Machitos del gimnasio (III). Primera Parte.

La historia de los machitos del gimnasio va llegando a su fin. En esta primera parte, el protagonista se reencuentra con los pelirrojos mientras espera la llegada de Toni.

Antes que nada, gracias a todos por los comentarios y los correos. Es un gusto conocer gente tan maja.

Este es el final (creo) de la historia. La he dividido en dos partes debido a su longitud. Espero que la disfrutéis tanto al leerla como yo al escribirla.

Desperté como cada día, a las ocho de la mañana, súper relajado. Había dormido como un bebé después de la experiencia sexual con Sento. De camino al trabajo respondí el mensaje de Toni. Nos citamos a las siete en el gimnasio.

Por las noticias sabía que el Valencia jugaba por la tarde. Al haber fútbol, no habría tanta gente entrenando, por lo que esperaba que pudiéramos hablar.

Me fui a la tienda de teléfonos móviles donde trabajo, en una calle muy larga, con nombre de santo, en el centro de Valencia. Mi horario es de nueve a dos y luego me quedo de tres a cuatro para papeleo. Un compañero hace el turno de tarde.

Del trabajo te hablaré en otro momento. Ahora solo te diré que, además de aburrido, está mal pagado. Por eso tengo que buscar el aliciente a las largas horas que paso en la tienda.

Para que te hagas una idea, cuando entra algún hombre atractivo, mientras le estoy atendiendo, me rozo el paquete con el borde del mostrador, sin dejar de hablarle, como la cosa más normal, hasta que me empalmo. Entonces paro. Con un poco de suerte, se va con la imagen del relleno de mi bragueta en la cabeza. Eso me la pone dura. Otro ejemplo: si entra un mazao a comprar un móvil o una tablet, y tengo que entrar al almacén, que queda justo tras el mostrador, me paro en la puerta unos segundos, como recordando en qué estantería está el dispositivo que quiere. Lo hago para exhibir mi culo. Sé que me lo miran, lo noto en las nalgas.

Me da igual si entran con las novias. Paso de las etiquetas sexuales. Soy proveedor de telefonía móvil y de morbo a partes iguales.

Pero no hablemos más del trabajo.

Con mi bolsa de deportes al hombro, llegué al gimnasio a las seis y media pasadas. Faltaba bastante para que Toni llegara, así que me vestí con unas

mallas

blancas ajustadas sobre el tanga y mis zapatillas Nike. Me dejé al aire el torso. Iba a ponerme el chándal, que también lo traía, pero cambié de opinión.

Entré en la sala de entrene pensando en calentar en la elíptica. Junto con la bici estática, es la máquina que más me gusta para empezar.

Antes había enviado un mensaje a Gabi para que me confirmara que no venía. Me contestó que estaba viendo el partido en el bar de Koldo, un amigo con el que a veces salía por el ambiente. Al parecer era ese el “asunto familiar” que tenía. Me explicó que tenía mi número porque Toni se lo había dado, y me preguntaba si me importaba que se lo pasara a Sento. Respondí que sin problema.

Confirmando que estaría un rato a mi aire, me dediqué a repasar los cuerpos de los pocos socios que habían acudido a entrenar. La mayor parte estaba dentro de un mismo tipo de físico: delgado, fibrado, definido, proporcionado, saludable. Pocos se salían de esa medida, pocos eran cachas, gorilas o flaquitos como... Vaya, pero si han venido mis amigos los pelirrojos.

Uno de ellos, el que no se había corrido con lo de Sento, estaba regulando el apoya-pecho de la máquina de remo. Cuando se percató de mi presencia, le dio un codazo a su amigo y ambos me miraron. Cuchichearon algo mientras se sentaba para comenzar la serie de ejercicios.

Yo sonreí por dentro. Me apetecía darle su momento. Así tendrían otra experiencia de la que alardear con los amigos.

Desde el asiento de la máquina, el chaval me miró. Yo no le retiré la mirada. Descubrí que llevaba un pendiente en la oreja, un pequeño punto brillante en el lóbulo que ayer no había visto.

Por la forma en que me mantenía la mirada, diría que estaba esperando algún tipo de provocación. Algo como lo del espejo con Sento.

Mientras calentaba en la elíptica, me fijé también en un oso que estaba en la zona de pesas libres, donde están todas las mancuernas y tú coges la que necesitas. Era un hombre robusto, con unos bíceps grandotes y unos muslazos sólidos bajo el short ajustado. Quizá competía en halterofilia o alguno de esos deportes de lanzar cosas.

La camiseta se le ajustaba a la tripa, remarcando un michelín que le rodeaba la cintura. Sus nalgas eran como mi cabeza, sin exagerar.

El short le quedaba tan apretado que se le había subido hasta dejarle la parte inferior de las nalgas a la vista. También se le veían las tiras de tela del suspensorio, apretando bajo ellas. El suspensorio se las levantaba, aunque no necesitaba accesorios: ese culazo era una puta maravilla. Me lo follaba sin pensar.

Que fuera prácticamente enseñándolo no me importaba. A estas alturas, los calientapollas me caen bien. A mi manera, yo lo soy también.

Y me mola.

Mi atención regresó a la parejita de pecosos. A uno ya le habíamos hecho gozar; al otro iba a ponerlo a punto de caramelo.

De la elíptica pasé a las mancuernas, a ejercitar mis brazos. Me situé no muy cerca del oso, en una zona en la que los pecosos y yo podíamos seguirnos a través de los espejos. Busqué situarme justo debajo de uno de los halógenos del techo, para que el juego de sombras y luces resaltara los volúmenes de mi torso.

El del pendiente se percató de la jugada.

A falta de diez minutos para las siete, abandoné las mancuernas y fui al vestuario. Saqué la bolsa de la taquilla. Mientras buscaba mi móvil, los dos pecosos entraron y se dirigieron a las suyas.

Pensé que se iban porque el de la corrida precoz había abierto la suya mientras que el del pendiente esperaba a su lado.

Me equivoqué.

Encontré mi teléfono. Le envié un mensaje a Toni, le decía que ya estaba en el gimnasio. Volví a guardarlo y cerré la taquilla con el candado.

Paré en el pasillo para sacar una botella de un litro de agua de la máquina, de esas que no tienen solo tapón de rosca, sino también un pitorro que sobresale y te facilita beber mientras montas en la bici. Mientras la máquina expulsaba la botella, el del pendiente salió del vestuario, pasó por detrás de mí y regresó a la máquina de remos.

La polla me dio un respingo bajo las

mallas

. Me la acomodé para un lado. La elasticidad del tanga me permitía moverla con comodidad.

Volví a la la sala de ejercicios. El pelirrojo del pendiente había cambiado los remos por la bici estática junto a un fibrado de brazos tatuados y el cabello al estilo “pelopincho”. La bici del lado opuesto estaba desocupada. Fui hacia ella.

Dejé la botella en el suelo, junto a la rueda trasera. Luego, con la toalla sobre los hombros, monté y me puse a pedalear.

Estuvimos así unos minutos, observándonos por los espejos. Yo, descamisado, levanté los brazos con arrogancia para mostrarle mis axilas y las costillas marcadas en los dorsales, sabiendo que no me quitaba el ojo de encima. La situación había despertado mi polla. Ajusté las perneras de mis mallas hacia arriba para que el cilindro de mi carne se notara. Lo agarré con dos dedos y presioné para destacar su grosor.

El chaval, testigo de mis provocaciones, no dejaba de pedalear. Pelopincho, que creo que algo había captado, bajó de la bici y se marchó. El oso continuaba a lo suyo.

Cuando hubo desaparecido por la puerta del vestuario, conté hasta diez y dije:

—Perdona.

Tuvo que oírme. El reguetón que salía de los altavoces del techo no sonaba a tanto volumen. Además, le delató la palidez de su cara, que le había borrado las pecas de las mejillas.

—¡Perdona! —insistí con voz grave.

Dejé pasar unos segundos sin dejar de mirarle. Debió de sentir la presión porque, al final, giró la cabeza.

—Perdona —repetí—, ¿te acuerdas de mí?

El chico tragó saliva. Mi polla me babeaba en el tanga. Me sentí nervioso, pero era esa clase de excitación nerviosa que da tanto morbo. Y más estando en un sitio público.

El oso continuaba con sus mancuernas, aparentemente sin prestarnos atención.

—¿Puedes venir un momento, por favor?

El chico miró alrededor, como para asegurarse de que me dirigía a él, no fuera a hacer el ridículo. Cuando comprobó que el oso nos ignoraba, asintió con la cabeza, bajó de la bici y avanzó dos pasos.

—Tranquilo, hombre, que no muerdo.

Avanzó otro paso hasta quedar junto a la rueda delantera. Yo continué pedaleando.

—¿Te moló lo del otro día? —le pregunté de golpe. Él se acercó un poco más. Separé un poco la pierna del cuadro de la bici. Con cada pedaleo, mi rodilla le rozaba el muslo.

—Fue excitante, ¿verdad?

Miró alrededor, como si fuera a confesar un crimen y no quisiera testigos. Se arrimó hasta rozar mi rodilla con su paquete.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Francisco José —contestó con rapidez—. O sea, Fran.

—Vale, Fran. Yo soy Marcos —dije—. Una de las cosas que más me gustan del gimnasio es calentar. Un buen calentamiento.

Ralenticé el pedaleo. Estiré la espalda, abrí mis piernas e introduje mis manos por las ingles para elevar con los dedos mis redondas pelotas. Las mallas se me rellenaron como las de un bailarín de danza.

El muchacho las miró embobado.

Dejé de pedalear. El chico puso su paquete en mi muslo y empujó hasta que casi se sentó en él.

—¿Puedes hacerme un favor, Fran? —dije, sintiendo su peso en la pierna—. Me he dejado la botella en el suelo. Está ahí, ¿la ves?

El muchacho volvió a asentir.

—¿Puedes cogerla, por favor?

El chico, servicial, bajó de mi muslo, la cogió y me la dio con expresión de estar preparado para la siguiente orden.

Retiré las manos de mis ingles para cogerla. A falta del apoyo, mis pelotas cayeron pesadamente. Una mancha de precum salió en mis mallas.

Con parsimonia, quité el plástico del tapón, lo desenrosqué y di un trago. Luego, separé la botella de mis labios. El chorro de agua cayó por mis pectorales lampiños y el vientre hasta empaparme las mallas. Ahora la mancha era tan grande que dibujó sobre la tela la forma de mi polla y mis huevos contenidos por el tanga.

El muchacho se metió la mano bajo sus shorts.

Enrosqué el tapón y me sequé los labios con la toalla que llevaba al cuello.

—Acércate, Fran —dije—. Quiero que me huelas.

Poniendo una mano sobre mi rodilla, hundió la cara entre mis piernas.

—¿No huele a meados, verdad?

—No —dijo él sin sacarla.

—¿A qué crees que huele?

—A polla sudada —dijo sin dudar.

Sentía cómo aspiraba fuerte y, apoyándose con la mano en mi muslo, restregaba su cara contra mi polla empapada. Le agarré de la nuca y le guié un poco más abajo para oliera también mis bolas. Le permití disfrutar unos instantes de mi aroma antes de soltarle.

—Arrodíllate, Fran —ordené.

Se agachó. No conseguía arrodillarse del todo porque no sacaba la cabeza de entre mis muslos.

—Fran, saca la cabeza y de rodillas —repetí—, no seas ansioso.

Sacando la cabeza de entre mis piernas, se arrodilló. Bajé de la bici, sujeté la botella bajo el brazo y me bajé despacio las mallas hasta dejar a la vista solo el tanga, que goteaba agua y presemen como un grifo mal cerrado.

Volví a sentarme en el sillín. Agarré la botella por la base con ambas manos y la puse sobre el tanga, como si sujetara mi propio miembro erguido.

—Ven a beber.

El muchacho, al verme con las mallas bajadas, debió de pensar que él también debía hacerlo, y se bajó la cintura del pantalón, liberando una polla totalmente tiesa, fina y larga, de glande sonrosado. Sus pelotas eran dos globos rosados rodeados de pelos largos de color cobrizo, diseminados también por el pubis.

Estiró una mano hacia mis abdominales, pero se la retiré.

—Se mira pero no se toca. Yo pongo los límites. ¿Lo entiendes?

Quería enseñarle a disfrutar del deseo, a llegar al orgasmo a través de las sensaciones que produce desear y sentirse deseado.

—Lo siento, es que estoy muy cachondo —se justificó.

Su desprendida sinceridad tuvo un punto de ternura.

—¿Estás disfrutando? —le pregunté.

—Mucho —dijo. Una gota de precum transparente salió de su glande, se estiró con un balanceo y se rompió poco antes de alcanzar el suelo.

—Es lo que quiero —dije—. Confía en mí.

—Vale —dijo. Entonces algo cambió en su mirada. Pasó de un semblante asustadizo a un brillo retador, como preguntándome qué más tenía preparado para él.

Dirigí el tapón hacia su boca.

—Bebe —dije, sujetando la botella—. Sin manos.

Sujeto a mis rodillas, se acercó y lo atrapó con los labios. Giró la cabeza a ambos lados, tratando de hacerlo saltar, pero no podía. Sus labios resbalaban sobre el plástico mojado.

—Prueba con los dientes, pero con cuidado —dije.

Abrió más la boca. Tenía una dentadura bonita, con las piezas romas. Su lengua era rosada como la de un perrito. Me pregunté si la naturaleza nos da señales físicas para distinguir entre quién ha nacido para dar mamadas y quién para recibirlas.

En su caso, esa boca estaba hecha para lo primero.

Atrapándolo con los dientes, consiguió hacer saltar el tapón. El click me provocó un calambre de gusto en la polla. El pequeño pitorro de plástico que usan los ciclistas quedó a la vista.

—Bien hecho —dije—. Ahora, el pitorro.

Aguanté la botella por la base, erecta como una polla. Él, arrodillado como estaba, retrocedió un pasito. Luego volvió a sujetarse a mis muslos para amorrarse al pitorro. Con la experiencia, lo mordió y sacó hacia afuera con otro click.

Con el pitorro ya levantado, apreté la botella y un primer chorro de agua le impactó directo en la cara. Él, por instinto, cerro los ojos. Los huevos se me contrajeron de gusto.

Apreté de nuevo el plástico. El segundo chorro, más largo, le resbaló por la cara, el cuello y el pecho de la camiseta. Él lo seguía, con la boca abierta, tratando de bebérselo.

Corté el chorro. No quería agotar el líquido antes de tiempo.

—Chúpalo —ordené.

Fran fue obediente. Empezó a chupar el pitorro con movimientos circulares de la cabeza. De vez en cuando sacaba la lengua y lamía la botella por debajo. Chupaba como un becerro ansioso en la ubre materna.

Levanté la vista. En el espejo tenía a un flaquito pelirrojo arrodillado frente a mí, con las manos en mis muslos y la cabeza a la altura de mi polla, comiéndome el nabo. En la zona de mancuernas, al oso, que seguía con sus ejercicios, el glande de la polla le asomaba descapullado por la pernera del pantaloncito.

Eran las siete. Si Toni llegaba, se iba a encontrar una escena digna de un sueño húmedo.

Para alargar un poco más el momento, empujé su cabeza para separarla de la botella, que ya tenía bastante menos de la mitad de agua.

—Ahora, sécala.

Aprendía rápido, no tuve que repetírselo. El chico hundió la cara entre mis muslos. Con su lengua rosada lamió la botella por completo, desde la base hasta el pitorro de la boca.

Lo hizo tres o cuatro veces, sin prisa. Si me hubiera sacado la polla me la habría comido, pero, en lugar de eso, separé un poco el plástico. El chico empezó a lamerme la polla sobre el tanga mojado. Pensé que era suficiente, por el momento.

Volví a ponerme la botella sobre el paquete. Luego, le quité el tapón y le eché otro chorro de agua a la cara. El oso, que levantaba una mancuerna con su brazaco, nos miraba por el espejo con un hilo de precum colgando del glande.

Apunté el chorro a la polla tiesa de Fran, para regársela bien. Al contacto directo con el agua, la polla le botó arriba y abajo varias veces. Entonces cerró los ojos, apretó su cara contra mi muslo y, entre jadeos entrecortados, empezó a eyacular gotarrones de un semen espeso, muy blanco, que cayeron en la tarima del suelo, entre sus rodillas. Apretó sus manos a mis muslos con fuerza, gimiendo y temblando del placer de estar corriéndose sin tocarse.

Subí el chorro de agua, que ya se estaba acabando, y le eché las últimas gotas por la espalda. Por el espejo miré al oso, preocupado por si se escandalizaba. Para mi sorpresa, con la mano libre se frotaba el glande rosado de la polla, que asomaba por la pernera. Cuando me vio, tiró chorros de esperma que le cayeron sobre su muslazo en forma de espesos gotarrones lechosos.

Dejé la botella vacía en el suelo. Cogí por los costados a Fran y le ayudé a sentarse en la bici. Tenía la cara roja.

—¿Estás bien? —le pregunté, preocupado por si me había excedido.

—Sí... —dijo—, es que... me he... mareado...

—Respira hondo. Sujétate al manillar. Ahora vengo.

—Vale...

—Sujétate, no te caigas —insistí.

Me recoloqué las mallas. Fui a la máquina y saqué otra botella de agua.

Luego pasé por el vestuario. Saqué mi móvil de la taquilla. Toni no solo no había contestado mi whatsapp, es que ni lo había leído.

Eran las siete y diez minutos. Tengo la teoría de que la gente impuntual no llega cinco o diez minutos tarde. Eso les pasa a los puntuales que les ocurre algún imprevisto. Un atasco o algo así. En mi teoría, los impuntuales llegan a los sitios a partir de la media hora de retraso. Basándome en esto, tenía aún un rato para ver que el chaval se encontraba bien, que no había tenido un bajón de tensión o algo por el estilo.

Regresé a la sala de ejercicios. En el pasillo me crucé con el oso. Pude verle de cerca. Estaba macizo. La barba destacaba sus masculinos rasgos faciales. Me giré a mirarle el culazo y él también se volteó a mirarme.

Botella en mano, volví con Fran. Sus pecas volvían a decorar sus mejillas. Le quité el tapón y se la di. De un trago bebió casi la mitad.

—Ostia... —dijo—, es que... es que estabas meándome y luego... como si te la chupara...

Juan, el hijo del dueño, apareció en la puerta del vestuario para avisarnos de que fuéramos acabando. Éramos los últimos y quería cerrar.

—¿Tan pronto? —pregunté.

—Está todo dios viendo el partido.

—Pero he quedado con Toni —le dije—. Tiene que estar al llegar.

Juan pareció pensárselo.

—¿Si te dejo las llaves cierras tú? —propuso—. Pero que mi padre no se entere o me capa.

—Gracias, tío —dije.

—Si pasa cualquier cosa ponme un mensaje en Instagram, que lo veré.

—Vale. Tranquilo, no va a pasar nada.

Mientras Fran se reponía, acompañé a Juan al despacho, donde me explicó el cuadro de luces. Había que apagarlas todas menos la del cartel luminoso de la calle. Luego me enseñó a conectar la alarma.

—La persiana es eléctrica. Este es el mando. Con este botón sube y con este baja.

—Vale. ¿Me lo llevo cuando salga? —pregunté.

—Si no te lo quieres llevar, tíralo dentro antes de que la persiana baje del todo. En casa tenemos otro.

Le agradecí la confianza y le repetí la promesa de no tocar nada.

Juan se marchó. Cerré la puerta del local por dentro y regresé al vestuario. Llamaría a Toni. Era su última oportunidad. Si no respondía, me iría a casa.

En el vestuario estaba Fran, sentado en calzoncillos en la banqueta, con su bolsa de deportes a los pies. Junto a ella, la botella de agua vacía.

—¿Quieres otra? —pregunté.

—¿Eh? No, gracias.

Parecía que se había repuesto. Era un pecoso guapo, de mirada traviesa.

—¿Seguro? Todavía estás temblando.

—Es que madre mía...

Me acerqué a él. Le puse la mano en la nuca y lo atraje hacia mi pecho. Cuando lo liberé de mi abrazo vi que lo había empalmado de nuevo.

Entonces se le escapó una mirada furtiva a la ducha averiada. Recordé que yo la había utilizado como escondite, cuando todo este lío morboso empezó, días atrás. Era el mejor sitio donde alguien podía esconderse: nadie miraba en el cubículo con el cartel de “averiado”.

Entendí que algo pasaba.

—Sé que estás ahí —dije—. Puedes salir, tranquilo.

De la ducha estropeada asomó la cara su amiguito. Miraba al suelo, avergonzado por haberlo descubierto.

—¿No me lo ibas a decir, Fran? —le pregunté. Él negó con la cabeza—. Pues hemos estado a esto de dejarlo encerrado toda la noche.

El chico se acercó a nosotros. También estaba desnudo, excepto un calzoncillo naranja de Chico Bestia, de los Teen Titans. La goma de la cintura había cedido, por lo que le quedaba un poco holgado.

—Anda, ven —le dije—. ¿Cómo te llamas?

—Francisco Javier —respondió Fran por él.

—¿Francisco también? —dije sorprendido.

—Pero yo soy Francisco José. Somos primos —dijo Fran, como si esa explicación lo aclarara todo.

Se quedó junto a Fran, a su lado, pero por detrás. Parecía más tímido que su primo. Imaginé que compartían aventuras juveniles, que él era el seguidor y Fran el líder, el que se metía en los líos. O los creaba.

Metí mis manos por la cintura de mis mallas, frente a ellos.

—Ahora tengo dos problemas —dije, bajándomelas con lentitud—. El primero es cómo distinguiros, si os llamáis casi igual. Se me ocurre que tú, Fran, vas a ser Fran Dos, y tú serás Fran Uno porque te corriste el primero. ¿Os parece bien?

Fran Dos asintió. Fran Uno no dejaba de mirarme los muslos mientras me bajaba las mallas. Cuando me las hube quitado, las tiré sobre la banqueta cercana a mi taquilla. Me ajusté el tanga tirando del hilo hacia arriba. Repasé mi polla ladeada con los dedos. Luego, con los brazos estirados, exhibí para ellos mi fibrado torso lampiño.

—Resuelto esto, queda la otra cuestión. No me he corrido todavía y quiero hacerlo. Tengo los huevos a reventar —expliqué, alargando el momento.

Me senté en la banqueta y separé las piernas, dejando que admiraran el bulto de mi tanga.

—Fran Uno, ¿por qué no vienes... —dije lentamente— a chuparme los pezones?

Fran Dos lo miró, ansioso.

—Venga, primo —le dijo—, no seas tonto.

Estiré la pierna y le golpeé suave en la espinilla con el pie.

—No le hables así a tu primo. No le vuelvas a llamar tonto, ni a solas ni delante de nadie, ¿entiendes? —le reprendí. Luego le dije a Uno: —Perdona, no te he preguntado si quieres hacerlo.

El chico inspiró, como cogiendo valor, antes de responder:

—¿Puedo tocarte también los brazos?

—Claro —dije, poniendo las manos en la nuca para marcar bíceps—. Después tú y tu primo me la vais a chupar, si te parece bien.

—Vale —dijo.

Fran Uno se acercó a mí. Yo apoyé mis manos en la madera de la banqueta. Saqué pecho y apreté los abdominales. Vi como la polla le alzaba la tela de los calzones de Chico Bestia.

Con mucha delicadeza, Fran Uno se acercó y puso sus manos sobre mi pecho. Con la yema de los dedos repasó mis pectorales y mis abdominales.

—Tu piel es muy suave, pero tus músculos están... súper duros —me dijo.

—¿Puedo sobarte yo? —preguntó Fran Dos, casi en tono de súplica.

—Ahora no —contesté.

Dos puso cara de fastidio, pero no le duró el enfado. Se metió las manos en la goma del calzoncillo y se lo bajó lo justo para liberar su polla, que volvía a estar tiesa como un lapicero. Escupió un hilo de baba sobre su glande antes de empezar a pajearse.

Fran Uno estaba impresionado con mi cuerpo. Se había quedado paralizado al contacto con mis bíceps. Como no avanzaba, cogí su mano y la pasé por las montañitas de los abdominales. Se arrodilló para acariciarlas con las dos manos.

—Estás... cachas —dijo en tono de admiración.

Para él, yo era el cachas, igual que, para mí, yo era el flaco en el grupo de los machitos. En la vida todo es relativo.

—¿Quieres que me quite el tanga? —le pregunté.

—Vale —respondió.

—¿Quieres quitármelo tú?

—Sí.

Me levanté. Él quedó agachado frente a mí. Puso las manos en la goma del tanga y, cuando lo empezó a bajar, se detuvo. Había encontrado las venitas que se me marcaban en el pubis, y las repasó con el dedo.

—Me voy a correr —dijo.

—No te preocupes —dije.

—¿No te la vamos a chupar? —suplicó Fran Dos.

—¿Puedo correrme mientras te la chupo? —preguntó Fran Uno.

—Tú decides —le dije—. Si es lo que quieres, adelante. ¿Quieres que tu primito me la chupe también, o le dejamos con las ganas?

Fran Dos le lanzó una mirada de súplica.

—Vale —dijo finalmente.

Era un chaval noble. No pudo negárselo.

Cómo si hubiera escuchado un pistoletazo de salida, Dos se arrodilló junto a Uno, que, aún hipnotizado por mi venoso pubis, tiró de la goma del tanga hacia abajo. Cuando la liberó, mi polla, más tiesa que un pan, se balanceó en el aire, soltando un hilo de presemen.

Volví a sentarme en la banqueta, como antes, con las piernas abiertas, la polla tiesa y las pelotas al aire. Se notaba que Fran Uno disfrutaba como voyeur, contemplando la virilidad de un chaval fibrado como yo, mientras que Dos necesitaba acción. Lo demostró cuando se lanzó bajo mis huevos para olerme el culo.

—Ostias, Fran —le dijo Dos a Uno—, mira cómo le huelo el culo.

Me levanté, con la polla rígida paralela al suelo. Les cogí por la nuca a los dos, y dije:

—Comedme el rabo, por favor. Necesito correrme.

Empujé sus cabezas hacia mi polla. Empezaron por pasar tímidamente sus lenguas por mi tronco, desde la punta del capullo hasta los huevos. Yo levanté mis brazos y saqué bíceps para deleite de Fran Uno, que flipaba con ellos.

Me vi en el espejo del lavabo: mi cuerpo musculado, fibrado, sin vello, con los dos chavales amorrados a mi rabo. Me acordé del gorila de Gabi. Me hubiera gustado grabarme para enseñarle el vídeo.

Como si no fuera su primera mamada a dúo, los primitos abrieron la boca a la vez y se apropiaron del tronco de mi polla. Empezaron a pajearme con sus labios, sacando de vez en cuando sus lenguas para lamerme el frenillo o las bolas.

—Chúpame la punta, Fran Dos —le ordené.

El chico se colocó delante de su primo y se tragó mi rabo sin dudarlo.

—Fran Uno, me gustaría que me chuparas los huevos —dije.

Levanté una pierna, apoyándola sobre la banqueta, y doblé la espalda. Dejé también mi culo expuesto, por si quería chuparme el ojete.

Fran Uno se metió por detrás y comenzó a lamérmelos con la lengua. También vi el esfuerzo de Dos por tragarse mi rabo hasta la base. Se esforzaban como dos terneros hambrientos.

Les dejé así un rato, guiando de vez en cuando sus cabezas en busca de mi placer. En un momento dado, en el que ambos me estaban chupando los huevos por detrás, sentí que iba a correrme.

—Fran Dos, trae la botella, corre —le dije.

El muchacho recogió la botella que antes había dejado junto a su ropa y me la entregó.

Apreté mi polla para aguantar la eyaculación.

—Me voy a correr —dije—. Abrid la boca.

Obedecieron. Se arrodillaron frente a mí, con sus bocas abiertas como polluelos en un nido. Ambos tenían los dientes redondos, muy bonitos. Se notaba que compartían genes.

Empecé a pajearme rápido. Bajo mi polla veía sus caritas, esperando mi semen, y sus pollas tiesas tirando de la tela de los calzones.

—Chicos, me voy a correr —anuncié—. Abrid los ojos, quiero que lo veáis.

De nuevo, acataron mi orden. La expresión de sus miradas se movía entre la excitación de Uno y la ansiedad de Dos.

Destapé la botella y vertí el agua sobre mi polla, haciendo que ambos chavales la bebieran directa de mi capullo.

Quería que se bebieran mi lefa mezclada pero no quedaba suficiente, así que tiré la botella al suelo.

—De pie. De prisa.

Se levantaron a la vez.

—Las pollas, rápido —dije.

Los dos Fran se abrieron los calzoncillos, dejándome ver sus miembros largos y sus juveniles testículos. Ambos tenían la polla descapullada. La de Fran Uno, además, estaba pringada en su propio semen. Debió de correrse mientras me la mamaba, como quería.

Me cogí la polla y la apunté hacia la suya.

—Esto es para ti —le dije. Me pajeé deprisa, rozando mi frenillo con el dedo índice. No tardé en notar el placer creciendo en mis pelotas.

Sujeté el elástico de su calzón de Chico Bestia para que no lo cerrara. Apunté a su polla y le eché los primeros lefazos de mi corrida. Luego me apreté el capullo para tratar de contener el semen mientras me volvía hacia Fran Dos, que estiraba impaciente de la goma de su calzón con sus pulgares. Aflojé los dedos y le eyaculé dentro también.

Al haberlo cortado a la mitad, mi orgasmo no fue tan intenso como necesitaba, pero mi objetivo eran ellos, despertar su morbo, las emociones de un erotismo en el que la sexualidad mental se integra con la genital, desvelando un espacio que tenemos oculto, una habitación secreta.

Cuando terminé de correrme, Fran Dos recogió con los dedos la última gota de leche que aún goteaba de mi polla y se la llevó a la boca. Fran Uno me miraba, con un brillo en sus ojos color miel que me desarmó.

Acerqué mis labios a los suyos y le di un beso largo, prolongado, solo nuestros labios. Cuando me separé, un hilito de baba nos continuó uniendo hasta que se rompió.

—Ahora, a la ducha —dije.

—No pensamos lavar los calzoncillos, ¿verdad, Fran? —dijo Dos.

—Nunca —respondió Uno.

Sentado en la banqueta, con las bolas colgando flácidas entre mis muslos, les observé desnudarse y entrar en el mismo cubículo, bajo la misma ducha. Ahora que podía comparar sus cuerpos, aprecié que Fran Dos un poco más alto y acuerpado que Uno.

Para mi asombro, Fran Uno tenía un tatuaje cerca de la clavícula. Era una brújula, con los cuatro puntos cardinales marcados con sus iniciales. Pero en el norte, en lugar de la N, tenía tatuado un libro.

Mientras se duchaban, y sorprendido por el descubrimiento, me vestí con mi pantalón de chándal. Cuando terminaron, eran casi las ocho de la tarde. Toni ya no iba a venir. En cuanto los chavales se hubieran marchado, cerraba el gimnasio y me iba a casa, a masturbarme en condiciones.

Se secaron con unas toallas blancas grandes. Fran Uno dobló los calzoncillos en los que se llevaba mi lefa con delicadeza, antes de guardarlos en la mochila. El movimiento de sus dedos sobre la tela, como los de un pianista melancólico, me produjo una honda ternura. Su primo, sin embargo, no dudó en volvérselos a poner.

Se vistieron con una equipación deportiva de color lima que no sabría decir a qué país correspondía. Cuando estuvieron listos, les acompañé hasta la puerta.

Abracé a Fran Uno. Le acogí entre mis brazos sabedor de que su sensibilidad apreciaría el contacto con mi pecho desnudo. Él me abrazó por la cintura. Percibí su corazón bombeando a mil. Me llegó un tenue aroma a vainilla cuando hundió su cara en mi cuello. Un dulce y delicado aroma.

Tuve una visión. Me vi en lo alto de una colina, sentado a los pies de un frondoso árbol. Él estaba tumbado a mi lado, con su cabeza sobre mi pierna, mirando el cielo nocturno.

Yo contaba sus pecas y él las estrellas.

La piel se me erizó.

Después de tanto hombre grandote, de repente ese chico encajaba en mi pecho, como si fuera de mi talla.

Debía poner fin al abrazo, pero él tampoco me soltaba.

En contra de lo que mi cuerpo pedía, acabé separándolo de mí.

—¿Te puedo volver a ver? —me preguntó, aún con sus manos en mi cintura.

—¿Tú quieres? —dije, acariciando su mejilla.

—Sí —respondió con un brillo en la mirada.

Era la primera vez que alguien me miraba de esa manera. Me pregunté si entendería que quisiera contárselas.

—Vale —respondí.

Después abracé a Fran Dos.

—Tienes que cuidar de tu primo —le dije al oído—. Porque somos colegas, y los colegas nos cuidamos. ¿Entiendes?

—Entiendo. Somos colegas. Yo le cuidaré —prometió.

Les abrí la puerta y salieron al mundo real. Con sus mochilas en mano, Fran Dos le echó un brazo por encima del hombro. Mientras se alejaban, oí que le dijo:

—Colega, tengo que contarte lo que hemos hecho con una botella, ¡vas a flipar...!

Les vi perderse calle abajo. Luego, sintiendo su ausencia como algo casi físico, bajé la persiana con el mando. Entré al despacho y apagué las luces de la sala de máquinas como Juan me había explicado.

Regresé al vestuario. Abrí la taquilla. Quería decirle a Toni que, con una hora de retraso, ya no hacía falta que viniera. Después me daría una ducha y a casa.

Cuando cogí el teléfono, tenía una llamada perdida suya. Le llamé pero no contestó.

Miré el whatsapp. Tenía dos mensajes.

Que se había retrasado pero que estaba al llegar, decía el suyo.

El otro era de Sento.

Mientras lo leía, golpearon la persiana.