Machitos del gimnasio (II)

En todos los gimnasios hay cachas a los que les gusta ser vistos. Después del encuentro con Gabriel en la ducha, esto es lo que pasó con Vicente.

El miércoles no fui al gimnasio para que mis músculos descansaran. Volví el jueves, con ganas de reencontrarme con los tres mazaos hasta la hora de cierre, ahora con más confianza después de lo que sucedió en la ducha con Gabriel.

Llegué sobre las ocho. En el vestuario, me puse un chándal corto, una camiseta blanca Adidas y mi gorra.

Me los encontré a los tres en la sala de máquinas. A juzgar por lo sudados que iban, debían de llevar bastante rato.

Gabi vino a saludarme en cuanto me vio.

—Eh, nene, ¿qué pasa? —dijo, poniendo su manaza sobre mi hombro.

—Todo bien. ¿Cómo estás tú?

—Tíos, este es Marcos —me presentó—, el colega del que os hablé ayer.

Vicente, que estaba en la prensa de piernas, se levantó y me chocó la mano.

—Soy Vicente. O Sento, como prefieras. Un gusto, tío —dijo—. El de la bici es Toni.

Antonio saludó desde la bicicleta estática levantando una mano, sin detener su pedaleo. Le devolví el gesto.

Sento volvió a la máquina de piernas. Gabi cogió un par de mancuernas para ejercitar sus inmensos brazacos.

—¿Todo bien? —me preguntó—. Creí que vendrías ayer.

—Sí, bien, gracias. No vine porque este fibrao que ves aquí necesita su descanso—dije, sacando bíceps y con las abdominales apretadas para exhibirlas ante él—. No debo forzar los músculos.

—Haces bien. Pensé que te estarías comiendo la cabeza por lo de la ducha.

—Nah, tranquilo.

Él sonrió con su mandíbula cuadrada.

—Guay, nene. No me molan los malos rollos. Ya tenemos suficientes con los de Toni.

Como si hubiera oído su nombre, Toni bajó de la bici y se acercó.

—Voy a mear —dijo—. ¿Me guardáis la bici para que no la pillen?

Gabi asintió. Cuando hubo salido, Sento se nos acercó por detrás:

—¿Qué estáis tramando? Hacéis cara de sospechosos.

—Aquí, el nene —dijo Gabi—, que nos va a ayudar con lo de Toni.

—Anda, Marquitos, ¿qué piensas hacer? —preguntó Sento—. ¿Ponerle el rabo en los morros a ver cómo reacciona?

—No sé. Pero seguro que algo menos ordinario que eso. Y no me llames Marquitos, porfa.

Gabi dejó las mancuernas en el suelo y me dio con el codo en el brazo.

—Te cansarás de oírlo, nene.

No entendí el comentario, pero como Toni volvía del aseo, aprovecharon para retomar cada uno sus ejercicios.

Cogí una de las bicis estáticas, al lado de Toni pero un poco por detrás. Me quité la camiseta, me quedé con el pecho al aire, el pantalón corto y las zapatillas Nike blancas. Me dejé la toalla al cuello y mi gorra con la visera hacia atrás. A pesar de la diferencia de tamaño entre mi cuerpo y los suyos, me sentía tan chulito como ellos.

Empecé a pedalear. Un metro por delante de mí, Toni lo hacía en su bici. La camiseta de tirantes se le pegaba a la espalda por el sudor. Su pantalón corto azul, estilo bañador, se le ceñía a los muslos. Tenía la cintura estrecha, con un culazo que engullía el sillín, literalmente.

Estuvimos así un rato, durante el cual algunos socios del gimnasio de fueron marchando. Cuando ya no quedaban más que cuatro o cinco chicos, además de nosotros, Gabi dejó las mancuernas en el suelo. Iba vestido con una sudadera de manga larga y un chándal largo gris.

Se puso frente al espejo y se lo bajó hasta las rodillas.

Además de sus venosos muslos, también quedó a la vista un minúsculo speedo que a penas le cubría el paquete.

—Oye, nano —le dijo a Vicente—, ¿crees que debería hacer más piernas?

Su colega se le acercó por la espalda, se agachó por detrás y asió su muslo de gorila, tratando de abarcarlo. Aunque sus manos eran grandes, no abarcaban la circunferencia completa de esa piernaza.

—Tienen buen volumen —dijo Sento, apretando los dedos sobre la carne venosa—. Son robustos. Los tensores y los abductores están bien definidos. Yo creo que de piernas vas más que sobrao.

Mientras hablaba iba moviendo sus manos, supongo que tocando los músculos a medida que los nombraba, porque yo no sabía ubicarlos. Lo que tuve claro es que, cuando acabó la explicación, le había dado una buena sobada a sus muslazos.

Los chavales que aún no se habían ido les observaban con disimulo.

—¿Y por detrás?

Gabi preguntó esto girándose para ver en el espejo la zona posterior de sus piernas. Al voltearse había dejado su paquete junto a la cara de Vicente. Seguro que le llegaba el olor a huevos sudados.

—Los isquiotibiales se te marcan de puta madre. ¿Los ves?

Gabi puso las manos en su cintura y ensanchó la espalda como hacen las serpientes cobra, mostrando su espectacular envergadura. Sento, que seguía aspirando el olor de su colega, le metió las manos por la cintura del speedo para hurgar en su interior. Yo seguía pedaleando, convencido de que la tela cedería en cualquier momento y se rompería.

Toni permanecía ajeno a la escena; se notaba que evitaba mirar, que forzaba su indiferencia como si se sintiera avergonzado o incómodo.

Me sequé el sudor de la cara con la toalla. Recordé la imagen de su ano rugoso, me imaginé abriéndoselo a lametones...

Estaba empezando a excitarme. Y los pocos chavales que quedaban, también. Algunos se marcharon amasándose la polla sin pudor.

Gabi se levantó un poco la sudadera y se giró para verse de perfil. Sento, viendo que la tela empujaba como si fuera a romperse, le golpeó el bulto con la mejilla varias veces, como sin querer, mientras seguía magreándole el culo por dentro del speedo.

—Tienes buena musculatura —dijo—. Tu esqueleto está bien protegido. Si acaso, haz un poco más de cardio, anda, por el corazón.

Sacó las manos del speedo y se levantó. Su pantalón parecía una tienda de campaña.

Mi polla dio un respingo. Dejé de pedalear. Un gotarrón de precum asomó entre mis piernas.

—Tienes razón —dijo Gabriel—, pero no voy a alterar mi rutina. Quiero seguir siendo un puto gorila.

Empalmado, Vicente se giró hacia nosotros:

—Tíos, ¿conocéis la calistenia?

Dos chavales más se marcharon. Solo quedó una parejita de pelirrojos pecosos, que se detuvo en la puerta de salida. Nos miraban de reojo mientras cuchicheaban. Trataban de ocultarnos sus respectivas erecciones tapándolas con las manos, pero con eso solo conseguían resaltarlas más.

Gabriel seguía con el abdomen de gorila al aire, el chándal por las rodillas y el speedo tenso.

Bajé de la bici y me acerqué a ellos.

—¿Es eso del propio peso? —pregunté curioso.

Vicente, que se percató de que los pecosos no le quitaban el ojo de encima, se subió las prietas perneras hasta las ingles. El cilindro rígido que era su polla, ladeado hacia el muslo, resaltaba bajo la tela. Los jovencitos lo miraban, hipnotizados.

—Sirve para ganar fuerza y da forma a los músculos... —dijo, situándose un metro por delante de mí. Entonces, se abrió de piernas y, sin flexionar las rodillas, se agachó, mostrando una espalda recta y un culazo esférico que podría hacer estallar un pantalón.

Descubrí por qué se había puesto enfrente de mí: en nuestra imagen en el espejo, él estaba agachado, con el culo a la altura de mi polla; yo quedaba detrás, de pie, con mi lampiño torso desnudo empapado en sudor, la gorra del revés y mis manos en la toalla que caía sobre mis hombros. Si me movía, la parejita tendría la impresión de que me lo estaba follando.

—Estoy pensando en probarlo, a ver si me mola —continuó, y en el espejo pillé a Toni que nos miraba—. Mañana tengo la primera clase en otro gimnasio. Me mola la idea de sudar con mi propio peso.

Empezó a balancearse de un lado a otro, flexionando las piernas alternativamente, pasando el peso del cuerpo de la una a la otra. Uno de los pecosos se tocó la polla, pensé que para acomodársela, pero vi que una mancha aparecía sobre su pantalón. Apretó los ojos. La mancha creció alcanzando casi el tamaño de su mano. Su compañero la miró, flipado con la cara de placer que hacía su amiguito.

Yo la tenía como una piedra. Me dieron ganas de agarrar a Sento de la cintura y empotrarlo contra el caucho del suelo.

—No sé, tío —dijo Gabi, recolocándose la ropa—, para eso prefiero ponerme a follar. ¿O no, nene?

—Ni punto de comparación —respondí.

Volví a la bici acomodándome el rabo, con un empalme del copón. Sento resultó ser otro calientapollas de mucho cuidado.

La parejita se marchó, avergonzada. Por un tiempo, el momento más embarazoso de su corta juventud sería también objeto de muchas de sus pajas. Seguro que renovaban la suscripción gracias a nosotros.

Al marcharse los pecosos, nos quedamos a solas. No llevaba ni una hora con mis nuevos colegas y ya estaba on fire .

Quería hablar con Gabi antes de irnos, porque yo no tenía nada pensado para Toni. Como mucho, empezar a romper el hielo charlando un rato. Pero, al parecer, él tampoco tenía nada previsto, porque dijo se iba:

—Colegas, me piro que he quedado a las diez con la Raquel.

Vicente se echó mano a la polla.

—Anda que hoy descargas, ¿eh? —dijo. Todavía la llevaba tiesa.

—Eres un cotilla, pero sí, hoy descargo. ¿Tú qué haces, Toni?, ¿te quedas?

—Sí —respondió—, no tengo prisa. Aprovecharé hasta tarde.

—Pues me quedo contigo un rato, si no te importa —le dije.

Mientras Toni y yo seguíamos en las bicis, los dos cachas recogieron sus cosas y salieron a los vestuarios.

Esperé unos minutos pedaleando en silencio, para que se me bajara el empalme. No quería que me tomaran por un ansioso. Cuando pensé que era el momento ideal, pregunté a Toni:

—Voy a por un Powerade de la máquina. ¿Quieres uno?

—Vale, gracias —respondió.

—Yo te invito. Ya vengo.

Crucé la sala de pesas en dirección al pasillo donde estaban las máquinas expendedoras. Saqué dos botellas de la bebida isotónica. En lugar de volver, me metí directo a los vestuarios. Quería decirles que iba a intentar un acercamiento al callado de su amigo.

De paso, esperaba encontrarlos en pelotas.

Cuando entré, ambos estaban sentados a horcajadas en la banqueta, con una pierna a cada lado de la madera. Gabi estaba delante. Se había quitado la sudadera y su torso de macho lucía poderoso bajo los halógenos del techo. La curva lumbar tenía el ángulo preciso bajo el pantalón, que dejaba a la vista el nacimiento de su culazo. Junto a sus gruesos pies, desnudos, tenía la bolsa de deporte con la cremallera abierta, por donde asomaba el champú, la toalla y las llaves de un coche.

Vicente se sentaba tras él, también con una pierna a cada lado de la banqueta. Solo llevaba un slip ajustado. Apoyaba sus pectorales macizos contra la espalda de su colega, pero no su paquete, que quedaba algo separado. Su culazo, que tan cachondo me había puesto frente al espejo, parecía bajo el slip un balón de fútbol con hoyuelos.

Gabriel, móvil en mano, le estaba enseñando un vídeo. Aunque tenía el volumen bajo, se distinguían a la perfección los típicos gemidos de las pelis porno.

—Ostia, nene —dijo Gabi al verme—, si quieres ver un coño estás a tiempo.

—¿Estáis viendo una porno? —pregunté—. ¿Y si viene Juan?

Juan era el hijo del dueño. Tenía veinticinco años. Era muy guapo y nunca habíamos tenido ningún problema con él.

—Es un chaval enrollado —dijo Sento—, no va a decir nada. Su padre es el que se podría mosquear, pero mientras le paguemos la anualidad pasa de todo.

Me acerqué hasta los dos cachas. Vicente me tiró del brazo con suavidad.

—Eh —dijo—, ponte detrás, que me tapas.

—¿Que te tapo yo? —dije, dejando las bebidas en el suelo—. Con tu pedazo de espalda no voy a ver una mierda. Aparta.

—Anda, tío, levanta un poco el móvil para que el nene pueda ver.

Gabi elevó el brazo. Recordé sus palabras en la ducha. Por eso Sento mantenía cierta distancia física.

Accedí a sentarme detrás.

—¿Veis bien ahora? —preguntó.

Me senté, encajando las nalgas de Sento entre mis piernas. Sin cortarme un pelo, le bajé un poco la goma para verle el inicio del canalillo.

—Cojonudamente veo —respondí.

Me ceñí a su atlética espalda. Gabi dio al play y el vídeo continuó.

En la pantalla del móvil se veía, desde arriba, el cuerpo de una mujer. Su cintura era estrecha y le daba al culo la forma de las picas de la baraja francesa. Un rabo tieso, curvado hacia arriba, la penetraba.

—Coño, Gabi, ¿eres tú con tu chica, verdad? —pregunté sorprendido.

La polla me latía sobre esas duros glúteos. Me repegué para prensar también mis bolas.

Sento, al notarlo, arqueó la espalda para facilitarme la postura.

—Qué listo el nene —dijo—, anda que ha tardado en reconocer tu nabo.

—Callaos, coño —dijo él—, que no la vais a oír gemir.

Me saqué el rabo por la goma del chándal y lo coloqué tieso, en vertical, sobre el canalillo de esas nalgotas. Coloqué mis manos en sus hombros y me levanté, deslizándolo por el arco de su columna hasta casi la mitad de su espalda.

Como el movimiento fue hacia arriba, se me descapulló con un latigazo de gusto y un intenso placer en las bolas, que llevaban rato empapadas de mi aguadilla.

—Tiene un polvazo, tu novia —dijo Sento, soportando el peso de mi cuerpo.

Empecé a mover mis caderas, haciéndome una paja con la curvatura de su espalda. No era tan ancha como la de Gabriel, pero estaba igual de maciza.

—Es del finde pasado —dijo Gabi—. Os voy a enseñar sus tetas.

Gabriel puso otro vídeo en el que se veía, desde la misma perspectiva, a la misma mujer, ahora boca arriba. Sus grandes tetas tenían unos pezones gruesos como garbanzos oscuros. Entre las piernas se veía el mismo rabo curvo metido en el coño lampiño.

—Me puedo correr solo chupándole los pezones —dijo Gabriel.

Volví a sentarme. Me pegué a Sento, sujetándome a su cintura como si me llevara en moto, y empecé con pequeños empellones. Descapullado como lo tenía, mi frenillo lubricado de precum me daba un placer de puta madre.

—¿Cómo puedes grabar sin desconcentrarte? —le pregunté sin dejar de menearme.

—Con la Go Pro es fácil —dijo Gabi—. Tiene un accesorio, una correa. Como la de los cascos de los mineros.

—¿No usas el móvil?

—A veces. Pero la Go graba con más calidad. Es una pasada esa cámara.

—Deberías comprarte una, Marquitos —se burló Sento, que seguía ofreciéndome su grupa para mi uso y disfrute.

Empezaba a molestarme que me llamara así, pero, en lugar de decírselo, decidí seguir jugando con él. Pasé mis manos por sus muslazos, las subí por sus músculos dorsales hasta los pectorales. Le pellizqué los pezones y se los manoseé como si fueran tetas de una mujer.

Sento me empujó hacia atrás. Luego se apoyó sobre los codos. Quedó casi tumbado en la banqueta, con el culazo empinado y la nariz a centímetros de la raja del culo de su colega. Le vi aspirando el aroma que emanaba de él.

Me decidí. Le sujeté por la cintura y encajé mi polla en la raja entre sus firmes nalgas. Me sentí dueño de ese cuerpo, sentí que podía hacerle lo que me diera la gana y él se dejaría sin protestar, como buen perro sumiso.

Fue una sensación cojonuda.

En esa postura, sin embargo, también dudé si en algún momento me lo iba a follar, a cualquiera de los tres, en realidad... Empezaba a creer que a estos machitos de gimnasio lo que de verdad les molaba eran los juegos, las travesuras, el morbo de ir rompiendo un tabú tras otro, sin llegar nunca a darse por completo para no dejar de ser el centro de tu atención, el objeto de tus más sucios deseos.

Tenía que asumir que lo que me permitían hacer era más que suficiente. Pero, ¿cómo evitar no desear arrancarles la ropa y darles duro?, ¿cómo no desear poner a esos machos a cuatro patas, ordenarles que me chupen la polla o el ojete, y darles luego rabo hasta no poder más...?

Entonces Gabriel se levantó:

—Os corto el rollo, tíos —dijo, trayéndome a la realidad—. Me espera el chochete de la Raquel.

Hice ademán de levantarme. Vicente me cogió la muñeca.

—¿Te duchas conmigo, no, nene? —dijo con una sonrisa.

—Me despido de Toni y vengo —contesté.

Gabriel guardó el móvil. Se quitó el boxer que llevaba y se puso unos Calvin Klein que sacó de su bolsa de deporte. Un hilillo de agua le colgaba de la punta de la polla.

A lo mejor, si no hubiera quedado con su novia, nuestro trenecito habría acabado en un pajote como el del martes, pero a tres bandas.

—Anda, no tardes —dijo Vicente.

Con la botella de Powerade en la mano regresé a la sala de máquinas. Toni se había cambiado a la de remos. Tenía los bíceps tensos, muy duros. Sus rasgos faciales eran más finos, no tan varoniles, quizá por eso me llamaba menos la atención. Aunque de cuerpo estaba menos ciclado, su culo era carnoso, y sus piernas robustas. Me lo tiraba con los ojos cerrados, si él quisiera. Pero ya vería si ese momento llegaba. Lo importante era sacarle las paranoias que pudiera tener en la cabeza.

—Creía que te habías ido —dijo al verme—, has tardado un huevo.

—Me estaba despidiendo de los chicos —dije, cosa que no era del todo mentira—. Me voy ya, ¿nos vemos el lunes?

Le di la botella. La abrió y pegó un trago.

—¿Mañana no? —preguntó.

—En principio prefiero descansar. ¿Por?

—Por nada. Por no estar solo si vengo. Sento va a ir a calistenia y Gabi tiene no se qué rollo familiar. Estaba hablando de eso cuando has llegado.

Vi que tenía el móvil en la cintura del pantalón.

—Apúntate mi número y me mandas un mensaje. Igual vengo, hoy ha sido una sesión suave.

Se anotó mi teléfono y ahí mismo me envió un mensaje para que tuviera el suyo.

El gimnasio estaba vacío. La verdad es que me dio un poco de pena dejarlo solo. Parecía haber mostrado cierta apertura al buscar mi compañía para el día siguiente.

Pero Vicente me esperaba en la ducha. La calentura me pudo más.

Lo siento, soy humano.

Tras despedirme de Toni, regresé al vestuario. Tuve tiempo de ver a Gabriel salir, bolsa de deporte al hombro, con esa actitud de chulito que tienen los cachas al caminar.

Me acerqué a la ducha. Sento estaba en pelotas bajo el chorro del agua caliente, con los brazacos levantados hacia la alcachofa. Su torso era una pasada, con una sombra de vello asomando en axilas, pectorales y abdominales. Las costillas se le marcaban en los costados. La forma de su torso tenía algo muy viril, muy de macho... Aunque a él, por lo visto, le gustaba más recibir candela que darla.

—Joder, tío —dije—, no deberías depilarte. El vello te da un rollo que te cagas.

—¿Tú crees? —dijo—. Anda, entra. Me muero de ganas de que me enjabones.

Me quité el pantalón y el slip, que marcaba una buena mancha de agüilla. Me quedé unos segundos desnudo, empalmado frente a él. Hacer esperar al hombre que quiere catarme me la pone dura.

Entré en la ducha. Cerré la llave del agua y cogí la botella de gel. Le eché un generoso chorro de jabón azulado sobre el pecho. Empecé a frotarle los pectorales mazaos con ambas manos, transformando el gel en una suave espuma con la que lo cubrí hasta la cintura. Pasé de tocarle la polla, que la tenía tiesa. Antes quería volverlo loco de deseo.

Le di la vuelta y le empujé contra los azulejos verdes. Le tiré más gel por la espalda y comencé a frotarle desde los hombros hasta el culo. Igual que las de su colega, tenía las nalgas apretadas, duras, de un color tostado un poco más claro que el resto del cuerpo, pero eran más redondas, más voluminosas, como un balón de fútbol. La sangre me bullía en la polla. A cada latido se me empinaba más, se me ponía más tiesa.

Le separé las nalgas con los pulgares. Su ojete, oscuro, estaba rodeado de un vello fino. Le metí un dedo con jabón. La otra mano la pasé por debajo para acaparar sus pelotas. El segundo dedo entró solo.

Cuando pasó de jadear a bufar de gusto me detuve.

—Lo haces cojonudamente, Marquitos —susurró.

—Con un mazao como tú es fácil —dije—. Eres súper receptivo al tacto. Además de que estás para mojar pan. Pero deja de llamarme Marquitos, ¿vale?

Se giró. Su mirada transmitía una mezcla de soberbia y tristeza.

—Anda, enjabóname las piernas.

Le eché un chorro de gel en cada muslo. Cuando comencé a acariciarlos, la piel se le erizó.

Tenía frente a mi cara su rabo, grueso y cabezón, y sus testículos, que le colgaban relajados.

—Mis primeras pajas con alguien —empezó a contarme— me las hice a los quince años. Un verano, en el pueblo de mis padres. En la costa de Castellón.

Me levanté. Miré sus labios, sentí el impulso de besarlos.

Él me agarró las nalgas y me abrazó. Subió una mano por mi nuca hasta el cabello.

Nuestras pollas quedaron atrapadas entre las caderas.

—Fue con mi primo —continuó, muy bajito—. Tenía un año más que yo. Ese verano, él estaba enchochado de una niña de nuestra edad, una amiguita de mi hermana. Más bien de sus tetas. No paraba de hablar de ellas. Me pasé el verano escuchándole, me encantaba su inocente calentura. Me ponía muy cachondo, aún no entendía por qué. Eran otros tiempos.

Sus manos bajaron pausadamente por mi espalda. Cuando alcanzó mi culo, lo estrujó con dulzura.

Apoyó su cara en mi hombro. Yo le mantuve el abrazo, aferrado a ese torso musculoso que abultaba el doble que el mío.

—Hasta que una cosa llevó a la otra —concluyó, como si estuviera contando un terrible secreto—. Un día que me lo encontré feliz en la casa le pregunté qué le pasaba. Me contó que ella le había dejado tocarle un seno por debajo de la blusa. Mientras me daba los detalles, se sacó el pene y se masturbó. Como toda aquella situación me excitaba mucho, le pedí que me dejara masturbarme con él. No quiso, claro. Pero como pasábamos los días juntos y la calentura era continua, terminamos haciendo un pacto de primos. Yo no le contaría a nadie lo que hacía con ella, a cambio de que me dejara frotarme contra sus nalgas. Accedió con la condición de que no le tocara. No sabes cómo aproveché... En el cine, en la playa, un par de veces en un autobús, varias en la piscina... Todo a escondidas de nuestros padres, claro, imagínate los nervios... Fueron las sensaciones más intensas que he sentido nunca. Se llamaba como tú.

—Marquitos —susurré.

Entonces noté que su polla palpitaba. Dio un hondo suspiro y el calor espeso de su corrida se extendió por mi muslo.

Le apreté contra mi cuerpo y esperé en silencio. No era el momento de ser brusco.

Separó su pecho del mío. Unos buenos gotazos de lefa nos unían por el muslo como pegamento. Con su manaza, me embadurnó el capullo con ella antes de ponerla entre sus muslos.

—Fóllamelos, Marquitos—dijo.

Enterré la polla entre sus duras piernas. La sensación era indescriptible, no tenía nada que ver con follar un coño o un culo. No sé si fue por la novedad de la postura, tener tanta carne a mi alcance, la cálida humedad que nos envolvía o el lubricante perfecto que resultó ser su lefa. Quizá fue la mezcla de todo lo que hizo que no tardara en correrme, abrazado a su cuerpo musculoso.

Mientras me calmaba, abrió el grifo de la ducha y la alcachofa nos inundó con un chorro de agua tibia súper placentero que compartimos sin hablar.

—Me toca, anda —dijo, tras unos segundos.

Cogió el gel y me enjabonó. No dejó parte de mi cuerpo sin acariciar.

—Intentaré no volver a llamarte Marquitos, nene —dijo.

—Nah... No importa. Pero menuda coincidencia.

Con sus manazas de machito acarició mi delgado torso, mis estrechas nalgas lampiñas, mi estilizada espalda... Lo hizo con cuidado, con la ternura que desprenden algunos hombretones grandes. Yo le dejaba tocarme por donde le placía, sin resistencia, como un niño que se deja bañar por su padre. Me sentía como si flotara.

—Creí que lo hacías para hacerte el gracioso. Por fastidiarme —dije con voz grave.

Él sonrió.

—Lamento que tu nombre sea parte de mis morbos personales.

Terminó de enjabonarme y me situó bajo la ducha. El agua caliente se deslizó por mi piel, arrastrando con ella el jabón hasta hacerlo desaparecer por el desagüe.

—¿Qué pasó con tu primo? —dije apartando el chorro de mis ojos—. ¿Aún os veis?

Sento cerró la llave del agua y respondió con tristeza:

—Murió. Muy joven, además.

—Ostia, lo siento. No pensaba que...

—Gabi me ayudó mucho en su día, fue un gran apoyo... Anda, sal a secarte. Deja que acabe de ducharme.

Me dirigí a los lavabos, donde me sequé con el secador del cabello. Me encanta el chorro de aire calentito por el cuerpo.

Me invadía una sensación de placer mental, de calma interior que nunca había sentido, similar a cuando te has quitado un peso de encima. Había sido mejor que una paja, mucho mejor que muchos de mis polvos.

Al mismo tiempo, me inundaba también una profunda tristeza y admiración hacia Sento.

Recogí mis cosas de la taquilla. Cuando acababa de vestirme, con mi sudadera y mis vaqueros, él salía de la ducha.

—¿Aún no se ha ido, Toni? —preguntó.

—No creo. Me dijo que se quedaría hasta tarde.

Se acercó a la taquilla, con la toalla en la cintura.

—Todos creemos que tiene un problema con su sexualidad. Me gustaría ayudarle igual que Gabi me ayudó a mí cuando lo necesité —dijo—. O nunca será feliz.

Me acoplé la gorra con la visera hacia atrás. Era un deseo muy noble.

—A mí también —dije—. Lo voy a intentar.

—Pero ten en cuenta dos cosas —dijo Vicente—. Una: que se puede dar agua pero no sed. O sea, que si no busca ayuda, no tenemos nada que hacer. Cuando la busque tiene que encontrarnos ahí. Porque si le forzamos va a ser peor.

—Entiendo —dije—. ¿Y la otra?

—La otra... Joder, se me ha olvidado al ver lo bien que te quedan esos putos vaqueros. Anda, que te voy a hacer caso con lo del vello. ¡De momento!

—Te vas a ver de puta madre —dije—, ya lo verás.

Me puse perfume y luego le puse a él en su cuello de toro. Me coloqué mis auriculares inalámbricos, le besé el bíceps porque me nació y salí caminando como Gabi, moviendo la espalda y el culo, en plan chulito.

Me despedí sabiendo que esa noche había ganado un amigo. Además, me había corrido con una intensidad como pocas veces había sentido. No había sido solo placer genital.

No acababa de ubicarle como gay o bisexual, aunque era lo de menos. No soy partidario de las etiquetas. Sento es un tiarrón rudo, varonil tirando a sumiso, que muestra sensibilidad cuando tiene que hacerlo, cosa que no todos hacen.

Con esa mezcla, no entendía que no tuviera pareja, fuera del sexo que fuera.

Por otro lado, el problema de Toni podía ser que tuviera tantos prejuicios hacia la homosexualidad que se negara a aceptarse, para no temer que aplicárselos a su propia persona. Quizá desmontando esas ideas preconcebidas consiguiera ayudarle.

Así me acepté yo.

Llegué a casa y me encerré en mi habitación. Me acosté sobre las sábanas, desnudo, a excepción de los slips. Aún percibía el tacto de sus manos sobre mí, y un cosquilleo de gusto en las bolas.

Había recibido dos mensajes en el móvil. Uno era de Toni, insistía en si mañana iría a entrenar. Después de lo que Sento me había dicho, iría. Pero era tarde, no me apetecía contestar, así que solo grabé su número en la agenda.

El otro era de Gabriel. Quería saber como había ido.

Escribí:

—Hablaré mañana con Toni. Ya sé cómo se lo voy a plantear.

—Gracias, nene. Me tiene preocupado —respondió.

—Ya veo —escribí—. Eres como el ángel protector del grupo.

Un ángel cachas, pensé.

Debía de haberse puesto a follar o algo porque no recibí su respuesta hasta por la mañana. Puso:

—Es que los colegas nos cuidamos, nene.

Los colegas nos cuidamos. Estuve todo el día con la puta frase en la cabeza.