas, mezclándose con esos fluidos vaginales que de manera extraña no dejan de brotar. Julia acelera su auto follada y por consecuencia, al elevarse su excitación, su placer, las puñaladas se vuelven más profundas y continuas. Mientras que su orgasmo se acerca, la vida de su madre se esfuma.
Cuando finalmente es presa del clímax, cuando se viene como nunca antes lo ha hecho, como Arturo nunca logró que se viniera, la enloquecida jovencita, con lágrimas en sus ojos, perfora por última vez, de manera letal, el torso de su madre. Esos ojos que antes se abrieran como platos con cada uno de sus actos y cada una de sus palabras, se cierran ya marchitos, ya sin vida, justo como el resto de la anatomía, cubierta de lunares rojo sangre al igual que las sábanas, al igual que el vestido que antes fuera blanco, al igual que los senos de quien lo ha hecho todo, esos que aún muestran un par de pezones erectos, señal de que el placer que viaja por ellos es ahora más grande que nunca, pues saben que ya ningún cerdo, no al menos en el plano físico, podrá tener lo que sólo a ellos debió pertenecerles.
Todo ha acabado, mamá. Ya nunca más estaremos separadas, ya nunca más me cambiarás por Arturo ni por algún otro. Ahora tu cuerpo es mío y de nadie más. Ahora tu corazón me pertenece y con él he de alimentar éste inmenso amor. Hasta siempre, mi querida Aurora. Hasta siempre, mi amor. Se despide Julia, quitándole a su madre la cinta que le cubría los labios y besándola ya sin la barrera que ésta representaba.
Arturo ha conseguido forzar la chapa de la puerta, por el nerviosismo no ha podido encontrar sus llaves. Harto, preocupado y molesto porque Aurora no llegó a la iglesia y porque sus llamadas no fueron respondidas, decidió conducir hasta la casa y ahora sube apresurado las escaleras llamando a su prometida. Grita su nombre una y otra vez sin obtener contestación. La busca en su recámara y no la encuentra. Camina hasta la habitación de Julia y se queda petrificado con lo que ven sus ojos, con la horrible escena que madre e hija representan. La primera, yace atada de pies y manos, con el pecho destrozado y fuente de ríos de sangre. La segunda, sentada sobre esa que ya no tiene vida, aún con la falsa verga uniéndolas, medio corazón en sus manos, un cuarto en su boca y otro en el estómago. Horrorizado por las terribles imágenes de las que se siente en parte culpable, el que en estos momentos se hacía disfrutando del banquete de bodas se deja caer sobre sus rodillas, abatido, acabado. No aparta la vista de la ensangrentada pareja que sobre la cama está. No pronuncia palabra, no hace movimiento alguno, no está más vivo que Aurora. Sólo escucha que Julia, una y otra vez y al mismo tiempo que mastica ese músculo vital, dice: "Te amo, madre. Te amo".