Luxus 2
El deseo desbordante que despertó el encuentro con su primo desató en la joven Daniela una vorágine de sensaciones que ella es incapaz de controlar.
Nota: Esta es la continuación del relato LUXUS 1, que amablemente mi amiga Dark me hizo el favor de colar en la red a traves de su cuenta. Espero y sea de su agrado como lo es para mí el escribir y compartir con ustedes esta historia. Les pido una disculpa por los errores en la escritura. Un saludo a todos.
LUXUX
Fuego
Otra noche de incesto
Apagué la linterna y arrojé el cuaderno contra una enorme roca en cuanto acabé de escribir el relato. Narrar a detalle las memorias de mis experiencias pasadas no trajo consigo otra cosa que la emoción que había sentido en el momento de lo ocurrido, y eso me desagradaba sobremanera, pues no me sentía libre ni vaporosa, sino aprisionada en un sentimiento de irritabilidad, tristeza y remordimiento, y el peor del caso es que no sabía cómo combatirlo.
Me puse en pie. La oscuridad entorno y la luz distante de la ciudad tenía un efecto embalsamador sobre mí. Desde la posición que ocupaba, alcazaba a ver una masa oscura que se extendía hasta donde mi vista alcanzaba; sólo ese pequeño haz de luz luchaba por dejarse apreciar a través de la distancia. Tuve la vaga impresión de que mi vida se encontraba en la misma forma que la ciudad, un brillo tenue peleando contra viento y marea en la oscuridad.
El frio viento de la montaña me revoloteó el cabello de un lado a otro devolviéndome a la realidad. Abracé mis brazos desnudos. Era hora de volver a la casa. Sin encender la linterna encontré la libreta y me puse en marcha a través de una vereda rodeada por altos encinos y arbustos. El camino serpenteó varias veces hasta que por fin descendí hacia un claro en el que vislumbré una casita de teja y adobe, circundada por una cerca de madera.
Junto a la puerta, y bajo la tenue luz de un foco de bajo voltaje, se hallaba sentada una mujer de avanzada edad. Tenía el pelo totalmente encanecido, urdido en una trenza que le llegaba a mitad de la espalda. Era morena y de huesos largos y fuertes. Pese a las arrugas que ceñían su frente y sus pequeños labios, conservaba un cutis cremoso que le daba cierto aire de niña. Quizá el rasgo más significativo era la profundidad de su mirada, sus luminosos ojos negros parecían haber visto todas las maravillas del mundo. Cuando doña Inés me vio cruzar la cerca, se levantó de su silla con estupenda agilidad para esperarme junto al porche cargando un amasijo de estacas de bambú perfectamente cortadas. Podría parecer una vieja senil, pero el orden de sus movimientos y su ligereza decían lo contrario, luego del tiempo de conocerla, uno se acostumbra a la idea sentir que está ante una mujer disfrazada de anciana.
—Ya he terminado doña Inés. Tengo que decirle que…
—Necesito una mano para construir una jaula con este bambú —dijo sin darle tiempo a mis quejas—. Has llegado en el momento justo.
La miré con recelo. Ya me había dado cuenta que ella siempre rehusaba hablar conmigo cuando yo me sentía aprensiva. Me hizo pasar al interior de su casa sin siquiera mirarme. Yo acepté sin rechistar. Dejó el bambú en el suelo de tierra apisonada y tomamos asiento en dos sillas de mimbre.
Trabajamos en silencio durante lo que debió ser una hora, haciendo ligeros cortes a los extremos de las estacas de bambú para después unirlas con cuerdas y formar una enorme y consistente jaula en la que cabía una persona dentro. Hacía tres días que la batería de mi celular se había consumido y ya no registraba el paso del tiempo. En casa de doña Inés nunca comíamos a un horario fijo, y eso dificultaba medir la hora. Tal vez eran las once de la noche, o quizá las nueve. Bajo la pátina luz de la habitación y en perfecto silencio, tenía la vaga sensación de que el tiempo era inamovible.
—Procurar que las hebras estén bien amarradas para que esto quede resistente, sino te caerás o estarás incomoda —indicó.
—¡Qué! Espere un momento, ¿la jaula es para mí? —pregunté escandalizada.
—¿Sino es para ti, entonces para quien va a ser, niña?
El tono sereno con que lo dijo me alteró todavía más. Explicó que yo debía pasar la noche dentro de la jaula para que esta me ayudara con mi recapitulación, nombre que había dado a la tarea de recordar a detalle cada uno de los episodios que conformaban mis experiencias de vida. Cuando le relaté la turbulencia emotiva que me había traído el recuerdo de lo sucedido con mi primo y que ya no deseaba continuar con la faena, me miró con ojos apacibles y se echó a reír como si yo le hubiera contado un chiste.
—Sin duda eres un ser extraño —dijo—. Vez un poco de complicación en las cosas y quieres huir a la primera oportunidad sin prestar batalla.
—Es que no veo ningún motivo por el cual revivir cosas que ya quedaron atrás —repliqué enfadada—. Todo esto me parece absurdo.
—El único absurdo es pasar por alto las cosas que tuvieron un impacto en nosotros y creer que después de tanto tiempo estamos libres de su influencia.
—¿Y no es así? No siento que me afecte mucho sino lo recuerdo —dije sabiendo muy bien que mentía.
—Tú estás aquí por tu cuenta. Viniste aquí a aprender el arte de vivir mejor, pero mientras te encuentres agarrada a tus viejas salvaguardas no puedo continuar mi instrucción.
—¿A qué salvaguardas se refiere, usted?
—A eso que hace que seas como eres, a tu arrogancia e historia personal. Como te veo ahora, tu vida me recuerda a la matrioska que me regaló aquel turista ruso a cambio de un brebaje con yerbas. “Reconoces lo que eres pero desconoces a los seres que contienes”
Se refería a una muñeca de madera hueca que en su interior escondía varias muñecas de idéntica elaboración, una más pequeña que la otra. Dijo que los seres humanos éramos así, arrogantes a más no poder, poseedores de una personalidad que creíamos única e inigualable y que defendíamos a capa y espada como si fuera lo más valioso de nuestro ser, pero que en el fondo no éramos más que criaturas frágiles que desconocían su verdadera naturaleza.
Dijo que lo que limitaba el alcance de nuestra percepción eran esos conceptos, juicios, sentimientos e ideas que se forjaron debido los impactos sufridos en nuestra vida. Y que deshacernos de ellos era una tarea que requería nuestro máximo empeño. De allí la idea de recapitular dentro de una jaula, un elemento tan simbólico como necesario, pues me ayudaría a reconocer en mí aquellas barreras que me confinaban a una, y sólo a una forma de ser.
—No puedes cambiar tu vida si sigues siendo la misma pendeja de todos los días, yendo y viniendo de aquí para allá arrastrando tu historia personal como a un costal de basura. Necesitas actuar —dijo—, escupir lo que llevas dentro. Así que si no tienes un mejor ánimo que el de sentirte miserable contigo misma, es inútil continuar.
Me quedé atónita por la fuerza de sus palabas. Permanecí en silencio. Su actitud me puso en extremo belicosa, pero a regañadientes acepté que ella tenía la razón. Reconocí que había sido yo quien la había buscado en Oaxaca luego de conocerla en un mercado de la ciudad de México. Desde el momento en que tuve contacto con esa mujer, mi vida experimentó un cambio total, sentí nacer un mayor control sobre mis acciones y mis sentimientos; de no ser por ella el camino más fácil para solucionar mis múltiples problemas hubiese sido el suicidio.
Continué trabajando como si nada hubiese pasado, amarrando mi orgullo con el mismo ímpetu con el que reforzaba el bambú con las cuerdas. Doña Inés, que estuvo al tanto de mis emociones, no añadió nada más ni se burló de mí como solía hacerlo. Me concentré en la tarea de armar la jaula impecablemente que todo mi coraje se esfumó sin que me diera cuenta.
De pronto doña Inés se puso en pie. Ató una cuerda sobre la superficie de la jaula para luego subirse a una silla y amarrar el otro extremo a una viga que sobresalía del techo. Sus movimientos fueron tan precisos que no me sentí en la necesidad de prestarle ayuda; acabó en un santiamén. La jaula quedó suspendida a un metro del suelo, fija, sin girar. Iba a objetar si de verdad pensaba dejarme pasar la noche allí cuando me interrumpió:
—Comamos algo, no has probado bocado desde la mañana.
Recordé que había estado tan ocupada durante el día que olvidé por completo mis rutinas; no obstante, carecía de apetito. Y cuando doña Inés sirvió un humeante jarro de chocolate en leche con una pieza de pan dulce, tuve que acercarme a la mesa para no desairarla. El sabor del chocolate era muy amargo pero delicioso. Partí el pan y lo hundí dentro del jarro y me lo comí tal como ella hizo con su pieza.
Doña Inés no me dejó lavar los jarros, cuando terminamos nuestro chocolate, los tomó y salió por la parte trasera de la casa para lavarlos. Dijo que yo debía relajarme porque me esperaba una noche difícil. Debía ser que el chocolate tenía algún aditivo especial porque me sentía revitalizada, como nueva.
Al regresar doña Inés, nos sentamos un rato a conversar. Hablamos sobre los sonidos del bosque y la inaccesibilidad del sitio en el que vivía. Luego de un rato intenté reencausar la plática hacia el tema de mi interés pero ella me interrumpió. Dijo que yo debía permanecer impasible ante los sentimientos que se despertaran en mí, sin darle rienda suelta a la idea de sentirme herida. Si lograba hacer eso, detendría el vicio de la autocompasión, y así yo podría examinar con una luz distinta aquellas vivencias que me habían afectado profundamente, liberando de esa forma parte de la energía que se quedaba atrapada en nuestros recuerdos.
Sin decir nada más, me hizo entrar dentro de la jaula con el fin de iniciar la titánica faena de recordar a detalle lo sucedido. El piso, pese a estar formado por carrizos delgados y bien unidos, era cómodo. Iba a preguntarle cuanto tiempo debía estar allí y si podía ir al baño en caso de necesidad cuando selló la puertita con un candado, cubrió la jaula con una manta y apagó las luces dejándome en la penumbra, acompañada por el monótono canto del grillo.
—Doña Inés… ¿Está allí?
No obtuve respuesta; también ella parecía haberse hecho parte de la oscuridad. El sentimiento avasallador de sentirme sola me sobrevino como un golpe corporal. Me asusté. La jaula osciló girando un poco. Me controlé respirando hondamente. No me quedaba de otra que acatar sus excentricidades y hacer lo que me había enseñado.
Metí las piernas al interior de la jaula para cruzarlas y recargar la espalda en la delgada pared de bambú. Luego coloqué el mentón en el hombro derecho y giré inhalando una gran bocanada de aire conforme me detenía reposando el mentón sobre el otro hombro. Exhalé todo el oxígeno que tenía en tanto volvía a mi posición inicial con la imagen en mente de la persona que me interesaba recapitular: mi primo José.
Realicé el ejercicio varias veces hasta que me vi sumergida en las profundidades de un recuerdo poderosamente nítido. Recordé que había pasado una semana desde el encuentro que había tenido con él casa de mi madre. Yo me encontraba en la oscuridad de mi habitación, con una mano dentro de mi braguita estimulando mi pequeño botón de placer, exudado por los jugos que acompañaban tal deleite. Estaba muy excitada y la onda cálida en la ciudad no ayudaba mucho a mitigar mi deseo. Sudaba copiosamente y eso imposibilitaba mi estabilidad física, por lo que busqué cuando menos silenciar mis gemidos para que no los escuchara mi madre que jadeaba al otro lado de la pared.
Le había dicho a mi madre que pasaría la noche en casa de Patricia, pero su padre se había puesto enfermo y se lo habían tenido que llevar de urgencias al hospital, lo que obligó que yo tuviera que regresarme a mi casa en un taxi para no tener que dar más molestias a la familia de mi amiga.
Llegar sin avisar fue una sorpresa total. El auto del novio de mi madre se encontraba estacionado a un costado de la banqueta. Con las luces de la casa apagada y el canto de las cigarras como único sonido exterior, entré con mi llave sin hacer el menor ruido; sabía que mi primo no estaba en casa debido a que había salido al bar con sus amigos y no regresaría hasta pasada la media noche. Recordé lo que él me había hecho decir de mi madre el día de nuestro encuentro: “se la están cogiendo”. Imaginar a mi progenitora en tales circunstancias me produjo un cosquilleo y un muy agradable calor en la entrepierna.
Subí a la segunda planta y conforme me acercaba oí el claro rechinar del colchón junto a los muy elevados y evidentes gemidos de mi madre siendo sometida a los deseos carnales. Aparté de mi mente cualquier imagen mentar que evocara excitación y entré a la habitación que estaba junto a la suya. “¡Más…! ¡Más! ¡Cógeme más cabrón! ¡Qué rico siento, papi!”, fueron algunas de las frases que traspasaron la pared llenando mis oídos y haciendo que una parte de mi rememorara la noche en la que me tenían esclavizada al delirio placentero que presume el acto sexual.
Me quité el vestido y el bóxer y me puse una braguita blanca de algodón con un estampado en la parte trasera que decía: “prohibida la entrada a menores de 18 cm”, dejando desnudos mis pechos para mayor comodidad. Me acosté impaciente sobre la cama aun con el deseo penetrando mi cabeza y las cuatro paredes de mi habitación. Tenía los pezones endurecidos y sentía como escurría mi intimidad. “Ahora sé a quién he sacado lo puta”, pensé, iniciando una serie de caricias atreves de la aterciopelada piel de mis pechos y piernas.
Un grito prolongado escapó de la garganta de mi madre, señal inequívoca de que había tenido un intenso orgasmo, sin embargo, el golpeteo de pelvis contra pelvis continuó hasta que un sonoro quejido masculino selló con broche de oro la pasión que consumía a ambos amante. Pensé en mi madre, su soledad y la necesidad de su cuerpo maduro y fibroso. Pensé en Santiago, su novio, a quien conocía desde hacía dos años. Un hombre diez años mayor que ella, alto y robusto como un toro, pero feo y con una considerable pansa de bebedor, cuya figura siempre me evocaba al padre de mi amiga patricia luego de un arduo día de trabajo en el taller mecánico, sucio y desaliñado. No lo consideraba atractivo, pero esa noche, a raíz de aquel ardiente deseo que no podía colmar con caricias, la excesiva excitación me hacía pensar de manera muy distinta, especulé el tamaño que podría tener su miembro y en lo que podía hacer con él, y entonces ya no me resultó tan indiferente.
Desde el encuentro con mi primo, tenía la insaciable necesidad de masturbarme todas las noches rememorando lo vivido, pues con la práctica constante pronto me convertí en una artista consumada del placer silencioso. Esa noche no sirvió de mucho. Estaba más caliente que de costumbre y cualquier intento que realicé por apagar mi fuego interior fue infructuoso; me urgía algo duro y ardiente entre las piernas. Si hubiera estado mi primo en casa no habría dudado en levarme para irlo a buscar a su habitación, pero en esas circunstancias, y bajo los tremendos calores que me acosaban, debía apagarme como podía.
Continué acariciado mi clítoris durante varios minutos más, impaciente e irritada ante la ausencia del orgasmo. Al otro lado de la pared, mi madre y su novio reactivando la lujuria que me tenía atada a ellos. Escuché que Santiago le pedía que se pusiera en posición de perrito porque ya sabía lo que le esperaba; sentí una envidia inmensa. Desde lo más profundo de mí ser, añoré estar en el lugar de mi madre, no importando que aquel hombre fuera un viejo feo y barrigón que en un futuro pudiera ser mi padrastro.
Mi mente se llenó de imágenes al escucharlos gemir. Para ese momento tenía la vagina completamente mojada. Insatisfecha como estaba, me puse en pie; no bastaban las figuras mentales, tenía que verlos en vivo. Salí descalza de mi habitación dispuesta a hacer lo que fuera necesario para complacer mis ansias. El pasillo estaba a oscuras y eso facilitó que al acercarme a su cuarto, me atreviera a hacer una abertura lo suficientemente grande como para verla a ella de espaldas siendo penetrada por aquel hombre hosco, inmenso y sudoroso. La débil luz de la lámpara de noche me dejó ver a través del espejo del tocador el feliz rostro que mi madre componía ante cada profunda estocada que recibía.
Yo estaba hirviendo, con dos de mis dedos clavados en el interior de mi cuevita mientras mi dedo pulgar atendía sin parar mi enrojecido clítoris. Mi mano libre no dejó de amasar mis pechos ni de pellizcar mis erguidos pezones, a la vez que luchaba con todas mis fuerzas por suprimir los inevitables gemidos que pugnaban por escapar de mi garganta.
De pronto el novio de mi madre alzó la mirada hacia el espejo y casi pude jurar que pese a la penumbra del pasillo, él me observaba a través de la puerta entreabierta. Me quedé paralizada sin saber qué hacer. Santiago sonrió de manera maliciosa y aceleró el ritmo de sus embestidas como para desquitarse con mi madre por tener una hija tan curiosa.
—¿Te gusta lo que ves? —dijo de pronto con su característica voz gruesa. Sus palabras erizaron la piel.
—¿Eh?... ¡Ah, sí! ¡Me encanta como me coges, dale más fuerte, así, así!... ¡Más!
Algo dentro de mí me dijo que no se lo decía a ella. Quería irme de allí pero al mismo tiempo las constantes y provocativas miradas que me lanzaba Santiago me tenían adherida a mi sitio como la tierra a las raíces, temía que al moverme delatara mi presencia.
—Dime… ¿Qué te parece mi verga? ¿Te gusta?
De nuevo mi piel se puso chinita. Santiago hundió y sacó totalmente su gruesa y poderosa vaina del interior de mi madre sólo para que yo pudiera contemplarla a mi gusto y saborear toda su longitud.
—Me encanta… Sabes que no puedo vivir sin tu verga —exclamó mi madre.
Santiago continuó bombeándola mientras yo reanudaba las caricias sobre mis pechos y me masturbaba animadamente. El estímulo de estar siendo observada por el novio de mi madre, un hombre que me triplicaba la edad, me tenía a punto de venirme.
—Tienes unas chichotas muy grandotas y apetecibles —continuó Santiago sin dejar de mirar en mi dirección; mi madre no tenía los pechos tan grandes, sino normales tirándole a pequeños, de manera que esta vez supe con toda certeza que se estaba refiriendo a mí.
Esta vez mi pobre madre no dijo nada. Su placer era tan colosal que sucumbió a la llegada de un nuevo orgasmo, ligado a una oleada de gritos de felicidad que seguramente debieron alertar a los vecinos de lo bien que se la estaba pasando en las manos de Eros. Mi corazón latió con rapidez a medida que mis manos aumentaban el ritmo de las caricias, sabía que la frontera del orgasmo estaba cerca, hasta que sentí el calor de un cuerpo pegado a mi espalda y el delicioso besuqueo de unos labios succionando mi cuello con deseo; pegué un respingo y de inmediato reconocí la pesada respiración de mi primo junto a su mano hurgando dentro de mí ya humedecida braguita.
—Eres una putita, prima. Hasta sin brassier saliste. ¿Te gusta mucho ver coger a tu mamá? ¿O te gusta la verga de tu padrastro? —murmuró José en mi oreja, pegando su bulto a mi trasero y refregándolo para hacerme sentir su creciente erección, gesto que elevó todavía más mi temperatura.
Con José a mi espalda y los ojos de Santiago atentos al menor de mis movimientos, la situación no podía ser más riesgosa y comprometedora, una mezcla de animosa nerviosidad y excitación, intenté apartarme de la puerta pero caí de rodillas con mi primo pegado a mi dorso y el orgasmo estallando entre sus dedos que se movían frenéticos en el interior de mi cuevita impregnándose con mi néctar. José me cubrió la boca con la mano y eso evitó que yo alzara por lo alto los gemidos a los que me hubiese gustado que fueran escuchados. El novio de mi madre me miró con el rostro cargado de lujuria. Me sentí una puta al saber que Santiago se había percatado de como mi primo me había llevado a la cumbre del clímax con tan solo unas caricias, y que su sonrisa cómplice y la forma en que embestía a mi madre eran parte del morbo que aquello le causaba. En aquel momento no me importaba lo que pensaría de mi más tarde, me hallaba tan extasiada que lo único que deseaba era disfrutar como fuera posible de los placeres sensuales del cuerpo.
Mi primo continuó besando mi cuello y yo acaricie su cabello como muestra de gratitud, dándole a entender que aquello me había llenado de un placer inmenso. José sacó la mano de mi interior y la acercó a mi boca para que probara las mieles del triunfo. El sabor me encantó. Con sensualidad degusté de sus dedos el viscoso y transparente líquido que tenía un sabor saladito. Sin esperar un segundo más, José acarició uno de mis pechos con suavidad y aflojó su pantalón liberando su imponente y venoso aparato, bajó mi braguita a mitad de mis muslos y colocó su descomunal vara haciendo que el tronco de su pene quedara encajado entre mis labios vaginales, lo que alentó mis bríos sexuales. No tardé en estar excitada otra vez.
—¿Te gusta? —susurró mi primo, moviendo su pelvis como si me estuviera penetrando, la roja y caliente punta se asomó y se ocultó bajo mi monte de venus una y otra vez.
—¡Me encanta!... Sigue… —contesté en voz baja. Me estremecí de pies a cabeza. Y la idea de ser descubiertos por mi madre no hacía otra cosa que elevar el morbo. Sin que José me lo pidiera, cogí el extremo de esa maravillosa verga que sobresalía de entre mis piernas y comencé a masturbarla, descapullando una y otra vez su hinchado y bien lubricado glande.
Nos quedamos callados observando la escena que se desarrollaba dentro de la habitación. Mi primo lamió los contornos de mi pabellón auricular derecho y succionó para su deleite y el mío la aterciopelada piel del lóbulo de mi oreja como si se tratara de uno de mis pezones, a los que también atendió con delicados pellizcos y roces, arrancándome un débil gemido. Al otro lado de la puerta, Santiago se acostó sobre la cama con los ojos fijos en mí. Mi madre se subió encima de él y comenzó a cabalgarlo dando pequeños saltitos sobre su enorme tranca, gimiendo con los ojos cerrados mientras sus manos no paraban de acariciar las manos de su novio posesionadas sobre sus pechos.
—Tu mamá es una puta —dijo José de forma provocativa—. Se hace la decente pero le encanta la verga. ¿No te gustaría que te cogieran así?
Iba a responderle que si pero mi primo me hizo soltar su pene para mover las caderas de atrás hacia adelante encajando la punta de su vaina dentro de mi vagina. Accidentalmente o no, la sensación que experimenté fue inigualable. Lancé un gemido que mi primo tuvo que silenciar con su mano. Deseaba que aquello se hundiera más y quería hacerlo allí mismo, sin ninguna contemplación ni precaución. Me sentí dominada, en la antesala de la pérdida del control de mi misma, pero a diferencia de aquella vez en la que me encontraba desinhibida tras beber de sopetón mi primera cerveza, no me sentía tímida ni culpable. José permaneció inmóvil como sopesando mi reacción, yo comencé a impacientarme. Algo dentro de mí me impulsaba a sentir la dureza taladrando en mi interior.
Empecé a moverme lentamente en círculos procurando no rebasar la línea. Era difícil mantener la cordura ante tanto estímulo. Mi primo suspiró y yo cerré mis ojos. En ocasiones su pene se salía de mi interior y José se detenía para acomodarlo.
—No sabía que fueras tan putita —vociferó el novio de mi madre.
—¡Sí!... ¡Lo sé!... Me gusta la verga. ¡Me encanta!... ¡Quiero que me cojas todos los días!
Mi madre comenzó a moverse hacia los lados y Santiago recargó la cabeza mirando al techo intentando retrasar la llegada de su orgasmo.
—Oye —prosiguió mi madre disminuyendo sus movimientos—, ¿Por qué no te vienes a vivir con nosotras?
Me quedé pasmada al oír eso. La idea me horrorizó. Una cosa era lo que se hacía como producto de una calentura y otra muy distinta tener que convivir con la persona con la que no se tenía ninguna relación más allá del morbo del momento. Quizá lo que más miedo me daba era que Santiago intentase algo conmigo, y que la relación entre él y yo se volviera incómoda.
—¿Lo dices enserio?...
—¡Sí!... Lo he estado pensando mucho. A mi sobrino le falta un año para terminar la carrera y entonces se irá. Y luego… ¡Hum!... Daniela y yo estaremos solas de nuevo. A mi niña le vendría bien una figura paterna, digo por si… ¡Ay!... ¡Ay mi amor! ¡Mi amor!... ¡Sí!... ¡Así!... ¡Más fuerte! ¡Más!...
Santiago no disimuló su júbilo, acompañó el ritmo de sus embestidas levantando la pelvis para hundir en lo más profundo las magnitudes de su virilidad dentro de mi madre, quien comenzó a moverse con frenesí saltando una y otra vez mientras gritaba incontrolablemente.
—Ahora si te voy a coger todos los días.
—¿Eso es un sí?... ¿Eh?... ¡Ay!...
—Claro que sí mi vida… Seré un papi para tu adorada hijita.
—¡Y mi papi también! ¡Ay!... ¡Dale!… ¡Dale más amor!… ¡Más!…
Mi primo se sentó sobre sus piernas y yo lo hice sobre sus muslos aun con la cabeza de su miembro enterrada en mi interior. La sensación que me embargaba me estaba llevando al paraíso. Sus manos continuaron adheridas a mis pechos como si temiera que alguna mano invisible se apoderara de ellos. Lancé un débil gemido. Tenía el cuerpo transpirado. Mi primo me estaba medio cogiendo a escasos metros de la habitación de mi madre donde ella también se cogía a su novio, un hombre que era consciente de todo lo que sucedía, y no me importaba en lo más mínimo. Pensé en las miles de muchachitas que disfrutaban del sexo de una manera saludable. Sabía que lo que yo hacía no era muy normal, pero la vorágine de sensaciones que experimentaba al rebasar el límite me tenían hechizada, ya no tenía fuerzas para liberarme, deseaba disfrutar sin tener que sentirme la más barata de las putas y, al mismo tiempo, me encantaba sentirme tan sucia como fuera posible. Comencé a fantasear con el viril miembro de Santiago, su longitud y grosor, que era un poco más larga y ancha que la de mi primo; de pronto vislumbré la posibilidad de saciar mis ansias con él, yo saltando de mi cama a la suya en las calurosas noche de insomnio para trepar esa monumental tranca y cabalgarla sin miedo ni culpa.
—¡Me vengo! ¡Ay! ¡Sí!... ¡Más!... ¡Más!... —soltó mi madre.
—¡Aguanta! ¡Ah! ¡Sí!... ¡Me vengo, me vengo! ¡Toma mi leche, toma…!
Sabía que yo no podría contener nuevamente las ganas de gemir con libertad. Era ahora o nunca. Me liberé de los brazos de mi primo y me puse en pie, me acomodé la braguita, cogí su mano y le dije:
—Llévame a tu cuarto. Te necesito dentro de mí.
—S-sí, sí, vamos —dijo José. La ansiedad se notaba en su tono de voz.
El cuarto de mi primo se hallaba al doblar el pasillo, junto a dos puertas, una que conducía a la azotea a través de una escalera metálica de caracol y otra que llevaba al baño principal. Nada más entrar en su habitación, mi primo clavó el seguro a la puerta, encendió la lámpara de la mesita de noche, me tiró sobre la cama y comenzó a desnudarse. Admiré la simetría de ese maravilloso pene antes de quitarme los lentes y sacarme la braguita tirándola a un costado de la cama. Abrí las piernas para que se acomodara encima de mí y nos empezamos a besar con pasión licenciosa. Devoré sus carnosos labios como una hambrienta que no ha probado bocado y quiere terminar de un jalón lo que le pongan enfrente; atrapé su lengua entre mis dientes y jugué con ella hasta que él hizo lo mismo con la mía.
Mi deseo se tornó incontrolable. Mi primo besó y mordió mi mentón con delicadeza, bajando hacia mi cuello a medida que descendía hasta mis hombros obsequiándome el mismo placer erótico que me obligaba a proferir un lánguido gemido de goce que rebotó por las cuatro paredes de mi habitación, sus poderosas manos, inquietas y posesivas, acariciaban con áspero tacto mis muslos estrujando mi piel conforme ascendían por mis caderas y mi cintura. Cuando su boca llegó a mis pechos, los atendió con la misma dedicación que al resto de mi cuerpo, asaltando mis puntiagudos y sensibles pezones con una mezcla de rudeza y maestría, cerré los ojos sin poder contenerme y me corrí derramando mi néctar en su vientre mientras arqueaba la espalda con la uñas clavadas sobre las sabanas temiendo salir disparada contra el techo, él, atento a mi placer, selló mis gritos de pasión con un intenso beso que evitó que los mismos vecinos se enteraran de lo sucedido.
Con la respiración agitada, estuvimos algunos minutos besándonos, el abundante flujo de mi corrida escapó atreves de mi ingle y terminó empapando mi ano y mis glúteos.
Cuando José se detuvo, me miró a los ojos con amor y sonrió. Yo hice lo mismo.
—¿Estas segura de que quieres que yo sea tu primera vez?
—Sí, hazlo, por favor. Estoy que no aguanto.
—Putita.
Se echó a reír y yo lo imité.
— ¡Oilo pues ! Te digo, primero me calientas y luego me llamas puta.
—Es que eres una puta —dijo con tono juguetón, escondiendo su cara entre mis pechos como un niño travieso que sabe que ha dicho un disparate. Aquel gesto me llenó de ternura. Tomé su rostro entre mis manos y lo besé con dulzura, disfrutando la calidez de su boca y la humedad de sus labios. No había besos de lengua esta vez, hacía ya rato que la excitación se había trastornado en un juego morbosamente dulce, más allá de los efectos del alcohol y de la lujuria desenfrenada que provoca el morbo de ser observada y sometida.
—Di que eres mi putita —añadió al separarse de mi boca.
Moví la cabeza hacia los lados riendo como una chiquilla traviesa, intenté escabullirme pero mi primo me sujetó de las caderas y caí sobre su estómago, desternillándome de risa. Levanté la vista y me encontré con su erecto miembro a escasos centímetros de mi rostro.
—Mira lo que me encontré, ¡y no te voy a daahar ! —dije sujetando su tranca entre mis manos y haciendo gestos de niña presumiendo su juguete nuevo.
—Al cabo que ni quería. Ya sé que eres una envidiosa, anda trae eso para acá.
—No no no, es mi paletita —dije en cuanto hizo el intento de apartarme de allí. Puse la pierna al otro lado de su torso irguiendo mi trasero como una barrera. Él metió su mano entre mis piernas y me jaló hasta dejar mi vagina sobre su boca. Sentí su respiración en mi entrada.
—Pues entonces yo voy a comer otra cosa más rica y no te voy a dar.
Comprendí lo que se avecinaba. Estábamos en la famosa posición del sesenta y nueve, yo con su pene entre mis manos y él a punto de regalarme mi primera sesión de sexo oral. Excitada y nerviosa, hice lo que tenía que hacer: metí su pene en mi boca y lo succioné hasta el fondo como si se tratara de un biberón. Mi primo lanzó un profundo gemido y yo proseguí animada con la faena, apretando la circunferencia de su pene con los labios, lo empecé a masturbar. Él no se quedó atrás, casi enseguida pasó su lengua por toda mi raja, realizando inmersiones cada vez menos superficiales conforme lo repetía una y otra vez. Me saqué el pene de la boca para emitir un suspiro. Mi primo comenzó a lamer sin orden alguno las paredes internas de mis muslos y glúteos para volver a mi vulva y satisfacer de lleno con rápidas chupadas aquella protuberancia que me tenía con el pene entre las manos, dudosa, incapaz de decidir si continuar con la mamada o concentrarme en disfrutar de las sensaciones que me prodigaba mi amante.
Decidí que si mi primo me tenía al borde del delirio, yo podía superarlo y darle a probar parte del paraíso al que me estaba arrastrando. Sin ayuda de las manos, succioné hasta la base aquella gigantesca herramienta de carne, haciendo que el glande rosara la campanilla de mi garganta y cobrándome factura por ello. Aunque llegar hasta el fondo me provocó espasmos haciendo que casi vomitara, no desistí en la idea de hacerlo correr antes que yo.
—¡Rica paletita!... —exclamé, produciendo un claro ploff al sacar con rapidez su pene de mi boca para volver a hundirlo al instante.
El claro ejemplo de que mi primo se estaba perdiendo en el laberínco placer era que había dejado de succionar mi clítoris concentrándose en amasar mis pechos y empujar su pelvis cogiéndome por la boca. Sus jadeos y su respiración entrecortada fue un deleite. Mi orgullo no pudo ser más grande en ese momento. Liberé su brillante pene completamente ensalivado y pasé mi lengua por todo el glande hasta la base. Mi primo no se dio por vencido. Reuniendo la poca fuerza que le quedaba para enfrentar el adictivo y poderoso placer que lo tenía dominado, retornó sus manos a mi culo y enterró un dedo en mi interior, acercó su cara y con desesperación comenzó a hurgar con su lengua dentro de las paredes internas de mi vagina. Mi acelerada e irregular respiración y el tener la boca llena me arrancó una serie de hilarante sonidos confusos similares a pujidos.
—Que rica sabes prima —jadeó José, moviendo su lengua sin parar—. Quien iba a decir que al final iba a ser yo quien te diera.
Separé mis manos de sus caderas y acaricie la dureza de sus protuberantes nalgas. Cogí su pene y lo saqué de mi boca sintiendo los hilos de saliva adheridos a mi labio inferior. Miré sus oscuros testículos. Era el único lugar de su cuerpo al que no había dado placer. Su escaso vello permitió a mi tacto deleitarme con la suavidad y la rugosidad de su escroto. Los masajeé más por curiosidad que por morbo, aunque cuando se me ocurrió meterlos a mi boca, la idea de realizar algo tan asqueroso me pareció muy excitante.
Me acerqué un poco más y, masturbando su tieso pene con la mano izquierda, empecé a lamer con algo de timidez la delgada piel de su escroto. Una pequeña convulsión acompañada de un gemido sacudió el cuerpo de mi primo. Repetí la acción añadiendo a ello un poco de entusiasmo, con movimientos gráciles atrapé con mis labios la bolsa de uno de sus huevos y lo succioné hasta desaparecerla en mi boca, hice lo mismo con el segundo hasta que en un momento dado me descubrí cuan puta era con ambos testículos dentro, gesticulando palabras ininteligibles con las mejillas infladas de contener semejantes globos. Casi me atraganté con mi propia saliva, de modo que escupí sus huevos y ladeé la cabeza dejando escapar una gran cantidad de secreción por la comisura de mi boca. No esperé a recuperarme, casi enseguida volví a la acción, dejé de masturbarlo y se la chupé, tragándome una tercera parte de su tieso aparato, alternando mi felación con atenciones especiales a su brillante glande. Quería que se corriera y quería que lo hiciera sobre mi boca. Nunca me agradó la idea de tener el semen al contacto con mi lengua, pero estaba tan caliente que la idea me pareció muy excitante. Cerré mis labios entorno a la cabeza de su pene y moví la lengua en círculos rápidos alrededor de su extremidad mientras lo masturbaba sujetándolo desde la base con dos de mis dedos.
—¡Ya, ya!... ¡Para por favor!... —gimoteó mi primo con voz suplicante, haciendo que yo me apartara de allí—. Si continúas así me voy a correr.
—¿Y qué hay de malo con eso? —pregunté ingenua, haciéndome a un lado mientras con el dorso de la mano me limpiaba la saliva acumulada en el mentón. Lo miré a los ojos.
—¡Te la quiero meter ya!
No me dejó decir nada. Me tomó de la cabeza y me besó con pasión, compartiendo mis jugos y yo parte del sabor de su pene. No tardó en separarse de mí, estirar la mano para abrir el cajón del buró y sacar un preservativo.
—¿Qué hago yo? —pregunte con los nervios a flor de piel.
—Recuéstate en la cama y abre tus piernitas.
Hice lo que me dijo. Él, con movimientos torpes y nerviosos que delataban su ansiedad, enfundó su pene en el condón, me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Estas preparada?
Asentí con la cabeza, sonriendo con malicia.
—¿Se puede saber qué es tan gracioso?
Ni siquiera hizo falta lubricar nada. Estaba tan mojada que su venoso e imponente pene se alojó presionando los húmedos y calientes labios de mi virginal cuevita, manteniéndolo allí, quieto, mientras yo sentía resbalar más y más adentro de mí su puntiaguda nuez temiendo por el dolor que sentiría.
—¿Tu novia sabe que te coges a tu prima? —dije, sorprendida de mis palabras. Ya me había dado cuenta de que a su lado experimentaba una personalidad un tanto mórbida y contradictoria, todo lo opuesto a la dulce niña de todos los días.
—No, y no me importa. Ahora estoy contigo —contestó, agarrando el pene por la base para moverlo en círculos; su pericia arrancó de mi garganta un débil gemido.
—Te quiero sólo para mí. Eres mío.
—¿Seguro que es por mí o por mi verga?
—Las dos cosas… Tu verga me tiene loca. Me encanta… Hum…
—Pues quiero que sepas que sólo serás para mí. Soy el único que te puede meter la verga.
Recibí sus palabras con un gritito de placer. Su camuflado y amenazante glande se abrió paso realizando estocadas intermitente que rosaron las paredes internas de mi vulva pero sin atreverse a ir a más. Sentí el dolor que causaba aquella dureza presionando la frágil barrera que separaba los placeres sensuales de la infantil inocencia. Yo permanecí muda, con pasión efervescente rasguñé su espalda y crucé las piernas alrededor de sus caderas, la sensación que experimentaba, mezcla de dolor y deleite, me espoloneaba a continuar.
Mi primo dio un empujón más y la ruptura irreparable de mi virginidad se produjo junto con el irrefrenable grito de dolor que escapó de mi garganta; permanecí inmóvil, esperando a que mi invasor se amoldara a la estreches de mi conducto vaginal. Un par de enviones más y de un solo golpe José clavó toda la longitud de aquella ardiente vara en mi interior en tanto mis manos se crisparon sobre sus musculosos brazos. Sabía que la delgada telita de mi himen se había roto y que ahora ya era una mujer hecha y derecha. Y así me creí, como si mi mórbido amante se hubiera llevado una parte muy importante de mí: la inocencia. Nos miramos sin apartar la vista uno del otro, cómplices, yo con las piernas cruzadas sobre su espalda temiendo que escapara de mí y él en espera de que el dolor menguara para poder disfrutar con libertad.
José me besó y a partir de allí comenzó a moverse de arriba abajo, de manera pausada y lenta. Comprobé la diferencia entre un beso morboso y apasionado por uno lleno de amor y ternura. Recorrí sus labios mientras sentía como su caliente y palpitante miembro salía y entraba de mi interior una y otra vez, tomando un ritmo un poco más austero y profundo hasta que mis gemidos se sincronizaron con cada una de sus embestidas. Era un momento mágico, maravilloso. Ninguno de los dos decía nada por temor a romperlo, pues el acuerdo tácito de estar haciendo el amor flotaba en el aire con una fragilidad inusitada. Incluso los gemidos se volvieron silenciosos y contenidos conforme la corriente de pasión crecía entre los dos. Me concentré en recibir tanto placer como pude que no fui consciente del momento en que mi primo abandonó mis labios para besar mi cuello regalándome ese cosquilleo delicioso que me recorría de la nuca al vientre. Yo había descruzado las piernas abriéndolas lo suficiente para que él se encargara de dirigir sus estocadas sin descansar ni un segundo, buscando con ansias algo que sentía estar cerca.
El mutismo se rompió en cuanto los dos comenzamos a jadear incontrolablemente, presa de algo a lo que no podíamos dar nombre pero que se avecinaba con la misma violencia de una erupción volcánica. Nuestras bocas se buscaron con ansia amortiguando los sonidos a los que anhelábamos dar voz. La descarga hechizante me llegó como una reacción en cadena que estalló dentro de mí. Cerré los ojos y me dejé arrollar por ese placer lujurioso, sintiendo las contracciones de mis paredes vaginales ahorcando aquel miembro que salía y entraba dentro de un océano de jugos. Mis pechos se agitaron ingrávidos con el loco movimiento de bombeo. Mi primo no tardó en correrse. Y si no gritó cuando el placer lo inundó, se debió a que como último recurso recurrió a morder mi hombro izquierdo para contener su euforia; después de todo el placer que me había regalado, supe que aquel minúsculo apretón con sus dientes no significaba un gran sacrificio, así que lo soporté como pude. El látex del condón amortiguó la potencia de los chorros de esperma pero aun así pude sentir las convulsiones de aquella verga que terminó de vaciarse con un par de estocadas finales hasta quedar flácida sobre mi entrepierna.
Mi primo se derrumbó encima de mí, con la cabeza recostada resoplando en medio de mis pechos. Abracé su cabeza pegándola a mi cuerpo; yo también respiraba agitadamente. Permanecimos así largo rato, callados, exhaustos y transpirados, pero felices y satisfechos.
Mi primo fue el primero en romper el silencio.
—¿Te gustó? —su voz era delicada y serena.
—Si… Ha sido algo muy hermoso e inolvidable —le dije con ternura.
—¿Más que lo de putita y zorrita?
Yo me eché a reír ante su ocurrencia.
—Ha sido especial.
—¡Ah…! Ósea que si te gusta a lo bruto —dijo con una sonrisa pícara, alzando la mirada en espera de una respuesta.
—Sí. ¡Me encanta! ¿Ya estas feliz?
Su respuesta fue un tierno beso en los labios, que disfruté como si fuera la cosa más exquisita del mundo. Luego se tiró aun lado de mí, me echó el brazo al cuello y me pegó a su cuerpo. Me regocijé con su calor; a su lado me sentía protegida, en paz.
—Pues a mí me encanta que te encante —continuó—. Sólo que ahora que tu papá viva con nosotros no podremos hacerlo libremente.
—¡Oye! Será el tuyo porque mío no es —dije haciéndome la ofendida, pero sintiendo una pizca de orgullo cuando me dio a entender que lo tendría a mi disposición para hacerlo con él en el momento que lo deseara— ¿Enserio crees que se venga a vivir con nosotros?
—Puede que sí, ya oíste a tu mamá. Parece que Santiago la tiene tan desatendida que basto una buena cogida suya para que se le ocurrieran ideas tan descabelladas.
—¡Ay no! No quiero que él se venga a vivir aquí. No me cae bien —le dije aterrada, pero sin exponerle las verdaderas razones de mi miedo—. ¿No hay nada que podamos hacer?
—Ahora que lo dices… Sí hay algo que se puede hacer.
—¿Qué es?
Mi primo me miró con seriedad durante unos segundos como estudiando mi reacción. Creí que diría algo pero vaciló y se quedó callado, desviando la mirada hacia el techo.
—¿Qué pasa? ¿Qué me ibas a decir?
—No, nada. Me quedé pensando.
—¿En qué? —dije moviendo mi mano como una araña hacia su flácido pene, todavía atrapado dentro del condón. Se lo quité y lo hice nudo para evitar que escapara el contenido. Su pene lucía mojado e indefenso, me recordó a esos globos con gas que pierden volumen con el tiempo. Lo aplasté con la palma de la mano y lo masajeé durante un rato. Dio pequeños saltitos pero no se puso duro. Mi primo me miro embelesado sin decir nada. Levanté el condón frente a sus ojos y le pregunté:
—¿Siempre te sale tanto?
José se echó a reír y yo lo miré frunciendo el entrecejo.
—¿Qué te da tanta gracia?
—Nada nada, es sólo que… No lo sé. Se supone que me aventé dos palos con mi novia. Supongo que tú me excitas muchísimo.
Me incliné para mirarlo con una mezcla de suficiencia y celos.
—Es la verdad. Me encantas Daniela, ya sé que eres mi prima, pero no sé qué me pasa contigo. Sólo lo hemos hecho dos veces y ya siento que eres una diosa en la cama, enserio.
—Quiero probar a qué sabe —le dije.
Él pareció no entender, así que aparté su brazo y me acerqué hacia su débil herramienta, la tomé entre mis dedos y repasé el escurrido glande con la lengua. Inmediatamente arrugué el rostro y escupí aun lado de la cama lo que me había llevado a la boca. Tenía un sabor que no sabía definir, una mezcla fuerte, entre agria y salada que de no haber estado tan amarga, quizá habría sido de mi gusto.
—Para la otra intenta que no haya tenido puesto un condón, porque el lubricante del látex tiene un sabor muy amargo —dijo mi primo.
Yo lo miré indignada, agarré una almohada e inicié un feroz ataque en su contra mientras él se cubría con los brazos partiéndose de risa. En mi alarde por hacerme la divertida, no advertí el ruido que estaba haciendo hasta que escuche el sonido de una puerta al cerrarse y el de unos pesados pasos que se aproximaban al cuarto. Permanecí inmóvil y en silencio ante el terror de ser descubierta. Mi primo apagó la luz, y cinco segundos después, alguien llamó a la puerta propinando tres golpes sobre la superficie de madera.
—José… ¿Estás ahí? —preguntó mi madre.
Se hizo un silencio que pareció durar una eternidad. Mi corazón latió desbocado.
—Sí tía, soy yo, llegué antes. ¿Sucede algo?
—Ah, es que escuché ruidos y pensé que era Daniela.
Mi primo me miró nervioso, hizo una seña para que guardara silencio y respondió:
—No tía. Estaba viendo la tele. Pero la apagué porque ya me estaba quedando dormido.
—Bueno, pues ya duérmete —dijo ella. Entonces bajó el tono de su voz hasta un susurro y añadió:— Y si vas a masturbarte baja el volumen de la tele.
Me quedé atónita. Era la primera vez que escuchaba hablar a mi madre en esos términos. La referencia a la masturbación no sólo me había ruborizado, sino que también me había alertado de la excesiva confianza y complicidad que existía entre mi progenitora y mi primo, pero como estaba tan nerviosa con la idea de ser descubierta, no lo mal interpreté.
—S-sí, hasta mañana tía —contestó José, levemente alterado.
Yo me dejé caer de espaldas cubriendo mi rostro con la almohada, suspirando de alivio. Mi primo hizo lo mismo.
—Eso estuvo muy cerca —dije—. Si mi mamá nos descubre nos mata.
—Si tu mamá nos descubre te mata a ti y a mí me mete a la cárcel por abusar de su retoño —contestó José poniéndole humor al momento.
Ambos reímos en silencio durante un rato. Había sido una noche de muchas emociones. Pero la tormenta ya había pasado, y si mi madre no sabía que estaba en casa era porque su novio había actuado en complicidad conmigo guardando el secreto que de ahora en adelante sería una de mis mayores preocupaciones, sobre todo porque viviría al lado de él.
—Creo que ya tengo que irme a mi cuarto —dije de pronto.
—¿No te gustaría quedarte a dormir conmigo? Pongo el despertador y mañana temprano te vas a tu cuarto, ¿qué dices?
—Que no. Mejor me levanto a la hora que tú te levantes. Mi mamá no sabe que estoy aquí. El papá de Patricia se puso enfermo y lo hospitalizaron, yo me vine en taxi. Así que me puedo quedar contigo y sirve que mañana jugamos otro ratito.
Mi primo se quedó sorprendido ante mi sugerencia. Me miró a los ojos con expresión de admiración y me plantó un beso. Estuvimos jugando con nuestras lenguas mientras yo cogí su brillante y aceitado pero flácido pene y comencé a masturbarlo lentamente. Mi primo se separó de mi boca y jadeó a medida que su pene adquiría cierta consistencia. El momento era tierno, sensual, mágico, hasta que José dijo algo que me caló en lo más hondo.
—Tan seriecita que te veías Dani… Jamás imaginé que fueras tan puta.
No es que me causara dilema la mención de aquella última palabra, la había dicho tantas veces que incluso me gustaba, había algo morbosamente excitante cuando me la decía que me impulsaba a comportarme como tal; pero lejos de los linderos de la lujuria, su significado adquiría otras connotaciones, me hacían sentir que carecía de valor, y que lo único que tenía que me diferenciaba de las chicas bonitas ahora estaba perdido. En la agreste vida de la secundaria me había dado cuenta que a una mujer seria siempre la toman enserio, en tanto una que era catalogada como puta, casi nunca. Y la reputación que me estaba ganando con una de las personas que al parecer me respetaba y a la que admiraba, así me lo confirmaba.
Solté su pene y clavé mi vista hacia el techo evitando el contacto con sus ojos. Había perdido todo el aplomo de seguir. Me sentía tan mal que sólo deseaba irme a mi habitación y olvidar el asunto antes de que todo se volviera bochornoso. Mi primo se dio cuenta de mis sentimientos y enseguida me interrogó:
—Oye… ¿Qué te sucede?
—Nada, no me pasa nada —dije sin ánimo de hablar, me separé de él.
El me abrazó nuevamente.
—Si es por lo que dije, lo siento. Lo que menos quiero es que te sientas mal.
Intentó sellar mi creciente mal humor con un beso, pero yo permanecí con los labios inmóviles. Él sintió mi indiferencia y desistió en su intento; me dejó de abrazar. Entonces mi pudor regreso y removí la sabana de la cama para cubrir mi cuerpo. José, todavía desnudo, encendió la luz, estiró el brazo hacia la mesita de noche y extrajo un cigarro de una cajetilla. Lo encendió y le dio una honda calada, arrojando el humo hacia el techo.
Lo miré cabizbaja. Él lo notó y me ofreció de su cigarro. Sin decir nada lo tomé entre mis manos, le di una profunda chupada y cuando el humo llegó a mis pulmones comencé a toser sin parar. Mi primo rio por lo bajo y me abrazó, poniendo una almohada sobre mi rostro para silenciar mi incesante carraspeo. Cuando dejé de toser, me explicó que debía inhalar el humo en pequeñas cantidades y reposarlo en mi boca para que se enfriara y así evitar que mi garganta se irritara. Luego debía enviarlo a mis pulmones y sacarlo por donde me pareciera prudente. Estuvimos fumando hasta que mi primo estampó la colilla en el cenicero. Jamás creí que algo tan dañino pudiera gustarme. El humo del tabaco tenía algo que me relajaba.
Ya no me sentía tan miserable. Permanecimos en silencio y con la escasa luz proyectando sombras sobre la pared. Hacía rato que me encontraba pensativa. No sentía culpa alguna por lo que hacía, más bien se debía al modo en que lo hacía. Me pregunté nuevamente cuantas personas disfrutarían del sexo de la misma forma tan anormal como yo lo hacía, porque era así como la consideraba: anormal.
—¿En qué piensas? —la pregunta de mi primo me sobresaltó.
—En nada —dije.
—No mientas, no sabes hacerlo. Anda, dime.
—Bueno, es que… —vacilé, no sabía cómo continuar.
—Sólo dilo.
—¿Porque me gusta tanto hacer estas cosas?
—¿Te refieres al sexo?
—Sí, a eso —dije casi en un murmullo—. No me arrepiento por lo que hemos hecho, me encanta, pero… Siempre me parecieron asquerosas. No sé por qué las hago. Siento que no es normal lo que hacemos, y me gusta,
—No le des tantas vueltas. El sexo es sexo, como sea. Disfrútalo. Experimenta.
—¿Y si después no puedo disfrutar del sexo como una persona normal?
—¿Qué es normal para ti? —me preguntó. Su voz sonaba ya somnolienta.
—A hacerlo con algún novio, hacerlo normal, no sé, como toda chica la primera vez.
—Bueno, pues hazlo con alguien más para que puedas comparar.
—Ay no, y que luego me llamen puta. Los chicos son muy chismosos. En la secundaria siempre andan alardeando que lo hacen con una y con otra, y dicen siempre el nombre de la chica. No me voy a arriesgar a que se diga lo mismo de mí.
—Pues entonces hazlo con alguien de confianza. No te entiendo.
—No sé…
Cuando dijo que lo hiciera con alguien de confianza, la primera persona en la que pensé fue en mi amigo Rafa, pero lo descarté por tratarse de alguien tan cercano a mí.
—¿Qué es lo que te da miedo? —me preguntó.
—No, no me da miedo. O tal vez sí… no sé.
—Piensas mucho...
—Me preocupa no poderme controlar… No conocer mis límites. Cuando estamos… ya sabes… Teniendo sexo. Hay algo que se apodera de mí, me hace ceder ante todo, me gusta todo, lo deseo todo y sin embargo siempre quiero llegar más lejos. Me da miedo desconocer lo que me pasa y al mismo tiempo no lo puedo dejar —hice otra pausa. Cuando expresaba mis sentimientos e intentaba no llorar siempre sentía un nudo en la garganta; me la aclaré antes de continuar—. Sabes, hoy… Hoy hasta excité hasta con el novio de mi mamá, ¿crees que eso es normal? No es sano.
—Hum…
—Tengo miedo a que si me dejo llevar por lo que siento, después haga algo de lo que me pueda arrepentir… Y no quiero que nadie piense lo peor de mí. ¿Me entiendes? ¿José?... ¿Estas…?
Lo que siguió fue la pesada respiración de mi primo sobre mi nuca y el pesado martillazo de la desilusión. No lo desperté, no tenía caso. En la oscuridad de aquella habitación en la que perdí la virginidad, lloré, y las lágrimas corrieron río abajo mis acaloradas mejillas. Me sentía frustrada y sola como jamás en la vida, como un corcho a la deriva de un mar en calma, sin dirección y sin ninguna idea de a dónde ir. Los pensamientos siguieron vagando por mi mente hasta que la pesadez llegó a mis parpados y me dormí.