Luxux 1
Una inocente jovencita se ve inmiscuida en el mórbido sendero del sexo, arrastrada hacia un mundo de lujuria.
Lujuria
(del latín
luxus
: 'abundancia', 'exuberancia')
Es el deseo sexual desbordante. Un
deseo fuera del termino ·querer·.
Es algo que no puedes controlar, que deja a tu razón acorralada y escondida en un recoveco de tu mente.
Es un deseo irrefrenable que te lleva a la locura, y en ese instante te da igual lo que pueda ocurrir.
LUXUX
El patito feo
La noche del Incesto
El día que comenzó esta historia ocurrió de una manera poco convencional y humillante. Al menos para mí, la idea de adorar secretamente a un chico durante los dos primeros años de la preparatoria, de idolatrarlo en silencio tras el asiento de mi pupitre, para un día descubrir, de una manera, igualmente poco común, que era un patán de lo peor, no tiene comparación.
Para mí, Edwin significaba que había dejado de ser una niña. Se podría decir que fue mi primer amor, del que me enamoré locamente como toda jovencita a mi edad que tiende a exteriorizar la belleza. Como el chico más popular de la escuela, Edwin se caracterizaba por cambiar de novia con la misma rapidez con que lo hacía con la ropa. No hay mucho que decir con respecto a él, salvo que era un mujeriego de lo peor. Las chicas que nos moríamos por él lo sabíamos y no nos importaba, decidíamos ser cómplices de aquel juego absurdo en el que competíamos por demostrar quien duraba más tiempo a su lado.
Sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época en que yo me consideraba una entre un millón, y lo digo de ésta manera ya que en aquel entonces mi autoestima con respecto a mi imagen se encontraba por los suelos. A consecuencia de la estampa de patito feo, como solía decirme la gran mayoría en la escuela, me había vuelto introvertida, insegura y tímida, una jovencita que solamente podría aspirar a los mismos chicos de su condición.
Quizá por ello me hice de los dos mejores amigos que pudieran existir, Patricia y Rafa. Ellos eran como yo, chicos libres de populismo escolar pero esclavos retraídos del sentirse miserables, siempre con la idea de poseer cualidades que no teníamos y que sobrepasaban a las del común de los llamádos “chicos bonitos”. Toda esa dualidad cuerpo-mente se truncó cuando me hice adepta aprendiz de un nuevo sistema de creencias que iba en contra de todo cuanto había aprendido y experimentado. Es por ello que con ánimo carente de ambición y con un propósito específico, me vi obligada a relatar los sucesos que generaron un fuerte impacto en mí como parte de los profundos efectos de la socialización. Tal vez si hubiese tenidos diez años más durante la época en que tuvieron lugar tales sucesos, no habría dado pie a tantas locuras, pero esa es mi tarea, restablecer lo perdido de la mejor manera posible.
Estábamos Patricia, Rafa y yo en la cafetería de la escuela, formados detrás de una larga fila de alumnos que esperaban turno para coger el almuerzo de las bandejas de comida del mostrador.
—Mira, Dani... ¿Ya viste quien está allí? —dijo Patricia, señalando al chico que estaba al frente de la fila sirviéndose en la bandeja una gran cucharada de arroz blanco y un pan, en tanto la obesa cocinera terminaba de añadir una porción de estofado de res en el espacio vacío—. Se ve que aun te derrites por él.
No le respondí. Me quedé observando al chico completamente embelesada. Edwin me llevaba una cabeza de altura, era de constitución fuerte, piel clara y cabello ondulado color negro azabache; de facciones angulares y nariz recta, coronando su figura con una mirada profunda y desafiante, de encarnados ojos marrones. Siempre que me encontraba con él, me hacía sentir pequeñita, mi corazón se aceleraba y el tiempo parecía detenerse.
—Si le tomas una foto jamás se hará viejo —dijo Rafa con tono guasón.
No le reñí. Mi coraje se centró sobre la pelirroja que lo esperaba junto al mostrador con la bandeja casi vacía. En cuanto Edwin se puso a su costado, la chica se recargó en su hombro como una gatita mimosa en busca de caricias.
—Mírala, se ve que Mariana no pierde el tiempo —dijo Patricia apretando mi muñeca.
Me erguí con el rostro malhumorado, llena de celos. Aunque Mariana no era su novia oficial, en toda la preparatoria se rumoraba que cada que Edwin terminaba una relación, Mariana se valía de ello para montárselo. Yo aún no había tenido relaciones, y no es que deseara estar en su lugar, pero de alguna forma, mi orgullo de chica se sentía mancillado al no atreverme ni siquiera a decirle un hola.
—Es una zorra —mascullé entre dientes.
—¡Ay Amiga! No sé para qué te molestas si sabes que es una ofrecida y una puta. ¿Sabías que el viernes que Edwin terminó con su novia se fue con él y sus amigos a em-borracharse a la alberca?
—¿Y qué pasó?
—Más bien qué no pasó —lanzó ella con tono despectivo—. De por sí tiene pésima reputación; de puta no la bajan. Dicen que ya abortó dos veces.
—Venga Patricia, ¿Cómo puedes creer todo lo que dicen?
—Es neto . Dalila, la del quinientos uno, me dijo que su hermano estuvo saliendo con ella y que durante ese tiempo hubo de todo. La cosa es que su hermano le pidió consejo ya que Mariana quedó embarazada, y mira que el hermano de Dalila ya está muy grandecito.
—¿Y qué fue lo que pasó? —pregunté con interés.
—Pues que no lo tuvo, ¿qué más sino? Dalila le dio a su hermano la dirección de una clínica que está por el centro de la ciudad. Lo único malo es que el chico gastó todos sus ahorros para pagarle al médico, fin de la historia. Sus papás nunca se enteraron. De haberlo hecho, siendo muy católicos, no habrían permitido tal cosa.
—¿Y tú crees que ella estuvo embarazada del hermano de Dalila?
Patricia rio despectivamente. Rafa suspiró y se llevó la palma de la mano a la frente en señal de reprobación.
—Aquí vamos otra vez —dijo.
—Así es, y si no quieres escuchar mejor enciérrate en el baño de señoritas —hilvanó mi amiga haciéndose la ofendida.
—Tal vez un día lo haga.
—Tal vez ese día te den una bofetada.
—Tal vez valga la pena esa bofetada.
Patricia lanzó un bufido de exasperación. Iba a protestar pero la interrumpí.
—Cállense, aquí vienen —dije.
Mi corazón latió como siempre lo hacía cada que lo tenía cerca. Lo miré a los ojos durante unos segundos y entonces terminé por inclinar la cabeza; la timidez era una de las peores cosas que detestaba de mi persona, lo consideraba una debilidad. Quizá fueron los nervios o lo apretujado del lugar tras la llegada de más alumnos al comedor que di un paso hacia delante y tropecé, golpeando el borde de la bandeja de Mariana y derramando el con-tenido del recipiente sobre mi cabeza, provocando una oleada de hirientes explosiones de risa, permitiendo que hasta el más distraído se diera cuenta de lo sucedido.
Permanecí de rodillas frente a todos, limpiando mi cabello del caliente estofado. Edwin me miró avergonzado mientras la boca de Mariana se soltó a lanzar quejas como si salieran de una ametralladora.
—¡Eres una inepta, escuintla babosa! ¡Mira como me has manchado la falda, estúpida!
—Lo-lo-lo siento —balbucí temerosa. Me sentía terriblemente humillada, quería llorar, salir huyendo, desaparecer: cerré los ojos creyendo estar en una pesadilla, pero no era así. En cuanto los abrí, vi a la misma chica de cabellos rojos hecha una furia, con la bandeja vacía oscilando peligrosamente cerca de mi cara.
Todos a mí alrededor se habían congregado en un círculo y estaban expectantes a lo que pudiera ocurrir. Incluso mis amigos parecían ser parte indivisible del lugar, pintados para no sentir ni decir nada.
—¡Ningún lo siento eres una tarada!
—Ya, Mariana, déjala en paz —intervino Edwin, más apenado por el arrebato de ira de su amiga que por lo sucedido—. Ella se tropezó y ya está. No tienes porqué insultarla así.
—¡No, suéltame, ésta idiota me las va a pagar!
Rafa se acercó, me tomó del brazo y me ayudó a levantar. Sacó varias servilletas del bolso de su pantalón y sin decir nada comenzó a limpiarme la cara.
—¡Ya, Mariana, tranquilízate! —insistió Edwin, esta vez dejando su bandeja con uno de sus amigos para sujetar a su amiga por la cintura y evitar que se me lanzara encima.
—¡Suéltame, verga, o te dejo de hablar! ¡Que me sueltes, pendejo!
Le quité una de las servilletas a Rafa y me limpié cerca del ojo derecho; me ardía mucho, al igual que el golpe en las rodillas, pero no me importó. Con los ojos llorosos, reuní el poco aplomo que me quedaba y le dije de la manera más serena que pude:
—Mariana, perdóname por favor... Te pagaré tu comida y te lavaré la falda. Pero ya no estés molesta conmigo.
—¿Crees que dejaré que tus sucias manos toquen mi ropa, maldita fea? —lo que siguió fue una sarta de las peores cosas que me han dicho en la vida. Dijo que mis padres me habían hecho sin amor y que por eso parecía un adefesio, que ningún hombre en su sano juicio, borracho o demente, se fijaría en mí. Luego me llamo “patito feo”, coronando su insulto con un certero escupitajo en la cara.
—¡Vieja pendeja, te voy a romper la madre! —gritó mi amiga patricia saliendo en mi defensa.
Rompí en llanto y empujé a la gente para echar a correr, ignorando a mi amigo Rafa que gritaba mi nombre detrás de mí. Yo tenía mi intento inflexible por no dejarme seguir pisoteando, si es que aun podían hacerlo más. Dejé la cafetería hecha un mar de llanto para atravesar la cancha de básquetbol donde algunos alumnos jugaban futbol, crucé los jardines hasta los baños y sin importarme que hubiese dos chicas en los lavabos, me encerré en el último cubículo a llorar. Lloraba, pero lloraba de coraje. No por el incidente con la bandeja, sino por lo que me había dicho aquella estúpida pelirroja. Si era fea, no tenía la culpa de haber nacido así. Y desde luego, mi papá, que había muerto por un problema del corazón cuando yo iba en cuarto año de primaria, había querido mucho a mi mamá. No me cabía la menor duda de que había sido concebida con verdadero amor.
Mientras me batía en llanto como María Magdalena en las cumbres del calvario, una voz masculina invadió los rincones del recinto para mujeres.
—Disculpen chicas, lo siento, debo hablar con mi amiga —se apresuró a decir Rafa.
—Adelante, señorita —le contestó una chica con tono irónico.
—Jaja, muy graciosa —Rafa esperó hasta que las chicas abandonaran el baño para poder hablar—. Dani, yo… Tú… Bueno... No sé por dónde empezar.
—Vete de aquí —le dije molesta por su atrevimiento.
—No, escucha. Esa chica es una tonta, una hueca de lo peor… Y no tiene más sentido común que un sapo. Sí, es muy bonita físicamente, pero tiene tan podrida el alma que no me extrañaría encontrar buitres volando a su alrededor —hizo una pausa para ver si su referencia a los buitres me hacía reír. Debo admitir que conseguí reprimir una risita; Rafa era muy ocurrente y siempre conseguía sacarme una sonrisa. Mi silencio no lo derrotó—. Escucha Dani... No puedes prestar oídos a alguien así. Sin importar lo que digan, tú eres una persona muy linda y especial y…
Dejó un tiempo lo suficientemente largo como para que yo hiciera una pregunta, pero permanecí callada. Rafa pareció perder el ánimo de continuar.
—¿Puedes hacer que sonría cuando me mire al espejo? ¿No, verdad? —lo reté.
Él no supo que decir. En secreto gocé mi triunfo. En aquel entonces tenía la manía tan generalizada como nociva de coleccionar agravios y usarlos en contra de quienes menos lo merecían, haciendo que el acto de lastimarlos me hiciera sentir bien. Todavía lloraba por lo sucedido pero ya no estaba tan molesta. Sin que mi amigo lo supiera, sin que sus palabras de aliento tuvieran que ver con ello, Rafa había servido para disipar mi coraje.
—Vete, no quiero hablar con nadie —dije tajante.
—Te quiero mucho.
Después se hizo un tercer silencio. Pasó su mano por debajo de la puerta y esperó a que se la tomara, no lo hice. Interpreté sus nobles intenciones como falsa adulación, igual que la de todos los que me rodeaban y decían quererme. Miré su mano con desprecio. Él debió sentir mi rechazo porque retiró la mano y se alejó sin decir palabra.
Cogí un poco de papel higiénico para sonarme la nariz y lloré en silencio durante varios minutos más, dándole vueltas a lo sucedido en la cafetería. Ciertamente, al recorrerse la fila de alumnos, y al entrar varios más en tropel, mis pies se habían quedado atorados y eso había propiciado la caída que culminó en la aparatosa escena que acababa de vivir. Me palpé la cabeza; aún tenía trozos de jitomate y cebolla enredados en el cabello. Me ardía el costado derecho de la frente y la picazón en el ojo aun persistía. No obstante, un cálido recuerdo me arrancó una efímera sonrisa del rostro; el momento en que Edwin había entrado en mi defensa. No importaban las razones por las que lo hiciera, aquel gesto valía una inmensidad. Él me había visto. Por primera vez había conseguido llamar su atención. Luego recordé las amargas palabras de Mariana y como si me hubieran dejado caer un ropero encima, volví a romper en llanto.
Ella era una de las chicas más bonitas de la preparatoria. Lo que me dijo me había dolido en el alma. Si el insulto hubiese venido de mi amiga Patricia, quizá me hubiera dado coraje y me habría defendido a capa y espada, pero tratándose de Mariana, ¿qué podía yo rebatir? Pensé en lo afortunados que debían ser aquellas personas que nacían hermosas. Ciertamente yo no era una de ellas; envidié la suerte que debían tener al robar las miradas en la calle, en acaparar la atención hasta del más distraído, de las miles de oportunidades que se abrían al mundo nada más por ser bellas. Eral tal mi fijación por el aspecto físico que el sólo hecho de recordarlo me hacía sentir un nudo en la garganta.
Estaba a punto de volverme a sonar la nariz cuando unas voces atrajeron mi atención.
—¿Viste como quedó su cabello? Estaba hecho un asco. Bueno, tampoco es que haya mucha diferencia con su cara, pero por dios, debiste ver su expresión. Pobre niña tonta.
—Sí, que oso. Creo que me dio más pena a mí —dijo una segunda chica; no reconocí su voz—. Lo bueno es que no se dio cuenta que fui yo quien le metió el pie.
Las dos se soltaron a reír. Yo me quedé congelada al oír aquella confesión. Permanecí inmóvil al otro lado de la puerta; quise mirar por debajo para saber quién había sido la idiota que me había hecho pasar el mal rato pero, por algún motivo, me contuve. Aguardé en silencio, contrayendo los músculos de la mandíbula para no gritar de coraje.
—Nunca se da cuenta de nada, es una boba —musitó la primera—. Y lo peor que de fea no la bajaron, le habría convenido más quedarse callada.
—Es que sí, si la pobre se arreglara un poquito y no llevara esos feos suéteres que suele traer. Hasta gorda se ve.
—Y luego esos lentes que usa. Seguro dirá: ¡Virgen hasta la muerte!
Una segunda oleada de risas estalló, esta vez más intensa que la anterior.
—¿Crees que aun sea…?
—¿Virgen? ¡Cómo crees! Lo dudo. Con lo feíta que está a lo mejor se dejó coger por cualquier Güey.
—No… ¿O sí? No se ve golfita —observó la segunda chica.
—No estás tú para saberlo ni yo para contarlo, ¿verdad? Pero aquí entre nos, Eulogio, su ex, me contó que ya no es virgen —dijo su compañera.
—¿No mames, enserio? ¡Qué poca…! ¿Cómo fue?
—Dice que una vez salieron… Él no quería, pero la chica le insistió tanto que al final aceptó salir con ella. Los papas de Eulogio no estaban, así que vio la oportunidad y la llevó a su casa. Ya te imaginarás a qué. No creo que a ver la televisión.
La segunda chica lanzó un pequeño alarido de sorpresa, aparentemente encantada con lo que su amiga le contaba.
Yo me quedé pasmada. Una especie de choque eléctrico me recorrió de los pies a la cabeza. Lo que decían era una vil mentira. Había conocido a Eulogio por medio del Facebook, era un chico de tercer año que estudiaba en la misma preparatoria que yo. Me había pedido tantas veces salir con él que al final accedí a hacerlo. Al principio fue muy encantador, pero luego de ir a comer un helado me preguntó si deseaba ir a su casa. Le dije tajantemente que no. Desde ese momento ya no supo que decir y me despedí de él. Durante un tiempo me estuvo enviado mensajes, algunos muy sugerentes, hasta que al final terminó por preguntarme directamente si quería tener sexo con él. Fue cuando lo bloqueé de mi lista de amigos y lo evité. Su coraje fue que había herido su orgullo de macho al mandarlo al diablo, de allí la mentira.
No sabía cómo, pero desde esa noche juré que me vengaría de Eulogio. Las manos me temblaban de rabia. Las dos chicas siguieron hablando de lo santita que me veía, de lo puta que había sido, del excelente trabajo que le había hecho a Eulogio con mi boca, dejando que él se corriera en mi cara. Yo aún era virgen, y aunque había visto el pene de los chicos en algunas revistas de adultos, detestaba la idea del sexo oral. La sola mención al sabor del semen de boca de mis compañeras me causaba indignación, y más si un chico presumía de lo bien que lo hacía su novia. Me resultaba grotesco. Juré por mí misma que jamás me atrevería a hacer tal cosa, aun sin saber lo equivocada que estaría al respecto.
Estaba tan metida en mis cavilaciones que cuando presté atención a lo que decían, me di cuenta que ya no hablaban de mí. “Las mamadas”, como le decían al sexo oral, eran de lo contentos que estaban sus novios con el trabajo que ellas realizaban en la intimidad. Incluso, la chica que habló primero, dijo sin tapujos que se la había chupado al profesor de física con tal de que éste la aprobara en la materia.
Me sorprendió la naturalidad con que describió el encuentro. Aquellas chicas, que a primera vista parecían modositas y con cara de no romper ni un plato, eran totalmente lo contrario a lo que yo pensaba. Obviamente, mi observación derivó en un sentimiento de frustración. Me había perdido de vivir todas aquellas experiencias que por ende formaban parte de la memoria y del pensamiento adolescente de mi época. Estaba tan atónita por lo descubierto que olvidé mi propia tragedia. De pronto, todos mis padecimientos me parecieron cacahuates a lado de los de ellas. Yo no tenía como calcular, pero imagine el torrente emocional que las dos debieron vivir cuando ocurrieron aquellas experiencias. Tristemente me di cuenta de que me había perdido de mucho y a la vez de nada.
Cuando recordé que dentro de la bolsa de mi falda tenía el espejo que Patricia usaba para depilarse las pestañas y que podía usarlo para ver debajo de la puerta, las dos chicas ya se habían ido.
Entonces salí del baño. Me miré en el espejo; mis ojos estaban rojos pero secos. Ya no lloraba. La ira que minutos antes experimenté se había disipado. Me quité el feo suéter que hacía que mi cuerpo se mirara gordo y desaliñado y ante el espejo aparecieron mis dos enormes y bamboleantes pechos. Me habían crecido mucho el verano pasado, razón por la que recurrí a usar prendas cada vez más holgadas.
Me quité los anticuados lentes y la visión que me ofrecía el espejo se distorsionó. No me importó. Eso hacía que mis pechos lucieran proporcionales con relación a mi cuerpo. Entonces pensé que quizá lo que yo consideraba la enfermedad de los senos grandes, tal vez se trataba de un simple juego de mi percepción; yo en lo personal, creía que las chicas de enormes pechos no gustaban, y eso hacía que me sintiera como una vaca. No obstante, había leído en una revista para caballeros de las que guardaba mi primo en el buró de su recamara que se podían hacer muchas cosas con ellos. Muchas cosas que las sin pecho no podían. De pronto los tomé a través de mi camiseta de tirantes y los apreté. Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Una extraña sensación placentera. Aquello me espantó, pero me gustó. Ya no me veía tan desagradable. De algún modo, me sentí orgullosa por lo que tenía. Y si a los hombres así les gustaba…
Rememoré el incidente ocurrido dos semanas antes en mi casa. Al salir del baño, mi primo se había parado en seco al verme salir en ropa interior, con el apretado sostén que mantenía mis pechos firmes, desafiando la gravedad. El mutismo de mi primo y su boca abierta me dieron a entender que no le desagradaba lo que veía. No me dijo nada, se hizo a un lado para dejarme pasar y yo, con la cara colorada, ni siquiera me atreví a volver la mirada para cerciorarme de sí había entrado al baño enseguida o se había detenido un rato más para examinarme a fondo. En ese instante no me importó si era mi primo el que se estaba deleitando con mi cuerpo, en ese momento lo que más valía es que me habían hecho sentir hermosa, deseable. Una mujer de verdad.
Cuando estaba a punto de levantarme la ropa para sentir la suavidad y la dureza de mis senos, la bomba del retrete de uno de los cubículos me anunció que no estaba sola. Rápido traté de recuperar la compostura, me eché agua en la cara, me sequé con el suéter para que no se notara que había estado llorando y me coloqué los lentes. Alguien se puso a mi lado, dejó correr el agua de la llave y se lavó las manos. Me miró de refilón un instante.
Era una de las chicas más grandes de tercero. Era alta y de piel muy blanca. Su cuerpo, que enclaustraba unos quilos de más, tenía cierto tipo de belleza que agradaba al ojo. Quizá fuese su estilo darketo, pues iba vestida con una camisa de botones metálicos, argollas en ambas muñecas y un crucifijo al cuello. Por regla escolar, no permitían traer botas, por lo que supuse que había optado en ponerse converse negros tipo bota. Tenía la cara redonda y los pómulos alzados, además de un sedoso cabello negro que le llegaba arriba de la cintura, la chica me pareció el prototipo de Amy Lee.
Yo continué con lo mío mientras ella, de forma descarada, sacó del bolso de su falda un cigarrillo que encendió con una cerilla. Dándole una honda calada, me lo ofreció para que hiciera lo mismo mientras ella soltaba todo el humo sobre su reflejo en el espejo.
Esbocé una breve sonrisa de labios apretados y negué con la cabeza. Si alguien nos veía fumando, nos suspenderían cuando menos una semana.
—Me llamo Romina —dijo sin mucha importancia.
Yo la observé fugazmente; se me atoraron las palabras. Romina miró un instante mis enormes pechos que sobresalían de mi camiseta y yo enrojecí.
—No deberías avergonzarte, tienes unos pechos muy lindos —me dijo. Yo agaché la cabeza. Me moría de vergüenza. Casi pensé que Romina era lesbiana— ¿Cómo te llamas?
—Da-daniela. Me llamo Daniela —titubé, apenas alzando el rostro.
—Tranquila, no soy lesbiana —dijo y me tomó de la barbilla para enderezarme—. Así está mejor. No te voy a comer. Puedes llamarme Romi.
—Está bien, Romi —dije y sonreí tímidamente.
—Así está mejor. Ahora dime, ¿por qué llorabas? No me digas que…
No respondí, mis ojos se llenaron nuevamente de lágrimas.
—Ya veo… Tú eres de quien hablaban las arpías de mis compañeras.
Asentí sin mirarla. No quería admitirlo, pero me moría de vergüenza.
—No te sientas mal, se lo hacen a todo el mundo. Y tú tienes una ventaja, eres muy bonita —dijo con total sinceridad.
—¿Co-como dices? —pregunté sin entender. Sus palabras me desconcertaron.
—Que eres muy bonita —dijo irguiéndose cuan alta era— ¿No te lo crees, verdad?
Negué con la cabeza, esta vez me hizo reír. Ella me imitó.
—No te rías, es enserio. Haber… Ponte derecha.
Me tomó de los hombros y me ayudó. Apartó de mí el suéter y me quitó los lentes; con la palma de su mano me hundió el abdomen y enderezó mi espalda. Cuando creyó que ya era suficiente, con sus dedos me desaliñó el cabello.
—Bien, ahora mírate en el espejo —me dijo y me puso los lentes.
A diferencia de las muchas veces que me había visto en el espejo, mi reflejo se veía diferente. Mi cuerpo mostraba seguridad, se veía estilizado, de anchos hombros y amplias caderas. No tenía la cintura muy definida, pero sí guardaba cierta composición armónica con el resto de mi cuerpo. Lo único sobresaliente eran mis exuberantes pechos, y cuando Romina me puso de lado, mi trasero no lució tan plano como normalmente lo veía.
—Si dejaras de usar ese horrendo suéter, con unas blusas con escote en uve o corte de imperio, esto de aquí luciría más —dijo y me tocó descaradamente los pechos, haciendo presión con los pulgares sobre mis pezones. Aquel atrevimiento me erizó la piel, pero no me molestó en lo absoluto—. Además —continuó—, estos lentes no hacen lucir tus ojos. No me gustan… ¿Sufres de astigmatismo?
—No no, claro que no —mentí. No quería aceptar que a menos que consiguiera dinero para una operación con láser, tendría que usar lentes de por vida —Me gusta leer mucho todas las noches, mi doctor dice que tengo la vista cansada, nada más.
—Pues debes tenerla muy cansada —dijo y me quitó los lentes para examinarlos—. Deberías usar lentes de contacto. Tienes ojos grandes, por eso tus ojos se ven monstruosos bajo el lente. No los uses más. ¿Qué tu mamá nunca está en casa que no se da cuenta que te deforman la cara?
—Bueno… a veces tiene que trabajar turno doble en la fábrica de zapatos.
—Ya entiendo.
—Oye… ¿de verdad crees que soy bonita? —le pregunté, inclinándome un poco para poder enfocarla sin ayuda de mis lentes.
—Claro, el acné de tu cara es mínimo, así que mientras no uses trozos de jitomate para adornar el pelo todo está bien —dijo, poniéndome los lentes al revés. Las dos soltamos sendas carcajadas. Por algún motivo, sus bromas no llevaban el filo hiriente de la crítica.
Me acomodé las gafas y ella terminó de fumar su cigarro, arrojando la colilla por el inodoro.
—Ya casi salimos de vacaciones, pero ve a mi casa uno de estos días —dijo ella—. Mi mamá es una estilista frustrada. Sueña con hacer lo que no pudo con el cabello de su hija. Tú puedes sacarle partido a ese rubio cenizo.
Saber que mi cabello lucía como el de una loca y que tenía arreglo, me animó mucho. Ya no estaba molesta. Tenía la vaga sensación de que todo lo ocurrido era sólo un recuerdo distante, diluido por la imagen de mi futura transformación. Con una expresión de auténtica felicidad, le di las gracias a Romina mientras ella anotaba en mi brazo con un lápiz para los ojos su número de teléfono y la dirección de su casa.
—Sólo por hoy —le dije y me volví a poner el suéter. Esta vez ya no me importaría que me llamaran patito feo.
Romina asintió y yo la abracé. Le di un abrazo corto que ella me devolvió al instante. Nos separamos. Volví a darle las gracias y me dispuse a salir del baño.
—Ah, se me olvidaba. En el futuro… Valora más a ese chico que vino a verte, se ve que se muere por ti —dijo y se volvió al espejo para delinearse los ojos.
De pronto recordé la forma tan grosera e hiriente como lo había tratado que me sentí una basura. Me odié en silencio por alejar a una de las pocas personas que realmente me demostraban su afecto.
No interpreté de otra manera el consejo de Romina. Salí de allí más que contenta. Me sentía una chica nueva. Cuando llegué al aula del ciento dos, Rafa y Patricia me esperaban afuera con mi mochila, sus rostros denotaban compasión y tristeza, la misma compasión y tristeza que yo había decidido sacar de mi vida. Reí. Ellos se desconcertaron.
—¿De dónde has sacado la yerba —me preguntó Rafa en son de broma.
—Cállate y abrázame, ¿quieres? —le dije casi llorando de felicidad.
Los dos nos fundimos en un largo y sincero abrazo, al cual Patricia se nos unió. Sí, ellos dos eran mis mejores amigos y los quería demasiado. Un sentimiento arrebatador me poseyó, cierto alborozo y alegría. Sentí la necesidad de renovar mis votos con ellos; no quería perderlos nunca. Patricia tenía una rasguñada en la barbilla, lo que significaba que se había peleado por mí; Rafa, sin embargo, había entrado al baño de mujeres con tal de hablar conmigo, teniendo que soportar más tarde la bofetada de mi amiga Patricia cuando este intentara calmarla. Deduje esto ya que no era la primera vez que ocurría. Yo emparché mi deuda con ellos en medio de extrañísimas promesas y llanto, lo que también hacía de ese encuentro una despedida, marcada por el fin del curso escolar.
Así fue como volví a mi casa con un ánimo nuevo. No quise contarle a mi mamá nada de lo ocurrido en la prepa y, aunque la vida para mi volvió a su rutina habitual, todo parecía diferente, me sentía llena de energía y vitalidad, capaz de conseguir cualquier cosa. Desde ese día aparté mis libros para dedicarme a leer revistas de moda; anoté todos los consejos que me daban para lucir bonita y sexy. No es que despreciara mis anteriores pasatiempos, pero sentía la necesidad de irme acostumbrando al cambio. Me deshice de casi toda la ropa del closet, pedí dinero a mi madre, destruí mi alcancía antes de tiempo y llamé a Romina. Ella me acompañó a hacer las compras. Tardamos casi todo un día en elegir la ropa que renovaría mi closet. Romina eligió para mí varios sostenes de corte completo, bóxer y una que otra braguita tipo bikini. Me probé varios modelos de faldas acampanadas y con volado que hacían que mis voluminosos pechos se vieran al parejo con mis caderas; me gasté lo último de mi dinero en blusas y accesorios sugeridos por Romina. No hice otra cosa que no fuera verme en el espejo con cara impávida, incapaz de creer que la chica que tenía ante mis ojos no fuera otra que yo misma.
Regresé de la estética de la mamá de Romina a eso de las cinco de la tarde. Cuando deposité las bolsas sobre la cama, me sobrevino un extraño remordimiento. Me miré en el espejo; aunque tenía un corte de cabello diferente, todavía conservaba la estampa del viejo yo. Me quite el suéter y los lentes y mi visión se nubló. Sentí estar traicionando algo valioso que se encontraba ligado a mí, pero no quería seguir viendo lo que tenía delante. Me acosté con los brazos abiertos en el borde de la cama y repetí en mi mente el eslogan que me había ayudado a amortiguar la culpa por la compra compulsiva. “Tu belleza es confianza, seguridad y bienestar”. Lo repetí una y otra vez hasta que me quedé dormida.
Era de noche cuando desperté. Mi habitación estaba a oscuras. La casa se escuchaba silenciosa. No me quise levantar; sentía una quietud tan placentera que me dio la impresión de que el simple hecho de moverme provocaría una pérdida irreparable de aquel estado de relajación, libre de pensamientos. Duré así varios minutos contemplando la pátina luz que entraba por la ventana hasta que el ruido de la bomba del retrete me sacó de mi ensimismamiento. Había alguien en la casa; recordé que mi madre tenía turno doble y no regresaría hasta la media noche, por lo que sólo podía tratarse de mi primo José. Recordé que había algunas cosas que había leído en la revista Women's Health que deseaba preguntarle.
Me puse en pie y estiré el cuerpo. Encendí la luz; las bolsas con las compras seguían sobre la cama. Las observé largo rato, como si mi mente se hubiera quedado atrapada en un punto que no podía recordar. Cogí una de las bolsas y la vacié. Dentro tenía la ropa interior. Aun lado de ella, mi celular emitía un débil parpadeo de luz. Lo revise. Eran las ocho de la noche y tenía dos mensajes de texto. Uno era de Rafael y el otro de Patricia. Hacía tres días que no los veía desde que empezaron las vacaciones.
Revisé los mensajes. Abrí primero el de mi amiga: “Hoy es la última posada del barrio, ¿No quieres ir?”. El de Rafa parecía ser más una continuación: “Es a las 9 en casa de Paty. Vente, estoy con ella desde las cinco”. Me apresuré a contestarles: “llegó en 45 minutos”. Volví a mirar las bolsas sobre mi cama y sonreí para mis adentros. Aunque los horribles lentes no me ayudaban en mucho, era la oportunidad de lucir mis nuevos atuendos.
Agarré la toalla y salí de mi habitación rumbo al baño. Me detuve junto a la puerta del cuarto de mi primo y di tres fuertes golpes sobre la madera.
—¡No estoy! —gritó él como si se encontrara en lo alto de un cerro.
—Es que necesitaba preguntarte algo.
Se hizo un largo silencio pero no abrió la puerta.
—¿Es urgente, ratoncita? —me dijo con tono preocupado—. Es que voy a salir y ya se me hizo tarde.
—No te preocupes, sólo quería saber si tenías tiempo al rato, como siempre llegas muy noche; es que yo también voy de salida.
—Llegó a las once, ratoncita.
—Sí, a las once está bien.
—Ah, por cierto, tu mamá me dijo que llegará como a las dos. Ya vez que hoy tienen su posada los de la fábrica.
—Sí, no te preocupes. Consigue una película para que la veamos.
—Ya estás ratoncita, ahora… ¡Largo de aquí!
—¡Pero que sea una de terror no seas rajado! —dije entre risas mientras me alejaba.
Crucé el pasillo sin prestar atención a lo que decía. Entré al baño esperando encontrar lo que mi primo llamaba el ritual del baño, que consistía en dejar la ropa fuera del cesto, los azulejos y la taza salpicados de agua y jabón, el reguero de pasta dental sobre el lavabo y el enorme espejo cubierto por una delgada tela de vapor. Para mi sorpresa, no fue así. El baño se encontraba perfectamente ordenado, excepto por un par de revistas que estaban sobre la tapa del inodoro y que llamaron poderosamente mi atención. Empujé la puerta tras de mí mientras avanzaba como autómata hacia las revistas.
Las tomé. Las imágenes de ambas portadas eran muy sugerentes y perturbadoras. No obstante, lejos de provocarme repugnancia, me causaron mucha curiosidad. Me senté sobre la tapa del inodoro y comencé a hojearlas con manos temblorosas.
Las imágenes mostraban a la mujer en distintas poses sexuales, una figura que había sido reducida a un mero receptáculo de un pene. Eran una mujer y un pene. Una mujer y dos penes. Una mujer y tres… Pero aquellos no podían ser penes. Los genitales que allí se exhibían eran colosales, monstruosos. Observé a una joven rubia que llevaba el hábito de monja y que se hallaba empotrada por el miembro de quien parecía ser un clérigo. A espaldas de la mujer, otro hombre de la misma condición la sodomizaba, encajándole hasta el fondo las magnitudes de su virilidad. Abrí los ojos lo más que pude. Un tercer hombre, de tez oscura, le atacaba por la boca con el pene más grande que vi hasta ese momento. Aquello no podía ser cierto y sin embargo aquel aparato estaba adherido a él. El rostro de la mujer se contorsionaba de todas las maneras posibles, su boca apenas abarcaba el grueso y poderoso glande; no era fácil adivinar si lo estaba disfrutando o no.
Después de estar observando las fotos con contenidos cada vez más grotescos, la idea del sexo oral ya no me parecía tan desagradable después de todo. Pensé que si un buen día tenía un novio que me pidiera hacer algo como lo que hacía la chica de la revista, le diría que se diera por bien servido si me atrevía a hacerle sexo oral. Dejé aun lado las revistas y me puse de pie. Nada de eso podía ser real; lo único que pensé que tenía de cierto es que la mujer, muy por debajo de cualquier forma de sometimiento, tenía en su sensualidad el arma para manipular al hombre, y eso era por medio del placer.
Dejé la toalla en el toallero y empecé a desnudarme frente al espejo. Me gustaba como lucían mis pechos cuando los dejaba atrapados entre el sostén suelto y mis brazos pegados al cuerpo, me sentía sensual. Separé mis brazos y la prenda cayó al piso, pasé entonces a quitarme la última prenda, una braguita de color rosa con el estampado de Hello Kitty en la parte trasera, dejándome únicamente los lentes. Me observé con detenimiento. Mi cuerpo ya no me desagradaba en lo más mínimo, veía mis formas como las de una mujer, una mujer parecida a la de la revista. Sentí vergüenza al compararme con ella y rápido cubrí mis senos haciendo una equis con los brazos. Mi respiración se aceleró. Me miré a los ojos y me pregunté a mi misma si sería capaz de hacer algo así. Me imaginé en el lugar de la chica de la revista, empotrada por ambos orificios y metiéndome algo grueso por la boca. Pero por extraño que pareciera, no me resultó tan desagradable esa idea.
Sin ser deliberadamente consciente de lo que hacía, me vi descubriendo mi pezón izquierdo, que era plano, con una aureola de color marfil. Mientras mi mano continuaba su descenso a través del abdomen, comencé a acariciar mi otro seno, amasándolo suavemente hasta rozar el pezón repetidas veces con la palma extendida, terminando por hacer presión con los dedos y sentir una extraña sensación placentera, una calidez y una felicidad inmensa, casi hormigueante. Moví mi dedo en círculos delicados sobre la aureola, pellizqué mi pezón y emití un débil gemido. La imagen de la chica de la revista volvió a mi mente… “no somos tan diferentes después de todo”, pensé. Había despertado algo en mí que me pedía a gritos ser liberado. Me sobrevino un profundo deseo de tocar y ser tocada.
Lancé un rápido sondeo táctil al resto de mi cuerpo, toqué mis piernas, subiendo muy lentamente por mis caderas hasta que mis manos se encontraron en mi abdomen e iniciaron un suave ascenso por mis brazos y hombros, quedándose fijas finalmente sobre mis pechos, donde comencé a realizar todo tipo de movimientos. Luego bajé hasta mi monte de venus y me entretuve jugueteando con mi escaso vello púbico. Mis gemidos, aunque muy suaves, se sincronizaron con cada una de mis caricias.
Finalmente me atreví a tocar mi vagina. Separé mis labios mayores con los dedos para dejar a la vista mi pequeño clítoris al comienzo de mi zona íntima, pero tuve un momento de vacilación; sentí estar transgrediendo una zona prohibida, peligrosa. Observé su color rosado durante varios segundos. Estaba demasiado mojada. “De modo que esto es estar excitada”, me dije a mi misma. Toqué el clítoris, pero lo hice delicadamente, casi de forma amorosa. Fue como apretar un botón que me llenó de un placer inmenso, haciéndome convulsionar de dicha. No pude evitar gemir entrecortadamente. Mis piernas flaquearon, pero me sentía viva, poderosa. Terminé agitada y con la respiración acelerada. El sobresalto duró varios segundos pero había sido la mejor experiencia de mi vida; pasé mi mano por mi entrepierna y esta se impregnó de un líquido claro. Acerqué la mano a mi nariz y el fluido me transmitió un aroma dulzón, casi imperceptible. Sonreí complacida. Supe que había encontrado algo en mí que me colmaría de felicidad siempre que lo necesitara.
Sin embargo, no había quedado totalmente satisfecha, tenía ganas de más. Aun sentía la insaciable necesidad y el impulso de seguir tocando mis senos y mis brazos pero, sobre todo, tenía unas irresistibles ganas de besar. Aún conservaba viva la fantasía de que mi primer beso sería con Edwin. Y esa fantasía se convirtió en un ardiente deseo a raíz de lo excitada que estaba. Continué acariciando mi clítoris mientras introducía al interior de mi vagina la puntita del dedo de mi otra mano. Luego, sin dejar de acariciar mi botoncito de placer, probé mi propio sabor. Lamí el dedo como imaginé que se debía lamer un pene, pasándole la lengua alrededor de la puntita para después succionarlo y morderlo con ayuda de los dientes. Eso me prendió aún más. Nuevamente estaba ardiendo. Me observé en el espejo; me veía como una autentica puta, y eso me encantó.
Introduje un dedo en mi vagina y sentí la telita que impedía que siguiera avanzando; apenas y pude contener el deseo de traspasarla. Toqué las paredes vaginales e hice presión hacia adelante y hacia atrás contra ellas. Gemí profusamente. Imaginé que era el miembro de Edwin el que intentaba penetrarme… Cerré los ojos… Me dejé llevar…
De pronto la puerta se abrió sin que yo escuchara el clásico rechinar de los goznes. Pegué un fuerte alarido y salté a la vez que cubría como podía mi zona íntima y mis pechos. Todo ocurrió con demasiada rapidez. Mi primo estaba parado frente a la puerta, descalzo y vestido con apenas un bóxer azul rey. Tenía el rostro lleno de asombro; su mirada repasó mis ojos y mi cuerpo para terminar buscando sus revistas en el lugar en el que las había dejado. Yo lo miré aterrada y a la vez sorprendida. Quería gritarle que se marchara y que cerrara la puerta pero las palabras no lograron salir de mi boca. No pude evitar echar un atrevido vistazo a su entrepierna. Su bóxer se revelaba en una abultada tienda de campaña.
—Yo… Perdón… Lo siento… —dijo y estiró las manos para coger las revistas de la tapa del retrete y salir huyendo de ahí. Se había puesto tan nervioso que en su escape olvidó cerrar la puerta.
Yo me encontraba temblorosa, muerta de miedo y vergüenza. Tenía la cara colorada. Me cubrí con la toalla y me apresuré a cerrar la puerta. ¿Había visto mi primo lo suficiente como para advertir lo que había estado haciendo? ¿Y si lo sabía…? ¿Si José hablaba con mi madre sobre lo sucedido? Mi mente dio vueltas. Mi madre no era de mentalidad cerrada. En varias ocasiones la había sorprendido besándose con su novio a la entrada de la casa; también sabía que si mantenía relaciones sexuales lo hacía fuera de ella para no darme un mal ejemplo. No podía imaginar lo desilusionada que estaría cuando se enterara de que su única hija se masturbaba como una puta en el cuarto de baño. En pocos segundos todo mi mundo se encontraba por los suelos. Quería llorar pero por alguna razón las lágrimas no acudían a mí. Me sentía culpable, enojada por mi descuido y al mismo tiempo no podía sacarme de la mente la imagen de mi primo en ropa interior. Estaba excitada. Me envolví con la toalla y me senté en el váter absorta en mis pensamientos. ¿Con qué cara volvería a ver a mi primo?
José tenía veintiún años. Era como el hermano que nunca tuve. Se mudó a nuestra casa para estudiar la carrera de educación física cuando yo tenía once años, paliando la ausencia de una figura masculina tras la muerte de mi padre. Mi primo siempre fue amable y atento conmigo, y yo estaba encantada con su presencia. Era un chico guapo, alto, moreno y bien desarrollado para su edad; de abundantes cejas y cabello negro corto. Tenía una dentadura de esmalte perfecto y unos labios carnosos que se me antojaban para besar. A pesar de que lo veía como mi prototipo de novio, jamás fue una tentación el tenerlo cerca. Quizá por su semejanza, el primer chico en el que me fijé fue en Edwin. La confianza que yo le tenía a mi primo no la tenía con nadie más, ni siquiera con mis mejores amigos; desde que tenía edad para comprender mejor el mundo, José y yo hablábamos de cualquier cosa. Mi primo conocía mis sentimientos hacia Edwin y yo me sabía de cabo a rabo los encuentros con sus novias. El tema del sexo nunca fue un taboo entre nosotros, aun cuando mis conocimientos se sujetaran a pura teoría. Quizá por ende, mi mayor temor no era que mi madre se enterara de lo sucedido, sino arruinar aquella maravillosa relación de amistad que mantenía con él.
No podía dejar que eso pasara. Tenía que hablar con mi primo y solucionar las cosas. Me puse en pie pero no me atreví a salir del baño. Di varias vueltas sin sentido. Me senté sobre la tina cubriendo mi rostro con las manos. Me levanté. Estaba muy nerviosa. “Tal vez más tarde, cuando él vuelva de la calle”, pensé. Me quité la toalla y entre a la tina. Abrí la regadera y comencé a bañarme.
Fue el baño más largo de mi vida. Terminé relajada, como si la angustia que me consumía se hubiera escurrido por el drenaje junto con el agua. Ya en mi habitación me desnudé libremente, no sin antes ponerle seguro a la puerta. Me apliqué crema en todo el cuerpo y de nuevo me atrapó aquella inigualable sensación. Nuevamente me asaltaron las ganas de tocarme pero el recuerdo de haber sido descubierta por mi primo me regresó a la realidad. Sentí vergüenza. Acabé de aplicarme crema y me puse un mini short negro de algodón lycra y una camiseta blanca de tirantes que saqué de una de las bolsas, bajé el resto de la compra de la cama, apagué la luz, me quité los lentes y me acosté. No tardé mucho en quedarme profundamente dormida.
Me desperté sobresaltada al escuchar una explosión de cristales rotos. Me senté sobre la cama un tanto asustada.
—¡Mamá…! ¡José…! ¿Eres tú? —pregunté alzando la voz. Nadie respondió.
El ruido había cesado. Me alarmé. Temí que se hubiese metido un ladrón a la casa. De la mesita de noche alcancé mis lentes y mi celular. Iban a dar las dos de la madrugada. En mi móvil encontré ocho mensajes de texto. Me di con la palma en la frente dejándome caer de espaldas cuando cinco de los mensajes me recordaron que había olvidado la cita con mis amigos. Ignoré lo que seguramente serían sus quejas bien merecidas. Revisé el resto del contenido. Había dos de mi madre enviados a media noche preguntándome por mi primo y avisándome que llegaría a las siete de la mañana; no me fue difícil imaginar lo que estaría haciendo a esa hora ni con quién.
El último mensaje lo había enviado mi primo. Me senté de nuevo sobre la cama con el corazón acelerado, pues lo sucedido en el baño regresó de golpe a mi mente. Lo leí esperando lo peor, pero no fue así. Efectivamente algo había cambiado pero no era la relación con mi primo. “¿Sigues despierta, bonita? Si lo estás no me esperes, llegaré tarde. Duerme princesa”, lo leía y sonreí tontamente. Me había llamado bonita en vez de ratoncita. El que un chico guapo me elogiara, sin importar que este fuera mi primo, me hacía sentir especial.
El ruido de un segundo cristal al romperse me sacó de mi nube de fantasía. Pasé de la felicidad al susto puro en un segundo. Encendí la luz y salí descalza de mi habitación, amparada por la oscuridad de la casa. Al bajar las escaleras me di cuenta de que el ruido provenía de la cocina. Me entró un inusual miedo y aminoré la marcha; si mi primo estaba allí, ¿Por qué no encendía la luz? Busqué su número en mi celular y lo marqué. El lejano rumor de un Nokia me llegó desde ese lugar. Suspiré de alivio y colgué. No era usual que mi primo llegara rompiendo cosas, pero aun así me acerqué con cautela.
El pánico me tenía petrificada, quería salir huyendo pero ya estaba allí. Me acerqué al apagador y lo accioné. Enseguida la calma volvió. Mi primo José se encontraba en cuclillas juntando los trozos de vidrio de un vaso con las manos. Se sobresaltó al verme.
—¡Qué susto me has dado…! —dijo más nervioso que enojado, quedándose mudo al verme.
—El susto me lo has dado a mí. Mira cómo estás. Haber… déjame ayudarte.
—No, yo puedo… —pero era obvio que no podía. Tenía una mano ensangrentada
—Anda, lávate esa mano.
—No camines descalza te vas a cortar —me dijo clavando su mirada en mis piernas.
Se puso en pie y depositó los restos de vidrio en el bote de basura. Yo tomé la escoba y con un recogedor me dispuse a juntar lo que faltaba. Mi primo abrió el grifo y se lavó con agua y jabón. Cuando acabé me acerqué a la alacena, abrí el cajón superior estirándome y dejando expuesto mi trasero para coger el rollo de papel higiénico; por el rabillo del ojo noté que mi primo no se perdía detalle de mi trasero; desde que entré a la cocina me había percatado de que me observaba con deseo. Si hubiese estado acostumbrada a ese tipo de miradas, viniendo de él me habrían incomodado, pero siendo una chica retraída e ignorada, sus miradas me gustaban. Me producían cierto morbo. Además, creía yo, no me afectaban en lo más mínimo. Después de todo yo había sido la culpable de salir vestida de aquella manera tan provocativa.
Cuando creía que había sido suficiente espectáculo bajé el papel y le di una buena porción para que se limpiara. Tenía una considerable cortada en la palma de la mano.
—Hueles mucho a cerveza —me quejé.
El lanzó una risita tímida e intentó caminar, pero trastabilló. Yo lo alcancé a sujetar y en mi intento él posó su mano ilesa en uno de mis pechos. La retiró casi al instante. Yo debí ponerme colorada porque mi rostro se encendió.
—Ven… Quédate quieto —le dije y lo ayudé a llevarlo a la sala.
—Quiero agua… Dame agua por favor.
—Está bien, yo te la llevo pero siéntate —a duras penas lo conduje hasta la sala y lo dejé caer en el sofá grande—. No te voy a dar agua, te voy a preparar un café bien cargado y te voy a curar esa mano pero no te muevas de aquí.
—Eres muy linda, sabes.
No respondí, pero no pude evitar sentirme adulada. Encendí la tv y le pasé el control para que se entretuviera mientras regresaba a la cocina.
Llené la cafetera de agua con varias cucharadas de café y la puse a fuego elevado en la estufa. Fui al cuarto de baño y saqué el botiquín de primeros auxilios. Regresé a la sala. Mi primo se había quitado los zapatos y el pantalón y parecía a punto de quedarse dormido.
—¡Hey! ¡No te duermas! —le dije entre risas.
Se sobresaltó pero no dijo nada. Cogió el mando de la tv y empezó a cambiar de canal. Le dejó en una película; la escena se centró en un funeral en el cementerio, con las personas vestidas de negro. Un hombre de cabello entrecano consolaba a una atractiva joven rubia.
—¿Qué haces despierta tan tarde?
—Pues tú me has despertado. Creí que se había metido un ladrón a la casa.
—Hay… Pobechita —dijo, intentando hacerse el cariñoso conmigo y arruinándolo.
—Espérate, apestas a cerveza —le reñí, deshaciéndome de sus enormes brazos que intentaban tirarme al sofá para iniciar su ya conocido ataque de cosquillas. Si hubiera estado sobrio se lo habría permitido, pero en su estado, y tal como iba vestida, sería muy sugerente de mi parte.
—Vente, siéntate conmigo, veamos la película —dijo arrastrando las palabras.
—No, espérate, ¿cuántas cervezas has tomado?
—Doce… Primita. Doce.
—¡Válgame Dios! ¿Y no se te hacen muchas?
—No si sabes tomar.
—Y de seguro tú sabes tomar mucho —dije, irónica.
—No te burles… Es más, dejé dos en el refri, pásamelas.
Hizo el intento de pararse pero se lo impedí de un empujón. Ambos reímos; no sabía lo que haría mi madre si se enteraba de la borrachera de mi primo, pero por su bien, tenía que evitar que siguiera bebiendo. Fui corriendo hasta el refrigerador y extraje las dos únicas latas de cerveza unidas por una delgada hebra de plástico. Iba a tirarlas por el fregadero cuando sentí que mi primo me abrazaba por la espalda haciendo el remedo de quitármelas, permitiéndome sentir atreves de la tela del bóxer las promesas de su tranca, la cual sentía yo, se iba empalmando conforme forcejeábamos. Me incliné hacia delante poniendo las cervezas fuera de su alcance y mi trasero golpeó descaradamente su paquete. Él se pegó más a mí con la excusa de llegar a ellas y comenzó a propinarme sutiles estocadas como si me estuviera penetrando, pero con el mismo infructuoso resultado de poder quitármelas.
—Trae para acá Danielita —dijo él. Había algo raro en el tono de su voz.
Pero no hice el menor intento de separarme de su agarre. Luché con él por varios segundos más. Sus brazos rozaron mis senos y mis piernas repetidas veces. Había un magnetismo abrumador en aquel extraño juego, un deseo por poseer y ser poseída. Estaba excitada, y cuando me di cuenta de la inconfundible sensación de sentirme húmeda, me sobresalté. Inconscientemente había comenzado a frotar mi trasero en su erecto pene, poco a poco empezaba a perder el control.
Por fin mi racionalidad triunfó y solté las cervezas. Mi primo corrió con ellas y se dejó caer en el sofá. Apagué la parrilla de la estufa y corrí tras él.
—Dámelas, José.
Lo miré a los ojos con fingida seriedad. Mi primo me miró y sonrió con picardía como invitándome a quitárselas. Estiré la mano pero al mover él la suya perdí el equilibrio y caí sobre su miembro. Él lanzó un alarido de dolor.
—Tramposa, no se valen los golpes bajos —dijo y me cogió por los brazos halándome hacia él, quedando yo con las piernas abiertas sobre las suyas. Intenté levantarme ante lo que creí ser una mala posición pero mi primo me tomó de la cintura y me retuvo allí. Sentí su pene encajado entre mis nalgas. No dije nada. Sabía lo anormal de la situación, quería quitarme de ahí pero mi deseo era más fuerte que yo.
—Dámelas, José —dije sin mucha convicción, frotando esa caliente e incómoda vara con un movimiento vertical de caderas.
Mi primo alejó las cervezas y yo me estiré para alcanzarlas, fallando; el resultado fue que mis nalgas impactaron deliciosamente sobre su pene mientras mis pechos rebotaban dentro de la blusa frente a su mirada llena de lascivia. Intenté arrebatárselas un par de veces más y el resultado fue el mismo: provocativos saltitos sobre su palpitante miembro.
Él resoplaba y gemía. Echó los brazos hacia atrás y los mantuvo allí, concentrando sus movimientos en la pelvis para que yo sintiera cada una de sus ciegas estocadas. Cuando mi primo trajo sus manos al frente empezó a tocar mis pechos con descaro, pellizcando sobre la tela mis ya endurecidos pezones. Mi boca profirió un suave gemido. Yo ya me estaba dejando llevar. Intenté apartarme de su regazo pero inconscientemente comencé a frotar mi vulva en círculos sobre su muslo. Tenía que pararlo antes de que sus manos se colaran dentro de mi camiseta.
Él cerró los ojos y soltó las cervezas. Entonces vi mi oportunidad; le propiné un fuerte golpe en los testículos, agarré las cervezas y me puse en pie de un salto.
—¡Hija de la…! —vociferó sin llegar a completar la frase, tumbándose en el sofá.
—Si juegas con fuego te vas a quemar —dije en tono mordaz.
—No es justo.
Corrí hasta la cocina, abrí una lata y la vacié en el fregadero. Él también se puso en pie e intento efectuar la misma maniobra pero lo esquivé y volví a la sala. Mi primo me siguió, resbaló y cayó al suelo. Yo reí a carcajadas.
—¡Lero, lero! ¡Te lo tienes bien merecido —le recriminé.
Se iba a poner en pie nuevamente pero se me ocurrió la idea de terminar con aquel peligroso juego, pues estando excitada no sabía hasta donde era capaz de llegar. Destapé la lata de cerveza y me la bebí de un jalón frente a sus ojos. Mi primo me observó atónito mientras el frío y amargo fluido cruzaba por mi garganta. Arrugué la cara en un gesto de desagrado y lancé un sutil eructo. Era la primera cerveza que tomaba en mi vida. Su amargo sabor tenía algo que hacía imposible el que pudiera gustarme.
—Hay… Ya arruinaste la diversión —dijo José fingiendo pesadumbre.
—Siéntate. Voy a curarte esa mano —demandé con autoridad, sonriendo.
Mi primo se sentó con expresión seria y volvió a cambiar el canal de la televisión. Me dirigí a la cocina, cogí una taza y la llene de café. Se la di.
—Tómatela toda, hasta el fondo.
—¿Cómo tú con la cerveza? —preguntó burlón.
—Ya, no me digas. Me siento rara por tu culpa.
—Estas peda. Anda, ven aquí —me hizo un gesto para que me sentara a su lado.
Pensé en lo que habíamos hecho y en el modo tan provocativo en el que estaba vestida.
—Espérame. Voy a cambiarme de ropa.
—¡No…! Así quédate —me pidió con cierta ternura en la voz.
—¿Porqué?
—Porque así te vez preciosa.
Debí tener cara de idiota porque lo miré durante varios segundos sin saber qué decir.
—¿Enserio te parezco bonita? —le pregunté meneando las manos como si luciera un hermoso vestido.
Me repasó con la mirada antes de contestar.
—Eres preciosa. Anda, siéntate a mi lado.
No me lo volvió a decir. Me hizo un espacio a su izquierda y me senté junto a él con las piernas juntas y los pies sobre el sillón. Mi primo le dio un gran sorbo a su café y eso me tranquilizó; al menos no tenía intención de seguir borracho para aprovecharse de mí.
—¡Ahgr! ¿Cuántas cucharadas de café le has puesto a esta cosa? —se quejó crispando el rostro en un gesto de desagrado.
—Cinco —dije y me eché a reír.
Apuró el resto de su taza y se bebió el contenido de un jalón, evitando hacer una mueca de desagrado sin poder evitarlo. Luego me echó el brazo encima y me abrazó. Yo me acerqué y descanse mi cabeza en su hombro; a su lado me sentía protegida.
—Si me muero va a ser por tu culpa —masculló.
—Yo no te dije que bebieras tanto —repliqué—, haber… Déjame curarte la mano.
Cogí un poco de algodón con alcohol y se lo apliqué en la herida.
—¡Auh!
—Ay… No seas niñita, sólo te estoy limpiando.
—Sí, pero duele.
—Haber, agárrale aquí.
—¿Aquí? —dijo y empezó a acariciar mi pierna en círculos con su dedo anular.
—Me refiero al algodón tonto. Estate quieto.
Él me ignoró y continuó sus caricias mientras yo le ponía una gasa en la cortada y le vendaba la mano. Con la yema de sus dedos inició una serie de suaves y delicadas caricias entorno a mi pierna, iniciando de mi rodilla y descendiendo hasta el comienzo de mi short pero sin atreverse a ir más allá. Me agradaba el delicioso cosquilleo que me producía; quizá fuera el alcohol o el morbo del momento pero lo dejé continuar.
—Esto ya está —le dije soltando su mano. Él me miró con detenimiento y yo hice lo mismo. Me sentía más atrevida, retadora. Estábamos a escasos centímetros. Miré su boca…
—Te vez muy bonita.
Yo me sonrojé y agaché la cara.
—Ya, veamos mejor una película —le dije y me hice a un lado para tomar el mando y cambiar de canal. Mi primo me quitó el brazo de encima, me arrebató el control y empezó a buscar alguna película.
—Oye, lo siento.
—No te preocupes. Ya sé que me lo dices porque eres mi primo.
—No me refiero a eso. Sino a lo del baño. Lo siento de verdad. No sabía que te gustara masturbarte.
No supe que decir. Me puse tan nerviosa y agitada que a estas alturas deseaba que me tragara la tierra. Había estado tan concentrada en nuestros juegos que casi había olvidado el incidente del baño.
—Que no te de pena, es lo más normal del mundo —agregó sin darle importancia—. Además, es natural que sientas curiosidad por tu cuerpo. Es muy lindo.
—Ya… no juegues con eso —dije, sonriendo tímidamente mirando hacia el televisor para no tener que verlo a los ojos. Al instante me arrepentí; mi primo había sintonizado uno de los canales porno. En la pantalla del televisor, una chica de aproximadamente veinte años se encontraba arrodillada chupando con ansias el portentoso miembro de un hombre que le doblaba la edad. Lo degustaba con ansia, como si se le fuera la vida en ello.
Debí tener la cara colorada porque mi rostro se encendió. Quise dirigir la mirada hacia mi primo pero por algún motivo las imágenes me atraían como la luz a la polilla. José siempre me había contado sus aventuras sexuales y yo lo había escuchado sin inmutarme, no obstante, al tratarse de mí, no sabía qué hacer ni que decir. Me sentía incomoda, dudosa y tímida.
—A ti no te da pena porque no fuiste tú el descubierto —me atreví a decir—, pero sobre la taza del baño encontré tus chistecitos.
De reojo vi que mi primo ladeaba la cabeza y se echaba a reír.
—¿Y te gustaron por eso te masturbaste?
—¡Oye, qué majadero! Eso no se le pregunta a una chica. Y no, no me gustaron, me parecieron grotescas. No sé cómo alguien se puede excitar con eso.
—Bueno… —dijo. Me echó el brazo encima y empezó a juguetear con mi pezón por encima de la camiseta. Lo miré con una sonrisa de labios apretados. Debí estar molesta e incómoda por su atrevimiento pero no lo estaba. Mi conciencia se diluía a medida que el alcohol iba surtiendo efecto en mí.
—¿No se lo vas a decir a mi mamá verdad? —pregunté con tono de súplica.
—Por supuesto que no. ¿Qué le voy a decir? ¿Que vi a mi prima desnuda? Además, tu mamá ahorita está cogiendo con su novio, nosotros también tenemos necesidades.
—¡Oye…! No seas animal —reí por su ocurrencia—, como dices eso de mi mamá.
—Pues es la verdad, ¿Qué crees que está haciendo con su novio a esta hora?
—No sé, puede que se haya ido a bailar a un bar.
—¿Y luego?
—¿Y luego qué?
—Luego se habrá ido a coger.
—¡Oye! —reí—. Se dice: está teniendo relaciones.
—No, se dice coger. Haber dilo sino te asesino a cosquillas.
—No no no, está bien, se la están cogiendo —contesté desternillándome de risa al sentir la mano libre de mi primo introducirse dentro de mi camiseta; las cosquillas eran mi debilidad. Mi primo aprovechó que tenía la mano dentro para acariciar mi abdomen con delicados roces; debes en cuando pasaba sus dedos por el elástico de mi ropa íntima. Pensé que donde esa mano bajara más, tendría que detenerlo y salir corriendo de allí; pero él no se propasaba. Sabía mantener mi deseo a raya y eso me estaba descontrolando mucho.
—Así me gusta Danielita, que seas obediente —dijo depositando un dulce beso en mi mejilla, muy cerca de mi labio superior. De no ser por la escasa luz en la sala se habría notado una clara mancha de humedad en mi short. Inconscientemente y tratando de parecer incomoda, empecé a mover las piernas para estimular mi vulva. Mi vientre ardía, y cuando volví la mirada para ver el televisor, la cosa empeoró aún más. La joven actriz cabalgaba como una posesa sobre el duro mástil del hombre mayor. Jadeaba sin poder detenerse, pidiéndole en el lenguaje más vulgar que le rompiera el culo.
Mi primo pellizcó uno de mis pezones por encima de la ropa y por poco me arranca un gemido; me costaba trabajo respirar con normalidad. De pronto él cesó sus caricias y retiró las manos, tomó el mando de la tele y cambio de canal. Yo estaba mareada, confundida y sumamente excitada; sentía todos mis sentidos embotados. Mis ojos pasaron de los videos de música hacia el bóxer de mi primo, que para entonces parecía querer reventar el bóxer de lo erecto que tenía el pene.
—¿Qué? ¿Ya no se te pone dura? —le pregunté, incapaz de creer que aquellas palabras hubiesen salido de mi boca.
Él sonrió encantado y respondió cínicamente.
—Creo que eso lo sabes, por eso no dejas de vérmela.
Yo reí sin control. Sin duda había algo chistoso en sus palabras que sólo con el alcohol era capaz de entender.
—Ha verdad… ¿Ya te diste cuenta que incomoda que te descubran in fraganti?
—Claro que no. Me hubieras dicho que me la querías ver y ya —dijo con una sonrisa maliciosa, metiendo la mano dentro de su bóxer para dejar que asomara la puntita de su pene, atrapado entre el elástico de sus pantaloncillos.
Aquel atrevimiento a medias no hizo otra cosa que aumentar mi curiosidad. Miré absorta su glande, se veía mojado, brilloso, estrecho y puntiagudo. Mi pulso se aceleró. Quería tocarlo, sentirlo, pero aún conservaba en el trasfondo de mi mente un resquicio de cordura. Eché a reír, quería retarlo para que el mismo terminara por enseñármelo.
—No me emociona mucho.
Entonces mi primo desvió la conversación, ignorándome olímpicamente.
—¿Qué es lo que me querías preguntar? —dijo sin acomodar su aparato.
—Una tontería sin importancia —dije tratando de encausar la conversación hacia el tema que me interesaba.
—Si fuera una tontería no habrías esperado a la noche. Dime.
—No, enserio no es nada.
—Anda, dime.
—Está bien… Por donde empiezo… —dije y me quedé pensativa. Hacía rato que el alcohol me había soltado la lengua, haciéndome caer en contradicciones.
—Podrías empezar por quitarte la ropa
—No no no —me defendí entre risas cuando él hizo el claro movimiento de quitarme la camiseta. Yo desvié sus manos—. Está bien te lo diré. ¿A ti te gustan las chicas con mucho pecho?
—Osea… ¿pechugonas?
—¡Oye! Eso suena muy feo. Pero sí, pechugonas. ¿Cómo te gustan?
—¿Eso era tu urgencia? Ya, ya, pues, te voy a decir. Es que depende de cada persona. A algunos les gusta con poco pecho ya que las chicas lucen como jovencitas. A otros les gusta el busto normal, promedio, ni grande ni chico. Yo soy de gustos variados, por tanto me encantan las pechugonas porque hay muchas cosas que se pueden hacer. —declaró.
—¿Cómo que cosas?
Yo lo escuché atentamente con la mejor intención.
—Una cosa muy rica que si te digo se me va antojar hacer con las tuyas —al decir eso cogió mi mano y la puso sobre su glande. Yo la retiré al instante, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—Eres un pervertido —repliqué. Ambos nos echamos a reír—. Te atreves a hacer que te agarre tu… Cosa.
—¡Pero si lo estas queriendo! —volvió a reír.
Yo no podía despegar la vista de su miembro, que hacía esfuerzos titánicos por salir de su prisión. Esta vez mi primo, sin el menor pudor, tomó el elástico de su bóxer y se lo bajó hasta las rodillas, liberando su duro y erguido falo, que salió disparado como un resorte. Mi cara era un poema total, estaba embelesada con aquel grueso animal. Tenía delante de mí un pene gordo, largo y lleno de venas, poderoso, desafiante.
—Deberías ver tu cara —dijo y su carcajada me devolvió a la realidad— ¿Te gusta?
No supe que decir. Me sentía acalorada; sonreí.
—Ya, guárdate eso —contesté, intentando no mirarlo, pero era inevitable.
Él abarcó su miembro con la mano derecha y comenzó a moverla de arriba a abajo.
Luego se sacó el bóxer y quedó desnudo de la mitad para abajo.
—¿Por qué querías saber si me gustan las de pechos grandes?
Su pregunta me sobresaltó. Hablar me ayudaba a disipar la tensión, quería relatarle con detalle lo sucedido en la escuela pero terminé por enredarme en mis palabras.
—Una chica me llamó patito feo en la prepa… Hubo un incidente en la prepa… En la cafetería se rieron de mí… Tal vez soy fea…
No supe por qué, pero de pronto toda la turbulencia emotiva que experimenté en la escuela volvió de golpe. Me sentía nada, retraída, tímida.
—Quería preguntarte si había ejercicios para reducir… Bueno, ya sabes —hice el amago de agarrarme los pechos.
Mi primo se soltó una carcajada. Yo me sentí avergonzada, desilusionada, sucia por estar ahí. Me sentí ofendida por lo que consideré ser la insensibilidad de mi primo. Agaché la cabeza en un gesto de reprobación y me separé un poco de él. José advirtió lo que estaba pensando, soltó su pene y se acercó, tomándome de las mejillas con delicadeza haciendo que lo mirara a los ojos. Quedamos de frente con las piernas cruzadas.
—¿Por eso lo de la ropa tan sexy?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Escúchame.
Lo miré con ojos aborregados.
—Eres una niña hermosa. Y la ropa que llevas puesta no hace sino acentuar la belleza que ya tienes. Cualquier pendeja vieja que piense lo contrario es porque nunca la ha puesto así de dura como me la has puesto tu —dijo mirando su entrepierna. Instintivamente volví la mirada hacia abajo y los dos echamos a reír. Qué facilidad tenía para hacerme pasar de la tristeza a la felicidad en un segundo.
Me agarró la mano y la puso sobre su grueso aparato. Me quedé petrificada sin saber cómo debía reaccionar. Mi mente racional pedía que la soltara, que lo que tenía en la mano era el pene de mi primo, sin embargo, no deseaba hacerlo. El morbo que me causaban sus juegos me tenía pérdida, haciendo que las voces que me decían que aquello estaba mal, enmudecieran. Torpe y tímidamente inicie mis caricias con la yema de los dedos por todo el tronco de su aparato, descubriendo y abrigando su rojo y caliente glande con el prepucio. Olía a orines y a algo que no podía definir, pero por alguna extraña razón su olor no me causaba repulsión. Me entretuve esparciendo el viscoso y transparente líquido que manaba de su suave cabecita. Lo froté y mi primo jadeó. Me pareció gracioso.
Finalmente tomé confianza y me atreví a abrazar el pene por la base. Era duro y estaba muy caliente; mi mano no alcanzaba a cubrir su grosor. Subí su prepucio y lo bajé hasta abajo repetidas veces sin darme una clara idea de cómo tenía que trabajarlo. Mi primo colocó su mano sobre la mía y me indico los movimientos que debía realizar.
—Muévela de arriba a abajo… Así… No lo aprietes ni lo bajes tanto… Suavecito… Que rico lo haces... —susurró él.
Yo permanecí en silencio. Me encantaba escucharlo gemir; había algo muy excitante en ello, en la forma en cómo se recostaba en el sillón, cerraba los ojos, apretaba los dientes y resoplaba, rindiéndose a mis caricias. Desde mi nueva posición de poder, descubrí que yo podía controlar sus suplicas y su placer, y si quisiera, podría controlar sus actos. Aceleré el ritmo de mi paja rozando continuamente el glande, descubriendo así un botón masculino de placer inmenso, susceptible a mis roces.
—Ay Danielita… Que rico me la jalas… —dijo él. Yo sonreí complacida.
—¿Te gusta mucho que te masturben?
—No… Me gusta como lo haces tú. Tienes unas manos muy lindas.
—¿Qué es lo que te gusta de mí?
—Todo… ¡Hum!
—¿Qué es todo? —pregunté. Puse mi otra mano sobre su pene y deshice el ritmo de mis caricias, alentándolas de manera que pudiera alternar con suaves y delicados roces a su pubis y a su marcado abdomen.
Mi primo lanzó un gemido prolongado.
—Me excitan tus piernas. Tus pechos… No tienes una idea de cómo me pones… de caliente. Haber, déjame verte las…
Hizo el amago de pararse para sacarme la camiseta pero yo apreté su glande con delicadeza y él se tendió de nuevo, derrotado por el placer. Yo me reí satisfecha, imaginando lo que debía estar sintiendo con mis caricias y al saber que tenía a escasos centímetros de su pene la boca de su pequeña e inocente primita, quien dejaba caer su saliva para lubricarle la cabecita que tanto me gustaba. No sabía si el término inocente podía seguirse aplicando a mí, pues la situación en la que me encontraba me hacía sentir una puta, y lo peor del caso es que me gustaba. Olí su pene de cerca. El olor a orines había desaparecido, pues hacía rato que llevaba lavándolo con mi saliva y con lo que salía de su cabecita.
Lo masturbé con velocidad y masajeé sin parar sus rugosos y escasamente peludos huevos. Mi primo hizo un esfuerzo supremo controlándose a mi impetuoso toqueteo y se sentó junto a mí. Cogió los bordes de mi camiseta y me la quitó. Yo me cubrí de inmediato. La desesperación con la que se lanzó para besar mis pechos y buscar mis pezones lamiéndolos y chupándolos sin control me calentó todavía más. Me dejé llevar. Me encontraba en la gloria, con una sonrisa de lujuria dibujada en el rostro. Me sentía insegura, dudosa y muy caliente. Volví a coger su erecto y húmedo miembro y reanudé la paja que había dejado inconclusa; parecía haber perdido la batuta. Su lengua me dominaba. Era una sensación maravillosa, desquiciante. Acaricie su cabello, gemí sin control.
—Chúpamela —dijo de pronto.
—¿Qué? —pregunté fingiendo no escucharlo.
—Mámame la verga.
—No voy a hacer eso, ¿estás loco? No soy una puta —dije haciéndome la ofendida, rozando su glande con el dedo pulgar. Deseaba probarlo pero no estaba muy segura de querer rebasar esa línea con mi primo.
A él debió parecerle gracioso porque se echó a reír.
—Ándale putita —suplicó seductor, besando mi cuello y acariciando mi abdomen.
—No soy tu… putita. ¡Hummm…! —mi primo había metido la mano dentro de mi short introduciendo un dedo al interior de mi ardiente y mojada vagina, sacándolo y metiéndolo repetidas veces como si de un pene se tratara. De no haber hecho aquella maniobra me habría levantado ofendida y lo hubiera dejado allí.
—Chúpamela, putita —repitió. Su boca había bajado para morder mi pezón derecho. Yo dejé de masturbarlo pero mantenía la mano adherida a su pene. No respondí. Me sentía dominada, y ese nuevo roll me calentaba de forma especial. Me concentré en sentir como su dedo me invadía una y otra vez a un ritmo continuo y lento.
Apartó de mí los lentes, me tomó por la nuca y me hizo descender a la altura de su brilloso y erecto miembro. Lo observé con la vista borrosa sin saber qué hacer. Él advirtió mi duda y dijo:
—Lámelo como a esas paletas que compras afuera de la escuela; sin usar los dientes.
—¿Porqué?
—Porque la cabecita del pene es una zona muy sensible y si lo muerdes no me va a gustar mucho.
Pensé, que si chupar un pene era parecido a chupar una paleta, entonces ya tenía la mitad del conocimiento garantizado. Me hice a un lado el cabello y busqué a mi primo con los ojos.
—Te la voy a chupar, pero esto quedará entre nosotros. Nunca nadie se tiene que enterar. Prométemelo.
—Sí, sí, nadie se enterará, te lo prometo —dijo él. Se notaba la ansiedad en su voz.
Desnuda de la cintura para arriba mientras mi primo jugueteaba en mi zona íntima, agaché la cabeza y contemplé el grueso aparato que estaba a punto de engullir. Sin pensarlo dos veces abrí la boca y lo devoré, usando mi lengua para juguetear con su glande mientras mis labios apretaban el tronco de su miembro por la base pero sin morderlo; tenía un sabor concentrado y salado que no me pareció del todo desagradable ante el comparativo de sentir el tamaño de la carne, la textura, la dureza y el saber que una pequeña parte de mi cuerpo era capaz de prodigarle tanto placer a mi amante. Repetí la acción un par de veces más y mi primo gimió agarrando mis cabellos y acariciando mi clítoris con maestría. Aquello me enloqueció, gemí a mi parecer con la mitad del pene metido en mi boca. José aprovechó mi momento de debilidad y empujó mi cabeza propiciando que me tragara por entero aquella venosa y ardiente tranca, con el glande golpeado mi garganta provocándome arcadas.
—¡Wow! ¡Si…! Que boquita —gritó mi primo, eufórico.
Soltó mi cabeza y yo me saqué el pene de la boca tratando de no vomitar. Mi primo limpió de mi barbilla los hilos de saliva unidos a su miembro, el cual daba ligeros saltitos como de alegría. Debí estar enojada y sonrojada, pero por alguna razón, el alcohol, su rudo atrevimiento, el morbo y sus caricias no hacían más que elevar mi libido sexual.
—¿Te gustó? —me preguntó.
—Un poco —dije sabiendo muy bien que mentía. Simplemente no quería parecer una puta delante de mi primo, no quería aceptar que aquello me encantaba, sobre todo si venía acompañado de una buena dosis de dominación y palabras groseras.
—Eres toda una putita, prima. ¿Te gusta la verga, verdad?
—No te lo voy a decir —dije sin un ápice de enfado, provocándolo.
Agaché la cabeza y reanudé el placer que le prodigaba con mi boca, esta vez haciendo el acto un poco más dulce y menos osado, cubriendo con largos y tiernos besitos la punta de su caliente y mojado glande. Sacando la lengua me puse a juguetear con su uretra hasta terminar por recorrer en círculos toda la extremidad de su pene, deteniéndome un momento para acabar llenando de besos y lamidas su frenillo y repetir el mismo recorrido una y otra vez mientras escuchaba los sonoros gemidos que escapaban sin control de la boca de mi amante. Mi primo reanudó la presión sobre mi pequeño botón de placer y aceleró el ritmo de sus caricias volviéndolas más superficiales y sesgadas, llegando a las paredes de mi vagina que ya manaban jugos sin cesar, haciendo que el frenético mete y saca con el dedo se escuchara como un chapoteo.
Lamí desesperada la cabeza de su ardiente vara terminando por caer derrotada con el rostro entre sus piernas y las caderas en pompa, presa de un delicioso y ardiente orgasmo, dos veces más intenso que el experimentado en la soledad del cuarto de baño; tuve el impulso de morder la pierna de mi primo para no gritar como la joven actriz de la película pornográfica. Fue un cosquilleo delicioso y sustancial; y cuando la humedad de mi vagina recorrió como un arroyo la cara interna de mis muslos adhiriéndose a la tela de mi ropa, me sentí más viva que nunca.
—¡Huy! ¿Que ha sido eso? —Preguntó mi primo gozando su triunfo—. Parece que mi hermosa primita ha tenido un orgasmo. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
Yo estaba como una yegua en celo deseosa de probar cualquier placer que se me otorgara. Reí involuntariamente. Me sentía azorada. La cabeza me daba vueltas y mi corazón latía desbocado ante aquella oleada de nuevas sensaciones. Me recosté con la nuca sobre su muslo y me quité el mini short, arrojándolo lo más lejos posible para luego levantarme y permanecer sentada completamente desnuda frente a él. Mi primo me miró embelesado y me besó. Yo correspondí sin miramientos, disfrutando de aquella boca prohibida que me había hecho suspirar desde hacía años. Fue un beso largo y apasionado. Él chupaba y mordisqueaba mis labios y a la vez introducía su lengua dentro mi boca buscando la mía. Sus manos recorrieron mis pechos y mi espalda, iniciando una serie de bruscas caricias por todos lados. No dejó parte sin explorar. Yo me hallaba deleitada y con ganas de más. De nuevo estaba caliente.
Agarré su pene y comencé a masturbarlo tal como me había enseñado. Él me detuvo.
—Hay Danielita… Te quiero coger —dijo, volviendo a introducir el mismo dedo en mi cuevita arrancándome un nuevo suspiro de placer.
Yo estaba ansiosa y agitada, y al mismo tiempo temerosa por lo que implicaba ser la primera vez para una chica.
—¿Me dolerá? Es que nunca lo he hecho —confesé.
—Si quieres podemos hacerlo por otro lado. Es que no tengo condones y tú ya puedes ser una mamá y yo un papá.
—¿Cómo por el otro lado?
—Sí, por atrás…
—¡Qué…! Tu cosa es muy grande, me va a doler muchísimo —respondí con algo de temor, pero no tan indiferente a la idea de protegerme de un embarazo no deseado.
—Si te dilato bien no te dolerá.
—¿Cómo?
—Anda, ven para acá —dijo.
Me puso boca abajo encima de sus piernas y, empapando la circunferencia de mi ano y su dedo índice con los fluidos que salían de mi vagina, empezó a abrirse paso en mi agujerito, introduciéndose con mucha delicadeza, consiguiendo abrir mi esfínter para meter una tercera parte y dejarlo allí, inmóvil durante unos segundo.
—Despacito… No me vallas a lastimar con la uña —dije.
—Tranquila, las tengo cortas.
—¿Por qué a los hombres les gusta hacerlo por ahí? —la pegunta iba con la intención de disipar lo incomodo que me parecía la escena más que para satisfacer mi curiosidad.
—No sólo a los hombres, en un momento lo vas a sentir. Pero en lo particular te puedo decir que te da una sensación de superioridad, de dominio; no sé, quizá sea una cuestión de morbo, ya que en el pasado meterlo por ahí no era bien visto. En lo personal, creo que me gusta como aprieta; pero supongo que depende de cada persona.
—Ya veo, eres un pervertido. Te excitan estas cosas.
Mordí mi labio inferior en cuanto lo hundió un poco más; apenas iba comenzando y ya sentía todo el dedo adentro. Mi invasor me causaba dolor y una irremediable sensación de defecar que inhibía mi deseo sexual. Iba a decirle que me daba asco y que ya no quería hacerlo, pero él clavó un poco más el dedo en mi recto y una intensa oleada de placer me envolvió. Toda mi excitación se avivó en un segundo. Lancé un sonoro gemido.
—Tranquila, chiquita. Ya entró el primero —dijo mi primo, propinándome un tierno beso en uno de los cachetes de mi trasero y efectuando un movimiento de mete y saca con el dedo mientras con su mano libre acariciaba mis pechos y pellizcaba mis pezón—. En un ratito vas a tener toda la verga a dentro.
Cerré los ojos y me dejé llevar, hundiendo la cabeza entre los brazos y gimiendo de puro gusto. Aquella combinación de dulzura y brusquedad me tenían vuelta loca, con un tremendo ánimo de corresponder a sus perversas insinuaciones.
—Que rico… La quiero toda —dije con la voz cargada de excitación.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero tu pene en mi cola…
—Así no lo piden las putas —dijo él. Entonces el dolor en mi ano volvió, pero esta vez iba aunado a una deliciosa sensación de placer como producto de sus oportunas caricias en mi clítoris. Mi primo había embadurnado mi agujerito con saliva y había introducido un segundo dedo, que fue bien recibido por mi conducto anal—. Pídelo como se debe.
—Quiero tu verga en mi culo. Quiero que me cojas… Que me partas en dos.
—¿Vez como si eres una putita?
—¡Ay! Primero me calientas y luego me llamas puta.
—¡Pero si eres una puta! —dijo entre risas.
—Sí, ya lo sé. Déjame que te la chupe un rato más, ¿sí?
No podía creer que fuera yo quien solicitaba esa petición de aquella manera. Él sacó el dedo de mi ano y me cambió de posición para que mi cara quedara a la altura de su pene. No me dijo qué hacer. Esta vez, por iniciativa propia, cogí su erecto miembro y me lo metí a la boca, succionándolo como si se tratara de una nena hambrienta que devora su biberón.
—¡Ahhh! Que rico la chupas... ¿Te gusta?
—Me encanta… Me encanta la verga.
—¿Ya la has chupado antes?
—Eres el primero —dije la verdad y hundí todo el mástil en mi boca.
—Pues vas a hacer disfrutar a muchos hombres. ¡Hummm…!
Mi primo jadeó pero en ningún momento se olvidó de trabajar mi ano. Estiró la mano y sus dos dedos entraron con asombrosa facilidad.
—Falta uno y ya.
Inmediatamente comprendí a que se refería. Mi tercer invasor se hizo espacio entre sus compañeros y comenzó a hurgar en mi interior, causándome un intenso y quemante dolor, que cesó tras varios minutos de intensa espera y habilidad por parte de las sabias manos de mi incestuoso amante. No sé cuánto tiempo estuvimos así: yo chupando con ansias su pene y él taladrando mi agujerito para acostumbrarlo al impetuoso e inminente ataque de su ardiente vara.
—Ya estuvo… Ponte encima de mí —me ordenó tras una larga espera.
Temblé de excitación, advirtiendo lo que se avecinaba; mi mente racional todavía no daba crédito a lo que había aceptado hacer: dejarme coger por atrás. Sin dejar de acariciar mi ano, mi primo me hizo poner las piernas sobre las suyas y me levantó sujetándome de las caderas para restregar su pene en mi vagina e impregnarlo de los jugos que ésta manaba, lo apoyó en la entrada de mi ano.
—Abre las nalgas con tus manos —me indicó.
Obedecí con nerviosidad, permitiendo que la enorme cabeza de su pene albergara mi cuevita estirando mi esfínter al máximo, haciéndome sentir cada centímetro de su caliente y palpitante carne estirando las paredes de mi culo.
—Duele… —dije, llevando una mano hacia atrás con la intensión de comprobar qué tan hundida estaba en mi su gruesa virilidad. La incertidumbre a no poder caminar al día siguiente y además tener que explicar a mi madre cuando me llevara al médico me llenaba de un terror inconmensurable. Creí estar completamente empalada, pero para mi sorpresa, apenas tenía metida la mitad de aquella tranca en mi interior.
—¡Chss! ¡Así...! Relájate —me tranquilizó mi primo.
Me quedé en aquella posición, empotrada sin hacer el menor movimiento, resoplando de dolor. Mi primo comenzó a meter su lengua en mi boca y a estimular mi clítoris con uno de sus hábiles dedos, añadiendo placer a aquella sensación desgarradora. Poco a poco el dolor pasó a ser secundario y desde ese momento empecé a disfrutar, recobrando el embriagante y lujurioso deseo que me había llevado a perder la cabeza, hasta que el dolor cesó por completo.
—¿Qué tal ahora? ¿Ya no duele? —me preguntó.
—No. Ahora se siente rico...
Mi lujurioso primo sonrió victorioso. Movió su pelvis y enterró aún más su pene, arrancándome un sonoro gemido. Lo miré con los ojos perdidos de excitación y él hizo lo mismo. Lo besé con pasión. Mi primo inició un suave mete y saca realizando estocadas cortas y continuas en tanto sus manos manipulaban mis caderas guiando el ritmo de sus embestidas. Yo estaba en la gloria, acariciando la dureza de sus brazos y la firmeza de su pecho y abdomen, tenía la impresión de sentirme llena, de que mi culito era una unidad aparte, con el control de ahorcar la longitud de mi invasor para explotarlo al máximo, prodigando un placer más allá de los límites.
—¿Quieres que pare, zorrita? —dijo mi primo con el rostro desencajado.
—No… No te detengas… Sigue así. Así… ¡Hummm!
—Que rico aprietas… Gozas como una perra. ¿Quieres que te llene el culo de leche?
—¡Si! ¡Siii…! ¡Me encantaría!
Yo ya estaba fuera de sí, loca de calentura, con la cabeza aturdida y una cara de viciosa como nunca antes imagine que la tendría, cediendo a todas sus perversidades. Mi primo aceleró el ritmo de sus embestidas y yo, con la intención de clavar su enormidad en lo más hondo de mi interior, comencé a dar saltitos sobre su verga una y otra vez, gimiendo como poseída. Abracé a mi primo y lo besé en el cuello recorriéndolo con la lengua para terminar bajando hasta su hombro y llenarlo de mordiditas desenfrenadas mientras él se entretenía amasando mis nalgas y rasguñaba con sutileza mi espalda. Me encontraba gozando como nunca. Era un placer que no deseaba que terminara jamás.
De pronto mi primo se detuvo y me sacó el pene del culo.
—Qué… ¿Por qué me la sacas? —le pregunté desesperada, mirándolo confundida.
—Ponte como se ponen las perritas.
Rápido me puse con las rodillas y los brazos sobre el sofá, procurando mostrar mi culo lo más levantado posible, lo miré coquetamente y dije:
—¿Así te gusta?
—Sí, pero pon la espalda arqueada.
Hice lo que me indicó, me dio un par de nalgadas mientras me observaba embelesado, murmurando algo que no pude entender, acomodó su miembro en la entrada de mi culo y me empotró sin contemplaciones ni argumentos, propinándome una tremenda zarandeaba con su poderoso mástil, sin dulzura ni delicadeza, sujetándome de las caderas para chocar sin piedad contra mis nalgas, arrancándome no gemidos, sino reales gritos de placer, pues la nueva postura favorecía la entera y total inmersión de todo el largo de su miembro. Estaba yo siendo penetrada salvajemente, como a una autentica puta, como a la chica de la revista o de la película pornográfica, y eso me encantaba más que ninguna otra cosa, ser dominada, sobajada, con el orgullo quebrantado, obedeciendo a ciegas los más bajos instintos del hombre que me hacía gozar sin un ápice de misericordia.
—¡Trágatela toda puta! ¡Sí…! ¡Así…! Que bien te entra, se ve que te encanta la verga.
Mi primo comenzó a darme de nalgadas y a jalarme de los cabellos como si cabalgara un potro salvaje. El ritmo de sus embestidas se tornó tan intenso que los dos ya sudábamos copiosamente, perdidos por el característico ¡plof! del choque entre su pelvis y mi trasero. Creí que la fuerza con que me penetraba terminaría por arrancarme los pechos, pues estos llevaban rebotando de un lado a otro vencidos por la gravedad desde el cambio de posición.
—Habla puta… Habla o aquí te la saco y te quedas a consolarte con tus dedos.
—¡No! ¡No me la saques…! Cógeme más fuerte… Ahhh… Así… ¡Que rico!
—¿Te encanta mi verga?
—Si…. Me fascina. La quiero toda… Me encanta tu verga. Soy una perra…
—No eres una perra, eres mi perra… Nada más yo te puedo coger, ¿entiendes?
—Nada más tú puedes… ¡Ay! ¡Así…! ¡Sí! ¡Qué rico…! ¡Qué rico siento…!
En la cumbre del orgasmo fui incapaz de terminar aquella frase donde me sometía sin miramientos a los deseos carnales de mi primo, quien me soltó del cabello para sujetarme de las muñecas e impedir que me desplomara en el sillón a disfrutar libremente lanzando un sonoro y prolongado grito de satisfacción. Las emanaciones de mi vagina resbalaron por mis muslos y rodillas ensuciando la tela del sofá. Fue un orgasmo muy intenso y duradero, sin punto de comparación con los dos experimentados en menos de veinticuatro horas.
Él continuó taladrándome sin detenerse ni aminorar la macha; yo ya estaba suelta, agotada, transpirada, pero satisfecha, mi primo me manejaba a su antojo, manipulando mi cuerpo como a una muñeca de trapo.
—Ahora es mi turno… ¡Toma! ¡Toma! ¡Tómala toda…! ¡Sí…! ¡Así! ¡Ahhhh…!
Sentí las contracciones de su pene en el interior de mi conducto anal, mi primo alcanzó la cúspide del clímax escupiendo el primer potentísimo chorro de caliente esperma dentro de mis entrañas, vaciándose en cantidades menores conforme lanzaba las estocadas finales soltándome de los brazos para apoyarse sobre mis caderas y permanecer en pie, expulsando la última gota de su simiente.
—Ya está… ¡Sí…! Que rico coges, prima… —dijo jadeando y resoplando.
No respondí, me encontraba totalmente exhausta y con un sueño de los mil demonios. Mi primo sacó su pene de mi culo y sin que pudiera controlarlo, una serie de flatulencias escaparon de mi ano en cuanto me recosté boca abajo con él vertiendo su aliento sobre mi espalda. Reí avergonzada ante lo cómico de la situación, mi primo hizo lo mismo.
—Ha estado genial, Daniela. Te quiero mucho, prima.
José besó tiernamente mi espalda y se levantó, se puso el bóxer, recogió el resto de su ropa y se alejó rumbo a su habitación sin decir más.
Yo me quedé con los últimos resuellos de la contienda, acababa de tener sexo con mi primo y lo había disfrutado como ninguna otra experiencia en mi vida. Por algún motivo no me sentía culpable pero si confundida, las voces últimas de la moralidad todavía clamaban que lo que había hecho era incorrecto.
Las ahuyenté poniéndome en pie. Tenía el ano adolorido y muy mojado, un hilo de semen salió del interior de mi recto deslizándose por la cara interna de mi pierna izquierda. Tomé un poco con el dedo y lo esparcí apreciando su textura. Era viscoso y blancuzco, con un olor penetrante y llamativo. Recordé que eso había salido de mi cola y me dio asco; rápido lo deseché limpiándome en mi pierna. Ya tendría la oportunidad de probar su sabor.
Cogí mis lentes y me los puse. Al agacharme para recoger mi ropa, sentí las piernas temblorosas. Reí. No era para menos. En poco tiempo había gozado igual que todo aquello que consideraba ser perverso. Tomé mi propia afirmación como un hecho trascendental, poniendo en tela de juicio aquello que durante tanto tiempo consideré ser lo correcto.
Al pasar por la habitación de mi primo me detuve un instante. Se escuchaba el ruido de la regadera. No supe que tan diferentes serían las cosas de ahora en adelante, lo que si sabía era que guardaría en secreto y para siempre el recuerdo de aquel encuentro que se alojaría en mi memoria como un diminuto plus en mi vida sexual.