Luxux 3

La caja de Pandora ha sido abierta. Daniela sabe que la complicidad con el novio de su madre puede traer consecuencias muy peligrosas.

LUXUX

La otra cara de la moneda

Probando nuevos horizontes

Desperté sobresaltada en la penumbra de mi habitación. Busqué a tientas mis lentes pero mi mano se perdió en el vacío. Me sobresalté. La mesita de noche, que acostumbradamente se hallaba a mi derecha, no estaba allí. Me sentía desorientada y de mal humor. Tenía el cuerpo sudado y pegajoso, sobre todo en el área de la entrepierna. Intenté levantarme pero mi mano izquierda golpeó contra algo flácido y pesado. Me asusté. Con las manos apoyadas en los costados de la cama traté de mantener la calma intentando recordar lo sucedido. Entonces todo me llegó de golpe. Sabía dónde estaba. Me puse de pie, di la vuelta al otro lado de la cama y encendí la lámpara de la mesita de noche. Encontré mis lentes y me los coloqué. Echando una rápida mirada a la cama, vi a mi adorado primo durmiendo desnudo a pierna suelta, con el rostro contra la almohada, babeándola. Me reí ante lo chusco de la escena. Él, mi amante incestuoso, el macho cabrío que me había arrebatado la virginidad, dormía como un inocente infante, ajeno a la malicia del mundo.

Poco a poco los sucesos de la noche anterior regresaron a mi mente. El papá de patricia… Mi madre y su novio… Mi primo y yo… Me había dolido profundamente darme cuenta de cuan insensible era José, quien se había quedado dormido mientras yo le relataba las dudas y temores que habían surgido como resultado de darle rienda suelta a mi deseo desbordante. No obstante, al verlo allí tan frágil e indefenso, no pude menos que sentir lástima por él. Algo en mí me decía que no tenía la culpa de ser como era. Por otro lado, se trataba del hombre al que le había entregado mi primera vez, algo que jamás podía olvidarse. Como toda jovencita, soñaba con llegar virgen al matrimonio, y el hecho de saber que aquello no podría ser posible, lejos de sentirme frustrada y culpable, me hizo sentir más madura y resuelta.

Un arrebato de ternura y afecto se apoderó de mí. Procurando no despertarlo, me senté a un costado de la cama y deposité un cálido beso sobre su sien. Con total confianza, acerqué mi mano a su pubis y agarré su laxo pene, que aún conservaba la textura aceitosa y olorosa que provoca el contacto con el condón. Lo estrujé e inicié un suave movimiento de arriba abajo. Deseaba que se pusiera duro y que eyaculara en secreto para mí. La idea me pareció muy excitante. Apresuré el ritmo de mi mano sobre su verga y ayudé a esparcir con el pulgar aquellas gotitas de líquido preseminal que comenzaban a brotar de su gordo y rosado glande. A medida que su pene cobraba una increíble erección, también así lo hacía su respiración, que se volvió pastosa y entrecortada.

Cuando su pene alcanzó la totalidad de su rigidez, lo observé pese a la penumbra de su habitación; era asombroso que aquello hubiese entrado en el interior de mi vagina y de mi ano. De no haber sido yo la protagonista empotrada, jamás habría creído tal cosa.

Sin perder más tiempo retomé la faena de hacerlo eyacular reanudando e intensificando el ritmo de mis caricias. Llevaba varios minutos viendo como aparecía y desaparecía de su prepucio aquel maravilloso y mojado glande hasta que me pregunté por la hora qué era. De la mesita de noche cogí el celular de mi primo y vi el reloj. Iban a dar las cinco de la madrugada. Sorprendida, me di cuenta de que tenía un mensaje de texto sin abrir. En la pantalla decía: Tía Julia. El mensaje era de mi madre, que seguramente lo había enviado poco después de que nos quedáramos dormidos. Me picó la curiosidad por saber lo que decía. Todavía conservaba en el trasfondo de mi mente las palabras que mi progenitora le había dicho a mi primo la noche anterior: “y si vas a masturbarte baja el volumen de la tele”. Esas palabras habían quedado grabadas dentro de mí como una voz de alarma que se encendió al momento de leer el mensaje: “Espero que te hayas corrido escuchando mis gemidos”. Me quedé atónita. Una fuerte presión se anudó en mi pecho, mis mejillas se encendieron. ¿Por qué mi madre le decía esas cosas a mi primo? ¿Era posible que ellos dos se entendieran en la intimidad, dentro de las cuatro paredes de una habitación? ¿Y si así era?

Me negué a creer tal cosa. Me resultaba enfermiza aquella posibilidad, aunque tampoco es que lo mío con mi primo fuera tan normal. Sin dejar de masturbarlo, pues mi mano parecía ser un vehículo independiente de mi cuerpo ligado a mi placer sensual, me dispuse a revisar su celular. Abrí la bandeja de entrada y vi decenas de mensajes de texto, algunos eran de sus amigos, otros de su novia, de sus padres y… de mi madre. Mi piel se erizó y la curiosidad me picó. Me sentía confundida y excitada. Quería leerlos todos pero al mismo tiempo temía por lo que pudiera encontrar.

A tal grado me abstraje en mis cavilaciones que olvidé lo que hacía. Mi primo profirió un gemido ahogado y su hinchada verga convulsionó arrojando el primer chorro de caliente esperma que brotó con la misma intensidad que un geiser, impactando contra mi rodilla. Yo no dejé de sacudir su pene, apuntando la cabeza hacia el techo para hacer que sus erupciones se derramaran encima de mi mano, escurriendo en un río de lava blanca que ensució la sabana de la cama. Desde un principio había tenido la intención de hacer que se corriera en mi boca para al fin probar el sabor de aquel néctar masculino que tanto morbo me causaba, pero ante las reveladoras circunstancias, lo único que deseaba era terminar pronto y salir de allí lo antes posible. Me sentía tan confundida que me era imposible pensar otra cosa. El pene de mi primo lanzó dos últimos chorros de semen y comenzó a perder erección.

Solté su flácida herramienta y me limpié los restos de su simiente con la sabana. Observé a mi primo. Su rostro, profundamente dormido y graso, ocultaba una sonrisa de gozo. Estaba muy segura de que se despertaría creyendo que había tenido uno de aquellos llamados sueños húmedos. Me levanté y busqué la braguita por toda la habitación hasta que la encontré. Me la puse. Apagué la lámpara de la mesita de noche y salí descalza y con los pechos desnudos rumbo a mi cuarto.

Al llegar, dejé el celular de mi primo sobre mi cama y busqué ropa limpia en el cajón del ropero. Me puse un mini short color negro y un sostén blanco que legaba una increíble visión de mis voluminosos pechos. Cogí el celular y me dispuse a bajar a la cocina por un vaso con agua. Descendí la escalera iluminándome con el foco del celular. Al llegar a la cocina encendí la luz, tomé un vaso y me serví agua de una jarra que saqué del refrigerador. El frío líquido corrió por mi garganta empañando todo mi ser. Cuando terminé me sentí más fresca.

Tomé el celular entre mis manos y me puse a revisar los mensajes que le había enviado mi madre a mi primo. Uno a uno los fui revisando sin encontrar significado oculto alguno que no fuera el de encargarme a su cuidado porque llegaría tarde del trabajo. Alcanzando casi el final de la bandeja, había uno cuyo texto si parecía contener algo significativo: “Gracias por lo de ayer. Me encantó. Deberíamos repetir…”, leí. “Deberíamos repetir…”, fueron las palabras que quedaron grabas en mi mente mientras mi corazón latía de angustia.

Sin saber por qué, comencé a revisar su galería de fotos esperando encontrar algo que me revelara aquello que comenzaba a temer. Los títulos de las carpetas iban desde: “Chicas”, “Más chicas”, “Chicas sucias”, “Fitness”… Las imágenes de las dichosas chicas no eran más que desnudos de modelos estilizadas en diferentes poses sexuales. Tuve la impresión de que mi primo, aun después de las excelentes noches que me había hecho pasar, era un pajillero de lo peor.

Revisé los álbumes de videos y me topé con algo que me sacudió. El nombre de la carpeta decía: “Mi puta” Mi dedo osciló vacilante delante del botón de entrar. La carátula congelada del video mostraba a una mujer madura en posición de perrito; como tenía la cabeza agachada y el pelo ondulado cubriendo su rostro, no pude comprobar de quien se trataba. Entré a la carpeta y cuando estaba a punto de reproducirlo, una mano se posó sobre mi hombro derecho erizando mi piel y arrancándome el susto de mi vida. Me giré pegando un respingo.

—Perdón por asustarte —dijo el novio de mi madre, parado delante de mí con su enorme figura, vestido con apenas un bóxer negro de licra que disimulaba muy poco su inmenso pene flácido—. No pretendía entrar así, debí hablarte pero te vi de espaldas y… ¿Qué veías?

—Nada —dije nerviosa, ocultando el celular en mi espalda y evitando su mirada.

Sin poder contenerme, observé con disimulo el bulto que sobresalía de su entrepierna.

—¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó mirando con descaro el canal que se formaba entre mis pechos.

Yo me ruboricé a tal extremo que terminé por agachar la cabeza, cada vez más absorta con las dimensiones de aquello que comenzaba a crecer dentro de su bóxer.

—Vi-vi-vine a tomar agua; pero ya me voy —dije cortante. Y sin dirigirle una mirada caminé a lado suyo dispuesta a escapar de la cocina.

—¡No!... Espera…

Di media vuelta y lo miré a los ojos, tratando de aparentar naturalidad.

—¿Quería preguntarte algo —dijo.

Trague saliva y en silencio esperé lo peor. Mi corazón palpitó con rapidez.

—Veras, pasado mañana será año nuevo —comenzó a decir—, y quiero hacerle un regalo a tu mami, ya sabes… algo simbólico, considerando los dos años que tenemos de novios. Así que… Me gustaría saber si pudieras acompañarme al centro comercial a elegir algo bonito.

—¿Por qué no le regalas un anillo? A mamá le encantaría eso —contesté sin pensar. Lo que más deseaba en ese momento era escapar de allí.

—No, espera… No te vayas —se acercó y me tomó de la mano con decisión.

Creí ver en sus ojos un matiz de lascivia. Sin disimular, clavó su mirada en mi trasero y en mis pechos. Yo me quedé paralizada por el miedo. No sabía qué hacer ni qué decir. Respiré nerviosa. Santiago me condujo a la sala. Encendió la luz de una de las lámparas y se dejó caer en el sofá, sobándose la velluda panza de bebedor.

—Siéntate, ándale —insistió al ver mi reticencia por permanecer de pie.

Yo no me moví. Miré a los lados buscando ayuda. Estábamos solos.

—¿Por qué no me acompañas al centro comercial, eh? Ándale, no tengas miedo.

No respondí, aunque sabía que tenía que decir algo antes de que se le ocurriera mencionar lo que me había visto hacer con mi primo.

—Anda, no seas tímida, tenme confianza, me gustaría conocerte más —dijo bajando el tono de su voz, colocando su enorme mano en mi cadera, muy cerca de mi nalga.

Su atrevimiento me produjo un extraño cosquilleo en mi zona genital, a la vez que la temperatura de mi cuerpo se elevaba. Aquello me asustó mucho más que sus insinuaciones. No podía creer que alguien que me causaba repulsión pudiera excitarme de esa manera. Hasta ahora había atribuido a qué el morbo de la noche anterior se debía a la calentura que había surgido a raíz del primer encuentro con mi primo, y no a algo que podía surgir de la nada, sin ningún atributo de por medio que me alentara.

—Anda, siéntate —dijo sin darme tiempo de responder, tirando de mí con delicadeza. Yo iba a sentarme a su derecha pero su pequeño jalón bastó para que perdiera el equilibrio y quedara sentada sobre sus piernas, con mi trasero rosando su creciente erección.

Me puse pálida. Mi respiración se aceleró a tal grado que hasta ese punto me quedé sin palabras, muerta de miedo. Santiago aprovechó y puso su mano en mi pierna, acariciando la cara interna de mi muslo con una naturalidad aterradora.

—¿Por qué me tienes miedo? ¿Por qué la desconfianza? —comenzó a decir mientras acercaba su mano hacia el comienzo de mi bóxer, pero sin atreverse a ir a más.

Yo tenía que reaccionar antes de que se atreviera a profanar mi intimidad, de modo que hice lo único que me ayudaba a controlar los nervios, hablar sin pensar.

—Claro que no te tengo miedo —Respondí a la defensiva, sintiendo una punzada en el estómago al darme cuenta de que lo había tuteado—. Creo que la única que tendría que sentir desconfianza aquí es mi madre, no yo —añadí, esperando que eso lo hiciera retroceder— ¡Estoy muy incómoda!... ¿Me dejas sentar en el sillón?

No obtuve respuesta. Hice el intento de deslizarme hacia el cojín pero él tiró de mí por segunda ocasión y yo quedé esta vez en contacto directo sintiendo atravesada en mi nalga su creciente y prometedora virilidad. Lo miré con ojos desafiantes.

—¿Mi madre sabe que estás aquí abajo?

—No. Ni tampoco sabe que tú estás en la casa —dijo con tranquilidad.

Sentí de nuevo aquellos espasmos en el pecho. Había sido tan descuidada que olvidé por completo que nadie, excepto mi primo, sabía que había pasado la noche en casa.

—De cualquier forma se guardar secretos —continuó como si nada. Esta vez pude sentir con total descaro la dureza de aquella prohibida barra de carne ejerciendo una fuerte presión en nalga. Él ni si quiera hizo el intento por disimular su erección.

—A mí no me gusta guardar secretos. ¡Y por favor, déjame bajar!...

—No te preocupes, tu mami está bien dormida. Tiene el sueño pesado.

—No es por eso… Déjame bajar —repetí, pero su agarre era firme. Por nada del mundo me dejaría escapar.

—Creí que estabas a gusto.

—No, tú estás a gusto.

—¿A poco se nota mucho?

Lo miré a los ojos con el entrecejo fruncido.

—Bueno, al menos deja que me acomode —dije.

Él me concedió libertad y yo me incliné hacia delante apoyándome en su muslo, estiré el brazo hacia atrás, cogí por encima de la tela del bóxer su grueso y enorme aparato y lo acomodé en medio de sus piernas. Él lanzó un pequeño gemido, y otro más en el momento en que me dejé caer haciendo que el largo de su pene encajara perfectamente en medio de los cachetes de mi trasero.

—¡Puf!… Ahora si te acomodaste rebien —susurró cerca de mi oreja.

En total complicidad y sabiendo el morbo que eso me provocaba, muy sutilmente deslicé mis caderas de atrás hacia delante como queriendo exprimir la carne de esa maravillosa verga, arrancando de la boca de Santiago una serie de hilarantes y débiles gemidos. De seguir así, sabiendo que mi madre y mi primo se hallaban en la planta superior ajenos a los que sucedía, me resultaría difícil ocultar mi excitación, sino es que ya era obvia. Mi cuevita ya empezaba a manar jugos de manera incontrolable.

—Tu novio la ha de pasar muy bien contigo —dijo evidenciando lo ocurrido.

—No tengo novio —respondí de nuevo a la defensiva.

—¿Y eso por qué? Si estás muy bonita.

—No soy bonita.

—¿Cómo no? Si tienes eso que les gusta a los hombres.

—¿Y qué es eso que les gusta a los hombres? —inquirí mirándolo a los ojos. Esta vez mi voz perdió el tono hostil que la caracterizaba ante situaciones que me desagradaban.

Santiago rodeo mi cintura con su brazo izquierdo mientras su caricia en mi pierna se volvió más continua y atrevida. La piel de mi cuerpo se erizó y el comando imperioso de satisfacer mis deseos sexuales se tornó insostenible. De no haberlo vivido en carne propia jamás hubiese creído que una jovencita de mi edad pudiera excitarse con las provocaciones y caricias de un viajo rabo verde.

—¿No vas a decirme qué es eso que les gusta a los viejos rabos verdes? —dije sintiendo al instante una incomparable oleada de nerviosismo al darme cuenta que acababa de dar voz a mis pensamientos.

Una sonrisa llena de lascivia se dibujó en la boca de Santiago, realzando el desaliñado y espeso mostacho que normalmente daba a su aspecto un aire hosco.

—Aquí no —dijo él, agarrando la mano con la que yo hacía firmemente el celular—. Dame tu número y quedamos en algún otro lugar.

—¿Estás loco? No te voy a dar mi número. Ni siquiera debería estar aquí contigo.

—¿Por qué no? Si tú y yo sabemos lo que quieres.

Inmediatamente me tomó de la cintura y comenzó a mover sus caderas haciendo que el tronco de su ardiente verga se encajara en medio de mis hinchados labios vaginales, que en ese momento comenzaban a dibujarse en la delgada licra de mi bóxer, delatando mi estado. Mordiendo mi labio inferior, conseguí reprimir mis primeros gemidos. Segundos más tarde, Santiago se puso a acariciar mi cintura y yo tuve que acompañar sus movimientos para continuar la fricción en nuestros sexos. Él no se propasó, contrario a su persona, se portó como un caballero, y eso me tenía loca. Su insistencia en complacer una sola parte de mi cuerpo no hacía otra cosa que enaltecer el deseo de ser poseída y acariciada.

—¿Y qué es lo que quiero? Tú no sabes lo que quiero —dije con voz excitada, poniendo las manos en sus piernas para comenzar a subir los pliegues de su bóxer.

—Esto que estás sintiendo entre mis piernas —susurró con deseo.

—¡Mentiroso!... No siento nada…

—Dame tu celular… —demandó. Esta vez sentí su cálido aliento en mi oreja. La piel de mi nuca se erizó.

Santiago aprovechó mi fragilidad y me arrebató el celular de las manos. Me asusté.

—¡No!... Dámelo. No es mío es de mi primo.

—Con mayor razón —dijo, y desbloqueó la pantalla del celular para marcar un número y hacer una llamada.

Yo intenté quitárselo pero solo conseguí remoler el poderoso animal que tenía debajo de mí y que parecía no dejar de crecer, alentado por mis movimientos.

—Ya, ya estuvo, ya —añadió. Me mostró el celular pero no lo soltó—. Sólo me he hecho una llamada perdida.

—Pero ese número es de mi primo.

—Bueno, pues si no quieres que le marque para preguntar por el tuyo, copia el mío de aquí y mándame un mensaje más tarde.

—Eres un cabrón —le recriminé algo molesta—, pudiste sacar mi número del teléfono de mi mamá.

—Sí, podría, pero le quitaría lo interesante.

—¿Qué es lo interesante?

—Que estarás pensando en mí todo el día.

—Sigue soñando —contesté mordaz— ¿Y ahora qué haces?

—Ahora verás —Santiago había abierto una de las aplicaciones de descarga y comenzó a bajar un archivo.

—¿Qué haces? El celular no es mío.

—Relaja esa panochita tierna —contestó. Sus palabras soeces me ruborizaron, pero no mejoró en nada mi creciente mal humor.

Cuando el archivo se hubo descargado, Santiago abrió la aplicación, presionó una parte de la pantalla táctil y el celular comenzó a vibrar sin pausa.

—¡Pero qué…!

No me dejó terminar. Para mi sorpresa, el novio de mi madre comenzó a acariciar mis erectos pezones con el borde del celular, transmitiendo la vibración a mi piel a través de la tela de mi sostén, regalándome un delicioso cosquilleo que me hizo pegar un respingo.

—¿Quieres saber qué es eso que nos gusta a los viejos rabos verdes? —dijo provocativo.

—¡No lo sé!...

—Nos gustan las jovencitas que tienen cara de no romper ni un plato, pero que en el fondo no son más que unas diablitas viciosas, así como tú, atrevidas y sin miedo, con ganas de una buena verga que las haga gritar —dijo.

Su ávida mano hizo pasar el celular por encima de mis ya mojados genitales, rosando mis inflamados labios vaginales que ya dejaban expresa la necesidad de albergar un buen pene maduro en mi interior. Hubiese deseado levantarme para quitarme el bóxer y disfrutar con libertad de las caricias que me prodigaba el amante de mi madre, pero dar pie a semejante idea delataría la debilidad ante mi creciente lujuria, dejándome indefensa ante cualquiera de sus morbosas peticiones, a las que yo obedecería ciegamente.

Cubriendo mi seno izquierdo con su enorme mano, y como si leyera mis pensamientos, Santiago concentró sus atenciones en mi centro de placer, colando el vibrante aparato dentro de mi prenda para moverlo alrededor de mi clítoris, sobando y oprimiendo con arte y sutileza el delgado glande femenino, provocando en mí una oleada de gemidos que tuve que ahogar con una palpitante pero sigilosa respiración. Con el rostro desencajado por el placer que me provocaba la fricción de su pene sobre mis labios vaginales, no dejé de mover el trasero que de forma ardiente provocaba al fiero pitón, que de tan erguido como estaba, amenazaba con romper las barreras que lo contenían y embestirme sin piedad.

—¿Qué pensaría mi mami si viera las cochinadas que haces con su hijita? —dije en un arrebato de deseo.

—Pues pensaría que su hijita es una diablita que sabe batir la leche mejor que nadie.

—¡Mentira! Yo no sé batir leche.

—Pues… ¡Hum!... Sabes mover muy rico el culito. Si sigues así vas a hacer que la leche salga bien… batidita.

—Me encanta la leche batida —contesté provocativamente, pegando mi espalda contra su panza peluda moviéndome en todas direcciones para remoler su grueso y enorme miembro, sabiendo que los resoplidos que escapaban de su garganta eran sinónimo de su orgasmo inminente, impulso que estimulaba mi lado más perverso.

—¡Ay niña!… Vas a hacer que me corra. ¡Detente!…

—¿Tu empezarte, no? ¿No era eso lo que querías?

—¡Si!… Pero también quiero estar dentro de ti —susurró en mi oreja.

—Ya es demasiado tarde. Quiero leche batida.

—¡No!... ¡Puff!... No sigas… ¡Para!...

Pero no lo iba a hacer. Pensaba dejarlo con el calentón para que fuera él quien se acordara de mí en sus ratos de soledad. Inmediatamente comencé a moverme como si tuviera su verga enterrada en mis entrañas, brindando a su imaginación la breve ilusión de estarse cogiendo a su casi hijastra de tan sólo quince años. Sin embargo, como hombre experimentado, Santiago sacó el celular del interior de mi bóxer y coló su dedo medio dentro de mi encharcada y estrecha vagina, moviéndolo sin parar a un ritmo que hasta hoy puedo considerar como desquiciantemente excitante. Apreté los dientes y mordí mi labio inferior sin estarme quieta ni un segundo, jadeando continuamente. El novio de mi madre levantó un poco mi sostén y comenzó a pellizcar mi pezón con brusquedad. No había tregua alguna. Ninguno iba a durar mucho. Y ocurrió…

Mi orgasmo fue tan escandaloso que casi pegué un grito. El novio de mi madre se tiró de espaldas contra el respaldo del sillón lanzando un gruñido de placer mientras yo continuaba meneando el culo desesperadamente, sintiendo en mi vagina los espasmos de aquella estaca que escupía semen sin parar, atrapado entre la tela de su ropa interior. En el instante en que su pene quedó pegado a su entrepierna, un débil chorro de esperma escapó por los pliegues de su bóxer impregnándome la mano que tenía apoyada en su muslo.

—¡Eso fue increíble!... ¡Eres más ardiente que tu madre! —masculló Santiago con voz ronca, todavía tratando de controlar su agitada respiración.

Yo no contesté. Sus palabras fueron como un balde de agua helada que enfrió de lleno cualquier pensamiento lujurioso que pudiera tener. La culpa y el temor se apoderaron de mí y me hicieron tomar conciencia de lo que acababa de hacer. Había masturbado al novio de mi madre y él había hecho lo mismo conmigo, un hombre que no tenía nada que yo pudiera calificar de atractivo, y por el que tampoco albergaba sentimiento alguno. Entre él y yo sólo había existido un placer puro y desmedido que no involucraba a terceros, en este caso: a mi madre, en quien menos había pensado a la hora de dar rienda suelta a mis deseos utilizando para ello a su novio.

Sentí un nudo en la garganta. Pensar en el sufrimiento que podían causar mis actos me hizo sentir de lo peor. Me odie a mí misma. Quería llorar. Avergonzada a más no poder, cogí el celular de mi primo, me acomodé el bóxer y el sostén y salí de allí sin dirigirle la mirada al novio de mi madre, quien seguramente me observó complacido, imaginando en su perversa mente las miles de fantasías que pasaría a mi lado.

Subí las escaleras de dos en dos y llegué hasta mi habitación donde me encerré con llave. Sin encender la luz, deambulé por los rincones con el único propósito de mitigar la ansiedad que oprimía mi pecho; era una angustia saber que ya nada volvería a ser igual, que no existía forma de recuperar la inocencia perdida de aquel crudo invierno en el que se había convertido el mundo. Me sentía sucia y en el peor de los casos, no tenía a nadie que me escuchara. Me deshice del sostén y lo arrojé al piso. El bóxer, que tenía una enorme mancha de humedad en la entrepierna, me lo quité y limpié con ello los restos de semen que había en mi mano como resultado de la abundante corrida del novio de mi madre. Con un esmero insuficiente, tallé y talle la piel del dorso de mi mano como si quisiera suprimir cada molécula de aquel venenoso líquido. Cansada finalmente, tiré el trapo con desprecio y, sentada en uno de los rincones con las rodillas contra el pecho y la cabeza escondida entre los brazos, me puse a llorar.


Desperté cuando el sol que entraba por mi ventana durante el atardecer me golpeó de lleno en el rostro. Restregué mis ojos con los parpados y el dorso de la mano mientras movía la cabeza en círculos para mitigar el punzante dolor del cuello que me había dejado la mala postura. Me puse de pie acosada por un intenso calambre que invadió mi glúteo derecho hasta la pantorrilla. Con los poros de la piel abiertos a consecuencia del incesante calor, me recosté sobre la cama donde estiré el cuerpo contrayendo los músculos haciendo circular la sangre a todo mi sistema. Me retiré los lentes dejándolos a un costado para poder descansar mis orejas. Me sentía relajada y con la mente en blanco, libre de pensamientos. Esbocé una sonrisa de dicha al saber que nuevamente había alcanzado aquel estado, donde una vez experimentado, me invadía una gran paz. No había juicios, ni ideas ni sentimientos en mí. No quería nada, no deseaba nada, no me faltaba nada. Todo era claridad y libertad.

No sé cuánto tiempo duré así, con la brisa vespertina entrando por la ventana refrescando mi calurosa habitación, quizá fue sólo el tiempo que tardó el celular de mi primo en emitir un pitido anunciando la llegada de un mensaje. Me levanté apresuradamente poniéndome los lentes y me dispuse a revisarlo. La batería estaba por agotarse. La pantalla principal mostraba diecinueve llamadas perdidas y cinco mensajes. “Menos mal que tenía volumen bajo”, me dije a mi misma, pues me aterraba la idea de que alguien pudiera descubrir que estaba en mi posesión. Salí de la pantalla principal y accedí a la bandeja de entrada de llamadas. Casi la mayoría de llamadas pertenecían a la novia de José, Kasandra; las demás eran de sus amigos.

No obstante, me dio por revisar las llamadas salientes y lo que vi me causó una profunda sacudida en el pecho: la llamada perdida de Santiago. Con resentimiento, toqué la pantalla dispuesta a borrarla del historial hasta que algo me detuvo. Fue un pensamiento fugaz, algo así como un mandato que no obedecía a ningún sentimiento. Observé el número durante varios segundos hasta que mis ojos se dirigieron al lugar en que había dejado mi teléfono. Lo tomé y sin cuestionarme añadí el número del novio de mi madre; luego borré la evidencia del historial de salida del celular de mi primo.

Por alguna razón ya no me sentía tan mal por lo sucedido con Santiago, lo veía como un pequeño delis que jamás se repetiría y que por suerte no había llegado muy lejos. De pronto el comando imperioso de devolver el celular me llegó como un envión. Tenía poco tiempo. Recordé el motivo por el cual lo había tomado así que me apresuré. Activé mi bluetooth y transferí toda la carpeta de videos a mi celular; ya después tendría tiempo de revisarlos uno por uno. La transferencia no tardó mucho debido a que los videos estaban comprimidos. No revisaría los mensajes, no tenía mucho tiempo antes de meterme a bañar y bajar a la sala para fingir que me sentaba en el sillón a ver tv y encontraba por casualidad el celular con la batería a punto de agotarse. De esa manera no levantaría pensamientos de sospecha una vez que entregara un celular que podía revisarse en ese mismo instante.

Me sorprendí a mí misma de mi destreza mental. Escondí el celular de José, cogí la toalla envolviéndome en ella y, cuando me disponía a salir de mi cuarto rumbo al baño, la melodía que anunciaba la llegada de un mensaje sonó en el teléfono de mi primo. La piel de mi nuca se erizó. Me detuve de golpe con la mano en el picaporte. Di la vuelta y cogí el aparato. Había un nuevo mensaje: era de mi madre. Por fortuna no era muy corto, de modo que pude leerlo sin necesidad de abrirlo. El mensaje era llano y claro pero muy revelador: “bebé, mañana a las cinco en el imperio. Misma habitación… No tardes”. Le quité el sonido al celular y lo escondí bajo mi almohada todavía con los nervios de punta y el corazón palpitándome con celeridad, sentada durante algunos minutos sobre la cama, absorta en mis pensamientos.


Esa tarde no dejé de pensar en el misterioso mensaje que le había enviado mi madre a mi primo. Las indicaciones eran claras. “A las cinco en el imperio… Misma habitación…” De no haber dicho eso último, jamás hubiera entendido que se trataba de un hotel. Y luego, ¿“Bebé”? Entendía que lo llamara así porque José era de la familia y había sido como el hijo que nunca tuvo. Ambos lo queríamos mucho, de modo que podíamos llamarlo con cualquiera de las connotaciones de afecto que se nos ocurriera. Sin embargo, la duda se volvió más acuciante a medida que pasaban las horas. Durante la ducha no dejé de darle vueltas a todo lo que había ignorado por pensar únicamente en mí, en lo mucho que yo me decía haber padecido. Había cultivado toda mi vida una idea puritana hacia el sexo sólo para encontrarme un día con que el mundo era lo opuesto a lo que pensaba. Me había sentido culpable por haber entregado mi virginidad mucho antes del matrimonio mientras a los demás no parecía importarle las cosas que hacían a escondidas y con quien fuera.

Al salir del baño lo primero que hice fue encender mi computadora portátil. Sequé mi largo cabello y humecté mi cuerpo con cremas hidratantes. Me puse ropa interior y busqué en internet la dirección del hotel. El latido de mi corazón casi se detuvo cuando apareció en la pantalla con un par de fotos del sitio. Se veía un lugar limpio y elegante, un sitio donde las múltiples parejas de la ciudad iban allí a derrochar la pasión.

Una mezcla de decepción y coraje se apoderó de mí. Yo me había entregado a mi primo creyendo que existía un vínculo especial más allá del placer físico que experimentábamos, algo sentimental, pero si resultaba verdad que también él lo hacía con mi madre, aquello lo cambiaba todo. “Sólo me quería para coger”, pensé, apretando la mandíbula mientras un par de lágrimas corrían por mis mejillas. “Pero que cosas piensas, Daniela. Ni siquiera estás segura de eso”, dijo mi otra voz, todavía escéptica ante lo que tenía frente a mis ojos. Sólo había una cosa que podía yo hacer: ir a la cita y descubrirlos en el acto.

Así que me puse manos a la obra. Me vestí con un short negro cortito y una camiseta blanca encima del sostén y fui directo a la sala. No había nadie en la planta baja, y el silencio parecía reinar en toda la casa. “Bueno, la tarde es larga”, me dije suspirando. Me senté en el sofá y encendí el televisor, no sin antes subir el volumen al celular de mi primo y ocultarlo entre el reposabrazos y el asiento. La televisión trasmitía el drama de una joven estudiante de los estados unidos que era asediada por el padre de su mejor amiga cuando ésta dormía en su casa. Estuve largo rato sin prestar mucha atención a la película hasta que le perdí el hilo.

Ya empezaba a cabecear a consecuencia del calor incesante cuando escuché abrirse la puerta de una de las habitaciones de la planta superior. Segundos después bajó mi primo con el rostro cabizbajo, entró a la cocina y se sirvió un vaso con agua.

—Hola, chaparra, ¿qué haces? —me dijo al acercarse a la sala.

—Nada. Veo una película. ¿Vas de salida? —pregunté al verlo con pantalón de mezclilla y camisa a cuadros. Sabía que tenía que actuar rápido, así que me apresuré— ¿Te pasa algo?

—No, ¡qué va!... Perdí mi celular, no sé dónde lo dejé.

—¿Ya lo buscaste por toda la casa? —le pregunté, poniéndome de pie para fingir que revisaba debajo de los cojines.

—Aquí no, pero ya revise todo mi cuarto y no lo encuentro por ningún lado. Ahorita ya no me da tiempo, voy a ver a mi novia.

—Espera, que te hago una llamada perdida —cogí mi celular y marqué a su número.

Segundos más tarde…

—¿Oyes eso? ¡Está por aquí!...

José movió el sofá para agacharse y mirar por debajo. No lo encontró. Ese era el momento indicado. Tenía que actuar. Metí la mano en el lugar en el que lo había ocultado y exclamé irónica con el celular en la mano:

—¿Y dices que no lo encuentras por ningún lado? ¿Acaso lo buscaste con una venda en los ojos o qué onda?

José se puso de pie y acomodó el sofá en su lugar.

—¡Ups! Disculpa, creo que le aplasté sin querer —dije devolviéndole el teléfono—. Creo que tenía como diecinueve llamadas perdidas.

José lo revisó, perplejo. Yo suspiré por lo bajo y me senté en el sillón.

—En efecto… También la batería baja y… Seis mensajes —murmuró, sonriendo con picardía al leer uno de ellos; yo imaginé cuál de todos.

—Y a ver si lo cuidas más.

—Gracias pichoncita.

—¡Anda, lárgate ya que Kasandra debe estar desesperada! —mascullé haciéndome la indignada. Recargué mi espalda y fingí ver la película.

—No te pongas celosa, princesa —se apresuró a decir, susurrando la última palabra. Se puso detrás del respaldo, acostó mi cabeza y me plantó un ardiente beso en los labios que hizo que mi corazón palpitara de emoción—. Nos vemos en la noche…

—¡Bye! ¡Que te valla bien!

No sabía si estar molesta por su atrevimiento o feliz porque había logrado mi cometido. Lo importante era que mi primo no sospechara que tenía idea de la furtiva reunión con mamá y dejara que todo continuara sobre ruedas, lo demás sería cuestión de esperar.

En cuanto mi primo abandonó la casa, apagué el televisor y me fui a mi cuarto. Estaba agotada. Habían sido muchas emociones en tan poco tiempo. Me saqué la playera y me acosté sobre la cama donde casi al instante me quedé dormida.


Desperté en la mañana del siguiente día. Me di un buen baño y me puse ropa cómoda para bajar a desayunar. La casa, como ya era de esperarse, estaba sola para mí. Entré en la cocina y me preparé un par de rebanadas de pan tostado con mermelada de fresa y un vaso de leche fría. Lo puse en un plato y me senté en la sala a ver televisión. Mientras comía y daba un sorbo a mi leche, consulté mi celular.

Tenía varios mensajes sin leer. Uno de ellos era de mi madre, quien decía que llegaría hasta la noche debido a la fiesta de fin de año que tenía con los compañeros de la fábrica; que si me daba hambre podría encontrar comida en el refrigerador y calentarla en el microondas; que tenía su número por cualquier emergencia. No me sorprendió, me reí para mis adentros recordando las palabras que habían sido motivo de obsesión: “bebé, mañana a las cinco en el imperio. Misma habitación… No tardes”.

Recordé que tenía que ponerme de acuerdo con alguno de mis amigos para ir a aquella zona de la ciudad donde se encontraba el dichoso hotel. Llamé a Romina pero me dijo que se había marchado de vacaciones a casa de sus abuelos. Pensé en Patricia y el alma se me fue a un hoyo. Patricia. Mi mejor amiga. Me había olvidado por completo de ella y del problema que tenía su padre. Le marqué a su celular. Me dijo que había necesitado cirugía por hernia discal y que pasarían año nuevo en el hospital. Sentí pena por ella y de inmediato me puse de acuerdo con Rafael para ir a visitarla. Afortunadamente ambos teníamos tiempo libre, así que quedamos de vernos en el zócalo de la ciudad. Más tarde, sin que él supiera el motivo, lo convencería de que me acompañara a esperar en una de las esquinas de aquel hotel.

Miré el reloj y me di cuenta de que debía darme prisa. Acabé mi desayudo y me metí de nuevo la ducha. Duré media hora dentro, pero sirvió para que yo me sintiera con todos los ánimos del mundo. Hidraté mi piel y empecé a ponerme un conjunto de ropa íntima juvenil, ataviando mi cuerpo con un vestido corte princesa color rosa coral que me llegaba arriba de las rodillas, calzando mis pies con unas zapatillas de piso del mismo tono. Me di una vuelta ante el espejo; me veía elegante y fresca, nada comparada con la muchachita tímida que había hecho el ridículo en la cafetería de la prepa. Con el cabello suelto y bien peinado, pinté mis los labios y me unté un poco de polvo en la cara, tal como me había enseñado a hacerlo la mamá de Romina, sellando mi turbadora imagen con un poco de fragancia Prada Candy. De no ser por los feos lentes que impidieron que diera una retocada a mis ojos, habría resultado difícil reconocerme a mí misma. Metí el celular y las llaves al bolso y me puse en marcha.

La prueba final de aquella revolucionaria metamorfosis fue salir por la puerta de mi casa y caminar por las mismas calles donde la gente que me conocía no me consideraba una chica muy agraciada, pero que al toparse conmigo, ni jóvenes ni adultos, en especial los hombres, podían evitar sonreírme con coquetería. Incluso en el microbús, un hombre de unos cincuenta años me llamó linda al levantarse para cederme su asiento. Yo estaba deleitada. Me sentía como una niña con juguete nuevo, una niña que a partir de allí, feliz con su apariencia, caminó decidida y con la frente tan en alto como sólo podía hacerlo alguien de la realeza.

Al llegar al zócalo, me senté en la banca debajo de una frondosa acacia a esperar a mi amigo Rafael. Para matar el aburrimiento cogí el celular de mi bolso y le escribí a Patricia. De pronto sentí que alguien me observaba a poca distancia. Levanté la vista y vi al muchacho más alto que había visto en mi vida, recargado en el barandal del quiosco. Era delgado pero no flaco, pues se notaba la tirantes en su cuerpo como resultado de alguna clase de disciplina física; me recordó mucho a los practicantes de natación, vestido con una camiseta negra sin mangas, pantalón recto y converse oscuros. Pero no tenía pinta de nadador. Al parecer había algo en mí que llamaba poderosamente su atención. No eran mis brazos ni mis piernas, mucho menos mis turgentes pechos, que aunque no lucían vulgares, dejaban a la imaginación su prometedor tamaño. No, él parecía mirar en torno a mí, como si yo estuviese envuelta en algo que sólo él podía ver. En un momento sonrió y yo también lo hice, desdibujando la mueca en mi rostro al descubrir que se sonreía a sí mismo. Misteriosamente se dio la vuelta y se marchó. Yo me quedé perpleja, observándolo hasta que lo perdí de vista.

—¡Daniela!... —exclamó una voz frente a mí.

Era Rafael, quien me miraba con los ojos entornados y la boca abierta.

—¿Eres tú?

No respondí. Me levanté de la banca y me eché el bolso al hombro.

—¡Pero mírate! ¡Estás guapísima!

Yo me ruboricé.

—Gracias… Creo.

Me acerqué a mi amigo y los dos nos fundimos en un caluroso abrazo. No hacía mucho desde la vez que nos vimos, pero tras lo ocurrido las últimas semanas, yo tenía la sensación de que habían transcurrido años. Y estoy segura de que él también sentía lo mismo.

—Anda, vámonos, que se nos hace tarde —lo apremié.

—¿Tarde? ¿Tienes que regresar temprano a tu casa? No me digas qué…

—Claro que no tonto, pero tengo que ir a un mandado y quiero que me acompañes.

Sin esperas respuesta me hice la coqueta, abracé a mi amigo por la cintura mientras echamos a andar y le planté un beso en la mejilla. Ya en el autobús camino al hospital, los dos nos pusimos al tanto de todo lo que habíamos hecho en las vacaciones. Lo primero que quiso saber fue del cambio de imagen que había tenido, así que con lujo de detalles le hablé de mi hada madrina: Romina, quien junto a su madre se habían convertido en mis gurús de la moda. Rafael, que en ningún momento dejó de mirarme con el rostro jubiloso, me dijo algo que me sacudió.

—Pues ten cuidado, esa tal Romina no tiene una buena reputación que digamos.

—¡Ay!... ¿Ya vas a empezar? Te pareces a Patricia; a todo le encuentras puntos negros.

—No digo que no le hables. Sólo que tengas cuidado.

—¿Pero de qué tendría que tener cuidado? Ella se ha portado muy bien conmigo.

—No lo dudo, es más grande. Pero por ahí se anda comentando que es...

—¡Qué! ¿Qué es qué?

—Pues que es de manita caida ; ósea que le gustan las mujeres.

—¡Ay!... ¡Cómo vas a creer!

—Bueno, yo nada más te digo. Luego no digas que no te lo advertí.

—Si si si, te entiendo, pero al menos nunca se me ha insinuado.

—Pues porque aún no se enamora de ti —contestó Rafael, desternillándose de risa.

—¡Oye!... No seas así con ella.

Yo recargué mi cabeza en él y en venganza mordí su hombro derecho. Durante el resto del trayecto Rafa no paró de hacerme bromas. Cada dos por tres se acercaba a mi oreja cariñosamente con la aparente excusa de hacer algún comentario referente a mi persona, pero lo que en realidad me confesaba eran sus deseos de bajase del autobús e ir al baño; luego tomaba mi mano y sin saber si era deliberadamente consciente, se ponía a acariciarla como lo haría un enamorado, sólo para ver mi rostro de ilusión, partirse de risa y decirme que mi mano era más áspera que la superficie de una lija. Sus bromas, lejos de hacerme sentir mal, tenían el efecto del sano humor. No dejé de reír hasta que él, sin previo aviso, pidió la parada al chofer, tomó mi mano y me jaló como si fuera su novia.

Yo no protesté. Nos habíamos bajado dos cuadras antes del hospital general. Caminamos en silencio, todavía tomados de la mano. Me sentía rara, pues yo consideraba a Rafa como mi mejor amigo, jamás en mi vida lo había imaginado de otra manera. Sin embargo, al estar a su lado experimenté una sacudida emotiva de gigantescas proporciones. No se trataba de atracción física ni de morbo alguno, era más bien la manifestación de un sentimiento que había estado atrapado dentro de mí, pero que se había abierto con la misma naturalidad con que lo hace el capullo de una rosa. Supe en ese instante que estaba enamorada de mi mejor amigo. A su lado me sentía protegida y aceptada, pero sobre todo, segura de mi misma, algo que jamás conseguí de ninguna otra manera.

Al llegar a la puerta del hospital nos encontramos a Patricia sentada en una de las bancas de la pared, hablando por su celular. Cuando nos vio llegar, instintivamente Rafa y yo nos soltamos de las manos como si hubiésemos recibido una descarga eléctrica. Debimos tener el rostro colorado porque ella dejó de hablar, sonrió y nos miró con suspicacia. Luego se levantó y rio de forma abierta, abrazándonos a ambos con alegría desbordante.

—¡Amiga! ¿Pero qué te hiciste? ¡Te vez hermosa! —Gritó Patricia, llena de alegría, apartando a Rafa para abrazarme sólo a mí.

—Sí, también estoy aquí —masculló Rafael, haciéndose el ofendido.

—No seas nena, ven para acá. Qué gusto verte a ti también. Ya vi que andas de perro lángaro detrás de mi amiga. ¡Por fin te animaste!

—No… Yo no…

El rostro de Rafa enrojeció, lo mismo pasó conmigo. El momento era embarazoso.

—¿Cómo está tu papá? —Pregunté tratando de salir del atolladero—. Venimos a ver si se ofrecía algo.

Ella nos examinó con la mirada, extendió los brazos y dijo:

—Pues se me antoja almorzar. ¿Quién me invita?

Mientras los tres íbamos a un restaurante por tortas y malteadas, Patricia nos contó que su padre había salido con éxito de la cirugía, que se encontraba estable, pero que los médicos debían tenerlo bajo observación hasta que pudieran darlo de alta. La invitamos al cine pero rechazó nuestra invitación. Como único sustento en la familia, su madre había tenido que delegar a Patricia y a sus hermanas el tedioso cuidado de su esposo, de modo que ella pasaría el día entero a su lado mientras su hermana mayor la relevaría por la noche.

Nos dijo que no podíamos estar más de una persona en la habitación, de manera que los dos convivimos con ella en el restaurante lo más que se pudo. Hablamos sobre la mala comida que sirven en los hospitales y otros temas ordinarios de conversación. Patricia no volvió a mencionar mi susodicha y secreta relación de noviazgo con Rafael. En medio de risas y bromas, acordamos reunirnos antes de que terminaran las vacaciones. Sin más que decir, nos despedimos en medio de abrazos frente a la puerta del hospital.

Como tenía tiempo de sobra antes de que dieran las cinco, Rafa y yo fuimos a un centro comercial y nos metimos a la primera función de cine que encontramos. La película no fue aburrida, era una comedia animada que nos hizo reír hasta que nos dolió el estómago. Luego dimos vueltas por las diferentes tiendas y compramos un enorme helado que devoramos entre los dos. Yo no recordaba haberla pasado tan bien a su lado, o quizá se debía porque nunca habían salido los dos solos, siempre andábamos junto a Patricia.

Cuando nos detuvimos frente a una tienda deportiva, inseguros de entrar para echar una mirada, reconocimos la silueta de Edwin postrado delante de los estantes examinando las tablas de surf. Ante nuestra indecisión de quedarnos o marcharnos de allí, él debió sentir que lo observábamos porque giró la cabeza en nuestra dirección arqueando los ojos en señal de sorpresa. Mi corazón latió muy deprisa; sentí que se detenía. Al instante apareció Mariana junto a él, y sin reparar en nuestra presencia, le echó los brazos encima y lo besó. Yo me quedé atónita, agachando la cabeza para ocultar mis celos. Al principio Edwin parecía incómodo con la situación, pero debió ser que Mariana besaba muy bien porque segundos después la tomó de la cintura y se dejó llevar, olvidándose de sus dos espectadores.

Pensé que después de eso ya nada podría sorprenderme, hasta que ocurrió lo inesperado. Rafael me tomó del mentón y, sin decir una sola palabra, se acercó para unir su boca a la mía. Yo me quedé petrificada, con los hombros tensos y los puños crispados a causa de la sorpresa, no obstante, cautivada por su gracia y atrevimiento. No pude menos que corresponder a la dulce sensualidad de su boca, corrigiendo sus torpes movimientos al amoldar mis labios a los suyos para hacer de aquel beso algo único, perfecto, sin mancha. Olvidándome por completo del lugar en el que estaba y de la gente que pasaba a nuestro alrededor, le eché los brazos al cuello mientras él rodeaba mi cintura con sus temblorosas manos.

No supe cuánto debió durar aquello, lo que si supe fue que cuando me separé de Rafa, Edwin y Mariana ya se habían marchado. Me sentí acalorada y muy confundida por mis sentimientos. Por una parte se trataba del chico que me gustaba de toda la vida, y por otra, de mi mejor amigo, aquel a quien conocía desde mi infancia en la primaria. Azorada, lo miré con ojos radiantes y le pregunté sin ser consciente de lo ingenua que sonaba:

—¿Funcionó, verdad?

Rafa frunció el entrecejo sin entender mi pregunta. En su mirada creí atisbar una gran tristeza y desilusión que trató de ocultar mediante una sonrisa forzada.

—Sí… Funcionó —dijo él, poniéndose colorado.

—Ven, vámonos de aquí —le dije radiante, después de haberle regresado una de tantas a Edwin, lo tomé de la mano y salimos del centro comercial para tomar el primer taxi que encontramos.

Le entregué un papel al chofer con la dirección de la calle donde estaba el hotel y nos pusimos en marcha. Durante el trayecto no solté la mano de Rafael, quien misteriosamente se mantuvo callado, ajeno a sus bromas.

—¿Que tienes? —le pregunté con ternura en la voz.

—Nada. Estoy bien.

—¿Seguro?

—Seguro.

Sin poder contener mis sentimientos por él, me acerqué y lo besé en la mejilla, apoyando la cabeza en su hombro.

El taxista nos dejó en una calle contigua a la del hotel, tal como lo había pedido para que mi amigo no sospechara nada. Tomé a Rafa de la mano y lo conduje como se puede conducir a una mascota, dócilmente y sin protestar. Él insistió en que yo le dijera a dónde íbamos, pero sin darle un argumento convincente, seguimos caminando hasta toparnos con la banca de una parada de autobús que quedaba frente al hotel El imperio, siendo una de las cosas que había obviado el establecimiento: la discreción. Allí nos detuvimos a esperar. En el reloj de mi celular iban a dar las cuatro cuarenta y cinco de la tarde.

Yo me encontraba nerviosa mirando hacia el hotel. Rafa se mantuvo suspicaz e hizo toda clase de preguntas a las que no supe qué responder. Me tomó la mano y la estuvo acariciando durante un largo rato. De nuevo me atrapó aquel extraño sentimiento. Me pegué junto a él y recargué la cabeza en su hombro sin quitar el ojo del lugar; Rafael me abrazó y comenzó a llenar mis manos con dulces besitos. Mi piel se hizo chinita.

Cuando estaba pensando que ninguno de los dos se presentaría a la cita, vislumbré a lo lejos un taxi cuyos únicos pasajeros eran una pareja de hombre y mujer. El coche se metió en al carril izquierdo y esperó el cambio de luces para atravesar la calle, mi cuerpo se heló. Reconocí a la pareja que iba en su interior. Ninguno se preocupó de mirar a su alrededor, siendo aquella una mala costumbre que se adquiere con la rutina. El taxi se puso en marcha metiéndose al hotel en cuanto las luces del semáforo le concedieron el paso. La mujer y el hombre que no esperaron a estar dentro de las cuatro paredes de una habitación para besarse con pasión, eran mi madre y mi primo.

—¿Qué esos no son tus madre y tu…? Primo… —dijo mi amigo, bajando el timbre de su voz nada más para darse cuenta de que había metido la pata. Ahora hasta Rafa lo sabía.

No contesté. Inmediatamente mis ojos se anegaron en lágrimas sin ningún sonido que delatara lo que en realidad estaba sintiendo. Mi garganta era un nudo. Me puse de pie con los puños crispados como encarando aquel lugar de pecado. Miles de pensamientos invadieron mi mente en un segundo; todos los días en que mi madre llegaba noche con la excusa del trabajo, o cuando mi primo se ausentaba seguramente revolcándose con ella o con su novia en ese mismo asqueroso cuarto de hotel. Me pregunté cuanto tiempo hacía que mantenían su romance incestuoso en secreto, o el momento en el que habían iniciado su revolución de perverso placer. ¿Quién habría incitado a quién? ¿Santiago lo sabría o era sólo una víctima de aquel encuentro clandestino entre tía y sobrino? Esa tarde no supe si odiaba más a mi madre por meterse con el hombre al que había entregado mi virginidad o a mi primo por envolverme con sus mentiras.

—Y yo que creí que querías llevarme allí pero que no sabías como planteármelo —dijo Rafael en una de sus acostumbradas bromas. Yo lo miré con desdén, aun con los ojos húmedos—. Lo siento, soy un insensible.

Nos encontrábamos sentados en la cama individual en el cuarto de su casa. Tras el penoso y fatídico descubrimiento protagonizado por mi madre y mi primo, mi hogar era el último lugar en el que deseaba estar. Me recosté con la mirada fija en el techo pensando en lo que ocurriría de ahora en adelante. Había muchas cosas que mi pecho deseaba liberar, pero al mismo tiempo no estaba segura de tener el valor para hacerlo. Sin darme cuenta hasta ese momento de cuan profundamente me había afectado, fui consciente de que lo que en realidad sentía, era miedo. Miedo a ser descubierta de la misma forma en que yo los había descubierto a ellos. Miedo a ser como ellos.

—Jamás imaginé que tu mamá y tú primo se entendieran de esa manera —dijo él con la decepción dibujada en su rostro.

—No quiero hablar de eso —corté tajante, casi queriéndolo golpear.

Nos quedamos callados durante unos minutos. Me hice ovillo en su cama y lloré en silencio. La soledad que me embargaba era abrumadora. Rafa, sin ninguna mala intención de su parte, se recostó a mi lado y me envolvió con sus brazos. Él respetó mi intimidad. Estaba allí pero no como un pesado lastre, sino como alguien que me amaba incondicionalmente, invisible y a la vez palpable en todos los sentidos, fiel a lo que fuera que nos unía. Estuvimos así mucho tiempo, yo llorando y él cubriéndome con su calor.

—¿Sabes qué es lo peor de todo, Rafa? —me atreví a decir—. Que a ese hijo de su puta madre le di mi virginidad —confesé y de inmediato sentí un nudo en mi garganta. No pude evitar romper en llanto—. Ese... ¡Estúpido!... ¡Hijo de puta!... ¡No sabes cuánto lo odio!

Tratando de controlar los insultos que salían de mi boca como si fuera una ametralladora, intenté frenar mi ira para que los padres de Rafael no nos escucharan desde el piso de abajo. Mi amigo tomó mi rígida mano derecha y la acarició con suavidad. En ningún momento trató de hacerme entrar en razón, sino que se mantuvo al margen, escuchando mis quejas.

—Rafa... Tuve sexo con ese imbécil, ¿puedes creerlo? ¡Le entregué mi virginidad!

Tras un rato de valiente espera por parte de mi amigo, mi furia se desvaneció. Supe que Rafa había actuado con inteligencia, pues de haber intervenido tratando de calmar mis ánimos con palabras de aliento, lo más seguro es que me hubiera desquitado con él, lastimándolo de la manera más cruel inimaginable.

—Gracias por estar conmigo —le dije entre lágrimas—. No tienes una idea de lo mucho que necesitaba hablar con alguien. Me duele en el alma.

—¡Shhhh!... No digas nada. Sabes que puedes contar conmigo.

Me separé para reacomodarme y quedar frente a él, a escasos centímetros de su cara. Lo miré a los ojos con todo el sentimentalismo que me era posible.

—Tenía miedo por lo que fueran a pensar de mí, es por eso que no me atrevía.

—Si te sirve de consuelo, yo me besé con mi prima —dijo Rafa con naturalidad.

Supe que decía la verdad, pero por algún motivo, sus palabras tuvieron el efecto de una broma. Sin poder contenerme, me encontré riendo entre lágrimas.

—¿Por qué te ríes? Lo mío también es serio —espetó Rafa haciéndose el ofendido.

—No sabes cuánto te amo —le dije con una sonrisa sincera, totalmente agradecida por estar en ese momento a mi lado.

—No juegues con eso, hieres mis sentimientos —bromeó.

Sin saber por qué lo hice, me aproximé a mi amigo y lo besé en los labios. Fue un beso cortísimo, casi un roce húmedo que duró lo que una lagrima tarda en resbalar por las mejillas.

—Daniela...

—¿Sí?

—Hay algo que quiero decirte… Pero no sé si sea el momento adecuado.

—Dilo…

Respiró profundo y lanzó un suspiró pesado, como quien se dispone a sumergirse en agua helada. Entonces lo dijo con voz fuerte y clara:

—Estoy enamorado de ti.

—¿Qué?

—Joder… Que estoy enamorado de ti. Por favor, no lo hagas más difícil —volvió a decir.

Yo me erguí para quedar sentada en la cama. Rafael hizo lo mismo. Ambos nos miramos con fijeza, mi amigo con preocupación en el rostro, yo con sorpresa.

—Estoy enamorado de ti, Daniela —repitió—. Me gustas mucho. Eres la chica más fantástica que he conocido y…

No lo dejé terminar. Lo tomé de la mejilla y lo besé, fundiendo mi boca a la suya en un beso suave y de matices delicados. Sin separarme de sus labios, nos dejamos caer de nuevo en la cama para continuar con la romántica labor en la que nuestras lenguas ya tomaban parte en aquel juego. Crucé la pierna al otro lado de su regazo y en un segundo quedé encima de su rígido pene. Rafael se mantuvo con los codos apoyados en el colchón como si temiera caerse. Le cogí la mano que tenía puesta en mi cadera y la coloqué en uno de mis pechos. Al principio mi amigo no se atrevió más que a rosarlo con movimientos apenas imperceptibles mientras nos comíamos la boca, pero en cuanto me separé de su boca para bajarme la parte superior del vestido dejando a la vista mis enormes senos, el deseo se dibujó en su mirada. Al instante supo lo que deseaba: osadía. Sin perder más tiempo y como un niño que abre desesperado un regalo, comenzó a palpar mis pechos con torpeza pero sin hacerme daño, rosando las puntas de mis erectos pezones con los pulgares. Eso me encendió al instante; me sentí húmeda. Sin previo aviso y ante lo atónito de su mirada, dirigí mis manos hacia su pantalón y liberé su herramienta. Era un pene que rosaba la media, cuatro centímetros menos que el de mi primo. No obstante, el tamaño no me decepcionó, el sentimiento que tenía por aquel chico era tan grande que su pene me pareció de lo más atractivo. Agarré su caliente y palpitante vara y lo miré a los ojos con malicia.

—¿Tus papás entran a tu cuarto sin tocar? —pregunté.

Rafael asintió nervioso con apenas un ligero movimiento de cabeza.

—Déjame ponerle seguro a la puerta, ¿sí? —suplicó.

Me hice aun lado. Rafa se puso de pie y puso el seguro a la puerta mientras yo dejaba caer mis zapatos al suelo. Luego se acercó al estero, de su colección de discos seleccionó uno con la tapa quebrada, lo puso a tocar; casi al instante rezumbo por las cuatro paredes de la habitación una balada en electrónica a todo volumen, cantada por la voz en ingles de una joven: “ Me levanto por la mañana. La luz brilla. Estoy solo. Atrapado en el espejo. Lagrimas derramándose diciendo que te has ido. Soñando con el mañana…”

Me acerqué a Rafa, le eché los brazos al cuello y lo volví a besar. Mi amigo se aventuró a recorrer mi espalda desnuda, descendiendo por mi cintura hasta colocar sus manos sobre mi trasero, causando que mi vestido cayera al suelo. Yo le saqué la camisa y le ayudé a quitarse el pantalón en cuanto se sentó sobre la cama. Dejé los lentes en una de las esquinas del escritorio donde tenía la computadora y me arrodillé delante de mi amigo todavía con la braguita puesta. Contemplando su pene, se lo agarré. El momento era mágico, sublime. No se trataba del mero acto de dominar al otro, sino de acompañarlo sabiendo corresponder a cada una de sus caricias con la misma medida.

—¿Tienes un condón? —le pregunté.

—Si….

Sin esperar respuesta de mi parte se apresuró a sacar de su pantalón la cartera en la que guardaba en su interior un arrugado y aplastado preservativo. Con los nervios reflejados en los torpes movimientos de sus manos, intentó abrir la envoltura sin conseguirlo. Yo me reí de su embarazosa situación. Le quité el condón de las manos y lo abrí, extrayendo el enrollado látex delante de sus ojos. De pronto me quedé embelesada pasando la vista del condón hacia su pene, absorta en un pensamiento.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —me preguntó Rafa con preocupación.

—Nada. Sólo que… —dije dudosa, pero finalmente me atreví a revelar mis deseos— ¿Te gustaría que te la chupara?

“Estoy tan enamorada de ti. Sabes que es cierto, chico. Ven a mis brazos… No digas “lo siento”.” , continuaba la melodía.

—No-no lo sé. Es que… Nunca lo he hecho —confesó Rafa.

—¿Quieres decir que aun eres virgen?

Él asintió. Mi sorpresa fue total. Jamás había dado importancia a la vida sexual de mis amigos, ese era un tema del que casi nunca hablábamos.

—¿Sabes?... Siempre creí que mi primera vez sería contigo.

—¡Qué!.... ¿Conmigo? ¡Eres un depravado! ¡De seguro te masturbabas pensando en mí! —afirmé haciéndome la ofendida.

La sonrisa que se dibujó en el rostro de Rafa me confirmó hasta qué punto había pensado en mí de forma insana.

—¡Eres un puerco! —le reclamé—. Ahora nunca sabré si cuando me abrazabas lo hacías con cariño o con morbo.

—No Daniela, no pienses eso —se apresuró a decir con seriedad—. Sí, es verdad que me masturbaba pensando en ti, pero luego de que, ya sabes… Eyaculaba. Yo terminaba sintiendo culpa, pues tu eres mi mejor amiga.

—Yo creí que tu mejor amiga era Patricia.

—En eso también te equivocas, tú eres mi mejor amiga. Eres tu quien me gusta, es lógico que seas la primera en todo.

Su revelación me causó una oleada de supremacía y exclusividad. Que yo fuera el primer pensamiento en un chico, la que se anteponía ante cualquiera, era algo nuevo para mí, aquello me hizo sentir dichosa.

—¿Patricia sabe algo de esto? —le pregunté.

—¿Que me masturbaba pensando en ti? No, como crees. Ella sabe que tú me gustas. De hecho fue ella quien me dijo que te me declarara. ¿Recuerdas cuando te invitamos a la última posada de navidad? Ese día pensaba pedirte que fueras mi novia, pero tú no apareciste. No sé qué pasó ese día.

Yo sí sabía lo que había ocurrido, lo tenía presente a diario, y ese era el motivo por el cual me sentía mal dados los resientes acontecimientos que involucraban a mis dos familiares más queridos. Sin que ese día hubiese tenido oportunidad de saberlo, había renunciado a un momento inigualable con mis mejores amigos por retozar como una puta en manos de mi primo. Quizá de haber asistido a aquella cita, mi vida habría sido muy diferente de lo que es hoy en día. No obstante, ante tales circunstancias, sólo había una cosa que podía hacer para menguar la culpa que amenazaba con devorarme.

—Siento mucho no haber llegado ese día —comencé a decir—, pero ya que estamos aquí…

“Mi corazón se partirá en dos, chico. Una canción de amor para ti, chico. Las estrellas, en la noche, ¡brillan por tu amor!”

Lo iba a hacer. Aquello no suponía un gran sacrificio, de hecho la idea me encantaba, había cierto amor en el ambiente aunado a una etérea carga de morbo al tratarse de mi mejor, con quien compartía una historia en común desde que tenía memoria, sin embargo…

—Por favor… Que Patricia no se entere de esto —dije y, acto seguido, agaché la cabeza para engullir hasta el fondo de mi boca aquella preciosa verga, que debido a que había perdido dureza no me resultó imposible tragar.

—¡Dani!... —susurró Rafael con las manos apoyadas en el borde de la cama.

Deslizando mi lengua por todo su tronco me saqué el pene de la boca para volver a hundirlo hasta mi garganta sintiendo como al estimular su glande con la gracia de mi lengua, su pene cobraba dimensión. Con la mano apoyada en su muslo y la otra sosteniendo en alto el impoluto preservativo, prácticamente comencé a masturbarlo sin necesidad de agarrar su aparato. Yo bajaba y subía la cabeza introduciendo su falo como toda una experta, arrancando los gemidos que fueron ahogados por las notas finales de la canción. “ Las estrellas, en la noche, ¡brillan por tu amor!”

Rafa abrió los ojos y me miró con el semblante desencajado, seguramente queriendo alargar el momento para que jamás terminara. Yo deseaba lo mismo, de modo que me saqué el pene de su boca y le pregunté­

—¿Te gusta?

—Sí… Lo haces de maravilla.

Supe que tenía que poner un tapón antes de que se le ocurriera correrse, lo sabía por el tono de su voz y las palpitaciones crecientes en su pene.

—Creo que esto ya está listo —dije—. Tienes un pene muy bonito.

—¿Enserio?

—Enserio. Es blanquito, sin mucho pelo, ni grande ni chico. No sé, ¡me encanta! ¡Ten, ponte el condón!

Inició una nueva canción, interpretada por la misma joven que interpretaba la balada electrónica. “ Caminando solo a través de la playa, sintiéndome perdido e incompleto, todo lo que hago es extrañarte… ” Rafa cogió el preservativo con sus dedos y lo puso sobre su brilloso glande. Vaciló un instante sin saber qué hacer. El condón quedó totalmente embotellado al momento de querer bajarlo para cubrir el tronco.

—Haber… Déjame ponértelo —se lo arrebaté de la mano y lo examiné. Le di la vuelta al látex y lo coloqué sobre la punta de su pene aplastando la bolsita donde se almacenaba el semen—. Eres un tonto Rafa —dije, desenrollando el condón hasta revestir toda la base haciendo que sobrara un poco— ¿Vez? Así se pone. ¿Qué nunca ponías atención en las pláticas de educación sexual que nos daban en la secu?

—No manches, siempre me ponía muy nervioso cuando me pasaban al frente, yo creo que por eso nunca se me grabó nada —confesó—. Ya vez que todos se burlaban de mí cuando me hacían usar ese pene de plástico.

Yo me empecé a reír, recordar esa desastrosa anécdota me hizo revivir cosas que se hallaban muy ligadas a la época en que me consideraba una niña inocente que desconocía por completo el aspecto mórbido del mundo.

—Y bueno… ¿Ahora qué sigue? —preguntó Rafa mirándome a los ojos con expresión inquisitiva.

—Pues… Ya que estamos aquí…

Me despojé de la mojada braguita apartándola a un lado. Le di un empujoncito a Rafa y me trepé sobre sus piernas, agarrando su aparato para guiarlo hacia mí ya inundada vagina. Sin más preámbulos me dejé resbalar clavándome hasta el fondo aquella ardiente estaca, sentí una punzada de placer que me recorrió la espina dorsal hasta erizar los pelos de mi nuca. Me quedé quieta un instante dejando que mi invasor se acostumbrara al calor que manaba mi cuevita.

Rafa bufaba de placer. Cogí sus manos y las llevé a mis pechos. Él los amasó con decisión mientras yo comencé a moverme en cirulos sobre su pene buscando dar mayor profundidad a sus penetraciones. Mi amigo pareció comprender lo que deseaba, así que acompañó alzando sus caderas para aumentar el ritmo que como un río caudaloso unido al mío, me hizo sentir la gloria. Aquella fue una experiencia completa, hechizante. Me sentía dominada por un erotismo tan intenso, un amor exacerbado ligado al deseo sexual desmedido, era como estar poseída por dios y el diablo al mismo tiempo. No podía parar. “ Todo este tiempo he estado enamorado de ti, no sé qué hacer. Ven a mi lado y lo haremos bien. Los miedos caerán, lo sabes, es verdad, estoy perdido, castillos blancos en el cielo. Ven aquí y tómame .”

Entonces, cuando todo parecía ir viento en popa, la verga de mi amante convulsionó y los gemidos entrecortados de mi amigo me anunciaron el final de aquella contienda. Rafa se había corrido, pero yo seguía todavía muy caliente. Mientras la verga de mi amigo escupía los últimos chorros de caliente esperma que quedaron atrapados en el interior del condón, aumenté el ritmo de mis movimientos saltando de arriba abajo como una jineta desesperada que busca acortar la distancia hacia su meta. Lamentablemente no la alcancé. El pene de Rafa no demoró en desinflarse.

Había sido una excelente pero frustrante sesión de sexo. Rafa me atrajo hacia él tratando de recuperar el aliento. Me abrazó y me besó en la frente. Debí estar furiosa con él, pero las palabras que me dijo después ayudaron a compensar el que me dejara a medias.

—Gracias por este momento mágico, gracias por regalarme mi primera vez. Gracias por todo… princesa.

“Me dijo princesa”, me repetí a mí misma sintiendo una oleada de cariño avasallador. Lo miré a los ojos con dulzura y lo besé.

—Te quiero Rafa —le dije, y mis sentimientos por él jamás fueron tan claros como en ese momento.

Permanecimos callados largo rato, vislumbrando los últimos rayos de sol que entraban por la ventana mientras el estéreo reproducía el final de la canción… “ Los miedos caerán, lo sabes, es verdad, estoy perdido, castillos blancos en el cielo. Ven aquí y tómame .”

—Oye Dani… —me preguntó Rafa con aparente nerviosismo.

—¿Si?... —ya me sentía algo somnolienta.

—¿Quieres ser mi novia?

Su pregunta me sorprendió tanto que no supe que decir. Me senté sobre la cama para mirarlo. Él hizo lo mismo pero inmediatamente replanteó su petición como temiendo haber metido la pata.

—No tienes que decidirlo ahorita. Piénsalo. Pero piénsalo bien, ¿sí? ¿Me prometes que lo pensarás?

No supe por qué sonreí. Jamás imaginé a Rafa como mi novio. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si eso terminaba por arruinar nuestra amistad? “Cierto, ya hemos tenido sexo, no sé qué otra cosa puede ser peor, Daniela”, me dije a mi misma, sin ser consciente de hasta qué punto podría afectarnos el tener relaciones sexuales.

—Está bien, Rafa, lo pensaré —le dije—. Bueno, ya debo irme. No debo abusar de la bondad de mi madre que de seguro…

De pronto recordé que me había olvidado por completo de que estaba enojada con mi madre por tener sexo con mi primo a mis espaldas. Ese recuerdo me golpeó anímicamente. Sentí una fuerte opresión en el pecho. Consulté mi reloj, iban a dar las siete de la tarde.

—Debo irme, después hablamos —dije a sabiendas de que en ese mismo momento era posible que mi madre aun estuviera en aquel cuarto de hotel. Mi envidia regresó. Sentí celos.

Recogí mi ropa y me vestí. Me retoqué el pelo un poco, me acerqué a Rafa y le di un escueto beso de despedida en la mejilla, dejándolo con toda la carga de mi repentino cambio de humor.

—Nos mensajeamos al rato, ¿sí? —dijo, pero yo ya salía por la puerta de su habitación con la prisa del alma que lleva el diablo.

Al abandonar su casa y caminar por la banqueta hacia el sitio de las combis, mi corazón palpitó muy de prisa. Me detuve de pronto cuando me asaltó un pensamiento. Si mi madre podía coger con quien fuera, entonces yo podría hacer lo mismo. Mi espíritu revanchista nació. Metí la mano en el bolso y extraje mi celular.

Con dedos torpes producto del nerviosismo y de la ansiedad, tecleé un mensaje de texto que decía: “Hola, soy Daniela. ¿Aun quieres que te ayude a elegir el regalo para tu novia?” Escribir esa última palabra en lugar de referirme a su novia como a mi madre fue el resultado de mi enojo, que dejaba explícito el deseo de querer ser mejor que ella, asentando que me valía un comino el parentesco. Luego puse en el destinatario a la persona a quien jamás creí que volvería a dirigirle la palabra y, con el corazón a punto de salírseme del pecho, le di enviar.

Aquella fue una de las tantas decisiones que selló mi perdición.