Luxux 4

Las decisiones de la inocente Daniela siguen teniendo consecuencias desastrosas.

Nota del Autor: Para aquellos a quienes les haya gustado la saga "LUXUX", les informo que el siguiente capítulo aparecerá en la categoría: infidelidad.

LUXUX

La habitación del deseo

La puerta 666

No pasaron ni dos minutos cuando llegó el mensaje de Santiago a mi celular. Lo leí: "¿Dónde estás?". Rápido escribí la dirección del sitio de la ciudad donde me encontraba y me detuve a esperarlo sentada en la banca del área de carga de las combis.

Sentada allí, un grupo de hombres ataviados con ropas sucias y andrajosas me miró con lascivia. Me sentí incomoda. Alcancé a escuchar que uno de ellos le decía a otro: "que buenas chichotas tiene la morrilla". Al instante voltearon todos clavando sus ojos en mí como si yo fuera un artículo que se exhibe detrás de un aparador. Evité mirarlos componiendo una mueca de disgusto para que se dieran cuenta que no me hacían gracia las vulgaridades que peroraban.

Sin soportarlos ni un segundo más, cogí mi celular y tecleé un nuevo mensaje de texto para Santiago: "Te espero en la banca de un parque que está a dos cuadras de donde te dije, estaré sentada mirando hacia la calle". Le di enviar y me levanté furiosa enfilando el paso hacia el parque. Cuando pasé detrás de ellos, el más alto y moreno de los hombres, quien acaso parecía ser el líder, me gritó:

—¿De qué juguetería te escapaste, muñeca?

—¡Con esas tortas y una "Fanta", hasta mi pajarito canta! —exclamó un segundo.

Caminé sin volver la cabeza. Al llegar al parque me senté en una banca y me puse a revisar el mensaje del novio de mi madre: "¿Estas desesperada, mamacita? No comas ansias, ya voy". Sintiendo un escalofrío, me puse a borrar sus mensajes y abandoné la bandeja de entrada. El tiempo de espera enfrió el coraje que albergaba hacia mi madre y de pronto ya no estaba muy convencida de querer continuar con aquello. Deseaba marcharme de allí y olvidar todos los malos sentimientos que de ella tenía.

Debí levantarme y tomar un taxi que me llevara a mi casa, pero por alguna razón, me quedé observando a una pareja que estaba sentada en el pasto de las jardineras, grabando con el celular toda la parafernalia que les regalaba su amor juvenil. Al momento entendí el motivo de mi ensimismamiento. Recordé que con todo lo ocurrido había olvidado por completo echar una mirada a los vídeos pornográficos que había sustraído del teléfono de mi primo.

Sintiendo los briosos latidos de mi corazón, saqué los audífonos y me los puse. Nerviosa, abrí la carpeta y reproduje el primero de los cinco videos. La pantalla estaba un poco oscura, pero se podía vislumbrar a una mujer joven acuclillada sobre la cama mamando entusiasmada la verga de un desconocido. La metía y la sacaba e iniciaba una corta masturbación a toda regla. Yo no veía la cara de los personajes, pero al instante la mujer desapareció dejando al pene de protagonista; fue en ese momento que identifiqué la herramienta de mi primo José. La reconocí por su forma alargada y puntiaguda, con una curvatura a la mitad del troco que la hacía parecer desafiante. También apareció la cara de Kasandra al momento de subirse encima de él dirigiendo el mástil de su novio hacia la entrada de su peluda vagina.

No quise ver lo que ocurría. Corté el vídeo y puse el siguiente. El segundo video llevaba la secuencia del primero y el tercero del segundo; incluso el cuarto me pareció igual a los demás. Decepcionada, no pude creer que mi primo se atreviera a poner en riesgo la integridad de su novia grabándola de esa manera, el video podía caer en malas manos como había caído en las mías. Quizá fue la sorpresa del momento, pero no fui capaz de excitarme con lo que veía. No obstante, el último video si contenía algo que me propinó el empujón definitivo.

El vídeo decía: "la puta mayor". Cuando lo reproduje, pude observar con toda claridad el rostro de mi madre. Tuve que restregar mis ojos por encima de los lentes para estar segura de que no se trataba de una ilusión óptica. Era ella. Su cabeza despeinada y el fondo oscuro del cuarto me indicaron que no se encontraban en casa.

"—¿Ya?... ¿Ya está grabando? —preguntó ella, ocultando el rostro con su pelo al agachar la cabeza.

"—Ándale, no pasa nada. Déjate ver, tía —insistió mi primo."

"—¡Que no! Ya te dije que no soy una más de tus putas.

"—Pero si eres una puta, tía. Los dos sabemos que te encanta la verga."

Mi madre no se sintió ofendida con semejante afirmación, muy contrario a mí, río como si aquello le resultará cómico.

"—Para que sepa el puto de tu novio como se coge a una buena hembra."

"—¡Ay, como eres! Tú sabes que lo quiero mucho —confesó ella con tono natural—.  Sabes que él me da lo que yo quiero."

"—¿Y entonces porqué buscas esto? —dijo sacudiendo su aparato con orgullo."

"—¡Ay!... Sabes que es mi debilidad. Y mejor ni digas nada porque tú no puedes decirme que no cuando te abro las piernas."

"—Es porque me encanta como coges —mi primo se sentó sobre la cama y tiró de ella agarrándola por la cintura para atraerla hacia él y, sin demora, ensartarle su pene en aquella postura."

Mi madre lanzó un gemido ahogado y empujó sus caderas hacia adelante buscando una mayor penetración.

"—¿Aun le pedirás a tu novio que se mude contigo? —le preguntó él.

Sentí una enorme conmoción que brotó de mi pecho amenazando con poseer mi mano y hacer que estrellara el celular contra el piso de cemento, pero me contuve. ¡Mi primo ya lo sabía! Me di cuenta de lo ingenua que había sido al creerme cada una de sus palabras, había estado tan enajenada conmigo misma centrada en cosas tan frívolas como la apariencia física, que había ignoraba por completo el fangoso mundo que yo pisaba.

"—No lo sé... ¡Ay!... Depende de cómo me la metas hoy, cielo —me interrumpió la voz de mi progenitora—. Pero quiero... ¡Hum!... Quiero que sepas que aunque él se mudara... Podremos seguir cogiendo siempre y cuando sea con discreción."

Mi primo la abrazó de la cintura y la tumbó bocarriba para bombearla a placer, elevando así el ritmo de sus embestidas mientras mi madre torcía los ojos y bufaba de gozo, tal como yo lo había hecho la noche en que me enculó.

Molesta con mi ingenuidad, detuve la reproducción y eliminé toda la carpeta de videos. Mis ojos se encontraban al filo del llanto. Guarde el celular en el bolso y cuando me disponía a marcharme, escuché el claxon de un automóvil que se aproximaba por la banqueta. Miré el coche y sentí un pequeño escalofrío. Era el automóvil de Santiago, que se detuvo justo a la altura de la banca donde yo me encontraba.

Sin decir palabra, me abrió la puerta del copiloto y aguardó a que subiera. Yo ya no tenía duda; el video se había encargado de disiparla. Me levanté y corrí para subirme. Una vez dentro, él echó a andar el auto perdiéndose entre las calles de la ciudad. El ambiente era tenso. Condujo en silencio un par de cuadras hasta que me echó una rápida mirada y me preguntó:

—¿Qué hacías sola por estos rumbos?

—Vine a ver a un amigo —contesté sin mucho ánimo.

Dentro de su coche me sentía intimidada; era como haberme subido al auto de un extraño. Y es que ese era el papel que representaba Santiago en mi vida, un hombre a quien apenas había tratado pero al que ya sumaba un encuentro de lo más excitante, algo que dos años atrás, cuando recién inició a salir con mi madre, jamás imaginé que pasaría.

Mientras reflexionaba el motivo por el cual una jovencita se hallaba en el carro de un hombre maduro dispuesta a todo, Santiago alargó su mano y me acarició la pierna por encima de la rodilla; su áspero tacto me erizó la piel. No protesté. Seguí atenta a cada uno de sus movimientos con una mezcla de excitación y enojo, pero al mismo tiempo, nerviosa por lo que pudiera estar pensando de mí debido a la forma tan extraña como se habían dado las cosas, pues prácticamente había sido yo quien lo había buscado. Como milagro, tendría suerte sino me consideraba una facilota.

—Te vez muy bonita —soltó de pronto Santiago, retirando la mano de mi pierna. Yo me sentí aliviada, pero muy en el fondo de mi ser, me encontraba terriblemente excitada, y más después del calentón que me había dejado mi amigo Rafael.

—¿A dónde vamos ir? —le pregunte inquieta, alargando mi mano hacia el estéreo en un fútil intento de disipar la tensión que me consumía. No lo pude encender, ni siquiera tenía la más remota idea de cuál era el funcionamiento del botón que presionaba.

—Vamos al centro comercial a comprar el regalo para tu mami —dijo—, pero quiero comer algo, ¿ya comiste?

—No, aún no —contesté. De pronto mi estómago comenzó a rugir de hambre, olvidando que no había ingerido alimento desde que había almorzado con Patricia y Rafa en la tortería.

—Bueno, pues vamos a comer algo y de ahí... —propuso, dejando flotar una segunda e inconclusa sugerencia que me provocó un escalofrío por todo el cuerpo.

Santiago apartó mi mano del estéreo y lo encendió, sintonizando una de las frecuencias de radio más escuchadas de la ciudad. Los tigres del norte, como tema principal del momento, el narcotráfico, empezó a cantar contando la historia de una familia afectada por los carteles de la droga. "Mi hijo el de 18 años se empezó a descarrilar, su promedio era muy bajo, grosero con su mama. Cerraba el cuarto con llave disque su privacidad, pero de armas en mi casa… él ocultaba un arsenal."

—¿No tienes otra cosa mejor? —me quejé.

—Cuando tengas tu carrito, mijita , escuchas tu propia música.

—Que caballeroso —dije y me crucé de brazos.

Santiago entró al anillo periférico y condujo por la arteria principal de la ciudad a gran velocidad.

—Además a ti no te gustan los caballeros —añadió.

—¿Y tú como sabes eso?

—Fácil, si te gustaran los caballeros no te habrías subido a mi auto, ni me hubieras mensajeado para vernos. Admítelo, te encanta el morbo y el riesgo. Eres una lujuriosa.

"Y ese día fue el final, que mi hijo el más pequeño va a la escuela y a estudiar, los carteles de la mafia cuentas iban a ajustar, y con una bala perdida me destrozaban mi hogar" , continuó la canción en la radio. Santiago guardó silencio como para darme tiempo a saborear sus palabras. No supe qué objetar. Me quedé sin habla degustando mi sangrante orgullo. La certeza de sus palabras llevaba un filo mortal. Pero tenía razón, me fascinaba el morbo de sentirme indecente y ultrajada, incluso y sobre todo, el de ser dominada y, sin embargo, me encantaba conservar ante todos el disfraz de "niña buena". Ante semejantes afirmaciones, ya no estaba tan convencida de si el verdadero impulso que me había llevado hasta allí se debía a los celos que sentía hacia mi madre por cogerse a mi primo o por qué en realidad me sentía excitada y lo único que buscaba era quien me quitara lo caliente. Decidida a corroborarlo de una vez por todas, trague saliva y me armé de valor.

—No quiero ir al centro comercial —dije con firmeza—. Vamos a otro lado mejor.

Santiago sonrió, complacido, en sus ojos creí atisbar un matiz de emoción contenida que ocultó cuando giró el volante para entrar en el primer hotel que encontró. Mi corazón palpitó como nunca al leer el nombre del establecimiento: "El imperio". Conteniendo la respiración ante el miedo de encontrarme con mi madre, me deslice en el asiento intentando hacerme pequeñita mientras en la radio el último estribillo era entonado con emotivas notas: "Y hoy vengo a delatar, al matón que anda en la calle y forma parte de mi hogar, uno menos que ande suelto al mundo le servirá, si tú conoces un hijo igual al mío, por favor, denuncia ya"

El novio de mi madre disminuyó el volumen de la música y bajó el cristal para aminorar la marcha del vehículo y hablar con una señora de cabello largo desaliñado que ni siquiera se inmuto al ver a un hombre maduró y a una jovencita con cara aniñada pedir una habitación. Me pregunté cuántas parejas iguales a la mía entraban a diario para colmar su sed ardiente de pecaminosa pasión. Santiago dio la vuelta alrededor de unos edificios cuya entrada a los cuartos se hallaba disimulada tras unas cortinas azul marino que servían de estacionamiento.

Nos detuvimos frente a la cortina con el numero 666 donde nos esperaba la misma mujer para recibir su minúscula paga y decirnos que disponíamos de tres horas. Me pregunté cuál sería la razón de semejante numeración, pues aunque el lugar era grande, debía haber cuando mucho unas treinta habitaciones, contando con las de la planta alta.

—Si desean algo más sólo marque el 666 —dijo la administradora, lanzándome una rápida mirada para cerciorarme de que todo estuviera en orden. Yo sonreí sin mucho éxito para que no se notara mi terror. Debí estar muerta de miedo porque la mujer emitió una leve sonrisa y nos abrió la cortina para que Santiago entrara con el auto.

Nos bajamos del vehículo y al instante sentí la ola de calor húmedo en el ambiente. La administradora ocultó nuestra presencia corriendo las cortinas nuevamente.

—Le encargo dos botellas de agua, por favor —pidió Santiago a la señora.

La mujer asintió y se retiró.

—Bueno, ya estamos aquí —dijo, abrió la puerta y me invitó a entrar a la habitación.

Con paso titubeante entré a la recamara y me quedé parada observando el lugar mientras Santiago encendía la luz. La habitación era amplia y olía muy bien debido a la rigurosa higiene a la que la sometían. Había una enorme cama Kinsai cubierta por sedosas sabanas guindas que el novio de mi madre apartó del colchón, acostándose con los brazos abiertos. Yo caminé hacia la enorme ventana con vista a los cuartos de enfrente. Me aterró ser vista desde el exterior así que tiré del cordón que hizo que las persianas se deslizaran dejándonos en la intimidad.

—De todos modos no pueden vernos por fuera —dijo Santiago. Movió la mano hacia arriba para presionar los botones de un panel de control que estaba en la pared. La televisión se encendió, transmitiendo los avances del noticiero de la noche.

—Por si las dudas... —objeté, caminando hacia el otro extremo de la cama donde había un enorme espejo que capturaba todo lo que ocurría en la cama.

La habitación, pese a tener la marca de la bestia, no era caliente, tenía una temperatura agradable. Me acerqué a la puerta del baño y eché un vistazo sin entrar. Era espacioso, con su impoluto retrete y el amplio cubículo de la ducha separado por una mampara corrediza. La administradora tocó a la puerta y Santiago se puso de pie para recibir las botellas de agua que dejó sobre la larga repisa de madera debajo del televisor. Cerré la puerta del baño y suspiré, recargándome en la pared. Estaba asustada y muy nerviosa ante lo que pudiera pasar.

—Nunca habías estado en un cuarto de hotel, ¿verdad?

—No… Es la primera vez —dije con sinceridad, casi con la cabeza agachada.

—Siempre hay una primera vez. Relájate un poco.

—A ti se te hace fácil, ya has estado muchas veces en estos lugares.

Sentí que la angustia me iba a matar. Caminé hacia la cama y me senté con las manos y las piernas juntas, la acuciante timidez de la que era presa ponía freno a todo mi lívido. Él se sentó recargándose en el respaldo de la cama, dio unos golpes en la almohada invitándome a sentarme a su lado y cambió el canal del televisor hasta que lo detuvo en la escena de una película porno. La imagen era nítida y el sonido rimbombante y exagerado. Los gritos de la exuberante morena siendo penetrada de perrito por un hombre maduro hicieron que mi rostro hirviera de vergüenza.

—Ven conmigo, anda —insistió Santiago.

—No puedo, enserio, estoy muy nerviosa —confesé, casi con los ojos al borde del llanto.

—Espérame un momento. Ponte cómoda, voy por algo al carro.

El novio de mi madre se puso de pie y salió por la puerta. Yo me quedé con las manos cubriendo mi rostro limpiando las lagrimillas que asomaban ya por mis mejillas. En harás de mi pérdida de control, me di cuenta de que incluso había abandonado mis viejos modos hacia Santiago, a quien normalmente le hablaba con tono hosco, a la defensiva.

—Esto siempre resulta bueno para calmar los ánimos —dijo, entrando por la puerta con un vasito de cristal y una botella de Coca-Cola cuyo fondo contenía un líquido trasparente parecido al agua.

—¿Qué es? —pregunté.

—Esto es para desinhibirte un poco —contestó, llenándome el vasito hasta la mitad—. Haber... Hasta el fondo.

Miré el líquido transparente. Olía a alcohol, pero con un destilado que no supe descifrar. "Que sea lo que dios quiera", pensé, dándole un pequeño sorbito al contenido y arrugando la cara en un gesto de desagrado.

—No, no, no lo escupas. De un jalón, venga —me alentó Santiago—. Vas a ver que te sentirás mejor.

Suspiré. Ya estaba allí, y lo que menos deseaba era sufrir un desmayo a consecuencia de mi miedo. Sin pensar en las consecuencias que aquello podría traer, me empiné el vasito y de un jalón bebí todo el amargo y ardiente líquido que abrazó mi garganta provocando un incendio que se propagó al descender por mi estómago. La sensación que experimente fue una pérdida parcial de mi nerviosidad, un entumecimiento de mis pensamientos. Era como si alguna fuerza misteriosa presionara con sutileza mi cráneo desde fuera.

—¿Que tiene la botella? —le pregunté, todavía con el rostro arrugado.

—Es mezcal —dijo, empinándose un vasito a rebosar. Su rostro se arrugó igual que el mío, pero a diferencia de mí, él si pareció disfrutarlo—. Anda, bébete otro —dijo llenándome un segundo vaso, esta vez repleto hasta el borde.

—No, creo que ya no debería tomar más, no se hacerlo —repliqué.

—Anda, venga, una y ya.

—No, enserio, ya no. Si mi madre me descubre me mata.

—No se lo vamos a decir. Además, tu mamá no está aquí —dijo seguro de sí mismo.

"Puede que aún esté aquí", pensé con amargura. Sin vacilar, cogí el vasito que me ofrecía y me lo bebí de un jalón. Me atraganté. Tosí varias veces hasta que luego de varios segundos logré controlarme.

—¿Nunca habías tomado?

—No, nunca. Sólo una cerveza.

—La cerveza no es nada. Es mezcal si es otra cosa. ¿Te sientes mejor?

Asentí, limpiándome la boca con el dorso de la mano. Me sentía mucho mejor, con la cabeza caliente sin ningún remordimiento que afectara mis decisiones.

Santiago se empinó la botella y bebió un buen sorbo, produciendo un sonido de eructo. Se recargó en el respaldo de la cama y empezó a quitarse la camisa. Yo lo observé. Me sentía desinhibida, relajada y excitada. Me quité los zapatos y me deslice a su lado. Sin quitarse el pantalón, el novio de mi madre sirvió un tercer vasito y me lo dio. Lo tomé con la mano y lo mantuve cerca de mi boca mientras veía en el televisor como la morena se engullía la verga de su amante hasta el fondo. La escena me recordó a la vivida en el sofá junto a mi primo, la diferencia radicaba en que yo ya no era la misma criatura inocente que había sido vencida por la lujuria entregándose sin restricciones al placer sensual. Esta vez había un antecedente importante, un gusto por el miembro masculino que llenaba mis sentidos de gozo.

Santiago se desabrochó el pantalón y sin más preámbulos se sacó el enorme pene flácido que comenzó a masturbar de manera lenta y uniforme delante de mí, como si no existiera.

Yo me quedé embelesada contemplando semejante herramienta, con la sorpresa reflejada en mis ojos. Ya de por sí estando en reposo la tenía igual de grande que la de Rafael excitado. Aquello me impactó. De nuevo me sentí nerviosa pero muy excitada, así que para abandonar definitivamente los nervios, miré mi vasito y sin vacilar me lo bebí de un jalón. Esta vez pasó por mi garganta sin que me atragantara.

—¿Te gusta lo que ves? —me preguntó, mirándome con fijeza.

No respondí, todavía no me podía recuperar de la impresión. Verla a escasos centímetros de mí no era lo mismo a vislumbrarla desde la oscuridad de una habitación o medio sentirla mientras lo masturbada por encima de la ropa.

—Tócala si quieres.

—Dame otro vasito —pedí.

Me sentía mareada, el alcohol hacía que se adormeciera aquella parte de mi consciencia encargada de conducir mis nobles instintos a buen puerto, provocando que afloraran mis deseos más oscuros. Había iniciado una caída libre hacia el inframundo donde reinaba la lujuria y el descontrol, y ahí estaba, parada en la antesala del vicio hacia la carne, incapaz de saber si ese camino tenía un final. Santiago me dio un nuevo vaso y me lo pasé como agua. Arrugué tanto el rostro que casi escupí el mezcal de la boca.

Dejé el vasito sobre la repisa de al lado y me puse en pie. Caminando hacia el tocador por poco y me voy de costado. Me reí como tonta de mi propio embotamiento. Santiago también se río y me miró a través del espejo mientras se masturbaba muy lentamente, dejando brilloso el glande de su erecta verga a consecuencia de las gotitas de líquido preseminal que él mismo esparcía con el dedo.

Me recogí el cabello y me quise hacer una cola. Me giré y lo miré con una sonrisa pícara:

—¿Te gusta cómo me veo?

—Te vez preciosa mamita —dijo y dio otro sorbo a la botella.

—¿Cómo es que no te dicen nada por entrar a aquí con una menor?

Santiago se río a carcajadas como si le hubiera contado un chiste.

—¿Por qué la risa?

—Si supieras la cantidad de hombres de todas las edades que entran con muchachitas de tu edad o más chicas.

—¿Más chicas? —pregunté sorprendida.

—Sí, más chicas que tú, incluso.

—No te creo. ¿Cómo puede ser que nadie diga nada?

—Para que veas, chiquita. El mundo no gira entorno a ti. Por ejemplo, tengo dos amigos en el trabajo que ganan muy bien. Los dos son casados y con buenos carros. Pues como veras, los dos cabrones son unos hijos de la chingada. Se van a las secundarias y a las prepas y se suben estudiantes para llevárselas a un hotel.

—¿Lo dices enserio? —dije e hipé.

—Enserio. Sólo se estacionan junto a la escuela y listo. A muchas les encanta el billete, y para que nos hacemos, también son reputas. Las más aventadas pasan junto al carro y se asoman deslumbradas. Algunas hasta se atreven a pedir un aventón de una manera poco sugerente. Aquellos cabrones nada más les dicen súbete y "a lo que te truje, Chencha" . Ya saben a lo que van.

—¿Y tú?... Dime... ¿Has subido a una de esas niñas a tu carro? —pregunté, acercándome a él con un exagerado contoneo de caderas mientras me alzaba gradualmente el vestido hacia la mitad de mis muslos. Él río, su mirada desbordaba deseo. Me dejé caer pesadamente con los brazos abiertos sobre la cama en lugar de sentarme sensualmente como pretendía. Estaba ya muy ebria, y mi intento de seducción que derivó en un rotundo fracaso fue lo que me hizo reír como una histérica.

—Si... He subido a una putita a mi carro —dijo, y al instante hizo oscilar su enorme verga delante de mí.

—¿Y quién es la putita si se puede saber? —pregunté arrastrando las palabras, girándome para achicar la distancia hacia su miembro.

—La tengo a escasos centímetros de su comida.

Alzó la botella y le pegó otro trago. Mi distancia era cada vez menor. Lo tenía a escasos centímetros.

—Tú eres esa putita.

—No no no, yo no soy una puta —dije haciendo pucheros de niña asustada y triste, di la vuelta gateando en un fútil intento por alejarme de él.

Santiago comprendió mi juego y me atrapó abrazándome por la cintura. Sentí su duro miembro presionando contra mi trasero mientras él con una mano acariciaba mi pierna arremangando mi vestido y con la otra sostenía la botella de mezcal. Nos quedamos en esa posición sintiendo el calor y el magnetismo de nuestros cuerpos. Emití un suave gemido al sentir la presión que uno de sus dedos ejerció sobre mi pequeño botón de placer a través de la ya mojada tela de mi braguita.

—Ya estas mojada, perrita —me susurró.

Lancé un nuevo suspiro al sentir el cálido aliento de su boca al contacto con mi oreja. En ese momento me encontraba hirviendo. Erguí el culo hacia atrás y tallé su verga en un intento por dejar anclada la dureza de su masculinidad entre mis nalgas. Abrí los ojos y mi reflejo en el espejo me excitó sobremanera. Allí estaba yo, una delicada jovencita que hasta hace unas semanas se sentía insegura con su apariencia, pero que tras sumar un par de experiencias sexuales había hecho un hallazgo colosal: que la belleza entraba por los sentidos a través de la sensualidad. Motivo por el cual me encontraba ofreciendo la estampa de puta a un hombre que me triplicaba la edad y que además me resultaba morbosamente feo.

Pero no me importaba lo que pensara de mí, quería disfrutar sin restricciones de todo lo que sucediera en la habitación 666; quizá fuera el alcohol o la lujuria el detonante, lo cierto es que me dejé llevar, cerrando mis ojos y abriendo la boca para gemir libremente al sentir los besos que Santiago me daba en la nuca, buscando allanar la tersa piel de mi cuello. El mezcal se derramó en la alfombra en cuando soltó la botella para invadir la parte superior de mi vestido y buscar mis pechos, que estrujó con violencia dejando entre líneas que no habría actos de amor, sino puro instinto animal, primitivo. La sensación era inigualable, y cuando sus dedos se colaron dentro de mi inundada zona íntima, exploté. Mi orgasmo fue tan brutal y delirante que me permití pegar un gemido lastimero, expulsando una gran cantidad de jugos que se derramaron en la mano del novio de mi madre.

—Que putita más putita. Te corriste en mi mano —dijo Santiago con sonrisa ufana—. Esto amerita un castigo.

Sonreí complacida. A través del espejo vi al novio de mi madre chuparse los dedos con gran deleite, tal como lo haría quien termina de saborear un suculento manjar.

—¿Y cuál será mi castigo? —pregunté, apoyando la cabeza en mis brazos para levantar el trasero lo más que podía.

Santiago me enrolló el vestido hasta la cintura, bajó la braguita a mitad de mis muslos y me propinó una sonora nalgada que me hizo gimotear de dolor. En medio del calentón que sentía, cualquier tipo de flagelación iba acompañada de una carga de placer sin igual, pues ese ardor propio de los golpes pronto se convirtió en algo que disfruté a medida que me daba una segunda y tercera nalgada. Sus golpes sólo elevaban más mi ardiente deseo.

—¡Ahhh, ¡sí!... ¡Así!... ¡Dame otra papi!... ¡Me he portado mal!... —exclamé excitada.

Pero él tenía algo preparado para mí. Se inclinó un poco y hundió la cara en mi vagina. Yo gemí al sentir su lengua moviéndose como una serpiente enfurecida entorno a mi clítoris. Se mantuvo allí dando placer a mi botoncito hasta que de pronto, cuando decidió que ya era suficiente, perforó mi cuevita, reaccionando con un escupitajo al suelo.

—¿Qué?... ¿Qué pasa? —pregunté asustada.

—Que te sabe la vagina a condón. Estuviste cogiendo con alguien, ¿verdad?

—¿Y si así fuera qué? —lo reté.

—Que eres una puta a la que le encanta la verga.

—Sí, lo admito, me encanta la verga. Ya le agarré gusto.

Santiago soltó una sonora carcajada y yo me quedé perpleja con el ceño fruncido sin entender el motivo de su risa, pero segura de que las palabras que salían de mi boca eran impulsadas por el alcohol, pues de otra manera jamás habría admitido tal cosa.

—De seguro me buscaste porque el mocoso ese con el que te revolcaste no te supo complacer, ¿o me equivocó?

No supe que decir. Mi primera reacción habría sido defender la integridad de mi amigo Rafael, pero estando ebria mis pensamientos carecían de sentido común, consiguiendo con mi silencio echarme la soga al cuello.

—Eres un cabrón —dije escuchando su risa ante mi falta de palabra, mirándolo mientras permanecía a cuatro patas esperando lo deseado.

—Bueno, ya que andas de puta por ahí te voy a dar lo que tanto deseas. Quédate así.

Se sentó a un costado de la cama y se quitó el pantalón y la trusa.

—Me voy a quitar el vestido —dije. Hacía mucho calor y deseaba estar cómoda.

—No, déjatelo puesto.

Se acercó con la verga en la mano y la puso encima de mis caderas, me agarró de ambas nalgas haciendo que el largo de su ardiente y palpitante vara quedara encajada justo en medio de mis cachetes. La sensación de tener algo de ese tamaño en mi colita masturbándose con el vaivén de su pelvis me provocó un espasmo en el pecho.

—Que rico culito tienes —jadeó Santiago.

—Si... Pero ni creas que me la vas a meter por allí. La tienes muy grande —contesté excitada y horrorizada a la vez.

—Tírate boca arriba con la cabeza en el borde de la cama.

Yo obedecí sin rechistar, como si ya no tuviera voluntad propia. Me sentía mareada, estimulada. Con la cabeza a orillas de la cama, Santiago se puso a horcajadas casi sentándose sobre mi estómago, con la enorme bolsa de sus peludos testículos produciéndome un ligero cosquilleo en la boca estómago. Su pene era tan grande que acomodado en medio de mis pechos tenía la fortuna de sobresalir un palmo hasta casi rosar mi garganta.

—Desde que te vi aquella noche tengo muchas ganas de hacer esto —me dijo.

Cogió mis dos enormes pechos y los aplastó uno contra otro dejando ahorcado su mástil en el centro. Sentí las palpitantes venas de su tronco en mis recovecos y, cuando comenzó a realizar movimientos de mete y saca empujando la punta de su pene hasta mi mentón, yo levanté la cabeza y con la lengua recorrí su glande como toda una posesa.

Mi delirante expresión era mi sello del placer. Gemí entrecortadamente, sabiendo haber encontrado una ocupación más útil a mis voluminosos pechos. Alcé la vista y mis ojos se encontraron con los de Santiago, quien me transmitió en su semblante toda la lujuria que se podía tener. Trastornado por el placer, me sonrió. Soltó mis pechos y se estiró para alcanzar la botella de mezcal del piso, que aun almacenaba un poco. Yo no quería ninguna pausa, así que cuando él dio un sorbito a la botella, yo agarré mis pechos atrapando nuevamente su estaca entre ellos. Santiago comenzó a mover las caderas deslizándose sobre mi piel; la presión lo estaba volviendo loco. Lo sabía. Me hizo detenerme y se separó un poco para dejar caer una considerable cantidad de saliva y alcohol encima de su miembro, derramando parte de aquella viscosa y olorosa mezcla en mis pechos, esparciéndola con su mano. En otras circunstancias yo hubiese protestado ante su falta de higiene, pero en ese momento cualquier cochinada que pasará por su sucia mente me provocaba un morbo terrible.

Luego volvió a colocar su verga entre mis pechos y reanudó la cubana que había dejado inconclusa. La lubricación permitió que su pene resbalará por mi canalillo con facilidad. Estuvo así durante varios minutos mientras yo lo empujaba aferrándome a sus nalgas para intensificar la fricción y hacer que se corriera en mi cara. Me sentía una guarra profesional, tratando de alcanzar su glande con la lengua cada que chocaba contra mi mentón.

Santiago de nuevo interrumpió la masturbación y cogió la botella para levantarla a la altura de mi rostro. Comprendí lo que quería, abrí la boca y recibí los ardientes chorros de mezcal, haciendo un increíble esfuerzo para filtrarlos a través de mi garganta sin ahogarme. La peligrosa maniobra me resultó tan estúpidamente cómica que reí como retrasada mental.

Cuando el último chorro de alcohol se introdujo en mi boca, sorpresivamente así lo hizo la gorda y vigorosa verga del novio de mi madre, cuyo asalto raspó mi paladar golpeando la campanilla de mi garganta, ocasionando una serie de arcadas que de puro milagro no me hizo vomitar. Intenté quitarlo de allí en cuanto dejó estático su aparato dentro de mi boca haciendo presión con su cuerpo; era como tratar de quitarme de encima a un oso. Me desesperé, golpeé sus piernas y sus muslos porque sentía que me ahogaba con mi propia saliva. Santiago se río como desquiciado, pero piadoso por haber liberado de mi boca su imponente y magnético verdugo. Inmediatamente tosí y tosí regurgitando toda la saliva que escapó por la comisura de mi boca hasta mi barbilla. Quedé boca abajo con el culo levantado intentando controlar mis arcadas. Debí dar todo por concluido allí mismo, levantarme y mandarlo al diablo, pero el diablo estaba en esa habitación junto conmigo y yo era su invitada. Yo había caído en sus redes y por nada en el mundo podía ni me atrevería a escapar. Deseaba a ese diablo.

—¡Uf¡... ¡Tú mami nunca se lo pudo tragar todo! —dijo Santiago, satisfecho con su hazaña.

—¡No me compares con esa zorra! —mascullé ofendida, y al instante sentí el impacto de mi propia pomposidad. Santiago, sorprendido, no pudo rebatir a mis quejas.

Me miré en el espejo. No me reconocí, tenía el cabello alborotado, el vestido enrollado entorno a mi cintura, los lentes descolocados y los pechos y la cara llena de baba, alcohol, sudor y fluidos de su pene. Detrás de aquella tierna jovencita, un hombre maduro y panzón enlistaba su pene para hundírselo en las entrañas. Me excité.

—Pues si no quieres que te comparé con ella, ponte en cuatro que te la quiero meter. ¿Eres virgen?

—Ni de las orejas —dije riendo.

—¿De casualidad traes algún condón en tu bolsa?

—¿Que acaso piensas que ando cogiendo con todo mundo?

—Entonces te lo meto a pelo.

—No, eso sí que no señor, sino hay globo no hay fiesta —dije, y sentí que una parte de mí aún se mantenía cuerda—. Métemela así, pero la sacas en cuando te vayas a correr.

—Si no te mandas sola chiquita. Levanta el culo que te voy a quitar lo puta.

—¡No soy puta!

—¿A no? —replicó. Restregó su glande en mis labios vaginales y hundió sólo la puntita; aquella maniobra me arrancó un gemido—. Pues a ver si cuando estés bien ensartada sigues pensando lo mismo.

—No porque esté peda vas a conseguir todo de mí.

Al instante me arrepentí de mis palabras. Santiago apoyó sus manos en mis caderas y me lo dejó ir de golpe. Tener su inmenso garrote presionando mis paredes vaginales fue toda una contradicción; por un lado deseaba que me bombeará salvajemente y por el otro que me lo hiciera despacio y con amor, pues el dolor era colosal. Apreté los dientes y pujé.

—Ay... Lo tienes bien grande —me quejé.

—Y esto apenas va comenzando. ¿Quieres que te lo saqué?

—¡No! No me lo saques… Déjalo quieto un rato.

Pero no me hizo caso. Él comenzó a penetrarme lenta y pausadamente, y a medida que sus embestidas cobraban ritmo, así lo hacían los jadeos que escapaban de mi boca.

—Que rico hoyito tienes... Lo aprietas bien rico chiquita —vociferó Santiago.

—¡Hum!... ¡Ay!...

Estiré el brazo hacia atrás y comprobé que su verga no me entraba toda; había una cuarta parte fuera de mí. Sacó totalmente su pene y lo volvió a deslizar dentro sin contemplaciones. Repitió la operación un par de veces más hasta que la extrajo y la dejó descansando sobre mi cadera. La blandió con la mano y comenzó a darme de nalgadas con ella.

—No seas así... Métemela ya —supliqué con la respiración agitada.

Santiago se río y me propinó una fuerte nalgada que me hizo soltar un gritito de dolor.

—Oye... Esa nalgada si me dolió. ¡Ay!..— una segunda nalgada me sacudió.

Él se río. Acomodó la cabeza en la entrada de mi vagina y cuando protesté por la tercera nalgada, me la volvió a meter de un empujón.

—Ay... Hum... No sigas con eso. Duele… —supliqué sintiendo dolor y placer. Recibir las fuertes y reales nalgadas que poco a poco comenzaron a irritar mi culo mientras su pene entraba y salía una y otra vez alcanzando un ritmo bestial, hizo que perdiera el control tanto de mi percepción como de mis sentimientos. Me gustaba ser maltratada, sobajada, dominada, había un poderoso deleite que no lograba adquirir con penetraciones delicadas y con amor, cerré los ojos y me concentré en disfrutar siendo su putita.

—¿Y si te la saco? —me preguntó. El sonido de su pelvis rebotando contra mi trasero era música para mis oídos. Estaba a punto de correrme por segunda vez.

—¡No te atrevas! Por favor...

—¿No que no eras una putita?

—¡No lo soy!... —jadeé. Cada vez me costaba más trabajo hablar con coherencia.

—Dime cuanto quieres mi verga. Dime porque si no te la saco y te consuelas sola.

—Ay... ¿Por qué todos los hombres son iguales?... Porqué... ¡Ay!

—Que putita más peculiar. La tienes ensartada y aun así no admites que eres una puta.

—¡Esta bien!... ¡Lo admito! ¡Soy una puta! ¡Me encanta la verga! ¡Siento bien rico y...! ¡Uy!... ¡Sí!... ¡Así!... ¡Sigue!... ¡No pares! No...

Pero era inevitable. Mi vagina se convirtió en un agujero de agua hirviente. Me desarmé experimentando un orgasmo intenso y duradero. Santiago me sujetó de las caderas evitando que me desplomara sobre la cama mientras me castigándome sin parar aguardando en la antesala del clímax. Él tampoco iba a tardar mucho en correrse, lo notaba en las contracciones de su linda verga cada que entraba dentro de mí.

—¡Ahhhhh!...

—¡Sí!... ¡Qué rico aprietas! No tienes idea de cuánto estoy gozando. Me estoy cogiendo a la putita de mi hijastra.

Traté de contener mis gemidos y mi respiración, pero fue imposible, lancé un sonoro grito que fue silenciado por las cuatro paredes de aquella habitación. Mientras él continuará bombeándome sin parar yo seguiría disfrutando de tan suculenta cogida. Gozamos así varios minutos más. Estaba a punto de alcanzar mi tercer orgasmo cuando de pronto Santiago se detuvo, la sacó de mi vagina y me hizo tumbar de espaldas. Sin que pudiera predecirlo, se masturbó sin parar delante de mis ojos y se corrió inesperada y sorpresivamente sobre mi cara. Dos potentes chorros de caliente lefa fueron a dar en mi frente y mi nariz; el tercero embarró mi labio superior y el cuarto y el quinto cayeron dentro de mi boca, la cual cerré sin saborear expulsando la leche que se derramó en mi barbilla resbalando por mi cuello como las gotas de sudor que corrían por toda mi piel, provocando la erección de mis pezones. Luego él introdujo su pene en mi boca y yo lo succioné tragando hasta el último rastro de aquel néctar contenido en su uretra. Sentí un par de chorros extras que degusté como la primeriza que era. El sabor del semen no me desagradó, sabía cómo la leche echada a perder.

—No me esperaba esto —dije deslizando su néctar por mi garganta.

—¿No te gustó?

—Me encantó...

Pero la cosa no quedó ahí, mi padrastro sacó el pene de mi boca y me jaló haciendo que ambos termináramos en la cabecera de la cama, él recargado y yo entre sus brazos con la cara llena de semen. Sin más preámbulos dirigió su mano derecha a mi vagina e introduciendo el dedo medio hasta el fondo, empezó a penetrarme a una velocidad vertiginosa.

Cuando alcancé mi tercer orgasmo me doblé sintiendo una descarga de inmenso gusto. Cerré mis ojos y grité sin parar hasta que el único sonido que escuché fue el de mí acelerada respiración aunada al chapoteo producido por la entrada constante del invasor a mi gruta, que en ese instante se volvió un lago de aguas termales de tantos jugos que expulsaba. Debí estar enrojecida porque sentí vergüenza al estar siendo observada por el novio de mi madre, quién masturbándome sin interrupción, esta vez de forma más lenta y sobre mi pequeño nudo de nervios, el clítoris, no me quitó los ojos de encima.

—Increíble... —balbucí mientras con el dedo removía los restos de semen cumulados en mis lentes. No me los quité; deseaba poder seguir contemplando mi estampa en el espejo.

—Ahora quiero probar de tus jugos —dijo.

—Pero deja que descanse un poco.

—A descansar a tu casa, chiquita, aquí venimos a coger.

—No, enserio estoy can...

Santiago volvió a reírse de mí. Sin darme tregua alguna me sujetó de las caderas y me jaló cual muñeca de trapo para hundir su cabeza en mi entrepierna y recorrer con habilidad cada zona impregnada por mis fluidos. No protesté, cerrando mis ojos me centré en disfrutar del momento, de ese placer pecaminoso que me desquiciaba; él ya me hacía como quería. No sé si era el alcohol o la lujuria, pero se sentía tan bien ser yo, poder disfrutar del sexo sin restricciones ni culpas; pensé que mientras nadie se enterará, todo marcharía sobre ruedas.

—Ahhhhhh, Santiago...

—Dime papi, chiquita... Si voy a serlo tienes que acostumbrarte a llamarme así.

—Hum... ¡Si!... ¡Que rico siento...! ¡Papi!...

—Tu mami debe estar orgullosa de ti, si supiera lo que hace su dulce niña.

—Ella no... La metas. Es una zorra… Se coge a mi primo en este momento —solté de pronto.

Mis palabras me sorprendieron tanto como a él. Santiago detuvo de golpe la tan excelsa succión que regalaba a mis labios vaginales. Su reacción me asustó.

—¿Que dijiste? —preguntó atónito.

—Repítelo.

—Mi primo se coge a mi mamá. Se entienden desde hace tiempo.

Santiago se quedó callado. Sin embargo, al abrir los ojos, no encontré enojo alguno.

—Por favor... Te lo contaré todo. Pero… no te detengas… —supliqué con voz excitada.

Haciendo un esfuerzo supremo por contener mis gemidos mientras la lengua de Santiago reanudaba su inmersión no muy convencida ya de querer jugar, le conté sin muchos detalles lo sucedido. Empecé desde el momento en que mi primo me sodomizó en el sofá de mi casa, introduciéndome por mi primera vez al mundo del sexo y de la lujuria; luego le relaté las sospechas nacidas casi desde que mantuve el segundo encuentro en su habitación, las notas de celular, los vídeos y por último el encuentro infraganti que había tenido lugar en el mismo hotel donde él y yo nos encontrábamos quemándonos.

—Maldita zorra infiel —dijo Santiago cuando terminé mi recuento, levantó la cara para mirarme; tenía el mentón y las mejillas impregnadas de mis jugos.

Escuché atenta sus quejas machistas hasta que me solté a reír de lo que consideraba ser su "dignidad".

—¿Te burlas de mí?

—Lo siento... Pero me parece divertido.

—¿Que es divertido? ¿Qué te vean la cara de pendejo?

—Discúlpame, ¿pero cómo le llamas a lo que hacemos ahora? Tú te coges a tu hijastra... ¡Hum!... Yo lo hago contigo y... ¡Ahhhh!... Mi-mi madre se le monta a su sobrino. ¡Qué linda familia!

La vibración de la repentina risa del novio de mi madre sobre mi almejita me provocó un cosquilleo desquiciante.

—Corrección: sólo tu mami, tu primo y yo pecamos de infieles. Tú lo haces por zorra porque eres la única que no tiene novio.

—No… pero acabo de cogerme a mi mejor amigo. Me pidió que fuera su novia.

—¿Y qué le dijiste?

—Que lo pensaría.

—¿Le dirás que sí?

—No lo sé... Mejor cállate y continúa, que ya me viene...

—Eres una puta. Te corres cada cinco minutos.

—Siiiii. Se siente tan... rico. No sé por qué no probé esto antes.

—¿Será porque no hace mucho dejaste de jugar a las muñecas?

—Y empecé a jugar con los muñecos, ¿no?

No esperé respuesta. Agarré la cabeza de Santiago y arqueando la espalda la hundí en mi entrepierna lo más que pude. La sensación era exquisita, delirante. Sentí como con cada expulsión de fluido la lengua de mi padrastro correspondía con mayor ímpetu, no queriendo dejar nada sin saborear. Lamía desesperado mi entrepierna y mi zona genital mientras yo gemía mordiendo mi labio inferior. Me pregunté cómo es que mi madre podía cogerse a mi primo si tenía a semejante semental para ella solita.

Santiago me volteó al término de mi eyaculación y me dio una nalgada.

—¡Ay!... Duele... —me quejé. Con la respiración agitada me quité el vestido que tenía enrollado en la cintura y lo tiré a un lado.

—Te quiero dar por el culo —dijo Santiago.

—No, ni te hagas ilusiones, no me la vas a meter por ahí —crispé, burlándome de lo que era una imposibilidad dadas las dimensiones de su miembro—. Me quiero bañar.

—Tu primo bien que te pudo coger por ahí. No me digas que ahora eres una remilgada.

—No soy ninguna remilgada pero la tienes muy grande y me vas a matar de dolor.

Me tomó de las piernas y me volteó de nuevo dejándome boca abajo con el culo alzado. Me dio un nuevo azote y yo lancé un débil gemido. Me reí. Mi corazón se aceleró. El alcohol ayudaba a crear un ambiente divertido que no lograba conseguir bajo un estado de sobriedad.

—¡No!... Te dije que por ahí no.

Sin esperar respuesta saboreó con su lengua la circunferencia de mi esfínter haciéndome sentir un placer electrizante que me recorrió de arriba abajo.

—¡Para!... Por ahí no...

Pero conforme exploraba más y más, introduciendo la lengua como reguilete dentro de las paredes cercanas a mi esfínter, alcé el trasero permitiéndome consentir por las sabias caricias de aquella serpiente que flaqueaba mi voluntad con una constancia que asustaba.

—¡Te dije que no!... —exclamé al sentir su dedo invasor explorando el interior de mi ano. Como acto reflejo me tiré al frente y resbalé por el borde de la cama.

Me reí como una histérica tirada en la alfombra con la mirada hacia el techo.

—Eso te pasa por hacerte la frígida. Si bien que deseas que te meta la verga por el culo.

—Quiero verga... Pero no por ahí —dije sin dejar de reír.

Me puse de costado y comencé a gatear hacia el tocador. Me sentía muy mareada y el hecho de tener a un hombre que iba reptando tras de mí para partirme el culo me ponía cachonda perdida. Pero aun a pesar de mi estado alcoholizado, albergaba un miedo atroz a ser lastimada por aquella gruesa vara de carne. Quizá me arrepentiría cuando se me pasaran los efectos de la borrachera y la excitación, pero lo cierto es que me encantaba la sensación de sentirme la indefensa presa.

Santiago llegó tras de mí y yo pegué las nalgas hacia atrás para sentir su dureza. Me agarró de la cintura, me ayudó a ponerme en pie y, cuando observé mi reflejo en el espejo, esa mirada de perdida viciosa que me hacía sentir la más sucia de las putas, no me pude contener, agarré el cipote de mi padrastro y yo misma lo guíe hacia la entrada de mi vagina, orificio que comenzó a castigar golpeando con violencia haciendo que mi vientre rebotara con desenfreno en el lavabo de mármol.

—¡Sí!... ¡Así!... ¡Más duro!... ¡Más!... —grité sin apartar la mirada del espejo; el rostro de mi padrastro se sacudía de un lado a otro sin dejar de taladrar mi orificio ni un segundo.

Tomó mis dos pechos y estrujó mis botones con un ímpetu que me dejó pasmada. La sensación dolor-placer era una experiencia novedosa, y él contribuyó llevándola al extremo. No me tuvo compasión por tener la edad que tenía, por lo contrario, parecía que eso era el aliciente que lo motivaba a tratarme como lo hacía, cosa que me tenía deleitada. No deseaba ni esperaba un trato tierno ni amable de su parte, deseaba ser poseída y tratada sin el menor respeto, sobajada como se podía menospreciar a un objeto.

La posición en la que estábamos debió ser muy cansada para él dada mi estatura porque me sujetó de las caderas dejándome con el estómago encima del lavabo y los pies despegados del piso, acomodó su barra en mi caliente gruta y reanudó la placentera tarea que parecía no tener fin. Pasados diez minutos había alcanzado un par orgasmos más y estaba próxima a alcanzar el siguiente. De pronto aminoró sus embestidas y con los dedos impregnados de mis jugos comenzó a hundir uno de ellos en mi cerrado anito, provocando en mí una nueva oleada de placer avasallador.

—¡Uy!... Te dije que por allí no —me quejé sin mucha convicción, poniendo los ojos en blanco. Sentía como mi rostro se estiraba a consecuencia de la resequedad del semen.

—Te lo quiero partir.

—Me vas a lastimar.

—Pero mira cómo te chorrea. Si se ve que lo deseas.

—No... No quiero. Me va a dol... ¡Ay!... ¡Despacito!... —jadeé. La invasión de su segundo dedo en mi agujerito me infligió un dolor atroz, pero sus insistentes caricias sobre mi inflamado clítoris ayudaron a paliar la molestia—. Duele... Te digo que no va a entrar...

—Tú tranquila y yo nervioso, que de aquí no salimos hasta que te truene ese culito que tienes —hizo una pausa. Santiago lanzó un gemido entrecortado al abrir mi esfínter con su glande—. Qué apretadito.

—¡Ay! ¡Quema!... ¡Sácalo! ¡Sácalo por favor!...

Pero el novio de mi madre no cedió terreno. Apretó mis nalgas y enterró su grueso falo unos cuantos centímetros más. Yo apreté los dientes. Llevé la mano hacia atrás y comprobé que faltaba más de la mitad de aquella imponente serpiente, que se abría camino conforme aumentaban mis protestas, estímulo que parecía añadir más morbo al acto carnal.

Puje y resoplé de placer y dolor. Él empujó un poco más y yo tuve que poner las manos al frente para no chocar contra el espejo. Santiago se quedó estático durante unos minutos, metiendo de a poco su gruesa vaina, milímetro a milímetro, los dedos de su mano izquierda en mi boca me sujetaban fuertemente, lo mismo que la mano con que estrujaba mi pecho derecho. No podría chisparme aunque lo hubiese querido, mis pies ni siquiera tocaban el piso.

—Por favor, sácala. Quema —dije con un hilo de voz, casi al borde del llanto.

—No pienso dejar de hacer algo que se siente tan... bien. Así que… disfrútalo.

—Pero me estas partiendo en dos.

—Pero si apenas tienes la mitad —confesó, gozando con mi sufrimiento.

—Voy a gritar. Voy a... ¡Ahhhh!... ¡Dios!... No sigas... No...

El dolor era agudo y sofocante, superando al del placer que me había llevado al paraíso, condenando mi alma al infierno. Me quemaba, había jugado con fuego y ahora soportaba un tremendo castigo del que parecía no tener escapatoria.

Cuando sentí los peludos huevos de mi padrastro chocar contra mis nalgas, supe que ya estaba completamente empalada. Traté de controlarme respirando lo más profundo que mi aplastado diafragma me permitía; resoplaba como una mujer embarazada dando a luz. Sentí en mis entrañas un doloroso pero placentero calambre que parecía llenar todos los espacios de mi cuerpo inmovilizándome totalmente.

—¡No no no, no!... ¡No te muevas!... —grité alarmada al sentir que se alejaba sacando la gruesa barra de carne que con tanto sacrificio había alojado dentro de las prietas paredes de mi recto.

Pero mis quejas nuevamente lo alentaron a ser más despiadado que nunca. Volvió a clavar su pene y a expulsarlo, manteniendo un mortificante tiempo de espera mientras la gorda cabeza de su glande era ahorcada por mi delgado esfínter. Pronto inició un movimiento de mete y saca que mi culito recibió sin tanto dolor.

—¡Ay! ¡Ahhhhh!... Despa… cito.

—Vas a ser mi pequeña venganza —lo oí decir, cegado por los celos, la lujuria y el morbo—. Contigo me voy a desquitar de lo que me hizo tu madre.

—Santiago, para... ¡Ahhhh!...

Me tomó con firmeza de las caderas y comenzó restregarse contra mi lampiña entrada, sintiendo las palpitaciones de su henchido y tumefacto aparato clavado tan adentro de mi dilatado ano como me era posible concebir. Sin más miramientos, inició un bombeo suave y profundo, intensificando sus embestidas conforme mis lastimeros gritos adquirían la nota mágica de la inconfundible presencia del placer, jadeos entrecortados que anunciaban la llegada de la dulce niña lujuriosa que deliraba por que la sodomizarán salvajemente; se me hizo increíble que el dolor pudiera disipar la borrachera que había dado pie a tanta perversión, dando fluidez a mis pensamientos habituales. Me vi en el espejo y fui incapaz de creer que quien gozaba sin ningún tipo de prejuicios fuera otra que yo misma.

—Santi... ago... —balbucí, la posición en la que estaba me dejaba sin aliento —Me-me, me partes... Me partes en dos.

—¿Quieres que te la saqué?

—¡No!... ¡No quiero!...

—¿Te gusta? Pídeme que te rompa el culo.

—Siiii... ¡Me gusta!... ¡Me encanta!... Rómpeme el culo. Rómpele el culo a la putita de tu hijastra. ¿Te gusta así?

La respuesta de Santiago fue un jadeo lastimoso que advertía que su corrida estaba a la vuelta de la esquina.

—¿Te vas a correr? —pregunté sabiendo muy bien la respuesta.

—Sí... Estoy muy cerca. ¿Te falta mucho, perrita?

—No-no... No mucho. Dale más... ¡Más duro! ¡Más!... ¡Ahhhhhh!... ¡Siii!... ¡Qué rico!...

—¿Te gusta mi verga, putita? ¿Te gusta la verga de papá?

—Si... ¡Me encanta tu verga, papito, me mata!... No sé cómo mi mamá puede coger con otro teniéndote a ti.

—¡Ya no aguanto chiquilla!... ¡Ya no...! ¡Ahhhh!... ¡Toma esto puta!... ¡Toma!...

Quise decir algo, pero no pude menos que gritar. Fue un sonido desgarrador el que salió de mi garganta. El dolor en mi vientre al chocar una y otra vez contra el lavabo era intenso, pero más intenso fue el placer de recibir la carga de hirviente esperma que explotó en mis entrañas ligado a un fuerte gruñido de placer, permitiéndome a mí también alcanzar el clímax. Me corrí, y fue la mejor corrida de mi vida, tensé el cuerpo al máximo sintiendo como todos y cada uno de los bellos de mi sudorosa piel conspiraban para compartir la descarga de éxtasis que provocó que rompiera en gemidos tan agudos y sonoros dejándome rendida y sin aliento, arrancándome todo el aire de los pulmones. Una considerable cantidad de fluidos escapó de mi vagina bañando la cara interna de mis muslos y los de mi padrastro.

Santiago besó mi espalda y siguió bombeándome muy lentamente para expulsar todo los restos de semen que quedaron alojados en su uretra. Terminé exhausta, sólo quería dejarme caer sobre la cama y descansar. Cuando el novio de mi madre expulsó su herramienta, se escuchó un característico "Ploff" acompañado de una increíble cantidad de gases en cuanto puse los pies en la alfombra, con el rostro sonrosado oculté mis pechos como si hubiese sido sorprendida infraganti. La situación se volvió de lo más bochornosa, y cuando mis músculos anales hicieron un movimiento involuntario, claro ejemplo de defecar, me asusté mucho. No obstante, los mismos gases no hicieron otra cosa que encargarse de expulsar la semilla que Santiago había sembrado en mis entrañas. Él se desternilló de risa al ver mi rostro paralizado por el miedo y la confusión.

Tragué saliva, mi corazón palpitó con rapidez. Quería irme de allí. Santiago se dejó caer sobre la cama tapando su rostro con la almohada; yo levanté mi ropa y cubrí como pude mi zona genital y mis pechos. Me temblaban las rodillas y me dolía el vientre. Me metí al baño, dejé los lentes colgados sobre una de las llaves de la regadera y permití que el agua tibia enjuagara mi cuerpo. Me sentía sucia, nerviosa, había vuelto a la normalidad y lo único que había quedado de todo eso era la culpa, el remordimiento y el miedo. "¡Dios, qué he hecho! ¡Me acosté con el novio de mi madre! La niña de todos los días me castigó con severidad mientras lavaba mi entrepierna con el jabón. Escuché que se abría la puerta del baño, alzaban la tapa del inodoro y orinaban en él.

Por fortuna la mampara estaba cerrada así que continúe lavándome sin preocupación. Sin embargo, segundos más tarde, para mi sorpresa y mi temor, la mampara se hizo hacia un lado y yo cubrí por instinto mi cuerpo con las manos.

—¿Qué haces aquí? —pregunté alarmada.

—Me quiero bañar —dijo tranquilamente.

—Si quiera deja que me acabe de bañar yo.

—Podemos bañarnos los dos —replicó, entrando para recibir el chorro de agua.

Cogió un jabón de la jabonera y comenzó a lavarse el velludo torso.

No supe si continuar con mi labor o salir corriendo de allí, lo cierto es que me quedé de pie junto a él, recibiendo el chorro de la regadera. Santiago me miró y alargó su mano para acariciar mi mejilla.

—¿Pero qué haces? —respingué, sintiendo que el corazón se me salía del pecho.

—Te vez muy bonita sin esos lentes tan feos. Haber... Deja que te lave yo.

—No, detente. Ya no...

Trague saliva. No supe qué otra cosa hacer. Santiago empezó a enjabonar mi cuello junto con mis hombros, deteniéndose un poco para agacharse y besar con dulzura la delicada piel que había limpiado con el agua. Al principio me mostré reticente en dejarme tocar, pero sus insistentes caricias acabaron por mermar mi voluntad. Finalmente aparté mis manos de mis turgentes pechos y él los atacó al instante, lamiendo y mordiendo mis erectos pezones con una delicadeza y dulzura que me resultaron aterradoras, pues nada era propio dada la forma tan salvaje como habíamos tenido sexo. Pero allí estaba yo, suspirando de placer mientras sus hábiles caricias me llevaban al limbo.

—En unos años más te vas a poner bien hermosa.

Me sonroje. Sentí que jamás terminaría de acostumbrarme a los hágalos de los hombres. Miré su pene, que cobraba vigor conforme sus manos se acercaban a mi zona intima.

—Yo puedo... Yo... No... Está muy...

Volví a suspirar. Cabe decir que sentir su dulce tacto en mi irritada vagina me tranquilizó. De nuevo me sentí excitada. Santiago metió un dedo en mi ano y yo gemí en silencio.

—Estoy muy cansada. Yo...

—Shhh... Ésta vez será con ternura. Enjabona mi verga. La dejaste muy sucia.

No me lo volvió a repetir. Fue una orden que no pasó el proceso de racionalidad de mis pensamientos. La tomé entre mis manos e hice el claro movimiento de estarlo masturbando. La acaricié unos segundos y cuando estuvo completamente dura, la enjaboné, quitándole los rastros de mis heces. Al enjuagarlo reanudé mis caricias sobre su gruesa barra y Santiago se encargó de enjabonar mi vagina y mi ano, sacando el semen que no había logrado escapar.

De pronto me tomó de la cintura y me levantó dejándome pegada a su torso justo a su altura. Yo lo abracé con las piernas, mi abdomen quedó aplastado contra su enorme y velluda panza. Él cogió su pene y lo puso en la entrada de mi vagina, allí lo mantuvo quieto.

—Hazlo despacito, ¿sí? —le pedí algo asustada.

—No te preocupes, nena. Ya me has demostrado que eres toda una hembra —dijo apacible; tuve la sospecha de que se sentía nostálgico.

Sin más preámbulos que el de ser delicado cuan flor, me penetró, deslizándome sobre su gruesa barra de carne hasta hacerme albergar toda su increíble longitud. Lancé un gemido ahogado y allí me retuvo, inmóvil, con las paredes de mi vagina presionando su inmóvil e imponente tranca, milímetro a milímetro, a la espera de regalarme el mayor de los disfrutes. Con muestra de un arrebatador afecto surgido de no sé dónde, comenzó a besar mi cuello con una ternura y amor hasta la fecha incomprendidos, recorriendo mis hombros a medida que iniciaba, como en cámara lenta, un sutil pero perceptivo movimiento de caderas, sacando e introduciendo dentro de mí la tan ansiada serpiente de la tentación. Y a partir de allí me dejé llevar, disfrutando del delicioso sube y baja que fue subiendo en intensidad a medida que el calor que invadía mi infernal cuevita se trasminaba por todo mi cuerpo.

—Que rica estas, que rica...

—¡Ahhhh!... ¡Más!... ¡Mas!... Que bien se siente... Que rico —Susurré.

La respiración del novio de mi madre se volvió pastosa con cada envión que su verga propinaba a mi sensible vagina. El agua de la regadera continuó cayendo sobre nuestros pecaminosos cuerpos mientras él, con la desesperación del hambriento, devoraba con dulzura y ansia mis erectos pezones. Santiago mantuvo un ritmo constante durante diez minutos, sus penetraciones no llegaron a adquirir la brutalidad que me había llevado al éxtasis hacia tan sólo unos minutos, pero sirvieron para fundirme a su cuerpo de una forma muy especial.

—No voy a aguantar mucho esta vez… ¿Dónde quieres la lechita? ¿Me corro dentro?

—¡No!... Dentro no... ¡Ahhhhh!...

Pero un poderoso orgasmo, el último de la tarde, me sobrevino antes de que pudiera sugerir que se vaciara encima de mí; incluso mi boca fue una opción plausible. Tensé mi cuerpo dejándome derretir en sus brazos ante la ola de inconmensurable placer que hizo que todo a mí alrededor se desvaneciera, hundiéndome en una sensación de estasis fragmentado.

—Te daré algo de mi semilla. Te daré… A ver qué haces con ella...

Sentí mi voluntad tan mermada con el último orgasmo que no tuve la fuerza suficiente para reñirle que no se vaciara dentro de mí, acción que me causó una inigualable sensación de placer y miedo al sentir el calor de su erupción depositada en lo más profundo de ser. Hacía tan solo once días que había tenido mi periodo y estaba de por medio el temor latente a quedar embarazada, incluso sentí, al momento de la descarga de placer fusionada con la suya, que una parte que no puedo explicar, quizá la mejor de todas, se desprendía de mí de una forma tan infame. No supe lo que era, pero eso fue lo que me aterró.

—¡Ahhhhh! ¡Siiii! Ha sido algo... Maravilloso —dijo Santiago, quien intentó besarme en los labios. No lo consiguió; en el último instante moví la cabeza para rechazarlo.

—No... En la boca no.

Mi lívido se había esfumado. En medio de espasmos de placer, Santiago se derrumbó de rodillas depositándome suavemente en el piso de azulejos donde ambos nos permanecimos tendidos y relajados hasta que nuestra respiración se controló. Sin decir sola palabra, sobre todo yo, que intenté no mirarlo a los ojos, nos pusimos en pie y continuamos con el baño como si nada hubiese pasado. Incluso permití que sus manos enjabonaran mi cuerpo. No tuve pudor alguno en sacar el semen colando los dedos dentro de mi vagina estando él presente. Cuando terminamos, me pidió que me arreglara mientras él terminaba de bañarse. De nuevo obedecí.

La hoguera en la habitación 666 donde ambos asistimos a quemarnos se había apagado.

Camino a casa los dos permanecimos taciturnos, sobre todo yo, pues mi cabeza era un mar de confusión; por una parte me sentía más mujer al explotar mi sexualidad y por otro lado, temía que aquellas nuevas sensaciones se apoderaran de mí, temía ser una adicta al sexo que se entregaba a cualquiera, como había hecho con un hombre que podría ser mi padre, y que además era novio de la mujer que me dio la vida.

Nos detuvimos en una esquina cercana a mi casa. Santiago apagó el auto y los dos nos miramos sin decir nada. Me sentía aturdida pero en calma, y eso era muy extraño para mí dada la manía a dejarme dominar por aquel océano de nervios.

—No se lo vamos a...

—…decir a mi mamá —completé la frase.

Santiago trató de tomarme del mentón pero yo se lo impedí haciéndome a un lado. Había algo que me urgía antes que nada.

—Santiago... —dije—. Que va a pasar entre tú y ella ahora que te dije lo de mi primo.

—No lo sé. Es algo entre adultos. Pero pase lo que pase espero que nos sigamos viendo.

—Yo espero que no —dije decidida y lo miré a los ojos para dejarle en claro que hablaba enserio—. Esto que pasó jamás se va a volver a repetir.

—¿Lo harás con ese mocoso que tienes por amigo?

—Eso a ti no te importa.

—Pues si me importa, no creo que nadie te haga gozar como yo.

Debí decirle algo para restarle importancia pero no lo hice.

—¿Que te da miedo?

Me hubiese gustado contarle a alguien que entendiera lo que me estaba pasando pero no me atreví. Trague saliva y cambié el tema abruptamente a uno que debió interesarme desde un principio.

—Santiago, ¿qué voy a hacer si me quedó embarazada? No usaste condón, eyaculaste dentro de mí.

Con una sonrisa en los labios el novio de mi madre me preguntó si estaba en mis días. Le dije el tiempo que tenía desde inicié con la regla y eso pareció tranquilizarlo. Por si las dudas, me aseguró que al día siguiente me daría una pastilla para evitar riesgos. Sin nada que decir y sin despedirme como lo harían dos personas que se estimaban, abrí la puerta y me dispuse a abandonar el coche del novio de mi madre, quien al salir me propinó una fuerte nalgada diciéndome: "sueña conmigo pequeña lujuriosa".