Luxux 5-. Ocaso de amor

La pasión y el deseo hacen de las suyas, Daniela desea tener sexo y el tiempo le juega malas pasadas. La imposibilidad de complacerse a ella misma hacen que el deseo crezca y crezca, llevándola hasta los mismos linderos de la lujuria que ella creyó haber dejado atrás.

LUXUX

Ocaso de amor

Introducción

Mi nombre es Daniela. Ya he relatado anteriormente mis cuatro encuentros sexuales como parte de un ejercicio llamado La recapitulación, que una anciana bruja y vidente me impelió a realizar cuando mi vida se encontraba al borde del precipicio. Como adepta practicante suya, luché durante varios años por conseguir el control total sobre mis acciones y sentimientos, cosa que al principio no resultó exitosa dada mi incapacidad de comprender los conceptos de su intrincado sistema de creencias. He aquí la presente narración de lo que doña Inés –nombre de mi maestra–, consideró “el nuevo ciclo” en mi vida.


Recién acababa de cumplir los diecisiete años cuando ingresé al último semestre de la preparatoria. No es que mi vida hubiese sido diferente en el pasado, pero lo fue. De ser una joven ignorada, ingenua y tímida que sufría con su apariencia, pasé a ser una muchacha resuelta y segura de sí misma, cambio que se vio efectuado gracias al sorpresivo desarrollo final de mi cuerpo. Crecí una cabeza de estatura y eso obligó a que mi figura se estirara adquiriendo las formas con las que es dotada una bailarina de ballet tras años de incesante esfuerzo. Mis largas y estilizadas piernas, la curvatura de mi espalda y la finura de mi abdomen producto de los meses en el gimnasio –rutina a la que dediqué junto al hábito de comer bien–, dieron a mi trasero y a mis exuberantes pechos el equilibrio que necesitaban para lucir más deseables que nunca, elementos que presumía cuando usaba esas faldas escolares que provocaban sorpresa y admiración entre los jóvenes de mi escuela, sobre todo en quienes por mucho tiempo me llamaron “El patito feo”. Por otra parte, en cuanto perdí el poco acné que malograba mi cara, dejé de ponerme esos feos anteojos de fondo de botella y comencé a usar lentes de contacto. Eso supuso un cambio monumental, ya que al definirse mis facciones, estas proporcionaron una vista diferente de mi rostro. Yo misma al mirarme en el espejo no podía creerlo; era como si me hubiesen cambiado al cuerpo de otra persona, cosa que gustó a muchos y éstos no tardaron en hacérmelo saber. Pronto entendí lo que se sentía ser adulada y en lo fácil que era dejarse dominar por el orgullo y la vanidad.

Afortunadamente no me volví arrogante ni creída, sino todo lo contrario, me sentí abatida por una tristeza inconmensurable. Comprobé lo que dos años atrás sólo eran especulaciones mías, lo superficial que era toda la gente. Me prometí que nunca cambiaría, porque aunque la antigua Daniela físicamente se había marchado, aún conservaba su huella impresa en mi persona y eso era un rasgo difícil de borrar, sobre todo porque las personas jamás nos damos cuenta de que nuestras acciones presentes son impulsadas por nuestra historia personal.

Pero los cambios no sólo se dieron a nivel físico, sino también social y sexual. Después del encuentro en el cuarto de hotel con el novio de mi madre, renuncié al sendero de la lujuria. Dejé de mantener relaciones sexuales con mi primo José, quien intentó de muchas maneras hacerme sucumbir a la tentación de la carne. No lo consiguió. Mi rotunda negativa pareció enfriar la amistad y el cariño que nos había unido desde su llegada; nos volvimos dos extraños que vivían en la misma casa, hablándonos sólo para lo necesario. Sin embargo, no di rienda suelta a mi tristeza como solía hacerlo, lo entendí como el precio a pagar por consentir mis deseos más oscuros. Lo quería pero no podía obligarlo a nada. Tampoco volví a acostarme con Santiago, mi padrastro, quien luego de sostener una acalorada discusión con mi madre, rompió con ella para siempre, jamás volví a verlo. Mi madre nunca quiso revelarme el motivo de su ruptura, y eso me hizo suponer que Santiago había puesto al descubierto su infidelidad con mi primo. Desde ese momento no dejé sola a mi pobre madre, que aunque sabía que seguía manteniendo relaciones furtivas con su sobrino, me hice de la vista gorda con tal de no sentir esa culpa que me carcomía por dentro.

Cuando cumplí los dieciséis me hice novia de Rafael, mi mejor amigo. Habían pasado dos meses desde que me lo propuso y él aguardó con paciencia hasta que acepté andar con él el mismo día de mi cumpleaños. Cabe decir que no tenía pensado tal cosa, pero ayudó el que Rafa hubiese estado presente durante los dos meses que sufrí depresión. La amistad de tantos años y el cariño se sumaron al agradecimiento que dio pie a un noviazgo que prevaleció hasta la actualidad. Por otro lado, mi amiga Patricia se hizo novia de un chico cinco años mayor que ella, y eso percutió en nuestra convivencia diaria, que se limitó únicamente a las horas que pasábamos en la escuela. Ese mismo año salimos cuando mucho un par de veces los tres juntos, y otro en parejas; fue la época en que estando próxima a mi cumpleaños diecisiete, la ciudad se volvió insegura y peligrosa por la presencia constante de los cárteles de la droga. Las balaceras y los ejecutados que aparecían pendiendo de una soga al cuello debajo de algún puente junto a una manta en la que figuraban amenazas a grupos contrarios se volvieron cosa común. Si se podía, era mejor no salir a las calles después de las primeras horas de la noche, esa era la regla implícita.

Por extraño que parezca, había personas a las que esa situación les daba lo mismo. Mi amiga Romina era una de ellas. Ignorando los consejos de su madre, abandonaba su hogar y no regresaba hasta avanzada la madrugada; muchas veces su madre ni siquiera notaba su ausencia. Fue en una de esas ocasiones en las que harta de no poder salir con libertad, Romina aparecía como si nada y se quedaba a dormir en mi casa. De no ser por aquellas fantásticas veladas, yo me habría distanciado de ella, su amistad me aguantó hasta primer grado de prepa, pues aunque Romina no era muy buena en la escuela, ingresó por las tardes a la carrera de psicología y eso imposibilito el que pudiera seguir viéndola. De esa forma, yo tenía diecisiete años e iba en tercero de preparatoria, ella, muy a su pesar, tenía veintiuno y cursaba segundo grado de universidad.

—Dani… —me dijo una noche en la estábamos sentadas sobre la cama de mi cuarto en un caluroso jueves de junio—. Mañana hay pary en casa de unos amigos. Hay que ir.

—¿Mañana? —pregunté algo desilusionada.

—¿Qué?... ¿Tienes algo mejor que hacer?

No respondí. Me quedé pensativa. Desde que tenía amistad con ella, Romina me había llevado a varios antros en la ciudad, descubriendo que bailar era una de las actividades que más me gustaba, sobre todo si la música era bachata o electrónica, géneros que despertaban mi lado sensual a la hora de bailar en la pista, único y pequeño delito que me permitía estando o no mi novio cerca.

—No me lo tomes a mal —dije como disculpándome—, pero mañana es el cumple de Rafa y, pues… Quedé con su mamá de que le haríamos una pequeña fiesta sorpresa.

—¿A qué horas es tu fiesta?

—A las siete de la tarde en su casa.

—¡Ahí lo tienes!

—¿Qué?... —pregunté.

—¡Pues te lo llevas y ya! ¡Sí, mira, conviven un rato con la familia y listo! Rafa no podrá decirte que no si la fiesta continúa —sugirió Romina.

—No lo sé… No estoy muy segura de que él quiera ir.

A pesar de que sabía que Rafa iría hasta el fin del mundo con tal de que no fuera sola, siempre prefería no ir con él si podía evitarlo. Romina no era de su agrado total. Decía que cada que salía con ella yo me desatrampaba infamemente, ignorándolo por completo. Yo lo amaba y lo respetaba. Durante el tiempo que teníamos juntos jamás había aceptado propuestas ni insinuaciones de ningún otro hombre, por más guapo que estuviera. ¡Y había tenido bastantes proposiciones! Sobre todo de hombres maduros que me prometían la luna y las estrellas a cambio de que saliera con ellos. Ese era siempre el motivo de la inseguridad de mi novio, y celos salían disparados como dardos concluyendo nuestros encuentros en acaloradas discusiones.

—Anímate. Yo le digo si quieres. Invítame a su fiesta, anda.

—Sabes lo que sus papás piensan de tu forma de vestir.

—Bueno, pues llevo jeans, playera sin estampado y converse —dijo y, acto seguido, se puso en pie y se quitó una playera negra con el estampado del diablo usando a modo de resortera la cruz en la que yacía Jesucristo, liberando sus pechos de una tez pálida que hasta entonces no había visto contenidos más que en su brasier. Ahora que yo había bajado un par de tallas, sus pechos eran un poco más grandes que los míos, con aureolas pequeñas y rosadas. La chica veía su estilo darketo como una forma de vida más que de moda, el que renunciara a ella por un día, significaba que la fiesta en casa de sus amigos sería inolvidable.

La observé con fijeza. Era la primera vez que veía semidesnuda a otra mujer que no fuera mi amiga Patricia. Me sentí cohibida. A pesar de que yo había crecido mucho, Romina seguía sacándome unas pulgadas de altura. Su cuerpo seguía luciendo poderoso y majestuoso pese a los montes de grasa que milagrosamente no dejaban marca de estrías sobre su piel.

—Bueno, ¿qué tanto me ves? ¿Te gusto? —me dijo sacándome de mis pensamientos.

No supe que decir. Me enredé en mis palabras y mis mejillas enrojecieron. Ella me miró provocativamente incitándome a responderle, junto su largo y sedoso cabello y lo acomodó delicadamente detrás de su hombro derecho. Se acercó con un exagerado contoneo de caderas y se irguió delante de mí como una montaña. Mi corazón palpitó muy deprisa. Entendí lo que se proponía pero me negaba a creerlo. Romina estaba a escasos centímetros de mi rostro, avanzó un poco más y yo trastabillé y caí de espaldas deteniéndome con los codos.

—¿Q-que, que haces, Roo? —le pregunté, atónita.

—Tranquila… No muerdo —susurró con sensualidad en la voz.

Deslizó su única mano libre atreves de la fina tela de mi blusa de dormir y yo sentí como los músculos de mi abdomen se contraían haciéndome sentir un delicioso cosquilleo que fue extendiéndose a medida que ella iniciaba su ascenso hacia el canal formado por mis pechos. Su boca estuvo tan cerca de la mía que sentí su tórrido aliento rosar mi nariz. Todo eso me pareció tan irreal que no supe qué hacer. Ella ladeó la cabeza y descansó sus labios sobre mi pabellón auricular. Su intento de beso, si podía catalogarse como tal y ser suficiente para una ofensa, bastó para que se me enchinara la piel y de mi boca escapara un prolongado suspiro.

—Eres una pinche caliente, Daniela —dijo ella soltando una risita, alineando su cabeza hasta conseguir que su frente quedara al contacto con la mía.

Mis defensas habían estado centradas en rechazar a todos los hombres –excepto a uno–, que olvidé por completo que mi cuerpo era un volcán dispuesto a erupcionar al menor roce. Lo que me estaba haciendo sentir Romina era algo revolucionario que despertaba en mí un morbo terrible: ser tocada por una mujer. Gracias a que la vergüenza hacia lo que ella pudiera pensar de mi era más grande que cualquier cosa, no fui capaz de reconocer que aquello cada vez me gustaba más.

Ahorcajadas sobre mí, Romina llevó su mano hacia atrás y deslizó la yema de sus dedos por todo el contorno de mi pierna, deteniéndose al comienzo de mi trasero, justo sobre la costura de mi short. Suspendió la mano allí sopesando mi reacción. Yo no quería que se diera cuenta de lo mucho que lo estaba disfrutando, aunque a esas alturas era inevitable que no se diera cuenta, pues tenía los ojos cerrados y me mordía el labio inferior en un intento por apaciguar los sutiles gemidos que mi garganta trataba de reprimir. Me había privado tanto tiempo de las experiencias extremas consintiendo las convencionales que ahora la mente me daba vueltas, las sensaciones que antes me habían dominado regresaban redobladas.

—Y ahora… —sentenció.

Su mano inmóvil en mi entrepierna fue como un catalizador. Sabía que en cuanto comenzara a moverla sería mi perdición y mi ruina. No podría decir que no y a partir de allí me dejaría llevar. Me miró a los ojos como esperando una señal de mi parte.

—¡Niñas!... ¡Es hora de dormir! ¡Ya apaguen esa luz! —gritó mi madre al el otro lado de la puerta.

Como si nos hubieran descubierto haciendo una travesura, Romina se tiró a un costado, cogió su playera y se la puso con una rapidez inusitada mientras yo me sentaba y me cruzaba de piernas tratando de mantener el control de mí agitada respiración. Cuando mi madre abrió la puerta en el momento en el que mi amiga se bajaba la playera, nos miró y se quedó callada. Las dos teníamos cara de haber visto un muerto. Miré a Romina y me di cuenta de que sus pezones se le marcaban en la oscura tela de su playera. Los míos debían estar igual.

—¿Qué estaban haciendo, eh? —preguntó con suspicacia.

—Le estaba enseñando a Roo a hacer abdominales, mamá —fue lo primero que se me vino a la mente—. Ya sabes… Quiere empezar a bajar de peso.

—Si señora, estoy cansada de esta gordura —dijo ella agarrándose las lonjas al ver que mi progenitora no quedaba muy convencida con la respuesta.

—Bueno, pues ya duérmanse que es tarde —contestó mi madre. Sonrió y mirándome por última vez, cerró la puerta dándonos las buenas noches.

En cuanto mi madre se fue las dos intercambiamos miradas de complicidad echando a reír como si los minutos anteriores hubiesen sido un chiste. Debí estar furiosa por lo que hizo Romina, pero fue así. De alguna manera la repentina aparición de mi madre había borrado el terror y la excitación que sentía y con eso la posibilidad de sentirme ofendida. Además, no podía condenarla injustamente cuando yo misma no entendía por qué me había excitado tanto que una mujer me tocara de aquel modo. Me sentí acalorada y nerviosa. Lo único que quería era irme a la cama y olvidar esa extraña noche.

—¿Eso fue lo mejor que se te ocurrió? —preguntó Romina sin parar de reír. Se quitó la ropa que tenía y se puso un pantalón y una blusa color lila para dormir.

—No veo por qué no, a ti te salió espontaneo —dije e hice la pantomima de agarrar mis inexistentes lonjas. De nuevo sufrimos otro ataque de risa.

—Pues si decido bajar de peso, tú serás mi instructora particular.

Estuvimos unos minutos más conversando sobre el asunto hasta que apagué la luz de la habitación, nos metimos a la misma cama en la que jamás había ocurrido nada y nos dimos las buenas noches. No me dormí enseguida. Me mantuve despierta por más de veinte minutos temiendo que ella provocara el menor roce que diera pie a una nueva oleada de caricias que mi hicieran perder el control, pero ella se mantuvo impasible. Me sentí más relajada. También el que Romina no preguntara si me había gustado su juego ayudó a que lo viera como tal, un simple juego. Sin embargo, quedó en mí la preocupación latente de haberme sentido excitada por la situación. “¿Y si me estaba volviendo lesbiana?”, pensé. Esa era una idea inconcebible, el sexo con mi novio era algo único que disfrutaba enormemente. Me quedé pensando en una posible respuesta que satisficiera mis dudas hasta que finalmente mis parpados no pudieron resistir más y me dormí.


A la mañana siguiente, lo que creí que se convertiría en un día fantástico se trastocó en un día de lo más extraño y lleno de sorpresas. Durante las horas de clase no me fue posible concentrarme en ninguna de las asignaturas que impartían los profesores. Me sentía dispersa y retraída, pero sobre todo, muy excitada. No había podido dormir bien. Tras lo ocurrido con Romina mis sueños se volvieron pesados y morbosos, de esos eróticos que te hacen levantarte con deseos ardientes de autosatisfacerte; pero no lo hice. Teniendo a mi amiga de visita carecía de ciertas libertades, una de ellas era poder masturbarme a placer. Desde que habían iniciado los problemas de inseguridad en la ciudad, se volvieron escasos pero fogosos los encuentros que mantenía con mi novio Rafa. Todos los viernes cuando sus padres salían más temprano que de costumbre para irse a trabajar, Rafa y yo nos volábamos las primeras horas de clase para matar la pasión que nos consumía. Podría decirse que yo era la ardiente en la relación mientras que Rafa se distinguía por ser un chico de poca sensualidad, que se fatigaba rápido pero que había conseguido brindarme todo el respeto, cuidado y amor que necesitaba, motivo por el que permanecía fiel a su lado. Sin embargo, esa mañana no pude quitarme la calentura con él como tenía pensado ya que sus padres estarían en casa encargándose de los preparativos de su fiesta de cumpleaños sorpresa, atribuyendo el que yo me quedara excitada y descontrolada la mayor parte de las horas en la escuela.

Hasta había pensado salir antes e irme con Rafa a un hotel pero las clases se me hicieron eternas. Los conceptos científicos se me resbalaban como la mantequilla en la sartén por estar pensando toda la mañana en sexo. La última clase, la de matemáticas, fue un infierno total. Como tenía la manía de ser la que más preguntaba, y al mismo tiempo ser la alumna a quien el profesor utilizaba para tener un ejemplo a mano, no dudó en bombardearme con preguntas a las que no supe dar voz. Sorprendido por mi rendimiento y falta de atención, el profesor dejó de buscar en mí las respuestas y continuó con su clase como si nada. Yo me encontraba ya malhumorada. Sentía que las horas no avanzaban y que todo era una pérdida de tiempo. Distraída como estaba y para colmo de mi mal humor, el maestro me dijo que deseaba hablar conmigo después de clase. Dándome de frente en el cuaderno que tenía encima de la paleta de la butaca, aguardé hasta que sonó el timbre y contemplé con decepción como todos mis compañeros abandonaron el aula con mochilas al hombro en completo desorden. El maestro tomó sus cosas y me hizo una seña para que lo siguiera.

Ya en su cubículo comenzó a tirarme el discurso de lo excelente alumna que yo era y de lo dispersa que había estado durante su clase. Qué lo que habíamos visto hoy iba a venir en el examen final y que al ser yo su mejor alumna tal asunto le mortificaba.

—Si tienes alguna dificultad con entender lo que vimos hoy, puedes consultarme, para eso estamos los profesores —dijo con gran paciencia.

Yo no supe qué decir. Sólo miraba la mesa de su cubículo intentando comunicarle con la mente que me encontraba en las nubes a causa de una necesidad mucho mayor.

—Daniela, mírame —demandó el profesor, alargando su mano para posarla en mi hombro izquierdo— ¿Tienes algún problema con lo que vimos hoy?

El profesor Brandon era un hombre que rayaba los cuarenta, pero que aún se veía joven. Era delgado y alto, tenía el cabello meticulosamente aplastado con aceite procurando ocultar las entradas que ya le anunciaban la calvicie. Los lentes le daban un aire intelectual que, junto a su aspecto pulcramente vestido, su carácter amable y su forma pomposa de hablar, creaban en él a una persona de inmaculada seriedad y moralidad.

—Profesor yo… No es eso —comencé a decir sintiéndome algo nerviosa por no tener una respuesta apropiada—, estoy algo distraída, es todo. Enserio, no se preocupe.

—Me preocupa que prácticamente te volaste la clase de hoy.

—Lo sé, le prometo que me pondré al corriente. Se lo juro.

—Bueno… —dijo y consultó su reloj—. Tengo una consulta en el hospital en una hora, puedo regalarte veinte minutos.

Yo estaba atónita por lo que acababa de decir el profesor. Con lo caliente que estaba no sabía si conseguiría soportar veinte minutos de algo que no lograría comprender.

—Yo no… Es que… Bueno…

Sin que yo dijera nada el profesor acercó su silla aun lado de mí y comenzó a explicarme las intrincadas ecuaciones que yo advertía como extraños jeroglíficos que se colaban en mi mente sin dejar el menor rastro de significado. Estaba nerviosa, tratándole de ocultar mi ansiedad y mi mal humor respondiendo con una serie de “si” “aja” “claro” a una cosa que no entendía en lo más mínimo. Debí darle un intento de respuesta a algo que dijo acerca del calor porque me miró arqueando los ojos y me preguntó:

—¿No me estás poniendo atención, verdad?

—Esté… Yo…

—Sí es muy difícil el problema, dímelo. Hay más métodos de enseñanza que…

—Profe, discúlpeme. Pero a lo mejor no me estoy explicando. No hay nada que yo no pueda entender. Es sólo que, estoy demasiado distraída.

—¿Problemas en casa?

—Algo así… —vacilé.

—No te preocupes, soluciónalos —dijo poniendo su mano izquierda en mi hombro—, te dije que siempre hay maneras de ayudar. Yo te puedo enseñar personalmente en fines de semana —añadió y esta vez puso su otra mano sobre mi pierna, justo a la altura de mi rodilla.

Una de las características de mi excitación era que mi cuerpo se sensibilizaba en extremo. El contacto con la piel de mi maestro me produjo un escalofrío que me recorrió toda. Si él hubiese omitido esa caricia no habría pensado nada malo, pero dado lo acontecido me sentí muy sorprendida, nerviosa y excitada. Sin retirar de mi pierna la mano osada del profesor, agaché la mirada y mi pecho comenzó a subir y abajar a causa de mi agitada respiración. En otras circunstancias le habría reclamado por su atrevimiento pero en ese momento era un mar de indecisiones.

—Ve a mi casa... Te digo que hay formas de solucionarlo —dijo y esta vez comenzó a sobar mi pierna pero sin moverla de lugar—. Desde que te conozco has tenido puro diez. No dejes que un simple problema de novios te arruine la racha —añadió como si supiera lo que me pasaba.

Ante su insistencia sólo conseguí esbozar una sonrisa forzada tras mirarlo brevemente a los ojos, advirtiendo en su rostro facciones que no había visto hasta entonces. Creí atisbar en su sonrisa desencajada una nota de libidinosidad que me resultó despreciable, recordándome a la sonrisa de Santiago aquella madrugada de finales de diciembre cuando tenía quince años. A pesar de todo, estaba convencida de que no deseaba tener nada con él, y en mi intento por deshacerme de su sucia caricia cometí el error de aceptar ir a su casa el domingo y ponerme al corriente con su clase, pues él aseveró, sin darme tiempo siquiera de pensar, que mi falta de empeño en ese tema afectaría el rendimiento en mi promedio.

Finalmente, con sonrisa triunfal, retiró su mano de mi pierna y yo me apresuré a guardar mis cosas dentro de la mochila para salir huyendo de su cubículo.

Ya no había muchos alumnos en la escuela, de modo que bajé de dos en dos las escaleras del aula de los profesorados y corrí por el patio rumbo a la salida dispuesta a ir a casa de Rafa para buscarlo. No obstante, lo que vi me sacudió por completo. Rafa me esperaba sentado en los escalones de la entrada; a su costado, una bella joven de intrigantes ojos marrones y figura esbelta se reía junto con él, alisándose su larga y rizada cabellera con coquetería.

En cuanto me vieron llegar la chica se puso de pie y, sin siquiera mirarme, se despidió de mi novio dándole un beso en la mejilla y diciéndole que más tarde lo veía. Cuando la chica se marchó en un taxi, yo miré ceñuda a Rafa en espera de una respuesta.

—¿Tú amiga? —pregunté con impaciencia. No había visto a esa chica en mi vida y sin embargo portaba el mismo uniforme de la escuela.

—Alumna nueva —dijo sin prestarle atención a mis celos—. Me preguntó por la ruta para llegar a su colonia. La pobre tuvo que tomar un taxi; vive al otro lado de la ciudad.

—Ah sí, qué interesante —dije y eché a caminar sin ocultar mi enfado.

—¡Oye, oye, oye, espera!… —Rafa me cortó el paso— ¿Qué sucede?... ¿Estás celosa?

—¿Yo, celosa? ¡Claro que no! ¡Si me encanta que todas las desconocidas se despidan de beso de mi novio frente a mis narices!

Rafa sonrió con devoción.

—Pero mi amor… —dijo con tono mimoso y, sin darme la oportunidad de escaparme, me envolvió en sus brazos con la intención de apaciguar mi furia—. No te pongas así. Sabes que tú eres de quien estoy enamorado.

Al instante una lluvia de besos cayó sobre mi rostro mientras yo persistía en hacerme la difícil, tratando de mantener a raya lo que consideraba ser una ofensa seria. No tardé en sucumbir a su flagrante ternura, que acabó por derribar las murallas de mi orgullo. Giré mi cabeza y me apresuré a encontrar sus labios. Nos fundimos en un beso tierno. Él aflojó sus brazos y eso me permitió liberarme para envolverlo con el afecto de mis caricias. Con mis manos en su nuca, aquel beso fue adquiriendo la madurez que hizo que su lengua combatiera contra la mía en un sosegado intento por consumar la pasión que se apoderaba de ambos. Dejándose dominar por el deseo, Rafa deslizó su mano hacia mi nalga y yo instantáneamente reaccioné apartándosela con el temor de que alguien pudiera vernos.

—Aquí no… —dije mordiendo su labio inferior con delicadeza—. Vamos mejor a tu casa.

—Mis papás están allí, amor —dijo con la ansiedad de quien quiere pero no puede— ¿Por qué no vamos a la tuya?

Y así lo hicimos, pero para sorpresa de ambos, mi madre se encontraba en casa. La razón era que habían llegado mis tíos de Browsville, una ciudad fronteriza que estaba al otro lado del país. Rafa no tenía el auto de su padre, de modo que no tuvimos motivo para escapar de allí. A regañadientes nos quedamos en la sala junto con ellos viendo la televisión mientras mi madre abrazaba a sus sobrinos, un niño rubio y una pequeña de ojos azules, los dos estaban en edad escolar. Como tenía tres años que mi madre no veía a su hermano menor, la plática se extendió hasta el término de un sugerente e irónico documental sobre el apareamiento de los animales en el áfrica meridional, programa al que presté atención incapaz de creer que el destino se empeñara en frustrar mi vida sexual. Mi novio, quien parecía estar al tanto de lo que me sucedía, trató de infundirme paciencia, pero las caricias que prodigaba en todo lo largo de mi brazo no hacían otra cosa que desesperarme más, haciendo que mi braguita se mojara en silencio.

De pronto uno de los pequeños dijo que tenía hambre y eso obligó a las dos mujeres a levantarse para ir a la cocina a preparar unos aperitivos. Mi tío se quedó con nosotros en el sofá bombardeándonos con las clásicas preguntas a las que Rafa y yo respondimos haciendo un esfuerzo por mostrarnos animados. Finalmente mi tío se puso a jugar con sus hijos y no volvió a prestarnos atención. Al cabo de un rato apareció mi madre con la noticia de que no tenía gran cosa en el refrigerador. Mi tío, muerto de aburrimiento, accedió a llevarlas al súper dejando a los niños a nuestro cargo. “¡Fantástico!”, exclamé para mis adentros.

No esperamos ni cinco minutos a que mi madre y mis tíos se fueran cuando preparamos todo. No teníamos la menor intención de cuidar a niños, así que para mantenerlos distraídos les pusimos la película de Bob Esponja, cerramos la puerta de la calle con llave y les dijimos que los dejaríamos un momento solos, que no hicieran travesuras, que si se portaban bien les compraríamos un helado al volver; yo sentía que la necesidad iba a matarme.

En cuanto la puerta de mi cuarto se cerró, Rafa y yo nos fundimos en un beso largo y apasionado. Nuestras lenguas se buscaron con desesperación, aprovechando al máximo cada segundo como si de ello dependiera nuestra existencia. Mi camisa de la escuela salió volando hacia un lado, lo mismo que la de mi novio. Acariciando mi espalda con ansia y besando mi cuello con gran deleite, Rafa me desabrochó el sujetador y se puso a estrujar mis senos hasta pellizcar mis endurecidos pezones. Pisando mis pies me deshice de los zapatos mientras con mi mano derecha palpé la dureza de su entrepierna, ese pene pequeño pero gordo que había estado deseando todo el día con locura. Sin mucha dificultad, aflojé su cinturón y desabotoné su pantalón. Cuando la prenda cayó al piso, empujé a Rafa haciendo que callera sentado sobre la cama. Él me miró embobado y con los ojos cargados de deseo.

—Te la quiero chupar —dije con convicción, poniendo cara de viciosa y apretando mis pechos con ambos brazos en un gesto coqueto.

—Amor, no creo que sea buena ide… —no lo dejé terminar. Para cuando quiso proferir palabra yo ya estaba de rodillas hundiendo con desenfreno su erecto cipote hasta el fondo de mi boca.

Se la chupé con desenfreno y dedicación, como si creyera que mi empeño desmedido pudiera ponérsela más grande, más dura, más poderosa. Rafa jadeó con sus manos pegadas a la cama, mirándome atónito. Yo le regresé la mirada y continué con la hechizante felación, sacándome a ratos el pene de la boca para masturbarlo con ímpetu mientras le daba unos lametones circulares a su enrojecido glande, haciendo que mi novio se retorciera de placer. Él me acarició la mejilla y el cabello en un débil intento por mantener a raya la sobriedad y la ternura que lo caracterizaba a la hora de hacer el amor; esa clase de gesto era una de las cosas que más amaba de él, y no me importaba que no fuera el amante apasionado ni mucho menos morboso que yo necesitaba en ese momento. Su inocencia y ternura ya creaban por sí mismo una especie de morbo, algo que yo deseaba corromper.

Estaba tan concentrada en propinarle la mejor tarde de sexo que pudiera recordar cuando sentí en mi boca las palpitaciones que anunciaban su inminente corrida. “¡No no no no no, esto debe ser una broma!”, exclamé para mis adentros, sorprendida y frustrada.

—¡Ahggggg!... ¡Me corro!... ¡Me corro!... ¡Trae un pañuelo!... ¡Trae…!

—Ya no hay tiempo, córrete en mi boca —me apresuré a decirle.

Con el propósito de no dejar mancha alguna sobre la sabana, me empiné su verga en la boca y comencé a menear la lengua por todo el glande mientras mi mano no dejaba de moverse de arriba abajo en un claro intento por hacer que la eyaculación fuera monumental. Los primeros chorros de hirviente esperma se estrellaron en mi paladar. Los tragué todos sin degustarlos demasiado, torciendo un gesto de asco delante de Rafa. Él no dejó de eyacular; las siguientes descargas fueron tan abundantes y poderosas que su semen alcanzó a escapar por la comisura de mi boca resbalándoseme por el mentón. Ignorando los jadeos ahogados de mi novio seguí masturbándolo para extraer hasta la última gota de su néctar. No recordaba ninguna ocasión en que se hubiese corrido de aquella manera. A decir verdad, jamás lo había visto tan excitado.

Con un resuello final, absorbí con mi boca la última pizca de su hirviente simiente.

—Yo… L-lo siento. No sé por qué me corrí tan rápido —se disculpó, con la cara enrojecida de vergüenza.

A Rafa no le gustaba que me tragara el semen, creía que el acto como tal era cosa de putas y de actrices pornográficas. Lo repudiaba. La primera vez que lo hice se molestó tanto que acabamos en una acalorada discusión. Desde ese día comenzamos a usar condón con regularidad, cosa que no hacíamos porque Rafa tenía la suficiente fuerza de voluntad como para eyacular fuera de mí. En silencio aprendí a reprimir mi desbordante deseo sexual para amoldarme a las maneras de mi novio, a quien amaba inmensamente.

—No te preocupes, es natural, estamos muy excitados —dije, pero sin dejar de sentir una punzada de la desilusión, limpiando el semen de mi boca con una playera sucia.

Mis pechos desnudos se movían al compás de mi respiración. Impotente, vi como su pene poco a poco perdía vigor.

—Creo que no nos dará tiempo de terminar —dijo cansado y satisfecho.

—¡A no, eso sí que no! —contesté casi molesta; no había esperado tanto para permitir que su falta de sensualidad echara todo a perder— ¡Esto se te para porque se te para!

Con la mano abarcando por completo la circunferencia de su desinflado pene, comencé a masturbarlo con desesperación, jalando su aparato de arriba abajo como si se tratara de un objeto inanimado, como si de pronto los valores morales de mi novio me valieran un pepino.

—¡Vamos! ¡Vamos!... ¡Ponte dura para mí! Por favor… —dije dirigiéndome a su pene, pero mirando a Rafa a los ojos, que estaban fijos en los míos. La respiración de mi novio se aceleró. Estaba segura de que mi desmedido lívido sexual lo había contagiado y por la mente de Rafa corría la idea de que su dulce niña, como me decía siempre, se había convertido en puta, separándolo de la acción, siéndole infiel con una herramienta de carne, la herramienta por la que ella tanto se moría—. Por favor… ¡Venga!… ¡Quiero verga! Te prometo que si te pones dura seré niña buena.

—Dani… Amor… ¿Qué haces? —jadeó mi novio.

Milagrosamente su verga había recobrado vigor.

—Portándome bien. ¿Acaso no te gusta lo puta que es tu novia?

—¡Por dios!... ¡Qué bien se siente…!

—Pues ahora lo sentirás de verdad… —dije dándole una última sacudida a su pene, me estiré y le di un corto beso en los labios para luego repasar su cuerpo con mi lengua haciendo un sensual recorrido desde su cuello hasta su pubis. Propinándole un sonoro chupete a su brilloso pene, añadí—: Esto ya está listo. Ahora prepárate.

—¿Y-y el condón?

—Esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas.

Le di un empujón hasta dejarlo boca arriba. Me enrollé la falda y me subí colocando las piernas a ambos costados de sus muslos, tomé su viril herramienta con la mano y, guiándola a mi ardiente orificio vaginal, me dejé caer empalándome yo misma en la palpitante barra de carne que arrancó un par de jadeos de mi garganta.

—¡Tía Daniela! —dijo mi prima Mili desde la planta baja, su voz hizo eco en toda la casa. Ella tenía por costumbre llamarme tía.

—¿Qué ocurre? —grité sin dejar de moverme.

—¡Hay un hombre tocando la puerta! —gritó.

—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Rafa conteniendo sus gemidos.

—Seguro es un maldito vendedor —dije jadeando— ¡Mili, en un momento bajo!

Mili no respondió, y eso me dio la impresión de que había comprendido el mensaje.

—¿Ya bajamos? —preguntó Rafa ingenuamente.

—Ni se te ocurra —lo fulminé con la mirada, moviendo mis caderas hacia los lados para conseguir que su verga llenara todos los espacios de mi encharcada y caliente vagina.

Instintivamente comencé a cabalgar con ímpetu, dejando atrás los jadeos que segundos antes habían estado sincronizados con mis movimientos. Quería que se corriera cuanto antes, quería finiquitar a como diera lugar esa calentura que me estaba haciendo perder el control. Yo sudaba y gemía alzando la voz. Ya nada me importaba.

Cogí sus manos y las llevé a mis pechos. Rafa los amasó y los estrujó mientras me contemplaba en silencio, absorto y excitado. Yo me incliné hasta unir mi frente con la suya. Lo besé mientras mis movimientos aumentaban buscando llegar al clímax. Sabía que no tenía mucho tiempo. Me hallaba tan caliente que en cualquier momento me correría. Rafa jadeó profundamente, no quería que terminara y sin embargo…

No sé qué ocurrió primero, si la expulsión del semen que inundó mis entrañas o mi explosivo y contundente orgasmo ligado al susto que me dio el que la pequeña Mili abriera la puerta de golpe justo para ver cómo me convulsionaba soltando cantidades exorbitantes de fluido sobre la pulsante verga de mi novio, quien me arrancó del ensueño apartándome de él para buscar con que ocultar sus genitales. No lo consiguió.

—¡Ti-tía Daniela! —exclamó la pequeña.

—¡Sal de aquí Mili! —grité asustada, cerrando las piernas y cubriéndome los pechos mientras intentaba al mismo tiempo acomodarme la falda.

La mirada de Mili se fue directo a la verga endurecida de mi novio, quien enrojecido de vergüenza ante los ojos desorbitados de la pequeña, se cubrió con mi almohada.

—L-lo, lo siento —tartamudeó la niña, cerrando la puerta al salir de la habitación—. L-lo lo que pasa es que el señor que te busca dijo que es tu primo.

—¡José! —dije aterrada. Me puse en pie como si hubiese recibido una descarga eléctrica— ¡Vístete!... ¡Rápido, Rafa! ¡Mi primo está aquí!

Tomé la camisa de la escuela y me asomé a la puerta. Mili seguía allí, recargada contra la pared con sus manitas juntas sin saber qué hacer, nerviosa y muy apenada.

—¡Mili, dile que estoy en el baño, que ahorita bajo! ¡Y por favor, no le digas a nadie lo que acabas de ver!

Mili obedeció y yo me apresuré a abotonarme la camisa, me mojé la cara para disimular el sudor de mi cuerpo, dejé a Rafa escondido en mi cuarto y bajé para abrirle la puerta a mi primo. Su molestia se hizo patente al instante, reclamándome el motivo por el que había cerrado con llave. No me fue difícil convencerlo cuando vio a mis dos primos sentados en la sala viendo la televisión. Dándome un beso en la mejilla y poniendo su mano muy cerca de mi cadera, se disculpó yéndose directo a su recamara, argumentando que había tenido una discusión con su novia y que había terminado con ella. Se veía afectado. “Más afectada estará mi madre ahora que lo tendrá para ella solita”, pensé y me reí para mis adentros. Volví a mi habitación y saqué a Rafa de allí. Lo acompañé a la salida y le di un beso corto. Él me miró con el rostro desbordante de deseo.

—En la noche continuamos, ¿verdad? —me preguntó ansioso.

—Sí, en la noche continuamos —respondí, sonriendo y besándolo de nuevo.

Y continuaríamos. Yo no había podido alcanzar el orgasmo, y no lo haría en la soledad de mi habitación sabiendo que tenía familiares en casa. El haber sido sorprendida infraganti por mi prima menor había provocado la caída de mi libido sexual, aunque eso no significara que dejaría de pensar en sexo. Mis ojos se cruzaron con los de mi prima Mili y en su mirada avergonzada advertí que de alguna manera tenía conocimiento de lo que habíamos estado haciendo. Lo único que esperaba de corazón era que ver a su prima cabalgando al novio no la afectara en un futuro.

Continuará…